CAPÍTULO VI
UN miembro del grupo de asaltantes gritó:
—«¡Opriti!» (alto) ¡Manos arriba! —Renny exhaló un rugido cavernoso y se dispuso a hacer uso del revólver.
—¡Aguarda, aguarda! —exclamó, conteniéndole, Long Tom—. Tira el revólver y retén el aliento.
Comprendiendo, Renny le obedeció, secundado por Johnny. Los tres se inmovilizaron apenas se hubieron llenado de aire los pulmones.
Los bandidos se acercaban con aullidos de triunfo. Ya se distinguían sus rostros morenos, mofletudos, que denunciaban un origen común. Las armas que empleaban eran revólveres automáticos del tipo usado por el ejército calbiano.
Inesperadamente —para la víctima, desde luego,— tropezó y rodó por el suelo uno de los individuos que marchaba a la cabeza del grupo y en rápida sucesión fuéronse desplomando sus compañeros sobre el suelo de tablas del embarcadero. En cuanto daban en él con sus huesos extendían piernas y brazos y se inmovilizaban. Respiraban acompasadamente, alternando la profunda respiración con alguno que otro ronquido.
Long Tom se rió entre dientes.
—He esparcido de antemano por el suelo unas cuantas bolitas llenas del anestésico de Doc —explicó a sus acompañantes—, y esas bestias las han roto con los pies.
—¡A la gasolinera! —exclamó Renny con su voz retumbante.
Y, con grandes saltos, los tres se lanzaron a la cubierta.
Un hombre asomó la cabeza por une escotilla. En la diestra empuñaba un automático.
Apenas tuvo tiempo para alzar el cañón.
Del puño cerrado de Renny surgió un estampido semejante al croar de una rana, digna de Gargantúa y el mecanismo de su revólver escupió cartuchos vacíos.
El tirador de la escotilla desapareció, quedó fuera de combate, antes de que hubiera podido disparar un tiro o exhalar un grito.
Aullando, embistió Renny la escotilla. Johnny, semejante por su aspecto a un esqueleto animado, buscó la cámara de la toldilla, cuya puerta halló cerrada. Esta puerta resistió a los esfuerzos que hizo para derribarla. Long Tom se las había con otra toldilla, mas en vano.
—Por lo visto únicamente hay abierta una escotilla —observó el mago de la electricidad—. ¡Sigamos a Renny!
Y se metieron tras él, en el interior de la embarcación. Al otro lado de la abertura descubrieron una escalera de metal por la que descendieron a la bodega. Esta estaba a oscuras, pero, en su fondo, un paño rectangular luminoso denunciaba una puerta abierta. Renny, Johnny y Long Tom volaron en dirección a ella.
La luz desapareció de pronto al cerrar la puerta.
—¡Aquí hay trampa! —tronó el ingeniero, retrocediendo de un salto.
Su diestra asió la escala de metal. ¡Clic! hizo ésta y se soltó de la escotilla.
—¡Pícara escala! —gruñó Renny, observando sus peldaños en movimiento.
—¡Que me apaleen si lo entiendo! —gimió Johnny—. Señor, ¿dónde nos hemos metido?
Renny se encogió ligeramente y saltó en el aire. Su mano se asió al borde de la escotilla.
Simultáneamente un hombre moreno armado de un automático se asomó por el hueco abierto y miró a la bodega. El puño inmenso de Renny surgió de improviso de las tinieblas y chocó con la mandíbula del hombre. Puño y cabeza, no se diferenciaban gran cosa de volumen. El desconocido retrocedió patinando sobre cubierta y, privado de conocimiento, se dobló como un trapo sobre la borda.
Renny acabó de elevarse por encima de la escotilla y, puesto de codos sobre cubierta, aconsejó a sus camaradas:
—Cogeos a mis piernas, y arriba.
Lo mismo Long Tom que Johnny poseían una agilidad extraordinaria. Así, se asieron a las piernas del ingeniero y treparon por ellas como por una cuerda muy gruesa. A Renny se le rompió el cinturón al agarrarse Johnny a él, pero al cabo de un instante los tres volvían a hallarse sobre cubierta.
Hasta aquí, escotillas y toldillos habían vomitado hombres armados. Sus revólveres y escopetas comenzaron a tronar y a sus estampidos se mezclaba el fulgor de los fogonazos. Para colmo, por el muelle avanzaban dos hombres a la carrera. Evidentemente formaban parte del grupo situado en tierra. Y se habían quedado a la retaguardia para cuando llegara la ocasión oportuna.
—¡Abajo! —ordenó Renny, arrojándose de bruces tras de la albardilla de la escotilla.
Una mano desconocida les arrojó una granada, con tal mala puntería que el proyectil botó sobre la cubierta y cayó al río sin haber explotado. La ola que levantó inundó la cubierta calando las ropas de los tres camaradas y la gasolinera dio dos bandazos, uno de babor a estribor, otro de estribor a babor.
Gimió entonces la ametralladora de Long Tom; dos calbianos cayeron y rodaron por la cubierta.
Renny alzó la cabeza y la bajó mientras pasaba, silbando una bala.
—Se pasan las granadas de mano en mano —anunció a sus compañeros—. ¡Condenados! ¡Van a hacernos trizas! Lancémonos al agua.
De común acuerdo saltaron por la borda de la lancha motora y se zambulleron en el río. Long Tom lanzó un grito de dolor al chocar con un pilar; luego, de dos brazadas vigorosas se reunió a sus camaradas en la selva formada por los pilares y maderas del malecón.
—Bueno, trabajo les doy si han de venir a buscarnos aquí —dijo Renny, sonriendo.
