CAPÍTULO XVI

EL DESASTRE

EL teniente coronel Andrew Blodgett Monk Mayfair estaba recubierto de una vegetación capilar completamente roja que siempre se hallaba en erección. Por esta razón, no podría decirse exactamente que el cabello se le pusiera de punta al descender del aeroplano de Doc Savage. Pero sus emociones sí podría decirse que se erizaron.

Renny Renwick, el ingeniero de puños grandísimos, salió del avión, miró en torno suyo y murmuró:

—¡Truenos y rayos!

Ham se apeó con su acostumbrada gallardía y no cesó de juguetear con su bastón espada. No tenía nada que decir. Johnny Littlejohn, el arqueólogo y geólogo, se dirigió inmediatamente en busca de unos pedruscos y comenzó a inspeccionarlos y a mirar de una manera desconcertada la flora y la fauna que le rodeaban.

—¡Doc! —tartamudeó:—¡Esto no puede ser cierto! ¡Esto es el mundo tal y como se encontraba hace sesenta millones de años!

—¡No cometas el error —replicó secamente el hombre de bronce—, de tratar a esos animales que andan por ahí como si no existieran!

Long Tom Roberts, el mago de la electricidad, fue el último en abandonar el avión.

—¡Hay un horror de estáticos por aquí! —dijo. No había nada que preocupase jamás a Long Tom como no fueran las cosas relacionadas con la electricidad.

Doc preguntó:

—¿Habéis tenido muchas dificultades para atravesar la hendidura?

—¡Muchísimas! —rezongó Renny.

Los dos animalitos mascotas —"Habeas Corpus", el cerdito, que era uno de esos animalitos a los cuales nosotros llamamos conejitos de Indias, y "Química", el chimpancé— salieron del aeroplano y miraron a su alrededor. No les gustó el panorama, evidentemente, pues dieron media vuelta y volvieron a meterse en el avión.

También Monk miró por todas partes.

—"Habeas Corpus" tiene razón —murmuró el feísimo químico—. Oye; ¿cómo se sale de este endemoniado país?

Y Johnny dijo con excitación:

—Doc, hemos visto pterodáctilos cuando veníamos. Y una docena de tipos diferentes de dinosaurios. ¡Este paraje es un verdadero ensueño para un arqueólogo! ¡Un verdadero sueño!

—Más bien me parece una pesadilla —respondió Renny.

Al llegar a este punto, Ham rompió repentinamente en un exagerado aullido y comenzó a saltar de un lado para otro y a frotarse los ojos.

—¿Qué diablos te sucede? —le preguntó Long Tom.

Ham señaló con un dedo.

—¡Veo una tribu completa de Monk! —gritó.

Los hombres de las cavernas habían salido de ellas y se encontraban mirando el aeroplano desde una prudente distancia. Era cierto lo que decía Ham. Monk podría haberse quitado la mayor parte de sus ropas y correr a colocarse entre el grupo de cavernícolas, y nadie podría haber conocido que no era uno de ellos. Monk no quedó satisfecho de la comparación y miró agresivamente a Ham. Doc Savage, que comprendió que se preparaba una tormenta de gritos y puñetazos, quiso evitarla y los interrumpió.

—Ahora, vamos a trabajar como transportistas —explicó.

—¿Transportistas? ¿Qué es eso?

El hombre de bronce aclaró la situación y terminó diciendo:

—Los esclavos han recobrado la libertad, y hemos de llevarlos a donde reside su tribu.

Renny cerró con fuerza sus enormes puños y los examinó pensativamente.

—¿Dices que Two Wink y Fancife andan volando por algún lugar de estos alrededores?

—Sí.

—Es posible que nos ocasionen disgustos.

—Sí, es muy posible. Pero, por otra parte —dijo Doc—, también es posible que se hayan apoderado de algunas parejas de los animales que les interesan y que se alejen de estas latitudes.

—En ese caso... ¿qué sería de Crist Columbus?

Doc Savage miró en torno suyo para adquirir seguridad de que Lanta no se hallaba cerca de él. No lo estaba. Y los que acababan de llegar no la habían visto todavía.

