CAPÍTULO V
LOS tres camaradas de Savage que iban siguiéndole la pista a la vieja, llevaban ya algún tiempo detenidos delante de la vivienda, donde ella se había metido.
Johnny, el flaco arqueólogo, decía:
—¡Qué vergonzosa inacción! ¡Estamos perdiendo un tiempo precioso!
—¡Calla! —le rogó Long Tom—. Renny está a la mira. Cuando vuelva entraremos.
—¿Qué diantres motivará su enigmático proceder? —ponderó, verboso, Johnny.
—¿Te refieres a Doc? —Long Tom se encogió de hombros, pero su ademán pasó inadvertido a causa de la oscuridad del matorral que le cobijaba—. ¡Que me registren! Doc quiere que le llevemos a esa bruja y se la llevaremos. ¡Chist! ¡Allí viene Renny!
De la oscuridad tenebrosa surgió a poco, en efecto, una mole de carne. Era el ingeniero.
—El edificio es en realidad, un albergue nocturno —confió a sus compañeros, esforzándose por hablar bajo,— y la vieja ocupa una habitación del segundo piso, situada en la parte de atrás del albergue. Venid conmigo y la veréis, como yo, por la ventana.
Para avanzar adoptaron todo género de precauciones y de este modo cruzaron el matorral y llegaron a la parte posterior del edificio. Una de las ventanas de la fachada, estaba iluminada a la sazón.
—¡Miradla! —recomendó Renny a sus camaradas.
Cerca de la ventana había una mesa y sobre el tablero de esta mesa se hallaba un aparato telefónico. La mujer hablaba por él en el momento en que la contemplaron Johnny y Long Tom.
—A propósito: vamos a escuchar lo que dice —gruñó el mago de la electricidad.
Y se lanzó adelante, rápido como una flecha, luchando entretanto para sacar de un bolsillo interior una pequeña caja de metal. Una vez extraída y abierta, resultó que era un aparato eléctrico provisto de discos y llaves y de un receptor semejante, por el tamaño, a un reloj de bolsillo.
Long Tom se lo aplicó al oído, abrió llaves, dispuso discos y con el aparato en la mano se aproximó a la pared posterior de la casa.
—Es posible —susurró, mirando a sus camaradas—, que de la casa desciendan los hilos conductores telefónicos y que pasen encerrados en una cañería por debajo de la calle. Voy a ver si descubro el punto de salida de la cañería.
Lo descubrió poco después, en efecto, y aplicando el oído los tres hombres oyeron, reunidos en torno del aparato, la conversación sostenida en la casa.
Evidentemente, la vieja había pedido un número y aguardaba, porque el aparato receptor transmitió a los tres hombres el sonido persistente de un timbre al otro lado de la línea y luego el ¡clic! de un auricular que se levanta de su gancho.
—¡Diga! —rogó una voz áspera y dura.
—Soy Muta —explicó la vieja, con su voz temblorosa y estridente—. Llamo por tercera vez a nuestro jefe. ¿Es que todavía no ha llegado?
Renny aprobó estas palabras con una solemne inclinación de cabeza.
—Esto explica las veces que ha entrado la vieja, a telefonear en las farmacias durante su paseo —observó.
—Calla o de lo contrario vamos a perder parte del diálogo —le advirtió Long Tom, con un gruñido.
—¿Está ahí ya el jefe? —preguntaba entretanto, la vieja intrigante.
No —le contestó la voz áspera—. Salió a desempeñar una comisión particular.
—¡Diantre! ¿Y qué haré yo?
—¿Qué es eso, vejestorio? ¿Te consume la nostalgia?
—«¡Sainete!» (Perro) ¡Responde! —exclamó Muta.
—Ven y aguarda en nuestra compañía el regreso del jefe —le propuso la voz áspera.
—Eso es. Estad a la mira para cuando llegue. Es cuestión de un instante —replicó Muta. Y un nuevo ¡clic! puso fin al diálogo.
De la oscuridad surgieron apagados cuchicheos.
—Lo que acabamos de oír —decía Long Tom a sus camaradas—, prueba que ese saco de huesos es persona de poca importancia, mero subordinado, que recibe órdenes de un jefe. ¿Qué os parece? La seguimos... para tratar de apoderarnos de esa segunda persona?
