CAPÍTULO XXIV

EL INCENDIO

LA princesa dijo: —¡Que me den un arma!

Renny le alargó una de las pistolas arrancadas a los prisioneros.

—Lo mejor será dividirse —murmuró el ingeniero—, y que cada uno vigile tras de las ventanas que no están iluminadas.

Él y el capitán Flancul desaparecieron tras de una puerta.

Simultáneamente aparecieron Monk y Ham en lo alto de la escalera. Venían de la región subterránea de la casa.

—¡Silencio! —ordenóles la voz imperiosa de su jefe—. No os mostréis mucho.

—¿Cómo sabrán esas gentes que tenemos presos al conde y a Muta? —le Monk, con voz tenue.

—Eso es un misterio —replicó sombrío acento Doc.

La princesa vino a colocarse a y le preguntó:

—¿Estamos muy expuestos?

—Lo bastante pata que se vuelva al subterráneo —contestó Doc, muy quedo.

Ella se estremeció.

—«¡Nu!» (¡No!) —exclamó—. Allí estoy más cerca de los torpedos explosivos.

—Si llegaran a estallar no lo pasaríamos aquí mucho mejor Un solo torpedo puede hacer saltar la casa, deshacerla en menudos fragmentos —dijo Doc.

Tranquilizado por alguna idea repentina, se apresuró a añadir:

—Pero esperemos que no suceda tal cosa.

Durante algún tiempo sólo oyeron el gorgoteo de la lluvia que caía. Una ráfaga de viento hizo llegar hasta el interior de la habitación ligera y espumosa cortina de agua y ello fue como el frío contacto de una mano espectral sobre la piel desnuda.

Del exterior llegó hasta ellos una voz que decía, en calbiano:

—¡Sabemos que nos habéis descubierto! ¡Rendios al punto!

El grito movió a Doc a entrar con la velocidad del rayo en acción.

Retrocedió vivamente y se metió en una de las habitaciones oscuras. En la primera Renny se hallaba de pie junto a la ventana. En la segunda encontró al capitán Flancul.

—¡Bandidos! Algo les ha advertido que conocíamos su llegada. ¿Qué será?

Sin detenerse a contestar, Doc pasó a las habitaciones siguientes. El rey Dal ocupaba una de éstas; Monk y Ham la otra. Todos los rostros estaban perplejos.

Volviendo a la habitación principal, Doc apagó las luces.

—Esto va a ser duro —murmuró, sin perder la calma.

Antes de que hubieran transcurrido unos segundos tornó a gritar la voz desde fuera:

—No podrán escapar de ahí con vida. Han ido mensajeros al campamento con la orden de que se traigan los cañones y con ellos demoleremos el edificio.

Doc le contestó, en el idioma del país:

—¿Se olvidan de que tenemos aquí los torpedos? ¿Qué pueden junto a ellos los cañones?

El otro se rió groseramente.

—Podrían hacernos daño si utilizáramos camiones o tractores para arrastrar los cañones, Pero no se hará. Llegarán arrastrados por caballos.

Monk, que jugueteaba con la pistola capturada, preguntó con ansia a Doc:

—¿Qué sucedería si le disparase un tiro a esa voz?

—Pues que no darías en el blanco, porque suena, evidentemente, tras de la cerca.. De todos modos, tira, a ver qué pasa. El tiroteo ha de comenzar, y lo mismo da que sea ahora que más tarde.

—También yo probaré mi puntería —le gritó el capitán Flancul.

Monk y el capitán dispararon a un tiempo. La respuesta fue un griterío formidable en el exterior, detonaciones de rifles, ametralladoras y pistolas.

Las paredes de piedra detuvieron el paso de muchos proyectiles, pero otros rompieron el cristal de las ventanas, mellaron el marco de la puerta y silbaron con sordo rumor al atravesar el techo.

El tiroteo no cesaba.

—¡Long Tom! —clamó Doc.

—¡Presente! —replicó el mago desde debajo de una ventana.

—Toma el aparato portátil de radio y procura entrar en contacto con la emisora de San Blazúa —le ordenó Savage—. Que nos manden aeroplanos para dispersar a esas aves de mal agüero. Majestad —dijo al soberano—. Haría bien en secundarle. Sus aviadores volarán más rápidamente si saben que Vuestra Majestad está en peligro.

El capitán murmuró:

—¡Los aparatos portátiles que forman parte de los megáfonos! Los había olvidado. Después de todo no es tan mala nuestra situación.

—Volved a ocupar vuestro sitio junto a las ventanas —les aconsejó a todos Doc—. Cubrios bien, y si se intentara un asalto dad la voz de alarma. En último caso nos serviríamos de las granadas.

Varios minutos transcurrieron lentamente sin que cesara el persistente tiroteo; proyectiles ocasionales saltaban en la habitación con gemidos estridentes, pero sus defensores estaban bien resguardados y ninguno fue herido. Una parte del techo, debilitada por la lluvia de plomo, se derrumbó.

Monk disparó dos veces por una ventana.

—No —le dijo Doc—. Deja que tire yo mientras no empeora la situación.

De una funda sobaquera enguantada de modo que apenas se la notaba, el hombre de bronce extrajo una de sus diminutas ametralladoras, la cámara de la cual estaba cargada con las balas «de gracia». Esta vez afinó la puntería y disparó rápidamente por una ventana.

Una ametralladora rebelde quedó instantáneamente reducida, a silencio.

La princesa Gusta, colocada en ese momento junto a Monk, le preguntó, muy bajo, con curiosa entonación:

—¿Por qué no quiere que se haga fuego?

