CAPÍTULO X

A BORDO DEL «SEAWARD»

UNA semana, después, por el Mediterráneo navegaba el «Seaward», buque perteneciente a la línea transatlántica, de vapores calbiano —americana. Desde su salida de Nueva York había efectuado una travesía, exenta de incidentes dignos de interés si se exceptúa, la predisposición del «Seaward» a batir el récord de su carrera transatlántica.

Ello no quiere decir que pudiera, competir en velocidad con sus émulos italianos, americanos u otros corredores oceánicos. Su marcha era moderada, aunque no lenta, desde luego.

El sol despedía un calor de horno, la cubierta del buque ardía, casi levantaba ampollas en los pies de los pasajeros que se servían de la piscina instalada a bordo. Por otra parte, el agua salada de la piscina, recién extraída del mar por las bombas, era suficientemente fresca para proporcionarles alivio.

Monk, sentado de cualquier manera en el saloncito de un Camarote, se enjugaba el sudor de la frente y dirigía furtivas miradas al gigante de bronce.

—La verdad es, Doc, que no obstante tu calidad de futuro rey llevas una existencia muy aburrida —gruñó de pronto—. ¿Por qué estás tan recluido? Con seguridad que no has salido una sola vez del camarote durante la travesía.

—No quiero atraer un peligro innecesario sobre nuestras cabezas —respondió Doc—. AL aceptar, siquiera sea a modo de prueba, la corona de Calbia, llevo a cabo grandes designios. Este buque es calbiano. Quizá tengamos enemigos a bordo.

Abanicándose, Monk se levantó y se aproximó al punto donde descabezaba el cerdo un sueño, con idea de inquietarle, pero Habeas abrió un ojo y tornó a cerrarlo enseguida sin hacer caso de la interrupción.

EL químico continuó el paseo hasta llegar junto a la puerta del camarote; allí asomó la cabeza y anunció:

—Ahí viene el conde Cozonac.

El individuo señalado por Monk, parecía un chino, voluminoso, bien alimentado, de cuya espalda pendía una larga coleta. Su blusa, semejante a una túnica, le llegaba a los tobillos y llevaba los pies calzados con bordadas zapatillas de raso. Avanzaba arrastrando los pies, con las manos metidas en las amplias mangas. El disfraz no podía ser más notable. Ni siquiera le hubiera reconocido un amigo íntimo.

—Doc se ha lucido con ese disfraz —comentó el químico.

Renny, Ham y Johnny abandonaron los asientos y se agruparon delante de la puerta. Llevaban encerrados en el camarote tantos días que acogían con alborozo la diversión más pequeña que se les ofrecía.

Long Tom, el mago de la electricidad, no se hallaba entre ellos. El hecho era insólito, ya que voluntariamente, jamás había dejado de aprovechar la ocasión de correr aventuras en compaña del hombre de bronce.

—Me parece que voy a quedarme en Nueva York para trabajar en mi invento sobre la eliminación de insectos —había declarado antes de que zarpara el <Seaward>.

El interés que le inspiraba su invento, aparato de inestimable valor para la agricultura, ciertamente, aunque profundo, no excedía, ni excedería a su amor por las aventuras.

Monk y sus compañeros habían discutido largamente, entre sí, aquella inesperada preferencia de Long Tom sin que Doc tomara parte en la discusión.

Ahora se sumó al grupo que miraba al conde desde la puerta.

El conde avanzaba tranquilamente pegado a la borda como perdido en la contemplación de las olas. A popa tocaba una orquesta y el obeso chino comenzó a llevar el compás con las manos; sus labios se movían. El curioso pasajero que le hubiera observado hubiera creído que repetía las palabras de la canción musicada.

Doc examinó aquellos labios con atención. Entre sus muchos conocimientos poseía el don de leer las palabras pronunciadas de aquel modo.

El conde no cantaba la letra de la canción. Modulaba en silencio frases enteras.

—Acabo de dar una vuelta por el buque —decía—, y no he divisado ningún enemigo. Por ello me parece que puede arriesgarse a salir del camarote. Esta noche atracaremos en el primer puerto de Calbia. Tras él, sobre las montañas, se levanta la ciudad de San Blazúa. En ella tomaremos el tren que ha de llevarnos hasta la capital.

Doc agitó la mano delante de la puerta, como prueba de que había comprendido. Esta acción fue la primera noticia que tuvieron sus camaradas de que el movimiento de labios del conde fuera para transmitir un mensaje secreto.

—¡Menuda amalgama! —exclamó Johnny—. ¿Qué ha querido decirnos con esa pantomima labial?

—Nada importante —replicó Doc—. Que no hay enemigos a bordo y que esta noche sin falta llegaremos a Calbia.

Johnny limpió, pensativo, el monóculo con el huesudo pulgar.

—Me alegro —declaró—. Comenzaba a encontrar ya abominable esta reclusión digna de un ermitaño.

—Sal y date un paseo —le dijo Doc—. Claro que no es improbable que te peguen un tiro.

El flaco arqueólogo meditó aquellas palabras y evidentemente resolvió en su fuero interno correr el albur de que le pegaran el tiro, porque replicó:

—Me voy a pasear.

—Antes será conveniente que me dejes disfrazarte —le advirtió Doc.

