CAPÍTULO III
EL joven de cabellos amarillos y que tenía una constitución de herrero, estaba pasando un mal rato.
La camarera de a bordo dijo:
—Yo vi cómo empezó la pelea, y puedo afirmar que no la inició él. El otro hombre le golpeó antes.
El policía preguntó:
—¿Quién le ha arrancado los dos dientes?
—El otro hombre —reconoció el ayudante del piloto—. No éste que está aquí, sino el que ha huido.
—Entonces, ¿por qué no me pone en libertad? —preguntó el joven de cabellos amarillos—. Ese hombre me atacó, y yo me limité a defenderme; de modo que no tengo ninguna culpa. Ni siquiera conozco al tal hombre: me parece que debe de ser un loco. Lo mejor será que se dedique usted a buscarle. Lo más probable es que sea un hombre peligroso, un loco tan rematado que puede constituir una amenaza para la Humanidad.
—¿Es cierto que ni siquiera lo conoce usted? —preguntó el policía.
—Me llamo —dijo el joven que había desarrollado la mitad de la pelea—, Arnold Columbus, pero, naturalmente, prefiero que me llamen Crist Colón. Soy de Nueva York. Soy especialista en pieles, y viajo hasta las partes más remotas del mundo. Cualquiera puede encontrarme con tanta facilidad comprando pieles de foca de buena calidad en el Círculo Ártico como regateando para adquirir una piel excepcional de chinchilla en los Andes. Venía a San Luis en viaje de negocios y ese desconocido me atacó.
—Según las anotaciones de la Compañía de Navegación Aérea, el otro hombre se llama Wilmer Fancife —le explicó el policía—. ¿Dice usted que jamás ha conocido a ningún Wilmer Fancife hasta hace unos momentos?
Crist Columbus mintió sin pestañear.
—Jamás había oído ese nombre —dijo.
El policía reflexionó durante unos instantes, y al fin llegó a una conclusión.
—Muchas gracias. ¿Quiere usted tener la bondad de seguir en contacto con nosotros para el caso de que suceda algo nuevo?
Crist Columbus sonrió alegremente y preguntó:
—Eso quiere decir que puedo marcharme ahora, ¿verdad?
—Sí. ¿Dónde piensa alojarse?
—En el Hotel Ritz.
—Muchas gracias.
Crist salió del aeropuerto en un taxi, pero no se dirigió al Hotel Ritz ni a sus alrededores. Lo que hizo fue entrar en una expendeduría de tabacos que todavía estaba abierta y consultar el listín telefónico en busca de la dirección de Gerald Evan Two Wink Gerald. Cuando hubo hallado la dirección, se encaminó hacia ella en el taxi que había tomado.
Crist indicó al conductor el lugar adonde se dirigía. Y le dio, además, un billete de cinco dólares.
—Necesito que me haga usted un favor —le explicó—. Donde le he indicado, vive un amigo mío, un hombre de muy buen carácter al que le agrada tomar refrescos inofensivos, por lo que sospecho que acaso lo encuentre un poco... un poco alterado. En el caso de que se halle a medios pelos, cosa muy frecuente, sin duda me costará un poco de trabajo separarme de él sin herir sus sentimientos. Y para esto es para lo que le necesito, amigo mío. Si yo no hubiera vuelto al cabo de media hora, usted sube a la casa, llama y explica a quienquiera que se presente a abrir que a la puerta de la calle hay un policía que subirá a buscarme en el caso de que yo no baje por las buenas. Y yo diré a mi amigo que he sido detenido por correr con exceso de velocidad y que el policía me llevaba a la cárcel, pero que me permitió detenerme un momento para que pudiera saludarle a él.
Crist Columbus se envanecía a veces de sus habilidades como embustero.
—Me parece muy complicado —dijo el conductor del coche rascándose la cabeza.
—Pero lo hará usted, ¿verdad? Tengo algunos billetes más para usted.
—¡Claro que lo haré! Dentro de media hora, sin falta.
Crist Columbus escuchó atentamente a la puerta de Two Wink Danton y oyó el sonido de una radio que tocaba apagadamente. No oyó ningún ruido más, y llamó.
—¡Hola, señor Two Wink Danton! —dijo Crist—. ¿Está usted solo?
—Sí, completamente solo —respondió su interlocutor mientras se retiraba un poco de la puerta para que entrase su visitante—. Pase, pase. No esperaba que llegase usted tan pronto. Le he enviado el telegrama un poco después del mediodía de hoy.