—La única probabilidad de que Crist conserve la vida —explicó con tristeza el hombre de bronce—, descansa en la circunstancia de que se niegue a decir a Fancife y Two Wink si ha dejado en San Luis o en Nueva York algún documento acusatorio contra ellos. Si fuese lo suficientemente listo para urdir una patraña semejante, podría decirles que ha dejado los documentos guardados en una caja de caudales o de seguridad que tiene que abrir él personalmente, o que será abierta por las autoridades en el caso de que él no regrese dentro de un plazo de tiempo anteriormente acordado. Eso podría servir para salvarle la vida.

—Lo que no acabo de comprender —dijo Monk—, es la razón de que Crist Columbus tuviera tanto empeño en llegar aquí inmediatamente. Esas extrañas pieles que tanto ambiciona Fancife no parecen ser de tanto interés para él.

Y Doc dijo como respuesta:

—Ahí viene la razón.

Lanta se acercaba. Estaba sonriente y confiada. No tuvo miedo del aeroplano porque había visto otro anteriormente: el que guiaba Décimo Tercio, el aviador ruso, cuando llegó al mundo perdido.

—Lanta —dijo Doc a modo de presentación.

La muchacha produjo el acostumbrado efecto en Ham y Monk: ambos eran muy susceptibles a los encantos femeninos. El efecto que Lanta causó en ellos fue algo más explosivo que el habitual y dejó a ambos mudos durante unos momentos, después de los cuales comenzaron a hablar como unos gramófonos que tuvieran rotos los reguladores de velocidad.

La joven, que poseía por completo los instintos propios de la femineidad, no parecía reacia a aceptar los homenajes adulatorios de los dos hombres.

—¡Vaya unos tenorios! —dijo con disgusto y con desprecio, Renny, el hombre de los puños como sartenes grandes—. El día menos pensado van a tragar el anzuelo... Y va a ser un lío completo para ellos, porque ninguno de los dos sabe cómo debe tratarse a una esposa.

La situación preocupaba a Renny, que era un decidido enemigo de las mujeres. Llamó a Monk aparte, y le dijo:

—¡Rayos y truenos! ¿No has oído que Doc ha dicho que esa muchacha es la novia de Crist?

—Y eso, ¿qué importa? —respondió su compañero con una sonrisa—. Crist Columbus no está aquí ahora, ¿verdad? Y además, esa joven es demasiado guapa para un pobre diablo como él.

Doc Savage no dejaba de vigilar a Aulf. El gigante había recobrado el conocimiento y se había acercado al grupo y al aeroplano de Doc mucho más que sus compañeros. Por lo menos, era preciso reconocerlo, tenía valor.

Aulf también sentía, según pudo comprobarse muy pronto, una gran admiración por Doc Savage. Y gritó algo en su extraña y chillona lengua.

—Parece como si estuviéramos oyendo una riña de perros —comentó Monk.

Lanta tradujo lo que había dicho Aulf.

—Aulf dice que comprende que usted es un espíritu del mal y siente una gran admiración por usted. Parece ser que Aulf creía que él mismo era un espíritu del mal, pero ahora ha comprendido que todavía tiene mucho que aprender. Quiere quedarse al lado de usted para estudiar.

Monk rio burlonamente y preguntó:

—¿Desde cuándo eres profesor en ciencias malignas, Doc?

—Diga a Aulf —comunicó Doc a Lanta—, que le dejaremos que cuide de los esclavos hasta que volvamos en su busca.

—¿No va a llevar usted a los esclavos ahora? —preguntó Lanta.

—No podríamos llevar a todos de una sola vez —le advirtió Doc—. Tendremos que hacer varios viajes, y no seria prudente comenzar a llevarlos mientras no hayamos encontrado un terreno a propósito para aterrizar en algún lugar próximo a la residencia de la tribu.

—Es cierto.

—¿Podría usted guiarnos por el aire?

—Será difícil, pero haré todo lo que sea posible por lograrlo.

Cuando el aeroplano corrió por la lisa explanada en que había tomado tierra, junto a los linderos de la selva, la alta y áspera hierba produjo un ruido rechinante contra las ruedas de la aeronave. El avión comenzó a elevarse lentamente.

—Por allí —dijo Lanta señalando en determinada dirección.

Long Tom se aproximó a la cabina del conductor. Le interesaba conocer el efecto que aquellas regiones producían sobre la aguja magnética de la brújula. Había formado anteriormente una teoría respecto a este punto; llamó a Renny y comenzó a explicársela. Renny demostró ser un oyente muy poco interesado por aquellas cuestiones. Prefería observar y estudiar las maravillas físicas de aquel mundo perdido, mejor que oír una conferencia sobre los problemas más abstractos que allí pudieran plantearse.

