CAPÍTULO XV
EL alba vió salir un sol frío, rojizo, tras de la mampara de nubes. Había comenzado a llover unas horas antes de romper el día. Era una llovizna sutil, poco más que una niebla, pero producía infinita molestia.
Renny se había metido en una de las tiendas disimuladas pare dormir un poco. La futura perspectiva de una aventura emocionante no le quitaba el sueño, aunque sí tuvo una pesadilla en la cual, convertido en un émulo de Gargantúa, se paseaba por un país fantástico poblado de reyes, princesas, y capitanes Flancul. En el saco que llevaba a la espalda los introducía sin cesar y sin que parecieran agotarse por ello.
Las manos de bronce de Savage le sacudieron, despertándole.
—¡Por el toro sagrado! —gruñó Renny, frotándose los ojos con unas manos casi tan grandes como la cabeza—. ¡Vaya sueño endiablado!
Aplicó el oído para escuchar los estampidos atronadores de la lejana artillería y observó:
—¿Sabes que esos cañones van a matar a mucha gente?
—Los reduciremos al silencio tan pronto nos sea, posible —le prometió el hombre de bronce—. Vamos, Renny. He estado trabajando toda la noche y ahora lo tengo todo dispuesto.
—Así, ¿no has dormido?
—No. Dormiré más tarde.
—¿Dónde están Johnny y Long Tom?
—Partieron ya con objeto de desempeñar su misión.
—¿Eh? ¿Puede saberse en qué consiste?
—Recuerda que ninguno de vosotros debe conocer lo que hacen sus camaradas.
—¡Cierto, cierto! Se me había olvidado. —Renny palpó con la mano en torno y, como no encontrase su ropa, exclamó:— ¡Eh! ¿Qué ha sido del traje que llevaba puesto? ¿Dónde están mis zapatos?
—Yo los he cogido. Toma, envuélvete en esta manta —le dijo Doc.
El ingeniero obedeció. Siguió a Doc fuera de la tienda y cruzó en pos de él el campamento en dirección del claro. En uno de sus extremos, bajo el lienzo pintado de verde con que Doc le había puesto a cubierto de la lluvia, se hallaba el anfibio trimotor.
Renny le dirigió una ojeada.
—¡Por el toro sagrado! —exclamó.
El aeroplano estaba pintado de nuevo, en un matiz purpúreo especial; mas esto no era todo. Arrollado en torno del fuselaje vio un lampante dragón chino, de todos los colores del arco iris. Sobre sus alas, en el casco y cola del trimotor campeaban numerosas letras del alfabeto chino A cada lado del casco se había —pintado con grandes caracteres:
«CHAMP DUGAN» «EL TERROR PURPÚREO»
Renny se ciñó la manta empapada de agua.
—Oye: ¿Qué quiere decir eso? ¿Quién es ese Champ Dugan?
—Tú —le contestó Doc Savage.
—¿Eh?
El hombre de bronce extrajo entonces un puñado de pliegos amarillos de papel, de cablegramas cursados por él o recibidos por él y se los entregó a Renny.
—Toma. Entérate de su contenido y te darás idea de lo que se trata —le dijo.
Renny examinó los papeles. Eran despachos cursados por Doc mediante la potente estación de radio instalada, en el despacho del rascacielos neoyorquino antes de su embarque en el «Seaward». Muchos de ellos iban dirigidos a sus agentes de la China, India, Persia y Turquía.
Sus nombres eran casi todos desconocidos a Renny, mas sabía que estaban todos en deuda con el hombre de bronce y que harían cualquier cosa para demostrar su agradecimiento. Apresuradamente leyó los despachos, uno tras otro.
—Como ves, te he allanado el camino y no tienes más que seguirlo —dijole Doc una vez que se concluyó la lectura—. Cierto caballero, hijo del Celeste Imperio, alimenta la creencia de que ha contraído conmigo una deuda de gratitud y por ello se ha prestado, gustoso, a cablegrafiarle al rey de Calbia.
»En el mensaje que le ha enviado mi amigo desde China se menciona a un tal Champ Dugan, ex famoso campeón de aviación, antiguo combatiente, de fama mundial, cuyos informes acompañan al despacho cablegráfico. Como habrás reparado durante la lectura de las copias, han sido dados los informes por personas que cooperan, satisfechas a la farsa ideada por mí, cuyo resultado ha sido que el monarca haya alquilado los servicios del imaginario Champ Dugan.
—¡Diantre! ¿Y pensaste todo eso en Nueva York? —exclamó Monk, admirado.
—Champ Dugan se halla, en estos momentos, camino de Calbia, según se cree —siguió diciendo el hombre de bronce—. Y, hoy mismo, llegará a San Blazúa... si no mienten los telegramas firmados que ha enviado desde la India, Persia y Turquía.