El hombre de bronce eligió una maleta de las varias que componían su equipaje y procedió a adornar a Johnny con un gran bigote blanco, un sombrero a lo Van Dyck y unos lentes de vidrios corrientes.

Unas almohadillas colocadas de manera ingeniosa en los hombros y torso del geólogo le daban el aspecto de un hombre mucho más grueso.

Johnny trató de asegurarse, además, la posesión del estoque de Ham, apoyándose en el hecho de que era el complemento de su disfraz y un aditamento indispensable dado su atavío.

Pero Ham no quiso prestárselo. Rara vez dejaba el elegante estoque de la mano.

Dejando el saloncillo, Johnny marchó cubierta adelante. El <Seaward> era un buque muy hermoso; Por ello era poco probable que un nuevo semblante llamara la atención. Disfrutando de la brisa marina que se había levantado y atraído por las exclamaciones gozosas de los bañistas que ocupaban la piscina, fue avanzando hacia popa.

Se hallaría aproximadamente al nivel de la última chimenea del <Seaward>, cuando se detuvo en seco y sus ojos, desorbitados de súbito, parecieron dispuestos a hacerle saltar los lentes de la nariz.

Pues delante de sí y paseando, como él, por la cubierta, vió al enano Muta.

Dos cosas le impulsaron a actuar del modo que lo hizo. Ante todo su carácter activo y excitable; después, el prolongado encierro en el camarote que le pedía movimiento en compensación. Y por ello, sin pararse a considerar las funestas consecuencias que podría acarrearle su imprudencia, se lanzó rápido como una centella sobre su adversario.

Muta no le oyó llegar. Tenía concentrada toda su atención en un individuo, un chino obeso, que bajaba en aquellos momentos de popa.

Sin duda meditaba la manera de hacer víctima a Cozonac —que éste era, en realidad, el amarillo— de algún atropello o por lo menos así lo creía Johnny.

Sin pensar más se arrojó sobre Muta y le sujetó por detrás con sus largos brazos.

La sorpresa arrancó a Muta un alarido; luego, estirándose, logró asir con ambas manos los cabellos de Johnny y tiró con violencia.

El arqueólogo atajó la maniobra insertando, como por casualidad, uno de sus pulgares en el ojo izquierdo de Muta.

El enano le mordió y sus dientes le arrancaron piel de la garganta. Johnny entonces le agarró por una oreja y se la retorció como si pretendiera arrancársela. A juzgar por el chillido de Muta, estuvo en un tris de conseguirlo.

El enano le dio de puntapiés en la espinilla con tan extraordinaria violencia que el huesudo geólogo cayó debajo y chocó con la cubierta haciendo un estrépito semejante al de un montón de loza que se derrumba.

La lucha no era desigual, pues aunque Johnny era dos veces más alto que su antagonista, pesaba sobre poco más o menos lo mismo.

Ambos rodaron por la cubierta perneando, mordiéndose, tirándose de los cabellos. La contienda íbase convirtiendo, poco a poco, en libre exhibición de tácticas diversas. Muta conocía una serie interminable de sucias artimañas.

Johnny le devolvía con creces cada uno de sus golpes. En aquellos momentos no se parecía en nada al atildado caballero que, en cierta ocasión, había ocupado la cátedra de Ciencias en una famosa Universidad de los Estados Unidos.

El conde Cozonac se había puesto a mirarles en el momento de su encuentro, con la boca abierta y los ojos desencajados por el asombro.

Lentamente fue sacando las manos de las mangas de su hopalanda hasta que cayeron inertes a lo largo de su cuerpo.

—¡No hay que mezclarse a este lío! —le gritó Johnny, valiéndose, cosa rara, de un medio usual de expresión—. Yo me basto y sobro para darle a este tunante su merecido.

La advertencia iba dirigida al conde y produjo el efecto deseado. El conde se había inmovilizado y les contemplaba lo mismo que si fuera, en realidad, un acomodaticio obeso hijo del Celeste Imperio.

Johnny aprovechó la ocasión que se le ofrecía y le descargó un puñetazo al enano. Muta cayó. Otro golpe le privó de movimiento.

Un pequeño disco de mármol rojo se le salió del bolsillo y rodó por la cubierta.

Johnny se enjugó el sudor de la frente. Lleno de curiosidad contempló el disco de mármol. ¿Qué significaría?

Ya el capitán del buque se acercaba, corriendo desde el puente, en compañía de dos oficiales. Los tres le dirigieron preguntas en calbiano.

—¡Este bribón trató de asesinarme en Nueva York! —dijo Johnny mostrándoles al enano.

El capitán recogió del suelo el disco rojo.

—¿A cuál de los dos pertenece? —interrogó.

Muta señaló a Johnny con el índice acusador.

—¡A ése! —exclamó.

—¡Embustero! ¿Qué significa ese disco? —rugió el arqueólogo.

Hubo una conmoción en el hueco de una puerta vecina al lugar de la pelea, Johnny volvió la cara.

Desconocía a la princesa Gusta Le Galbin y al capitán Flancul. Pero Doc le había descrito a los dos. Por ello reconoció en el acto a la pareja.

La princesa y el capitán salieron del camarote. La princesa, lanzó una exclamación ahogada.

—¡Detened a ese hombre! —ordenó con el brazo levantado—. ¡Es un enemigo de Calbia!