CAPÍTULO VIII

LA EXPLOSIÓN MISTERIOSA

EN él habían entablado una discusión Monk y Ham. El hecho de que no hubiera curiosos a su alrededor, no alteraba en lo más mínimo la complacencia con que ambos sostenían tales polémicas.

—¡Mico sin rabo! —decía Ham, enarbolando el bastón—. ¡Engendro de la naturaleza! ¡Sólo esto me faltaba!

Monk se ocupaba en reunir los componentes de su laboratorio químico portátil, que llevaba siempre consigo en las expediciones a que acompañaba a Doc. El laboratorio ocupaba poquísimo espacio y, sin embargo, encerraba toda especie de materias químicas.

Miró a Ham y le dijo, suspirando:

—¿Qué es lo que intentas?

Por toda respuesta Ham levantó el estoque y descargó con él un golpe formidable. El objeto de sus atenciones era el cerdo Habeas Corpus. Pero Habeas le conocía muy bien. Cuando se abatió sobre él el estoque, había saltado a un metro de distancia.

—¡Eh! —exclamó Monk—. ¡Descarga en mí tu ira, si te parece, pero deja en paz al cerdo!

—¡Os asesinaré a los dos! —prometió Ham.

Señaló con un ademán acusador el lomo pintado de rojo de Habeas, y agregó:

—¡Le has pintado esa insignia con la deliberada intención de hacerme rabiar!

Era increíble que Ham, tan observador de ordinario, no hubiera descubierto con anterioridad el pendón escarlata. Más probable era que hubiera aplazado el hablar de ello hasta aquellos momentos.

—Yo no he pintado esa bandera para enojarte —protestó Monk, con aire de ingenuidad—. Al cerdo le agrada el color rojo.

—¡Harvard es una gran Universidad! —declaró Ham, con calor,— y no veo por qué insultas su insignia pintándola en el lomo de un cerdo!

Monk replicó, sonriendo:

—¿Cómo voy a conocer yo sus colores?

—¡Bueno, bueno, quítaselos ya!

Sin hacerle gran caso, se acercó Monk a un teléfono. El aparato estaba conectado con la Jefatura de Policía del distrito y proveía a Doc de una copia impresa de todos los sucesos diarios.

De ordinario Monk no prestaba mucha atención al aparato, mas se le ocurrió mirar, porque estaba preocupado por la tardanza desusada de Renny, Johnny y Long Tom, que llevaban ya algún tiempo sin comunicarle su paradero.

Miró, pues, el rollo impreso y dejó escapar un grito.

—¡Ham! ¡Ven aquí!

Ham miró por encima del hombro de Monk y leyó:

«Atención. Parte del distrito marítimo.

»Ha habido misterioso tiroteo a bordo de una lancha motora atracada a un pequeño muelle de Brooklyn. La embarcación es grande, estrecha de bao y está pintada de negro. Ha huido, internándose en la bahía. Se desea conocer su paradero.

»Próximos al lugar de la lucha, se han hallado abandonados, dos coches cuyos números de matrícula son respectivamente, S.3 y S.4.»

—¡S.3 y S.4¡ —repitió Monk—. ¡Son los números de matrícula de dos coches de Doc! De los mismos que se han llevado Renny, Johnny y Long Tom.

Ham alargó el brazo y descolgó el sombrero de la percha.

—Investiguemos lo ocurrido —propuso a Monk—. Me parece lo más conveniente.

Ambos corrieron a la puerta. Habeas saltaba, gruñendo, delante de ellos. En el corredor encontraron a Doc Savage que llegaba cargado con el conde Cozonac, quien no había recobrado aún el uso de los sentidos.

—Doc —gritó Monk, al verle—. Johnny y los otros dos camaradas que le acompañaban se hallan en un aprieto.

Con su voz infantil dio parte a Doc del mensaje transmitido por el teletipo.

Savage nada dijo, pero entró en la biblioteca con su carga pesada. Allí instaló al conde cuidadosamente, colocándole las manos sobre los brazos del sillón que ocupaba.

Dos bandas resplandecientes de acero surgieron de aquellos y se cerraron herméticamente en torno a sus muñecas en obediencia a la presión del índice de Doc. Otras dos bandas iguales ocultas en las patas de la silla, le sujetaron los tobillos.

Sólo un cortafríos podía libertar a Cozonac de sus ligaduras.

Doc cerró todas las puertas que eran de acero, aunque no lo parecían.

—Es preciso que continúe aquí a nuestro regreso —explicó a sus camaradas—. Por él sabremos muchas cosas.

