CAPÍTULO XVIII

EL TERROR OCULTO

A Long Tom, el mago de la electricidad, le había favorecido la naturaleza con un rostro tan pálido que ponía espanto en el ánimo.. Sobre todo entrevisto en la oscuridad de la noche asumía una lividez espectral. Para atenuar hasta cierto punto aquella palidez, se la había ennegrecido frotándose el rostro con un corcho quemado y, por vía de precaución, vestía además, de negro.

Johnny, el magro arqueólogo y geólogo, el hombre de las palabras altisonantes, iba trajeado, asimismo de oscuro.

Y los dos descendían a la sazón por el camino de una montaña.

A ambos lados del camino se alineaban espesas coníferas cuyas ramas, entrelazadas, les servían de dosel. Y unida esta circunstancia al nublado espacio, tornaban la noche muy oscura.

Un perro ladró a distancia, Long Tom y Johnny hicieron alto bruscamente; Ambos sabían que el hombre que avanza en las tinieblas suele detenerse a escuchar tales sonidos, sobre todo cuando su nocturna misión es de una naturaleza siniestra.

Ambos iban siguiéndole los pasos a un sujeto determinado. Iban siguiendo la pista de Muta.

Esta tarea les había sido asignada antes de que volara Renny del campamento del conde y representara el papel del jactancioso Champ Dugan, recién llegado de la China. Las instrucciones recibidas no podían ser más simples.

—Errad por las calles, rondad las casas de la ciudad sin dejaros ver mucho —les había dicho Doc—, y recoged la mayor cantidad de informes que os sea posible. Pero no os acerquéis a las fuerzas revolucionarias ni tampoco al conde Cozonac.

—Nuestra tarea se reducirá a averiguar lo que se relacione con el invento del Barón, ¿eh? —había interrogado Long Tom.

—Eso es. Nada más nos interesa.

En el transcurso de dos días les había parecido que no iban a averiguar nada importante. Luego, hacía de ello unas horas solamente, descubrieron a Muta.

Por lo visto, el enano había estado escondido en un punto cercano del campamento rebelde.

La casa donde se hallaba al acecho era una bella granja provista, entre otras cosas, de una red telefónica. Si Muta había o no recibido ya órdenes por teléfono y si se hallaba o no en camino para llevarlas a cabo era cosa que ignoraban Long Tom y Johnny. Pero si estaban seguros de que la misión de Muta no podía ser buena.

EL perro cesó de ladrar y delante de ellos volvió a sonar el rumor acompasado de los pasos. El enano continuaba avanzando. Los dos hombres de Doc le siguieron el rastro. —Mi hipótesis es que ese renegado que nos precede es un espía— susurró Johnny al oído de su camarada.

—Sí —convino Long Tom—. Probablemente habrá estado explorando las fuerzas revolucionarias. ¡Apoderémonos de ese engendro, camarada!

—Doc nos ha ordenado lo contrario —le recordó Johnny, con visible disgusto.

Pendiente de una correa, Long Tom llevaba a la espalda una emisora portátil. Gracias a ella, había informado a Doc —que representaba a la sazón el papel de Botezul, el moreno y calbiano montañés— del hallazgo de Muta. A su vez Doc les había dado nuevas instrucciones y, de acuerdo con ellas, seguían a Muta, anotando hasta el más pequeño movimiento hecho por el bandido.

La carretera que pisaban se iba tornando cada vez más estrecha, más quebrada y más pina. Los guijarros, diseminados en un principio bajo sus pies, se multiplicaban.

—¡Aguarda! —exclamó Long Tom, con un suspiro—. No sea que pongamos el pie en una piedra movediza y nos oiga ese tuno.

Del zurrón donde llevaba la emisora sacó un par de auriculares portátiles y otro aparato que una vez montado, se parecía muchísimo a un megáfono de los que se utilizan en las universidades con motivo de alguna alegre reunión deportiva. En realidad era un micrófono ultrasensible que, conectado al amplificador de sonidos del receptor en el aparato de radio, así como determinados tubos y roscas suplementarias, iba a unirse a los auriculares.