Sus enemigos juraban y maldecían en calbiano. Les arrojaron varias bombas, pero las explosiones destrozaron la madera del embarcadero y nada, más. Incluso una de ellas volvió, saltando atrás y abrió un boquete respetable en la cubierta de la motora.
A continuación se encendió una lámpara de bolsillo, que Johnny apagó de un tiro agujereando, de paso, las piernas de dos calbianos.
Un silencio completo descendió sobre el muelle.
—Bueno, ha llegado la hora de la reflexión —comentó el ingeniero, riendo entre dientes—. El tiroteo y las explosiones van a llamar la atención de la policía.
Los calbianos reflexionaban, en efecto, pero con un resultado distinto al que Renny suponía. De la gasolinera surgió un ruidillo singular, al que siguió fuerte siseo, y por el malecón se esparció un líquido que iba acompañado de un pronunciado olor característico.
—¡Esos bandidos nos están rociando de gasolina! —gimió Renny—. Habrán conectado unas mangueras al depósito y van a abrasarnos vivos si no salimos de aquí. Pero en cuanto salgamos nos expondremos al fuego de sus revólveres.
A sus oídos llegó la voz chillona, temblorosa, de Muta.
—¡Eh, vosotros tres —decía,— fuera de aquí, ¡rendios! De lo contrario le prenderemos luego a la gasolina.
—¡Por el toro sagrado! No se ha perdido todo. Estamos de suerte.
—Sí, salgamos —aconsejó Long Tom a sus dos camaradas.
Los tres se acercaron a nado a la gasolinera, tirando antes las armas, y se les izó a bordo sin mucha suavidad.
—¿Dónde están vuestras armas, esos revólveres especiales con los cuales tiráis tan rápidamente? —les preguntó Muta.
—En el fondo de la bahía —le contestó el ingeniero.
—EA, bajadles a la bodega —ordenó Muta a sus hombres—, y salgamos de aquí. De un momento a otro llegará la policía.
Se obligó a descender a los prisioneros empujándoles con la boca de los revólveres y se pusieron en marcha los potentes motores de la gasolinera.
A continuación se largaron las amarras y la embarcación surcó, rauda, las aguas de la bahía. Ya era hora. Conforme a lo previsto por Renny, el tiroteo había llamado la atención de la policía y comenzaban a sonar las sirenas de sus coches a lo largo de la ribera.
Las tinieblas de la bahía se engulleron la motora. Para su tamaño y velocidad no tenía unos motores muy ruidosos. Apenas se oía, el gemido de las aguas tumultuosas, el chocar de las olas contra la proa mientras se encaminaba, no a la boca del puerto, sino hacia el Norte, río arriba.
Sobre cubierta todo era bullicio y alboroto, rumor de pasos precipitados, chirridos de cadenas, órdenes dadas en voz baja. Renny cogió al vuelo palabras suficientes para darse cuenta de lo que ocurría.
—Bajan dos lanchas —murmuró—. ¿Para qué lo harán?
Lo descubrió muy pronto, cuando Muta descendió a la bodega con otros bandidos, cargados de cadenas, candados y alambres, con los cuales ligaron fuertemente los miembros de los prisioneros, asegurándoles a las pilastras de la bodega mediante candados y cadenas.
Luego el enano retrocedió y contempló, satisfecho, la obra llevada a cabo.
Abstraído, metió la diestra en el bolsillo de su americana y sacó un disco rojo de mármol que pasó de una mano a otra.
Mas, como sorprendiera la mirada que Renny le dirigía, se guardó apresuradamente el disco.
Con gesto deliberado consultó la esfera de su reloj de pulsera.
—Caballeros: es posible que vivan ustedes cinco minutos, las subsiguientes a nuestra salida de la gasolinera —les anunció, con grave acento—. —Quizá algo más, pero, desde luego, no mucho más.
—¡No se saldrá con la suya!— —exclamó Long Tom, interrumpiéndole—. A estas horas la policía, habrá encontrado ya a los individuos sometidos a los efectos de nuestros gases y ellas cantarán.
—«iNu!» (no) —protestó Muta, desengañándole—. Les tenemos aquí y ahora vamos a embarcarles en las lanchas.
Long Tom no supo qué contestar.
Muta giró sobre los talones semejante, a la luz que iluminaba la bodega, a un gnomo grotesco y deforme.
—Lamento que no puedan estar sobre cubierta —agregó, con calma—, para presenciar el espectáculo que se prepara. Tengo entendido que los ayudantes de Savage son hombres muy ilustrados y por ello capaces de interesarse por lo que va a suceder.
—¿Qué quiere decir con esto? ¿Qué se oculta detrás de su actuación? —quiso saber Long Tom.
—Algo grande, muy grande. El complot más atrevido del siglo, amigo mío —le explicó el enano.
Se había inclinado un poco y en sus ojos ardía la llama del fanático.
—¿Sí, eh?
—Les matará un arma desconocida, arrojada no se sabe de dónde. Nadie puede esquivarla, ni las tinieblas, ni la niebla, ni el humo bastan a proteger al hombre contra ella.
Long Tom meditó la frase y sólo se le ocurrió una respuesta:
—¡Doc Savage os ajustará las cuentas, bribones!
Muta se rió en sus barbas.
—Doc Savage está preso-dijo —. Pronto morirá también.
Y con estas palabras salió de la bodega con sus compañeros. La velocidad de la motora disminuyó, pero no se detuvo. Luego se botaron al agua las lanchas y se procedió a su carga.
Poco después quedaba abandonada la gasolinera por todos, con excepción de los tres prisioneros encerrados en la bodega, y se mecía blandamente sobre las aguas del Hudson. Ya no avanzaba. Sin embargo, todavía funcionaban las máquinas. Mas se había roto su conexión con la hélice.