Llevando a Monk y Ham a la zaga, entró en el ascensor especial y éste le dejó en el garaje de la planta baja. Los tres se metieron en el <roadster> y en un vuelo, el coche les dejó delante del hangar con apariencias de almacén que tenían en el puerto.

—¿Tienes ya idea de la que está sucediendo? ¿Doc? —le preguntó el químico.

—¿Has oído hablar de Calbia? —interrogó a su vez el hombre de bronce.

Monk hizo un gesto de asentimiento.

—Sí, es un país balkánico, cuya población asciende de diez a doce millones de habitantes. Una de las pocas monarquías absolutas que todavía quedan en Europa.

Doc observó:

—Te olvidas de un punto importantísimo. Calbia se halla ahora sometida a la tragedia de una revolución.

Monk parpadeó.

—¿Eh? —murmuró—. Ignoraba ese detalle, del que tampoco hablan los periódicos.

—Ello se debe a la censura —explicó Doc—. El Gobierno de Calbia procura que no se divulgue por el extranjero la noticia de posibles manejos políticos. Y no es sólo ella. Todas las naciones hacen lo mismo.

—¿Por qué?

—Es muy, fácil de comprender. Esa inestabilidad de un gobierno afecta al crédito de la nación en el extranjero, disminuye el valor de sus obligaciones, etc. Naturalmente, ningún gobierno responsable desea entablar negociaciones monetarias con otro destinado a un derrumbamiento.

—¿Así la revolución calbiana es cosa seria?

—Muy seria —le aseguró Doc—. Desde largo tiempo atrás vengo relacionándome, en todas las naciones, con personas adictas al régimen y a diario ellas me enteran, por cable de la marcha, de los acontecimientos. De aquí proviene el conocimiento que hoy tengo de la política extranjera.

Abstraídamente, dio Monk un tirón de orejas al cerdo, que se le había encaramado a una rodilla.

—¿Y tú crees que el caso que nos ocupa actualmente tiene algo que ver con esa ahora futura revolución?

En lugar de responder directamente a la pregunta, Doc interrogó a su vez:

—¿Qué dirías si supieras que la princesa Gusta, hija única del monarca, calbiano, está aquí, en Nueva York, acompañada del capitán Flancul, capitalista y principal consejero de la corona y que ambos han tratado hoy de capturarme?

—¿De veras?

—Como te lo cuento.

Monk hundió los dedos en la roja mata erizada de sus cabellos.

—¡Diantre! —exclamó—. Pues diría, diría... ¡que andamos mezclados en un lío muy enredado! '

Los tres llegaron al hangar, dejaron en su interior el <roadster> y entraron en el gran trimotor. Poco después zumbaba la nave aérea sobre las aguas del río y se elevaba rápidamente en el espacio.

Las paredes acolchadas de la cabina permitían que se conversara en ella en un tono de voz usual.

—Entonces ¿quién es ese caballero obeso que hemos dejado en tu despacho?— —interrogó Monk a Doc, reanudando el diálogo entablado en el rascacielos.

—Es el conde Cozonac comandante en jefe de las fuerzas revolucionarias que tratan de desposeer de su trono al rey de Calbia —replicó Doc.

Lo mismo a Monk que al abogado les sorprendió la respuesta, pero no le efectuaron a Doc cómo era que sabía también aquello. Doc estudiaba, siempre la política emprendida por todas las naciones del globo.

Y no tendría nada de extraordinario que les dijera los nombres de todos los conspiradores, aun los de aquellos más oscuros, que luchaban por derribar un gobierno cualquiera. Probablemente se hallaba bien informado. Sus conocimientos vastísimos abarcaban todas las materias.

—En cuanto al barón Dimitri Mandl, el mismo que ha perecido hace días a causa de la misteriosa explosión de su yate, era embajador de Calbia en los Estados Unidos. Sí, hermanos, la cosa huele a intriga, una intriga, de los más altos vuelos.

Así diciendo, el hombre de bronce abrió la llave del aparato de radio y buscó la longitud de onda empleada por la estación de radio de la policía.

Una vez captada la onda pidió que se le ampliasen los informes concernientes a la fuga de la gasolinera. Pero de éstos sólo uno era digno de tenerse en cuenta.

—Según cuentan las personas a quienes atrajo el tiroteo al muelle de Brooklyn —le comunicó el operador,— la gasolinera se dirigió a la boca de la bahía y de ésta a alta mar.

Doc hizo virar el trimotor sin pérdida de tiempo y se lanzó en opuesta dirección.

—Me parece que erramos el camino —gruñó Monk.

—No lo creas. Es muy probable que haya retrocedido la gasolinera y remontado el Hudson y eso es lo que vamos a ver. De todos modos no creo que la alcancemos antes de rayar el alba.

