CAPÍTULO XIX
JOHNNY se unió a Long Tom y los dos registraron la habitación con la mirada, sin descubrir ni las sombras de sus últimos ocupantes.
—¡EA, invadiremos el campo —suspiró el geólogo.
Long Tom le propuso:
—Llamemos por radio a Doc y comuniquémosle...
—¡Más tarde! —dijo Johnny que como había permanecido inactivo en el transcurso de los días pasados, ardía en deseos de entrar en acción—. ¡Yo entro!
—¡Y yo te acompaño!
Empujaron las puertas de entrada. Ésta no estaba cerrada con llave y se abrió sin dificultad. De puntillas atravesaron el hall y le dieron varias vueltas hasta descubrir la habitación que buscaban.
—El golpe que hemos oído lo ha debido producir al cerrarse una puerta secreta —susurró Long Tom.
Se postró de hinojos y dio en escudriñar el entarimado de la, habitación.
Sirviéndose de la lente de aumento del monóculo, Johnny inspeccionó las paredes de piedra. Fue él quien descubrió, al cabo, la puerta secreta.
Estaba divinamente hecha y su paño se asemejaba a la piedra de la pared.
Johnny asió sus toscos salientes, tiró de ellos y logró únicamente romperse las uñas.
Long Tom, rápidamente, acometió y hurgó en otros varios salientes, uno de los cuales resultó ser un resorte. Lo oprimió con el índice y se descorrió el paño. El hueco abierto mediría tal vez unos dos pies de ancho por cuatro de altura.
De pie, al otro lado del paño, vieron al oficial del Estado Mayor, que iba armado de un revólver. Apenas se hubo descorrido el paño hizo fuego sobre Johnny y le tocó en un punto situado seis pulgadas por encima de la hebilla del cinto. Johnny lanzó un formidable gruñido, se dobló por la cintura lo mismo que un muñeco y cayó al suelo. Allí rodó de un lado para otro, gimiendo y perneando.
Entonces el oficial apuntó con el arma a Long Tom.
El mago de la electricidad le arrojó a la cabeza el arma que llevaba en la mano. Esto es: el megáfono. El instrumento dio de lleno en la cara del oficial y le hizo perder el equilibrio. Agitando los brazos, cayó de espaldas, rodó el tramo de empinados y estrechos escalones que partían de la puerta secreta.
Gimió una vez durante la caída y se le disparó dos veces el revólver.
De un agilísimo salto, Long Tom franqueó la distancia que le separaba del pie de la escalera y cayó de pie, junto al oficial. Pero no era necesario. El oficial se había abierto la cabeza en la caída y estaba desmayado.
Todavía doblado por la cintura, apareció Johnny en lo alto de la escalera.
Descendió, tambaleándose una mitad, se cayó al llegar a la otra mitad y, ¡cosa notable!, llegó abajo de pie.
—¡Oooh! —gimió, cruzando sobre el pecho los esqueléticos brazos—. Llevo puesta una de las cotas de Doc, pero me duele el impacto como si no la llevara.
—¡Hum! Pues no creo que tengas debajo un adarme de carne —observó Long Tom.
Se agachó y, con el propio revólver del oficial, le asestó un nuevo golpe en la cabeza para prolongar su estado de inconsciencia.
A continuación bajó por un corredor que se extendía en ángulo a su izquierda.
Johnny le siguió un poco más enderezado. Los dos recorrieron veinte pasos, al trote, doblaron una esquina e hicieron alto.
Impedía su avance una pared de ladrillo. Exteriormente parecía ciega.
—Por aquí debe haber otra puerta secreta —observó Long Tom.
Todavía despertaban un eco sus palabras cuando el suelo se hundió bajo sus pies. Johnny dio un agilísimo salto. Trataba de sentar la planta en tierra firme.
No lo consiguió. Semejante a una hoja marchita, el suelo se doblaba hacia abajo en toda su extensión.
Después él y Long Tom cayeron en el vacío desde una altura de seis pisos, tocaron agua y se hundieron en ella. Cuando, escupiendo y chapoteando, lograron ascender a la superficie, les rodearon tinieblas impenetrables. La trampa del pasillo había vuelto, evidentemente, a cerrarse.
Poco después oyeron un ¡glú, glú! particular, como si cerca, de ellos se despeñara una catarata. Y al propio tiempo sintieron en sus cuerpos la corriente.
—¡Se está inundando este agujero! —aulló Long Tom—. ¡Buena la hemos hecho, camarada!
—Ven. Trataremos de alcanzar un extremo —le propuso Johnny.
Y nadaron, anhelantes.
—¿Tienes una granada? —le interrogó Long Tom.
—Sí. Quizá logremos, con ella, hacer saltar el techo de este pozo —replicó, esperanzado, el geólogo.
Ganado que hubieron uno de sus extremos se pegaron a la pared (el pozo se llenaba, rápidamente), y la escalaron asiéndose a sus ásperos salientes de piedra. Se decían que la conmoción iba a ser menos violenta en el aire cuando estallara la granada y por ello procuraban elevarse sobre la superficie del agua. Una vez a salvo rasgaron los pañuelos y se taponaron con ellos los oídos.
Entonces Johnny arrojó la bomba. El estampido originado por la explosión fue tan terrible que no obstante la precaución adoptada, creyeron que les había roto el tímpano. Simultáneamente sintieron la sensación de que les laceraban las carnes innumerables hachas afiladas que se abatían a una sobre sus cuerpos.
El agua ascendió y les pasó por encima de las cabezas. Ellos nadaron vigorosamente.
AL otro extremo del pozo, delante de ellos, vieron un gran boquete en el techo; se asieron a sus bordes y por él ascendieron al pasillo. Tambaleándose, pasaron por encima del cuerpo inmóvil del oficial, subieron el tramo de escalera y abrieron la puerta.
