CAPÍTULO II
LA reyerta que aquella tarde se desarrolló en el aeródromo, fue una cosa digna de ver. La camarera vio cómo comenzó. Eran dos pasajeros, ninguno de los cuales había abandonado su asiento desde que comenzó el vuelo directo en Nueva York. Hablan subido a la aeronave separadamente en Newark, por lo que resultaba evidente que ninguno de ellos había visto anteriormente al otro. Se levantaron para salir cuando el enorme pájaro de hierro hubo aterrizado en San Luis. En el mismo instante en que se vieron, comenzó la batalla.
Uno de los hombres era muy joven; parecía hallarse muy poco más allá de esa edad en que se sale de la Universidad; tenía un cuerpo como el de un herrero joven, el cabello tan amarillo como una panoja y una expresión ceñuda y arisca.
El otro era un hombre grueso y vigoroso. Tenía una boca que parecía haber sido hecha descuidadamente con una hachuela. La Naturaleza no le había dotado con una nariz muy visible, y esta donación había sido martilleada después hasta quedar convertida en algo no mayor que una verruga. Era bizco. Su piel parecía haberle sido arrebatada a un rinoceronte.
El hombre gordo fue el primer en ver al otro. Tenía en la mano una maleta, que levantó inmediatamente y dejó caer sobre la cabeza del joven.
Este cayó sobre las rodillas, pero se puso en pie y giró para enfrentar a su agresor.
—¡Fancife! —aulló.
Se tiró a fondo, y dio un puñetazo al hombre grueso en las costillas. Lo mismo podría haber golpeado a un caballo. El joven no era precisamente una azucena. Produjo un sonido que era un rugido furioso, y continuó peleando. Golpeó y fue golpeado. Los dos hombres cayeron y se revolcaron en el suelo del avión.
La batalla comenzaba a adquirir caracteres de violencia. Fancife pudo coger una navaja de afeitar e intentó producir un corte a su contrincante en el cuello. No pudo conseguirlo. Su adversario asió una correa y comenzó a golpear con ella al gordo, hasta que la navaja cayó de sus manos.
El ayudante del piloto —la mujer había estado gritando a los dos hombres para que se separasen— entró apresuradamente en el avión e intentó poner paz entre los combatientes. En los primeros momentos, no consiguió resultado alguno; después, logró que un golpe le arrancara los dientes de la boca. Se inclinó, tosió para arrojar los dientes y, tan enloquecido y furioso como los otros combatientes, se inclinó hacia adelante para coger una llave inglesa.
El hombre grueso, Fancife, había comentado la pelea confiadamente. Al llegar a aquellas alturas, su optimismo había desaparecido. El joven luchaba con una violencia verdaderamente demoníaca.
Fancife se apoderó de una botella de alcohol alcanforado y dio un golpe al joven en la frente. La botella se rompió; aunque no lastimó mucho a la víctima. Pero el alcohol corrió por su rostro y se le introdujo en los ojos.
Fancife aprovechó la ceguera momentánea de su contrincante para salir del aeroplano y echar a correr.
Fancife atravesó la sala de espera del aeródromo, traspuso una cerca de alambre baja y llegó hasta un taxi. No perdió el tiempo. Entró en el carruaje, agarró al estupefacto conductor por el cuello, le dio un golpe en la mandíbula que lo dejó sin conocimiento, lo sacó del coche y lo abandonó sobre la tierra. El coche arrancó a todo correr, despidiendo piedras y gravas a su alrededor, con Fancife como conductor.
Camino de la ciudad, Fancife demostró que el taxi podía volar a ochenta por hora. Más tarde, lo abandonó, se estiró las arrugadas ropas y tomó un coche de caballos de manera menos violenta. Después de esto, cambió nuevamente dos veces de coche.
Una de las ocasiones en que cambió de vehículo, Fancife consultó la dirección que tenía anotada, y que correspondía a Gerald Evan Two Wink Danton.
Two Wink Danton era un hombre de avinagrado carácter y de una naturaleza egoísta, por lo que siempre había vivido solo. Por aquellos días ocupaba un espacio que podría llamarse una ratonera —era, también, tan tacaño como el que más— en una de las zonas bajas más sucias de la ciudad. Tenía el salón inadecuadamente alumbrado por una lámpara de veinte vatios que colgaba del techo por medio de una cuerda, y ésta fue la luz que le sirvió para observar a su visitante. En los primeros momentos, no lo reconoció.
—¿Quién... qué? —y entonces comprendió—. ¡Oh, es el Señor Wilmer Fancife!
—¡El mismo, Two Wink! —dijo Fancife.
—Supongo que vendrá porque ha recibido mi telegrama... pero no le esperaba tan pronto.
Fancife empezó a toser y a llevarse la mano al pecho como si estuviera dolorido. Cuando separó de él la mano, tenía en ella una pistola azul.
—Tampoco esperaría usted esto, probablemente —dijo Fancife moviendo el arma—. Espero que podrá comprender lo que sucede cuando estas cosas se disparan contra un hombre.
—¿Qué quiere usted decir?
—Tenemos que marchar de aquí enseguida. Lo que sucede, es que no tengo tiempo que perder en explicaciones. Y por eso he sacado la pistola.