Rara vez se permitía Renny el lujo de sonreír. Sin embargo, en aquella ocasión, una franca sonrisa iluminó su rostro grave y sombrío.
—Esa es la verdadera razón de que enviaras a Long Tom a Inglaterra para adquirir el aeroplano, ¿eh? —inquirió.
—Justamente. Champ Dugan va a asumir un alto cargo, cooperará en el mando de las fuerzas realistas del aire. Es notoria la buena opinión que el rey tiene de un mercenario yanqui. Repara en el sueldo que te asigna.
Renny consultó los telegramas.
—¡Mil dólares semanales! Pues no está mal —confesó.
—Tu carrera de ingeniero te proporciona, a diario, iguales emolumentos —recordóle en tono seco Savage—. Bueno, en calidad de Champ Dugan, vas a formar parte del cuerpo de aviación y podrás frecuentar el trato de la princesa Gusta y del rey Dal.
—¿Cuál es el plan? ¿Debo intentar el secuestro de ambos?
—Mucho más que eso. Deseo que averigües, si te es posible, lo que motiva las explosiones misteriosas.
—¡Ya! Desde luego, es lo principal.
—Bueno, en cuanto te indique cómo deberá conducirse Champ Dugan, podrás ponerte en camino. Pero antes ven, que voy a disfrazarte.
Tres horas después, el grotesco aparato chino surgía de entre las nubes aglomeradas a Levante y descendía sobre la capital de Calbia. Como era chino, era muy natural que llegara por el Este.
Poquísimas personas transitaban, en el momento de su aparición, por las estrechas calles de San Blazúa a causa de la llovizna que seguía cayendo sin interrupción. Pelotones diseminados de soldados las atravesaban de cuando en cuando. Por ellas circulaba un número reducido de automóviles. En mayor número se veían carros de mulas guiados por campesinos carreteros.
Como enjambre de avispas fuera del nido sacó a los samblazuístas de sus casas el zumbido del motor del aeroplano y todos levantaron a una los ojos para mirar al espacio. No eran extraños, evidentemente, a las incursiones aéreas y temían que el singular aparato fuera enemigo.
Penachos de humo que inesperadamente surgieron de las chimeneas de las fábricas y de locomotoras, dijeron a Renny que se daba la voz de alarma en la ciudad. Como había quitado de los tubos de escape los notables silenciadores de Doc Savage, el motor de su aparato hacía mucho ruido ahogando el silbido de las sirenas que sonaban a sus pies.
Una escuadrilla de aeroplanos de caza surgió del aeropuerto de San Blazúa y se elevó en el espacio. La flotilla se componía de nueve aparatos dispuestos en triángulos de a tres.
Renny la examinó de una ojeada. La persona poco entendida en la materia hubiera dicho, al verlos, que los pilotos calbianos eran todos ases de la aviación, mas el experimentado Renny opinaba de otro modo.
—¡Hum! ¡Pipiolillos! —murmuró, satisfecho de su examen.
Sus conocimientos excedían al de la carrera que había cursado, en la cual figuraba como uno de los mejores alumnos conocidos, pues además, poseía otros notables. Entre ellos iban incluidos muchas horas de vuelo bajo la eficiente tutela del hombre de bronce. Doc poseía una cualidad innata, que es propia, de los grandes maestros: la de dotar con una parte de su destreza, poco común a las personas que instruía.
Pocos aviadores eran tan competentes como Renny y en aquella ocasión dio buena prueba de ello.
Los nueve aviones de caza se habían esparcido en sentido horizontal y avanzaban bajo la llovizna Los pilotos se contorsionaban los cuellos en sus cabinas con objeto de estudiar el fantástico aparato extranjero.
Renny voló como una saeta a su encuentro. Probablemente, a guisa de advertencia, dos de los aviones de caza dispararon las ametralladoras. Sus proyectiles pasaron por encima de la cabeza de Renny; le anduvieron muy cerca, realmente. Luego prosiguieron, arrogantes, el avance.
Renny les dejó llegar sin alarmarles y, en cuanto les tuvo cerca, con el pie pisó rápidamente el pedal del timón y movió los mandos. Objeto de la maniobra era uno de los aviones de caza, el que acababa de servirse de la ametralladora. El gran anfibio saltó, en realidad, sobre dicho avión.
El rostro empapado de aguas de su piloto, se tornó blanca al darse cuenta de que se le venia encima el aparato contrario. Se aturdió más, en realidad, de lo que Renny había supuesto y por ello se vió obligado a mover otra vez los mandos para evitar una colisión.
Enjugándose el sudor de la frente, el piloto del avión de caza se apartó del camino. Estaba asustado de verdad.