—¡No es mala idea! —murmuró Renny.
—¡Excelentísima! —aprobó Johnny.
Renny se quedó junto a la parte posterior del edificio. Long Tom y Johnny le rodearon y fueron a estacionarse delante de la puerta de entrada.
Por ella salió a la calle un hombre, un individuo bajito, casi enano, de tez arrugada; echó a andar y al llegar a la esquina, la luz de un farol le mostró a las dos personas que le espiaban.
—¡La vieja! —exclamó, confundido, Johnny—. ¡Nunca lo hubiera dicho!
¡Qué vieja ni qué narices! —rezongó Long Tom—. ¡Es Muta, un enano!
Apresuradamente corrieron a prevenir a Renny y después fueron en busca de los coches. Los dos de que se servían en aquella ocasión para su labor detectivesca eran de un tipo exprofeso que pasaba inadvertido.
Uno hacía las veces de taxi, difiriendo poquísimo de los coches de alquiler que pululan por la ciudad; el otro era un cochecito de transporte que ostentaba el rótulo de una famosa lechería.
Renny guiaba el primero. Long Tom y Johnny entraron en el segundo.
Poniendo en marcha los dos coches continuaron avanzando y alcanzaron a su presa antes de que ésta pasara por debajo de un segundo farol de la calle.
Renny dedujo de su actitud que iba en busca de un coche de alquiler y aproximó a la acera el que guiaba.
—¿Taxi, caballero? —interrogó al enano, asomando la cabeza.
Muta se volvió. Su estatura exigua le movió a empinarse sobre la punta de los pies para mirar el interior del taxi.
Aprovechando la coyuntura que se le ofrecía de poder examinarle de cerca, Renny le dedicó una ojeada y quedó mal impresionado. La blandura, de aquel rostro surcado de arrugas parecióle una incongruencia.
Y por ello mismo le hizo pésimo efecto.
El individuo era un rufián de la peor especie, que había sufrido una completa transformación al despojarse del chal, de la peluca gris y del usado vestido femenino. Su torso vigoroso denunciaba una fuerza poco común.
Respondió a la pregunta de Renny con un gesto feroz, en opinión del ingeniero, que quería ser una sonrisa y se metió en el taxi, dándole una dirección.
Renny se apoderó otra vez del volante procurando no exhibir demasiado sus grandes puños y puso el taxi en movimiento. La dirección que acababa de darle le llevó cerca del puerto.
Detrás, a una distancia prudente del taxi, iban Johnny y Long Tom en el pequeño auto de transporte.
Siempre que desempeñaban una misión peligrosa, los hombres de Doc solían comunicarle el lugar donde se hallaban con frecuentes intervalos si lo creían conveniente.
El pequeño coche de transporte iba dotado de un aparato de radio receptor —transmisor, y mientras Johnny guiaba, lo abrió Long Tom—. Casi al punto pudo comunicarse con el rascacielos que ocupaban todavía Monk y Ham.
—La vieja no es tal vieja —explicó a ambos el mago de la electricidad—, sino un hombre, un enano cuyo nombre es Muta. En este momento le seguimos la pista con la esperanza de poder atrapar a su jefe.
No hizo mención de la orden dada por el hombre de bronce en obediencia, de la cual debían apoderarse del propio Muta. En aquella ocasión obraban por iniciativa propia, caso dado ya en ciertas ocasiones, porque sabían que así lo deseaba, también Doc.
La calle descendía en suave pendiente y el aire comenzaba a saturarse de olores salinos, de las usuales emanaciones de la brea, que denuncia la proximidad de los puertos. Las casas vecinas, ruinosas, destartaladas en su mayoría, clamaban a voces por una capa de pintura.
Tras ellas apareció la bahía, surcada en aquella ocasión por una flotilla de remolcadores que, con el ronco sonar de sus sirenas, acompañaban a un trasatlántico hasta la boca del puerto La campanilla de una boya sonaba a distancia.
Sobre la bahía, en sentido horizontal, se extendía Manhattan con su atalaje de torres que se destacaban, puntiagudas, en el fondo de los cielos. Debajo de ellas, las ventanas salpicaban de blancas motas el resto de los edificios.
Las nubes y la luz de la luna pintaban el cuadro de matices plateados y de color sepia.