—Para que no se mate a nadie —le explicó el químico.

—Pero él está tirando...

—... tiros de gracia —concluyó Monk—. No matan a nadie, pero le quitan de en medio.

—Es que esos bandidos tratan...

—... ¿de asesinarnos? —dijo, con sorna, el químico—. Desde luego, no lo ignoro. Mas, por mal que anden las cosas, jamás ha matado Doc deliberadamente. De todos modos, me atrevo a afirmar que aquellos malhechores que se mezclan a su vida mueren víctimas de sus propios lazos.

Long Tom y el rey Dal habían descubierto un cuchitril sin ventanas, antigua despensa, y allí, sin temor a los tiros, colocaron el aparato de radio. Poco después la pareja fue en busca de Doc.

—Hemos captado la onda de la emisora de San Blazúa —le comunicó Long Tom—. De un momento a otro llegará aquí una escuadrilla de aparatos de caza y de combate.

—¡Espléndido! —exclamó Henri Flancul en la oscuridad, cerca de ellos.

Doc Savage dio en recorrer, una tras otra, todas las habitaciones de la fachada. Allí y en los momentos en que cedía un poco el tiroteo, descargaba su ametralladora. Casi a cada descarga reducía a silencio a un sitiador.

Cayendo sobre Monk en la habitación de la trampa por la cual se bajaba a los subterráneos, le insinuó:

—Mejor será que te vengas conmigo, Monk.

—¿Eh? —hizo el químico, presa de estupor—. ¿Quieres que abandone esta habitación?

—Precisamente.

¡Pero se escaparán los presos!

—Monk, he reflexionado mucho y alimento determinadas sospechas —le explicó Doc en un tono seco—. Déjame probar una cosa.

Juntos se dirigieron a la parte de delante del edificio. Monk estaba perplejo y se preguntaba por qué querría Doc que saliera de la habitación de la trampa.

—Lo que me asombra es que no nos hayan asaltado ya —dijo al hombre de bronce—. ¿Sabrán que poseemos esas bombas de gas?

—Probablemente, Monk.

—¡Por el amor de Mike! ¿Bromeas?

Con el eco de las palabras de Monk cesó, de repente, el tiroteo.

—¿Qué querrá decir eso? —gruñó, asombrado.

—¡Calla! —le mandó Doc en voz baja—. Me parece que está haciendo efecto mi estratagema.

Por esta vez el acento de Doc denunciaba una emoción contenida. Tenía el ánimo en suspenso.

—Vaya, no te comprendo —suspiró Monk—. ¿Qué tendrá que ver mi abandono de esa habitación con..,?

—¡Silencio! Aguardemos...

No tuvieron que esperar mucho. Transcurrido que hubo un minuto, gritó la potente voz de Renny:

—El conde Cozonac, Muta, sus compañeros, ¡han huido!

Por lo visto Doc Savage aguardaba la noticia porque se lanzó al pasillo con agilidad sorprendente. La luz de su lámpara iluminó la habitación principal. ¡Estaba vacía!

Siguió corriendo y abrió de golpe, la puerta de la habitación que ocultaba la trampa, la misma que ocupaba Monk poco antes.

Llamas crepitantes les cerraron, allí, el paso. Ardía el piso entero.

Monk gimió:

—¿Por dónde se habrán escapado esos demonios?

—Por una ventana de la parte posterior de la casa —les gritó Renny—. Por ello ha cesado el tiroteo. Sus compañeros no querían herirles.

Monk dio un paso hacia la puerta como para ir tras del conde y de sus compañeros, pero varió de idea al oír que se continuaban disparando las ametralladoras y los rifles fuera de la casa.

—¡Pero si yo mismo he ligado a esos pájaros! —exclamó—. ¿Cómo habrán podido desatarse?

—Ignoro cómo lo han hecho —le contestó Renny—. Sólo sé que les he oído correr.

Monk se acercó a la puerta secreta.

—Voy a ver —anunció.

Doc se fue tras él.

Detrás de ellos crepitaba y bramaba el incendio, comenzaba a salir humo y, mezclado a su olor, percibieron otro, muy conocido, a gasolina. El suelo de madera del piso alto debía estar empapado de ella y ello explicaba que se propagara tan rápidamente el fuego.

Monk y Doc llegaron a la primera cámara subterránea.

—¡Mira! —exclamó Monk entre dientes. Y le indicó algo con un ademán.

Amontonadas en el suelo vieron las ligaduras que habían sujetado a los prisioneros. Éstas no se habían desatado.

—¡Se han cortado! —decidió el químico. La excitación acrecentaba el volumen de su voz aniñada:— ¡Se han cortado con un cuchillo!

Doc siguió adelante hasta llegar a la segunda cámara y avanzó por entre los bastidores —cunas que examinó atentamente, uno por uno.

Lanzando un suspiro de alivio —desahogo que se permitía en contadas ocasiones, observó:

—He temido que se conectara a alguno de estos torpedos una espoleta graduada o de tiempo. Por suerte, no se ha hecho.

Monk contemplaba la hilera de bastidores con la boca abierta sin compartir la satisfacción de su jefe.

Le señaló un bastidor vacío.

—¡Eh! —exclamo, alarmado—. ¿No había aquí antes un torpedo?

—Sí, Monk.

El químico se quedó de una pieza y sus manos velludas se agitaron con nervioso estremecimiento mientras tornaba a preguntar:

—¿Se lo habrán llevado los prisioneros al fugarse?

—Sí, Monk.