Two Wink no era un tonto, y por esta causa no opuso resistencia, sino que comenzó a bajar a la calle sumisamente. Y hasta dijo:
—Tengo mi coche dispuesto para correr. Si le parece conveniente, podemos utilizarlo.
—Vamos.
Two Wink condujo el automóvil hacia el Forest Park, que era uno de los lugares preferidos por él para sus vagabundeos, a causa de su soledad. Fancife se hundió en el silencio y mantuvo la culata de la pistola apoyada contra el vientre y apuntando a Two Wink.
—No puedo comprender nada de esto —dijo al fin Two Wink.
—¿Se refiere a mi apresuramiento para obligarle a salir conmigo? —Fancife produjo un ruido en el que no había alegría suficiente para que pudiera parecer una carcajada—. Lo he hecho porque hay alguien, además de yo mismo, capaz de leer el listín de teléfonos.
—Sigo sin comprenderle.
—¿No lo comprende?
—Hace poco más de tres años —dijo Two Wink pensativamente—, usted vino a buscarme y me entregó una muestra de piel, de una piel maravillosa y de un tipo que me era completamente desconocido. Y me dijo que me daría una recompensa de quinientos dólares si le avisaba cuando en el mercado de San Luis se presentasen pieles de esa clase. Hoy han aparecido esas pieles. Le he telegrafiado y usted ha venido en aeroplano. Supongo que ha hecho el viaje en aeroplano...
Fancife respondió:
—Se sorprenderá usted más al saber que dejé muestras de la misma piel en todos los centros importantes del mundo, así como una oferta de la misma recompensa.
—Sí que me parece extraño.
—Entonces, tendrá que seguir pareciéndole extraño.
—Sigo sin comprender.
Fancife debió de pensar que ya no necesitaba la pistola para nada y volvió a guardarla en el fundón de que la había sacado.
—Todo lo que tiene usted que hacer respecto a este asunto, es proporcionarme informes. Necesito saber —explicó Fancife—, quién ha traído aquí esas pieles hoy y dónde puedo hallar a esa persona.
—¿No habíamos hablado algo acerca de quinientos dólares?
Fancife metió una mano en el bolsillo trasero del pantalón y sacó de él un billetero. Luego, comenzó a contar billetes de veinte dólares.
—Los tendrá usted —dijo.
Two Wink se llevó una mano, como descuidadamente, al interior de la chaqueta. Un momento más tarde, Fancife encontraba ante sí los amenazadores cañones gemelos de una pistola Derringer de mayor calibre que la suya.
—Lo siento mucho —dijo Two Wink—, pero necesito más de quinientos.
Los dos hombres se examinaron mutuamente durante unos instantes llenos de tensión. Two Wink detuvo el automóvil junto a un farol en una desierta zona del parque. Cada uno de ellos pudo ver que el otro no le temía, y un mutuo respeto brotó de ambos.
—No creí que tuviera usted una pistola —dijo Fancife disgustado.
—Pero ya ve usted que la tengo.
El violento silencio continuó. No se oía más ruido que el apagado murmullo del motor y el tictac de una válvula. La brisa agitaba los árboles del parque, y las hojas arrojaban unas movedizas sombras.
—¿Qué más? —preguntó Fancife.
—Solamente hay una respuesta para esa pregunta —dijo lentamente Two Wink—. Alguien ha criado un nuevo tipo de animal, y sus pieles han llegado hoy al mercado. Esas pieles, si se obtiene un monopolio, darán a ganar millones de dólares. Y por eso quiero entrar en el negocio. No soy un egoísta.
—¿Por qué dice usted que... no es egoísta?
—Porque solamente quiero para mí el cincuenta por ciento del negocio: la mitad.
Fancife se mordió el labio inferior. Estaba pensando.
—¿Y si en el fondo de todo ello hubiera algo más importante que una nueva piel de animal?
—Seguiría pidiendo la mitad. La mitad.
Fancife continuó cavilando hasta que, finalmente, exhaló un profundo suspiro.
—¡Me agradan sus modales! —dijo a Two Wink mirándolo ceñudamente—. No es que a mí me importe usted ni un solo espino personalmente, sino que creo que no se conduce usted con torpeza. Sospecho que podría serme útil.
—Es lo mismo que yo estaba pensando —dijo sinceramente Two Wink—. Podríamos ayudarnos mutuamente.
Nuevamente nació el silencio. Luego, sin pronunciar ni una sola palabra, los dos hombres se dieron un apretón de manos para sellar el pacto. El silencio continuó. Los dos estaban sorprendidos de lo muy fácil que les había sido posible comprenderse par completo, de que sus cerebros trabajasen de una manera tan semejante, lo que hacía posible qué cada uno de ellos pudiera conocer exactamente lo que el otro pensaba y se proponía hacer. Era una cosa casi pavorosa.
—Haremos una buena pareja —dijo Fancife.
Two Wink volvió a guardarse la pistola.
—Sí; la haremos —dijo.
—Nuestra primera jugada —anunció Fancife— consistirá en apoderarnos del hombre que ha traído las pieles al mercado de San Luis. Y lo que haremos a continuación —añadió—, será deshacernos de un hombre que se llama Columbus.