Johnny y Long Tom vieron apearse al enano del taxi de Renny; doblaron la esquina más próximas y dejaron allí el coche. Poco después se les reunió el ingeniero. Acababa de describir un semicírculo en torno de la manzana y dejó también el taxi en la esquina.
Luego los tres hombres reanudaron, a pie, la marcha.
Muta se había acercado a un pequeño muelle junto al cual, vieron atracada una gasolinera pintada de oscuro, esbelta de líneas que tendría, posiblemente, unos sesenta pies de eslora.
Al extremo del muelle se alzaba una casa —almacén a la cual se había agregado la casilla de un teléfono.
Mientras Muta avanzaba por el muelle sonó un timbre en el interior de la casilla.
Muta se detuvo.
A bordo de la gasolinera aparecieron diversos individuos que no podían ser identificados por efecto de la oscuridad y uno de los cuales llamó al enano valiéndose del idioma musical de Calbia. Evidentemente le indicó que se ocupara, de responder a la llamada telefónica, pues el enano retrocedió y penetró en la casilla.
Como se hallaba muy cerca de ella Renny, Johnny y Long Tom oyeron lo que decía.
—«¡Halló!» ¿Habla el jefe? ¿Qué desea? ¿Que se ha...? ¿Qué?. ¿Apoderado de Doc Savage? «¡Ma bucur!» (Espléndido)
Hubo una pausa durante la cual prestó oído el enano y, naturalmente, ni Johnny ni sus dos camaradas se enteraron del diálogo.
—«Da domnule» (sí, señor, ya comprendo) —gruñó Muta al cabo—. Yo debo permanecer aquí con mis compañeros; usted solo se basta para retener a Doc Savage. ¡Bueno, bueno!
Colgó el auricular de su gancho, giró sobre los talones y tornó a bajar por el muelle en dirección del punto donde se hallaba atracada la gasolinera. Los tres hombres presenciaron su llegada a bordo y le vieron desaparecer bajo la cubierta.
—¡Por el toro sagrado! —exclamó Renny, oculto en la sombra de la casa—. ¡Doc se halla en un aprieto!
—¡Bah, no lo creas! —murmuró el pálido Long Tom—. Doc sabe manejarse solo, jamás nos ha fallado en esto.
Johnny envolvió con cuidado el monóculo en el pañuelo de bolsillo y se lo guardó como si temiera que pudiera romperse.
—Me decido por una acción inmediata —declaró—. ¿Qué os parece? ¿Nos lanzamos al asalto de esa lancha?
—¿Qué pretendes? ¿Que agarremos al enano y le obliguemos a declarar dónde está Doc? —deseó saber Renny.
Las palabras de que se valía para manifestar su pensamiento no descubrían su educación, tan refinada, como la del ampuloso Johnny.
—¡Eso es! Hagámosle declarar también lo que sepa de todo este embrollo.
—¡Pues en marcha! —exclamó Long Tom.
Y por vía de preparación los tres empuñaron una sola arma, que sacaron de su funda sobaquera correspondiente. Era un revólver automático inventado por Doc Savage, cuyos proyectiles producían la rápida inconsciencia del ser al cual herían.
Luego avanzaron agachados sobre el embarcadero para no ser descubiertos desde la gasolinera, cuya cubierta se hallaba por debajo del nivel del muelle.
Long Tom remoloneaba. Situado a la retaguardia, metió la mano en el bolsillo varias veces y regó el camino de pequeños objetos. Una vez hecho esto, corrió a reunirse a sus camaradas.
Llegados junto a la gasolinera, tomaron impulso y se dispusieron a saltar sobre cubierta.
—Les daremos tiempo para una rendición —murmuró Renny, con grave acento.
—¡O. K. ¡ —exclamó Long Tom—. Ep, ¡saltemos! ¡Hola! ¿Qué es eso?
El rumor de una precipitada carrera les hizo volver la vista hacia el extremo del muelle próximo a la costa.
—¡Por el toro sagrado!
Las sombras confusas de varios individuos corrían a su encuentro con las armas en las manos.
¡Esta gente ha apostado vigías a lo largo de la costa! —gritó Johnny, olvidándose por aquella vez de manifestar su pensamiento con palabras rebuscadas.