Mediante este aparato Long Tom podía captar a distancia incluso los sonidos más débiles.

Por ello dejó que el enano se les adelantara unos cien metros, confiando en la sola ayuda del aparato auditivo para no perder su rastro.

—¿Qué habrá sido de Monk y de Ham? —interrogó, pensativo, a su camarada.

—Problemático —murmuró concisamente Johnny.

—No hemos vuelto a verles desde el momento en que los dos se lanzaron con los paracaídas al espacio antes del aterrizaje de nuestro aeroplano en el campamento de Cozonac. Monk se había puesto al cerdo debajo de un brazo. ¡Ah! ¡Quiera Dios que hayan llegado al suelo sanos y salvos!

—Pido lo mismo— —replicó Johnny.

—Todavía ignoramos —siguió diciendo, muy bajo, su camarada—, la misión que desempeñan por mandato de Doc. Por ello, si nos cogen los realistas no podremos decirles dónde se hallan Monk y Ham. Ha sido una feliz ocurrencia de Doc esta de mandarnos trabajar por separado.

—Oye: ¿qué hace nuestra pieza nefasta?

—¿Te refieres a Muta? Continúa avanzando.

Luego ambos guardaron silencio, ya que no es muy divertido entablar toda una conversación en voz baja. Y tampoco se atrevían a hablar más alto por temor de ser oídos.

El cielo se despejó un instante sobre las cabezas de ambos y los rayos argentados de la luna bañaron con su luz esplendente el camino que seguían.

Lo que habían tomado por una profusa capa de chinas resultó ser —entonces lo vieron— restos de un antiguo empedrado de guijarros cuya continua exposición al aire y al sol les había disgregado en el transcurso de los años, demoliendo la argamasa. En la actualidad no era muy frecuentada o por lo menos no daba señales de ello. Debía hacer largo tiempo que no transitaba por ella el tráfico rodado.

En torno de ellos se alzaba un bosque espeso, enmarañado, y en él penetraba, dando vueltas, el antiguo camino que subía sin cesar.

Long Tom tomó a la derecha, se encaramó sobre un gran peñasco y aguzó la mirada.

—¡Psee! Silbó quedo, llamando a Johnny —. Mira allá arriba, a la cima de esa montaña que tenemos enfrente. ¡Pronto! ¡Antes de que esa nube oculte la luna!... ¿Qué ves?

Era como una dentada protuberancia del terreno, hecha, evidentemente, por la mano del hombre. Pero la distinguieron de tan confusa manera que no hubieran podido decir cómo era en realidad. Desde luego les pareció que era un edificio de piedra.

Las nubes tornaron a ocultar la luna y no les permitieron averiguar más.

—¿Será ahí adonde nos dirigimos? —se dijo reflexivamente Long Tom.

Lo había adivinado. Muta les condujo en línea recta a la cima de la montaña.

Long Tom y Johnny habían creído, de momento, que el informe edificio era un castillo en ruinas o una antigua fortaleza. No era ni una cosa ni otra, sino una gran casa de piedra rodeada de una alta cerca.

Esta, cerca había sido derribada en puntos distintos por los habitantes de la región —con objeto, sin duda, de utilizar las piedras en otras construcciones, y era por esto que parecía dentada desde la carretera.

La casa no estaba tampoco en ruinas, sino en un estado adelantado de reparación Sin duda se había derribado la cerca mucho antes, en la época en que había estado desalquilada la casa.

En su parte posterior Long Tom y Johnny percibieron, cuando la luna tornó a aparecer, una lisa extensión de terreno, lo que en el Oeste de los Estados Unidos se denomina «una mesa». Las ventanas iluminadas de varias granjas centelleaban en aquella meseta.