—Nos vamos. ¡Fíjate bien! —dijo Long Tom, asombrado.
Vacilando, salieron a la habitación del primer piso.
Dos bombas llenas de gases lacrimógenos cayeron a sus pies y se abrieron con un sonido que apenas oyeron, atontados como estaban por el fragor de la reciente explosión.
Muta les había lanzado los proyectiles desde la puerta opuesta.
¿Qué defensa tenían contra los gases lacrimógenos? Cegados por el humo todavía trataron de buscar una salida.
Mas, privados del uso de la vista, no pudieron oponerse a Muta y sus secuaces cuando, protegidos éstos por las máscaras antigás, les cogieron y maniataron.
Transcurrieron treinta minutos antes de que Johnny y Long Tom recobraran el uso de la vista. El gas lacrimógeno no era del tipo eficiente que emplea la policía americana, pero al parecer, contenía otros ingredientes además del usual, y les hizo sentirse muy enfermos por espacio de algún tiempo.
El oficial del Estado Mayor, atendido, había recobrado el conocimiento. Se mantenía en pie, junto a Muta, y les miró con el ceño fruncido.
Muta sacó el pecho con orgullo y les dijo con ironía:
—Parece ser que volvemos a vernos, ¿eh? Pues bien...
—¡Calla, ladrón!
—...voy a juzgaron —concluyó el enano, irritado—. Tened en cuenta, que estáis en mi poder... Ahora quiera haceros una proposición.
Long Tom parpadeó, incrédulo.
—¿Qué?
—Si esta vez tampoco consigo desembarazarme de vosotros, colocaré mi persona en vuestras manos para que hagáis con ella lo que os plazca.
—¡Ya! —dijo Long Tom con sorna—. ¡Hazlo y verás!
Muta se encogió de hombros.
Long Tom parpadeó incesantemente un buen rato; luego, a falta de otra cosa que hacer, gruñó una amenaza.
—¡Poca suerte vais a tener los que os metéis con los amigos de Doc!
—¡Uf! ¡Estoy aterrado! —Muta se echó a reír y a temblar cómicamente.
—Lo cual demuestra que no conoces bien a Doc —replicó con acento sombrío Long Tom:— Además, si algo malo nos sucediera, te pescarán las fuerzas que manda el conde Cozonac. Y no lograrás escapar de sus uñas.
Esta salida provocó la hilaridad de Muta, ¡Cosa extraordinaria! Sus estrepitosas carcajadas contagiaron a los oficiales que cloquearon al unísono, como gallinas.
—¡No le veo la gracia! —observó Long Tom, desconcertado.
—Aguarda —le dijo Muta. Consultó la hora en un reloj que extrajo del bolsillo y añadió:— Sí, aguarda cinco minutos y se la encontrarás.
Nada más, se habló en el ínterin. Volvía a llover. Las gotas de agua caían con monótono ¡tap, tap, tap! sobre el tejado de la casa y el agua vomitada por los aleros gorgoteaba, emitía sonidos ahogados, que, en otra ocasión, les hubieran parecido muy desagradables a Johnny y a Long Tom.
Un estampido hueco, prolongado, sonó a distancia. No era un trueno, sino el tronar de los cañones con que luchaban los ejércitos realista y revolucionario.
Al otro lado de la puerta sonaron pasos precipitados.
Muta fue a abrir.
El conde Cozonac apareció en el umbral.
Long Tom y Johnny minaron al obeso jefe de los rebeldes con los ojos desencajados. El conde era la última persona que esperaban ver, probablemente, en aquellos momentos.
—¡Mira lo que tengo aquí! —Muta le sonrió y le indicó los cautivos con un ademán.
—¿Qué ha ocurrido, Muta? —interrogó el recién llegado.
Long Tom miró atónito a Johnny. El esquelético arqueólogo le devolvió la mirada.
¡Cozonac y Muta eran conspiradores!
Con palabras entrecortadas Muta explicó en calbiano, al conde, lo sucedido a última hora.
Su relato hizo fruncir el ceño al obeso rebelde en más de una ocasión. Luego avanzó, con estrépito, un paso —las dobleces grasosas de su cuerpo le temblaban de rabia— y se situó junto a los dos prisioneros. Los trinos y gorjeos de su risa singular no sonaron esta vez.
—Vais a contestar a unas preguntas —notificó a los dos—. En primer lugar: ¿dónde se hallan ahora Monk y Ham, los dos camaradas desaparecidos de Doc?
—¡Vaya usted a saber! —repuso con toda sinceridad Long Tom.
El conde se meció sobre los pies. Su rostro era un estudio de ira y de maldad.
—No quiero apelar a melodramáticas estratagemas —observó—. Los dos vais a ser fusilados, pero antes vais a decirme dónde hallarán mis hombres a Monk y Ham.
Long Tom se humedeció los labios con la lengua.
—Eso crees tú —respondió.
Con agilidad sorprendente dada su gordura, el conde propinó a Long Tom un violento puntapié en la parte, probablemente, más sensible del cuerpo humano, estro es, en la garganta.
A Long Tom se le escapó un gemido y rodó por el suelo tosiendo; pero no pudo hacer nada. Tenía ligados los miembros con una cuerda de algodón trenzado.
—¡Llevadles al subterráneo! —dispuso el conde.
Con la ayuda de los oficiales, Muta levantó del suelo a los prisioneros, los llevó junto a la puerta secreta, cuyo umbral atravesó, y bajó cargado con ellos, los angostos peldaños de la escalera.
El conde, que iba en pos de ellos, observó con sorna:
—Tenemos que quitarles de en medio, pero antes deberán responder a mis preguntas.