CAPÍTULO IX
UNA hora después estaban los seis hombres en el rascacielos donde tenían instalado su cuartel general.
Ha sido una bomba —entró diciendo Johnny, con una terquedad nunca vista.
Lanzada tal vez, desde un aeroplano dotado de un equipo moderno de óptica.
—No puede ser. Ten presente que no hemos oído el zumbido del motor —le recordó Doc.
—Es muy cierto —convino Renny—. Pero convengamos, sea lo que quiera, en que es un arma formidable. Asistí en calidad de actor a la guerra del 14, después he estado en otras guerras, y jamás he visto otra capaz de destrozar, como la presente, el pequeño blanco que ofreció nuestro aeroplano en la oscuridad de la noche.
Razonando de esta suerte entraron en la biblioteca, impresionante por su serie inagotable de estanterías cargadas de gruesos volúmenes que, en su mayoría eran obras científicas.
Por la entreabierta puerta del fondo se veía el estucado resplandeciente, los metales bruñidos y las vitrinas de cristal del laboratorio.
El deforme montón de grasa que denunciaba a la persona del conde continuaba ocupando el asiento al que le habían ligado. Había reaccionado ya y miró despabilado a Doc.
¡Cosa rara! Mirándole, enseguida se advertía claramente que tomaba a broma su secuestro. Por lo menos brillaban sus ojos con burlona expresión y, al moverse, se le agitó la panza, como si contuviera la risa. Mas no podía afirmarse que lo hiciera en realidad.
—He gritado varias veces —les anunció, con acento jovial—. Pero, a lo que parece, tienen ustedes acolchadas las paredes.
Doc se le aproximó; con el índice pulsó botones situados fuera del alcance de la persona sentada, y se abrieron las bandas de acero que sujetaban los tobillos y muñecas del conde.
Cozonac, sin embargo, no intentó ponerse de pie.
—¿Querría explicarme lo ocurrido en la casa después de haberme yo dormido? —rogó a Doc.
EL hombre de bronce se lo contó.
—Conque la chica no logró vencer a usted con la jeringuilla, ¿eh? —exclamó el conde. Y dejó oír los trinos y gorgeos singulares de su risa—. Entonces, míster Savage, mi tentativa de rescate era inútil.
Doc clavó en él las doradas pupilas.
—¿Entró usted en la casa con la deliberada idea de librarme? —inquirió.
—¡Pues claro está!
—¿Por qué le intereso tanto?
—Voy á decírselo.
Asumiendo un aire inesperado de dignidad, se cuadró el conde ante el hombre de bronce.
—¡Doc Savage, saludo en usted al futuro rey de Calbia!
Los cinco camaradas de Doc reaccionaron de manera distinta ante aquella declaración. Monk se sonrió incrédulo, y continuó ocupándose en rascar el nacimiento de las orejas al cerdo; Ham describió un molinete lento con el bastón; Long Tom y Johnny cambiaron una mirada.
—¡Por el toro sagrado! —gruñó Renny.
—Otras ofertas se me hacen a menudo —observó pausadamente Doc—, bajo la forma de repentina muerte, tiros y puñaladas. Esta es la primera proposición halagüeña.
—Hablo en serio, ¿eh? ¡Muy en serio!
—Veamos. Explíquese un poco mejor.
Cozonac hizo un gesto de asentimiento.
—Supongo que conocerá a fondo la situación política de Calbia —dijo, con gravedad—. Hoy ha estallado ya la revolución y yo, conde de Cozonac, soy el generalísimo de las tropas rebeldes.
—Lo sabía —confesó Doc, en voz baja.
—¿De qué más está enterado?
—¡Oh! De poquísimo más —exclamó Doc.
El conde le miró fijamente.
—¿Qué le parece mi proposición? —deseó saber.
—¡Hum! Es descabellada. Un gobierno nacional es más conveniente.
El conde denegó con pausado ademán.
—No creía hallar en usted esta resistencia —exclamó—. Oiga: voy a contarle una atrocidad de las varias cometidas en Calbia...
—Las cuestiones políticas no se resuelven nunca en los Balkanes sin derramamiento de sangre...