Los motores de la gran nave aérea estaban bien almohadillados y su sonido se reducía así a un potente siseo. Mientras ascendía a mil pies de altura y emprendía su vertiginosa carrera hacia el septentrión, cabía dudar de que le oyeran las gentes que transitaban por las calles de la ciudad o los marineros, que en aquellos momentos se hallaban a bordo de los buques anclados en el puerto.

Poco después de haber despegado, Doc movió una palanca y ésta puso en movimiento un paracaídas luminoso. Como Monk y Ham, se valió de unos prismáticos para recorrer la superficie del río con la mirada, sin que ninguno de los tres descubriera la motora que buscaban.

Tres millas más allá se volvió a lanzar al espacio otro paracaídas.

La exclamación de Monk, el grito de Ham y el gesto brusco de Doc fueron simultáneos al divisar, de pronto la embarcación.

—¡Está inmóvil en mitad del río! —explicó innecesariamente Monk.

La isla de Manhattan, el Bronx, Yonkers, componían, a su derecha, la ribera iluminada. Hoboken y la playa de Jersey que se extiende hasta Englewood por el Norte, un manchón resplandeciente, a la izquierda. Iluminado por la luz blanca del paracaídas, el río se extendía a sus pies semejante a curvada cinta de un azul acerado.

Doc hizo descender el aparato sobre la motora.

—No se ve nadie a bordo —dijo Monk.

Y Ham expresó su conformidad con un movimiento de cabeza. Uno y otro se servían de los prismáticos.

El aeroplano amaró junto al esbelto negro casco de la embarcación y mucho antes de que disminuyera la velocidad que conservaba, se zambulló Doc en el agua y, de dos vigorosas brazadas ascendió a la superficie. Sobre su cabeza oía zumbar el motor de la gasolinera.

Monk y Ham consiguieron detener en seco al trimotor y a continuación botaron al agua uno de los botes extensibles.

Doc se mantenía con la cabeza fuera del agua, procurando, al nadar, no taparse la vista con los brazos. Sin embargo, no salía el menor ruido, no se veía movimiento alguno en la gasolinera.

Doc alcanzó la popa. De ella, no pendían cadenas ni amarras, circunstancia que hubiera demorado a un hombre dotada de menor energía o agilidad. Para los musculosos pies bronceados, sin embargo, codaste y timón ofrecieron valiosos puntos de apoyo.

Aplicó el oído, pero sólo percibió la monótona vibración de los ociosos motores Diesel.

—¡Renny!... ¡Johnny!... ¡Long Tom!

Su llamada originó una débil sacudida de cadenas en algún punto distante.

Doc se lanzó a la carrera, halló al paso una escotilla abierta y por ella penetró en la embarcación. Como por ensalmo apareció al propio tiempo una luz eléctrica en sus manos que arrojaba vivo resplandor. Iba metida en una caja impermeable y era de un tipo poco común. En lugar de batería la proveía de corriente una dínamo unida a un motor movido por un mecanismo de relojería al que se daba cuerda dando vueltas a la parte posterior de la caña del reflector.

Fuera del barco, se posaba en el agua la luz arrojada desde el aeroplano, ardía con breve chisporroteo y se apagaba entre nubes de humo.

Doc halló a sus tres hombres amordazados y ligados con cadenas.

Colocando la luz en el suelo de la bodega, les arrancó de un tirón las mordazas y luego atacó los eslabones de las cadenas que les aprisionaban con una pequeña lima que sacó del bolsillo.

—¡Por el toro sagrado! ¡Deja eso! —exclamó el ingeniero.

—¿Qué sucede, Renny?

—¡Que vamos a morir aquí todos antes de que hayan transcurrido diez minutos!

—Se ha dicho diez minutos o más —puntualizó Johnny.

—Pero el caso es que no bromeaban —observó Renny.

—Ha sido ese enano, Muta, quien nos ha hablado de una arma misteriosa que no tiene rival en el mundo —explicó Long Tom.

Doc no dijo una palabra. Continuó trabajando activamente. Por fin consiguió romper el eslabón de una cadena, luego el de otra, y el de otra, y Renny quedó libre.

El ingeniero movió ambos brazos con objeto de desentumecerse un poco.

—Ahora se nos presenta ocasión de ver operar esa arma infernal —observó.

—Espero que no sea muy de cerca —murmuró Long Tom.

—Oíd: me sorprende que hayan dejado corriendo los motores. ¿Tendrá algo que ver con nuestro asesinato?

Doc no hizo ningún comentario, sino que continuó limando apresuradamente los eslabones de la cadena.

—Sal, Renny. Tírate por la borda al río y nada.