Monk asomó la cabeza por una ventanilla. Repentinamente, volvió a meterla en el avión.

—¡Infiernos! —aulló—. ¡Hay ahí abajo un animal que tiene el cuello de una milla de largo!

Ham miró a su vez.

—¿No has exagerado un poco? Ese animal no creo que tenga el cuello de más de cuarenta pies de altura.

—Brontosaurios —dijo Johnny.

—¡Oye, oye! —replicó Monk—. No me parece la ocasión más apropiada para que te dediques a la tarea de pronunciar esas palabras de un kilómetro de longitud que tanto te gustan. Sé razonable. Dinos algo que todos podamos comprender.

—Brontosaurio es el nombre —replicó Johnny con dignidad—; es el nombre que se aplica a los animales de la especie de ése que está allí. Es una variedad prevaleciente del dinosaurio prehistórico, y una de las más grandes que han existido. Su tamaño le hace impresionantemente amedrentador, pero ese monstruo es relativamente inofensivo, porque es herbívoro.

El aeroplano continuaba zumbando a través del aire extrañamente luminoso. Los viajeros encontraron una tormenta de lluvias que era muy parecida a las de la Tierra que conocían, salvo por la ausencia de rayos y truenos. El avión fue aporreado por el viento y por la lluvia hasta que consiguieron salir de sus núcleos.

Un momento más tarde, Lanta tocó al hombre de bronce en un brazo.

—¡Parece increíble! —exclamó—. En unos momentos hemos recorrido una distancia que habríamos tardado días y días en cubrir a pie... ¡Mi país! ¡Allá!

Era un gran cañón rocoso... o más bien una serie de cañones, un laberinto de cañones que convergían en una garganta central sorprendentemente estrecha. Los viajeros pudieron ver, cuando el aeroplano hubo descendido, las gigantescas puertas de madera que cerraban la boca exterior del cañón; unas puertas tan enormes, que parecía increíble que manos humanas hubieran podido construirlas.

Además, por espacio de por lo menos una milla ante las puertas, la espesa selva había sido derribada y el terreno estaba erizado de postes de madera con las puntas afiladas, clavados en tierra e inclinados, de modo que sus puntas constituían un formidable obstáculo para los prehistóricos animales que intentasen acercarse.

—¿Podremos aterrizar en el interior de los cañones? —preguntó Doc.

—No. No hay espacio suficiente.

—Entonces, ¿dónde?...

La muchacha señaló la barrera defensiva de postes. Ante éstos, y a más de una milla de la puerta, había un terreno despejado y liso que se extendía hasta una gran zanja compuesta por unas paredes casi verticales y que evidentemente formaba parte del sistema de defensa contra los ataques de los dinosaurios.

—Allí podemos aterrizar —dijo Lanta.

Doc aterrizó sin dificultad. Todos salieron del aparato. Los alrededores no eran desde allí tan claramente visibles como desde el aire a causa del espesor de la masa de vegetación de la selva.

—Renny y yo volveremos, y traeremos aquí a los esclavos —dijo Doc—. Propongo que Lanta, Monk y Ham se encaminen a la puerta... y adquieran seguridad de que han de ser bien recibidos.

—¡Magnífica idea! —dijo Monk pensando en las delicias de una conversación con Lanta durante el recorrido.

Lanta, Monk y Ham comenzaron a caminar en dirección a las puertas haciendo su camino a través de los postes, la mayor parte de los cuales eran mucho mayores que los postes de teléfonos.

Renny, Long Tom y Johnny permanecieron en el lugar de aterrizaje con su equipo de superpistolas, gran cantidad de municiones y la seguridad de que era conveniente no descuidar ni un solo momento la vigilancia.

Doc comenzó a elevarse en su aeroplano.

No tropezó con dificultades para regresar al país de los hombres de las cavernas ni para recoger una parte de los esclavos. Doc calculó que puesto que el aeroplano era de gran tamaño, no necesitaría hacer más de dos viajes para transportar a todos los liberados de la esclavitud. Cargó la mitad de ellos y se elevó cuidadosamente. Durante todo el recorrido voló a gran altura y con gran rapidez para reducir el tiempo de vuelo y disminuir sus peligros.

Long Tom se adelantó a recibir a los viajeros.

—Oye, Doc —dijo: —Tenemos visita...