—Sobre todo cuando ocupa el Poder uno como Dal le Galbin —puntualizó el conde—. Para colmo, le apoya un grupo de consejeros bribones, el peor de los cuales sin duda es el capitán Flancul.
—He oído aplicar a usted el mismo epíteto —le recordó en tono seco Doc.
El conde se entregó a un nuevo acceso de hilaridad.
—Y de no haber sido listo, me hubieran situado también frente al pelotón —observó después—. ¡Claro, como soy el que piensa arrojarles de Calbia a puntapiés!
—¿De veras?
—Como lo oye. ¡Yo soy el hacedor de reyes!
—A propósito de reyes: yo tenía entendido que un soberano debe ser siempre oriundo del país que rige bajo su cetro...
—Lo cual, dicho en términos más vulgares, significa que usted no es calbiano, ¿eh?
—¡Precisamente!
—Yo puedo hacer un rey —replicó, riendo, el conde—. ¡Y no habrá, necesariamente, nacido en los Balkanes!
Doc guardó silencio. Largo rato permaneció pensativo, como si pesara el pro y el contra de la proposición que acababan de hacerle. Dando de momento, al olvido su perpetua discordia, Monk y Ham miraban atentos al conde. Profundo silencio reinaba en la biblioteca y sonaba al unísono el tictac acompasado de tres relojes por lo menos.
—El pueblo de Calbia acogerá con grandes transportes de alborozo a su nuevo soberano —dijo luego el conde, gravemente—. Su fama ha llegado hasta allí y bastará una sola palabra mía para que cientos de seres vean en usted al hombre que ha de regir sus destinos. La opinión pública estará de su parte en cuanto azote las espaldas del tirano y de sus corrompidos satélites.
—Es decir, que no se trata de llegar y colocarme en el trono, ¿eh?
El conde crispó los labios sin que el resto de su semblante perdiera su jovial expresión, y repuso:
—Con franqueza, <doro nule> Savage, primero tendrá usted que ganar la revolución.
—¡Ah, ya!
—Dos motivos me han movido a salir de Calbia. El primero, procurarme la ayuda de usted —Vaciló un instante Cozonac y enseguida continuó diciendo:— El segundo, pedirle al barón Mandl que levantara nuevos planos y me hiciera, un modelo del arma diabólica que había inventado.
Doc se inclinó hacia el conde.
—¿El barón Dimitri Mandl era el inventor del artefacto causante de las explosiones misteriosas? —interrogó vivamente.
—Eso es —El conde enlazó los dedos de ambas manos sobre su pecho—. Es un arma terrible. Antes de que se corrompiera el Gobierno, ofrecióle su invento el barón y en el archivo de guerra calbiano se guardan fotografías de las pruebas hechas por aquella época. AL hacer la cesión el barón puso como única cláusula que se utilizara el invento exclusivamente en caso de guerra.
—¿En poder de quién se halla actualmente?
—Del rey Dal y de su camarilla. Sus espías descubrieron que venía yo a América para ver al barón, el cual simpatizaba con mis ideas revolucionarias, y por ello le han matado. Por fortuna, logré dar con su pista y la seguí hasta la casa que usted ya conoce.
EL conde hizo una pausa destinada a subrayar sus palabras.
—Ellos han tratado también de asesinar a usted, míster Savage, y no le quepa duda de que volverán a intentarlo.
—¿Tiene idea del carácter de esa arma misteriosa? —le interrogó Doc.
—No. En absoluto.
El obeso personaje bajó ambos brazos, desunió los dedos y se retrepó levemente en el respaldo del sillón. Su rostro carilleno asumió repentina expresión ansiosa, sombría e interrogadora.
—En fin: ¿cuál es su decisión, míster Savage? ¿Quiere ayudarnos? Aceptará la corona de Calbia apenas haya concluido nuestra revolución?
Doc no dijo nada.
El conde se humedeció los labios con la lengua.
—Después, si lo desea, podrá, naturalmente, abdicar en favor de una persona digna de confianza. Esto depende exclusivamente de usted.
—Concédame el tiempo necesario para meditar una respuesta —le rogó Doc.