También había luces encendidas tras de las ventanas de la casa. AL abrirse una puerta se dibujó en la oscuridad un rectángulo luminoso y Muta, que entraba por ella a la sazón se recortó un breve instante en su centro.

—¡Así, era aquí a donde se dirigía! —exclamó Long Tom. Y se lanzó a la carrera en línea recta—. ¡Ven, Johnny! Sepamos lo que se trama.

Los dos avanzaron a buen paso, mirando con frecuencia a lo alto para asegurarse de que no asomaba de nuevo la luna por entre las nubes. Y siempre que esto sucedía se tiraban de bruces sobre la hierba, que por suerte les llegaba hasta la rodilla.

La casa de piedra tenía un alero muy ancho y a su sombra, los dos camaradas marcharon bien arrimados a la fría pared de piedra en dirección de la ventana más próxima La habitación que había al otro lado estaba vacía y por ello buscaron otra ventana. Fue entonces cuando divisaron a Muta.

El enano se hallaba sentado en un sillón y en tal posición parecía casi tan voluminoso como un ser normal, lo cual era debido a su torso gigantesco.

Otros tres hombres estaban con él en la habitación. Los tres llevaban el uniforme completo de las fuerzas revolucionarias, incluso el rojo disco de la manga derecha.

Long Tom y Johnny les observaron sin distraerse.

—Oye: ya les he visto ya —dijo Long Tom a Johnny, en voz queda:

—Los tres estaban en el campamento de los revolucionarios la noche que aterrizamos en él. ¡Fíjate! ¡Uno de ellos pertenece al Estado Mayor del conde!

—¡Son espías!

—Sin duda, ¡Vaya rabieta que se va a llevar el conde cuando sepa que es realista uno de los oficiales de su Estado Mayor! Con seguridad que se desmaya.

Los dos se dispusieron a escuchar, pues tras de los días pasados en Calbia, comprendían más o menos el idioma del país. Y para ello se acercaron con cautela a la puerta de la casa y aplicaron al ojo de la llave el micrófono ultrasensible de Long Tom. La cerradura de la puerta había sido hecha para una llave medieval y por ello era muy grande.

Muta, tenía la palabra.

—Repito que hay que averiguar cómo se las compuso Savage la otra noche para hacer que la explosión se originase a un cuarto de milla del aeroplano —decía, con su voz destemplada.

—Ya he interrogado a distintos soldados de nuestro ejército —dijo una voz en la cual Johnny reconoció al oficial del Estado Mayor—. Pero al aterrizar míster Savage no dio explicación alguna de lo ocurrido y nadie lo sabe.

Muta soltó una sarta espantosa de juramentos y añadió:

—Tengan en cuenta que se trata de un asunto de capital importancia.

»SI Doc ha inventado la manera de defenderse de los ataques de nuestra arma, debemos saber en qué consiste ese invento.

—Una defensa eficaz en ese terreno puede afectar gravemente nuestra causa, en efecto —convino el oficial de Estado Mayor.

Long Tom acercó los labios al oído de Johnny y susurró:

—Están discutiendo la concentración que ocasiona las misteriosas explosiones, el arma misteriosa inventada por el Barón Mandl.

—Hay que deshacerse del hombre de bronce —chilló Muta—. Es peligroso.

—Será muy fácil —replicó el oficial del Estado Mayor—. Basta con que se haga saber al rey Dal que Doc Savage y con él el ingeniero de los grandes puños, se hallan en el palacio real de San Blazúa.

—Es mucha verdad —admitió Muta—. Pero a Doc se le ha engañado diciéndole que va a colaborar en nuestra obra y por ello tan sólo ha dejado los Estados Unidos. De modo que no podemos intervenir en tanto no haya terminado dicha colaboración Como nada sospecha, no será difícil asesinarle en tiempo oportuno.

—Así lo espero —murmuró su interlocutor;— pero ese Doc Savage es más listo de lo que parece.