Renny se elevó con el trimotor sobre la escuadrilla calbiana y se le colocó a la zaga.
Los aviadores calbianos trataron de esquivar su acometida dejándole paso franco. AL fin y al cabo no estaban seguros de que fuera un enemigo. Pero la cosa era imposible. Sus aparatos eran mucho más pequeños, más veloces que el pesado anfibio de Renny.
Sin embargo, la habilidad y conocimientos acrobáticos del ingeniero eran tales que consiguió eclipsar a los pilotos calbianos hasta el punto de que parecieron «amateurs» en materia de aviación.
Ora arrojándose valientemente sobre ellos, ora manteniéndose a una prudente distancia de sus defensas, les persiguió con destreza sin igual por entre las nubes.
Luego, inició una zambullida. Los cabellos comenzaron a erizarse sobre las cabezas de los habitantes de San Blazúa. Una corriente de agua atravesaba, ondulando, la ciudad. Era un largo río, que llevaba el nombre de «Carlos», en memoria del primer rey de Galbin, fundador de la actual dinastía calbiana.
Dos puentes se habían tendido sobre él, en un punto determinado de su curso, y, cerca de ellos, se alzaba el castillo que servía de morada al rey Dal.
Renny pasó en su vuelo por debajo del arco de ambos puentes y empujó hasta el interior del castillo con su aparato a un escuadrón de uniformados realistas. Luego voló en torno del edificio arrancándole parte del enyesado con una de las alas del trimotor.
Los centinelas trataron de hacer fuego sobre su persona. Él hizo bajar el tren de aterrizaje, cayó en rápido descenso sobre los centinelas y les obligó a emprender corta carrera en busca de un refugio.
La bandera de Calbia y el pendón de la casa real flotaban de un asta, sobre la puerta del castillo. Renny hizo un bello cálculo y voló tan cerca del asta que se llevó las dos banderas enganchadas en el chasis de aterrizaje. A continuación comenzó a hacer «loopins» y a dar volteretas picando en espiral por encima de palacio.
Luego desenganchó las banderas de las ruedas, hizo subir el tren y amaró en el río junto a las paredes del castillo.
El Renny que salió del aeroplano chino apenas tenía semejanza con el caballero del grave semblante que tan bien conocían los ingenieros neoyorquinos. Le habían teñido el cabello de rojo y tenía la cara llena de pecas. Pero, en conjunto, lo que más sorprendente parecía era la humorística, franca sonrisa, que ahora reemplazaba a su melancólica expresión.
Su atavío se componía de una túnica china, cuyas mangas perdidas ocultaban, con sorprendente eficacia los enormes puños. Llevaba amplios calzones a la turca y altas botas rusas.
Habíase disfrazado así con ayuda de Doc, para desempeñar el papel de «Champ» (el campeón) Dugan, el osado yanqui que habitaba en la China. Y por ello llegaba a San Blazúa al estilo de un «as» de la aviación.
En los tiempos medievales, las aguas del río habíanse vertido en un foso que rodeaba el castillo. Una avenida servía ahora de paseo en torno del foso.
Renny ascendió por la ribera y atravesó a grandes zancadas, dicha avenida en dirección de la explanada.
Un pelotón de guardias, tocados con altos gorros de piel, se lanzaron a obstruirle el paso desde dos lados opuestos de la avenida. Sus uniformes eran de lo más vistosos y Renny dedujo que debían formar parte de la guardia del palacio.
Representando hasta el fin su papel, acogió a los guardias con una sonrisa.
—¡Hola, soldados! —les gritó.
—Queda detenido —le dijeron en idioma calbiano.
—¿Sí? —dijo en son de burla Renny—. ¡Como me toquéis el pelo de la ropa os haré trizas esos bellos uniformes!
El oficial de guardia avanzó un paso y pretendió asirle por ambos brazos como para sujetarle.
Simultáneamente le asestaron un puñetazo en la barbilla y cayó de espaldas, abierto de brazos y piernas.
—Lo mismo que antes a las fuerzas del aire, estoy dispuesto a zurrar ahora a la guardia real —declaró en tono jactancioso Renny—. ¡Mostrencos! ¡Poco entendéis vosotros de pelear!
La llegada de un cortejo interrumpió lo que amenazaba convertirse en una batalla campal.
—¿Es usted Champ Dugan, el aviador recién llegado de China? —interrogó el mensajero a Renny.
—¡Ah! Se me conoce ya en Calbia, ¿eh? —A Renny se le iluminó el semblante.
—El rey Dal le concederá audiencia, al instante —le notificó el mensajero.
—¿Audiencia? ¡Ah, ya entiendo! Desea hablar conmigo, ¿eh? Está bien, vamos.