Renny no dio señales de haber oído. Asió con ambas manos la cadena que sujetaba a Johnny, tiró de ella y logró romperle un eslabón. Sus grandes puños se hallaban dotados de un vigor poco común, vigor que excedía únicamente la fuerza desarrollada por el hombre de bronce.

Doc consiguió, por fin, libertar a Long Tom y luego a Johnny. Los tres corrieron a la escotilla, salieron sobre cubierta y se zambulleron en el agua.

—Te digo que Muta no bromeaba, Doc —repitió Long Tom, azotando el agua con tal fuerza que la hizo saltar a gran altura.

Distarían unos cincuenta metros de la motora cuando Doc se detuvo bruscamente y exclamó:

—¡Escuchad!

Sus compañeros aplicaron el oído, pero no oyeron nada.

—¿Qué ha sido, Doc?

—Un silbido extraño, tan agudo que por ello no lo han captado vuestros oídos.

—¿Qué querrá decir? —interrogó Renny.

La respuesta llegó de un modo inesperado, catastrófico.

Cielo y agua parecieron arder, de pronto, con súbita llamarada deslumbradora. Aquella luz cegó a los cuatro hombres. Luego el aire les taponó los oídos y el agua azotó sus cuerpos con violencia aterradora.

El punto ocupado por el barco estaba lleno de astillas, hierros y objetos flotantes, no identificables, que saltaban en el aire. El agua del Hudson se dividió de momento y una oleada espumosa, salpicada por los restos del naufragio, cayó sobre los hombres y les engulló.

Con unas cuantas brazadas vigorosas logró volver Doc a la superficie y pronto aparecieron en ella sus tres camaradas. Simultáneamente contemplaron los cuatro el lugar ocupado hasta entonces por la motora.

Nada restaba de ella, únicamente burbujas de aire, maderas destrozadas, el agua hirviente del río...

—Apostaría cualquier cosa a que la motora ha corrido una suerte idéntica a la del yate del barón Mandl —musitó Long Tom.

—¡Por el toro sagrado! —exclamó Renny, con su voz estentórea—. ¿Qué habrá sido? Quiero decir que se acaba de producir una explosión, pero ¿de dónde ha llegado el explosivo? ¿Y quién lo ha colocado?

—Posiblemente habrá sido una bomba de relojería —insinuó Johnny.

De un punto cercano, invisible a causa de la oscuridad, surgieron los gruñidos del cerdo Habeas Corpus y los gritos de Monk y de Ham, que disputaban.

—¡Ha estado en un tris que no hayas volcado el bote! —acusaba Ham al químico.

—Por el contrario, de no haberle balanceada a estas horas estaría quilla arriba —protestaba Monk.

A juzgar por sus voces sonoras, la pareja no se hallaba muy lejos y, por lo visto, habían salido del aeroplano sirviéndose del bote plegable. Ambos se acercaron, remando, cuando Doc les hubo indicado, a voces, el lugar donde se hallaba.

—¿Qué diantre ha ocurrido? —le interrogó Monk, mientras les ayudaba a subir a bordo.

—Se ha puesto una bomba en la motora —le contestó Johnny, que seguía aferrado a su idea.

Pero se equivocaba, y lo descubrió poco después.

—¡Escuchad! —dijo Doc, en tono viv. ¡¡Vuelve a oírse otra, vez el silbido estridente!

Esta vez lo oyeron también sus camaradas.

—¡Aguardad! —les ordenó Doc—. Es posible que nos hiera la explosión o de lo contrario...

La llamarada incandescente, el silbido desgarrador, la montaña de agua provocada por la explosión, se repitió nuevamente y el bote zozobró y quedó panza arriba, enviando a los seis hombres, al fondo del río, envueltos en oleadas espumosas.

Doc empuñaba todavía el reflector y, en cuanto logró salir a la superficie, la inundó de rayos luminosos.

Monk surgió inesperadamente junto a él, miró con fijeza en torno y exclamó:

—¡Ay! ¡Nuestro aeroplano!

El trimotor había quedado destrozado. De él era visible únicamente una aleta que flotaba sobre las aguas, pero pronto se hundió en ellas, tras de lo cual, desaparecieron las burbujas que indicaban el punto ocupado por el aparato. Las aguas recobraron su plácido aspecto.

—Ningún aeroplano podría lanzar uno o dos proyectiles con tanto acierto en esta oscuridad tenebrosa —observó Doc, pensativo.

Renny erraba de aquí para allá hasta que sus manos vigorosas palparon el magro cuerpo de Johnny.

—Caballero de las palabras altisonantes —le preguntó—. ¿Te convences ahora de que no ha podido ser una bomba lo que ha originado esta explosión?

—¡Menuda amalgama! —exclamó el geólogo.