Estas palabras dieron que pensar a Long Tom y a Johnny. Muta era la mano derecha del rey Dal. Sin embargo, sabía, que Doc estaba en San Blazúa, sabia que allí también estaba Renny... y no le iba, con el cuento al soberano.

—¡Se me nubla el entendimiento! —observó Long Tom, bromeando.

—¡Doc ha salido engañado de Nueva York! —comentó el arqueólogo, dando al olvido su modo peculiar de frasear:— ¡Pues tampoco lo entiendo!

En el interior de la casa de piedra seguía Muta hablando.

—Otra cosa me preocupa. ¿Qué se ha hecho del resto de los hombres de Savage, de Monk, el químico —orangután; del abogado Ham; del geólogo y del perito electricista?

—Han desaparecido.

—¡No me agrada esto! —gruñó Muta—. Todos esos hombres son listos, individuos dotados de una inteligencia superior. Sumados al hombre de bronce, que es, según dicen los americanos, una maravilla mental y muscular, forman una combinación peligrosa, en extremo.

—Pero Doc nada sospecha. Desconoce cuál es la verdadera situación del momento —observó el oficial del Estado Mayor.

—Por ello tenemos que considerarnos muy afortunados —dijo Muta.

Hubo una pausa breve en la conversación. Long Tom y Johnny la emplearon en imaginar cuál sería el plan que se traían aquellas gentes. Sus propias teorías caían por tierra. En lugar de venir Doc a Calbia con objeto de derribar simplemente de su trono al tirano para reemplazarle allí hasta que se hubiera pacificado el país, surgían más ramificaciones misteriosas del complot. Al parecer no dominaba Doc la situación, sino que era dominado, utilizado como arma por el nefasto enano y sus asociados.

—¡Demonio! Lo mejor será que probemos de llamar a Doc por radio y le enteremos de lo que ocurre —propuso Long Tom a su camarada.

—Aguarda —murmuró Johnny.

Tornaban a oírse las voces al otro lado de la puerta.

—¿Qué? ¿Adelanta el trabajo? —interrogó Muta.

—De una manera notable —dijo una voz que no pertenecía esta vez al oficial del Estado Mayor, sino a uno de los otros dos—. Casi cien armas tenemos ya hechas. Como sabe, aguardábamos solamente los ingredientes necesarios para la elaboración del explosivo. ¡Lástima es que hayamos utilizado toda la que nos restaba en la inútil tentativa de destruir el aeroplano de Savage!

—Pero llegaron ya esos ingredientes, ¿no?

—Anoche. Los trajeron por vía aérea.

Muta se rió de una manera desagradable.

—Y tenéis preparados unos cien, ¿eh? Ellos acabarán pronto con la revolución. Lo que siento es tener que utilizarlos ahora. Preferiría reservarlos para cuando estalle la guerra futura, una vez que nos hayamos apoderado de las riendas del mando.

Uno de los oficiales chasqueó la lengua como para expresar su entusiasmo, y dijo:

—Si los usamos ahora, los países vecinos sabrán que poseemos un arma tan eficaz...lo cual es una ventaja, sin ningún género de duda —concluyó Muta—. Ese conocimiento operará un cambio en la manera de pensar de sus gobernantes y tal vez facilite nuestras conquistas.

Long Tom susurró al oído de Johnny:

—Lo que acabamos de oír descubre el origen de la revolución. Estas gentes tratan de apoderarse del trono de Calbia y luego, valiéndose de su arma infernal, sojuzgarán a las naciones que la limitan.

—La persona que ha tramado este complot —replicó Johnny—, debe tener un complejo napoleónico.

En la casa gruñó Muta:

—Ahora quisiera echarle un vistazo a esas armas.

Entonces se movieron ruidosamente las sillas, sonaron fuertes pisadas y luego un porrazo, la naturaleza del cual fue incomprensible de momento para Johnny y Long Tom.

Éste corrió a mirar por la ventana.

La habitación estaba vacía.