Cuatro personas de la tribu de Lanta se aproximaron al aeroplano. Doc los examinó rápidamente y volvió a pensar que eran unos ejemplares de gran perfección física, según había observado anteriormente.

—Lanta, Ham y Monk han entrado en el país —explicó Long Tom.

Los cuatro visitantes se aproximaron al hombre de bronce, y uno de ellos le dirigió la palabra hablando cuidadosa y claramente.

—Lanta y los dos hombres se hallan seguros —dijo—. Bien venidos seáis. Estamos preparando una gran fiesta en vuestro honor.

Doc, hombre siempre precavido, se volvió hacia uno de los esclavos que había rescatado y le preguntó:

—¿Conoces a este hombre?

El esclavo se inclinó sonriente.

—Es primo mío.

Todo parecía marchar perfectamente bien.

Doc dijo:

—Esperad hasta que haga otro viaje y traiga el resto de los esclavos.

Volvió a elevarse con su aparato y llegó sin dificultades al campo próximo a la selva en que vivían los cavernarios. Tampoco tropezó con dificultades para embarcar al resto de los esclavos. La vez anterior le había sido preciso sumir a algunos de ellos en la inconsciencia por medio de golpes para conseguir transportarlos.

Pero Aulf creó un problema muy importante. Quería ir en el avión. Y, además, quería encargarse de dirigirlo y manejarlo. Era todo lo bruto que hay que ser para pretender conducir un avión sin tener ningún conocimiento previo de su mecanismo.

Como quiera que Doc sabía que los hombres de la tribu de Aulf eran enemigos mortales de la tribu de Lanta, comprendió que seria imprudente llevara Aulf consigo.

La dificultad pudo solucionarse cuando Doc, por medio de uno de los esclavos que hablaba un poco de inglés, ordenó a Aulf que se quedase con sus compañeros de caverna y continuase ejerciendo con ellos su cargo de espíritu del mal.

Después, Doc transportó los esclavos al campo próximo a la residencia de Lanta, donde le esperaban Renny, Long Tom, Johnny, los cuatro visitantes y los esclavos transportados anteriormente. Y se celebró una corta conferencia.

—¿Qué haremos del aeroplano? —preguntó Doc—. No podemos dejarlo aquí.

Uno de los visitantes sonrió.

—Puedo pedir ayuda —dijo—, para llevar el aparato hasta un lugar en que no puedan los animales llegar a él.

Levantó la voz, emitió una especie de gemido que resonó como el silbido de una locomotora, y fue contestado del mismo modo.

Comenzaron a salir de entre la selva muchos hombres. Primero, un grupo compuesto de cuatro o cinco. Después, en grupos más numerosos. Los viajeros y sus acompañantes se vieron muy pronto rodeados de un círculo humano.

Doc, súbitamente suspicaz, gritó:

—¡Vamos al aeroplano! ¡Esto no me gusta absolutamente nada!

Su orden llegó demasiado tarde. Uno de los directores de aquellos hombres, uno de los cuatro que le habían transmitido el mensaje de bienvenida, dio grito de mando. Instantáneamente, se armó una terrible tremolina. Las porras se agitaron en el aire, diestramente manejadas.

Salieron a relucir muchos cuchillos, unos cuchillos dotados de hojas que parecían hechas de una piedra cristalina. Los esclavos se condujeron como borregos. Cambiaban de amo, sencillamente, y no querían luchar.

Doc Savage, Renny, Long Tom y Johnny fueron prontamente acorralados. Sus enemigos habían recibido, era evidente, instrucciones de que no les permitieran retener nada en las manos, puesto que tan pronto como sacaban una pistola o un arma de otra clase, recibían un porrazo en la mano o en el brazo que les obligaba a soltarla.

Una marea humana se lanzó sobre ellos. Fueron arrollados, derribados, sepultados bajo un montón de cuerpos golpeantes y vociferantes. Posiblemente habrían sostenido sus posiciones y ofrecido una resistencia eficaz contra una docena de adversarios cada uno, acaso contra una veintena... Pero fueron vencidos por la superioridad numérica de la horda atacante.

Al cabo de pocos minutos unas cuerdas sujetaron en una sola masa todos los cuerpos. Doc y sus amigos estaban atados conjuntamente.

Y entonces apareció Wilmer Fancife.

—¡Traedlos, traedlos! —ordenó éste—. ¡Traedlos aquí!