—No se tarda mucho más de seis horas en venir desde Nueva York a San Luis en aeroplano —dijo Crist.
Y avanzó hacia el interior confiadamente y sin destruir su error hasta que Two Wink cerró la puerta y apareció tras ella Fancife, que había permanecido en aquel lugar durante todo el tiempo con una pistola amartillada en la mano derecha y un almohadón en la otra para amortiguar el ruido del disparo en el caso de que juzgase necesario hacerlo.
En la mirada que Crist dirigió a Fancife hubo tal desesperación y una cantidad tan grande de furor, que el tortuoso hombre grueso apretó el almohadón contra la boca de la pistola, dispuesto a disparar.
—¡No! —aulló aterrorizado Two Wink—. ¡El tiro se oiría desde fuera, con toda seguridad!
—¡Manos arriba! —gruñó Fancife.
Crist Columbus levantó los brazos. Tenía los puños crispados, el rostro pálido, la boca retorcida por la furia. Odiaba a Fancife, según podía verse en su expresión, más que a nadie y a nada en el universo.
—Atelo, Two Wink —añadió Fancife.
Two Wink cogió una cuerda de esparto y ató al prisionero de un modo que demostró su extenso conocimiento del arte de hacer nudos.
—Ahora, una mordaza —sugirió Fancife.
Two Wink introdujo un pingajo en la boca de Crist Columbus, y ató sobre ella una toalla.
Y después Two Wink miró a Fancife y exclamó repentinamente:
—He pensado que... Aquel maldito perro... Y aun me queda bastante.
—¿Qué diablos tiene ningún perro que ver con todo esto?
—Uno de mis vecinos tenía un perro y el condenado bicho me ladraba siempre que me veía y me despertaba por la noche con sus aullidos. Una vez, hasta llegó a morderme. Y por eso compré cloroformo, y una noche, acabé para siempre con el perro.
—¿Y le sobró algo de cloroformo?
—Sí.
—Vaya a buscarlo.
Cuando regresó con la botella del cloroformo, que era de cuello ancho y estaba tapada con unos trapos apelotonados, Two Wink ya se había arrepentido de haber hecho aquella sugerencia a Fancife.
—Si lo matamos —dijo con voz ronca—, y nos cazan, me parece que lo pasaremos muy mal.
—Si lo matamos y no nos cazan —le replicó Fancife—, los dos seremos millonarios.
Two Wink era solamente un aficionado en cuestiones de asesinatos. Tenía las manos temblorosas y pensó de pronto que, en el caso de que los cazaran, como él mismo había dicho, su participación en el crimen sería menos importante si no era él mismo la persona que aplicaba a la víctima el cloroformo letal. Y entregó la botella a Fancife.
—Encárguese usted de hacer eso —dijo chillonamente.
—¡Con mucho gusto! —exclamó Fancife.
El gordo se arrodilló y derramó el cloroformo sobre la toalla, dejando caer un chorro continuo hasta que la botella estuvo vacía por completo. Cuando hubo terminado, la víctima tenía cerrados los ojos. Fancife levantó la cabeza a Crist Columbus, y vio que su cuello se doblaba sin resistencia, con la docilidad que le prestaba la inconsciencia.
—Bueno —dijo Fancife a continuación: —¿Dónde está el hombre que trajo esas extrañas pieles a San Luis? ¿Cómo dijo usted que se llama?
—Décimo Tercio —respondió el lívido Two Wink a quien no le producía ningún entusiasmo la idea de su primera participación en un asesinato.
Décimo Tercio se había alojado en el hotel El Zorro Negro, que era un establecimiento instalado en el distrito peletero en los tiempos antiguos en que una piel de zorro negro era un articulo muy raro y muy caro, mucho antes de que la instalación de criaderos de estos animales hiciera que su precio descendiera casi hasta el nivel de una piel de visón oscura.
Aun cuando el hotel El Zorro Negro hubiera tenido una gran diversidad de extraños propietarios, y aunque entre los huéspedes que en él se habían alojado figurasen lo mismo tramperos velludos de Alaska que cazadores de leones de África, se había convertido en un hotel completamente ordinario, sin ninguna característica especial. Décimo Tercio, con su traje de piel de ante y sus botas de metal, era lo único extraño que había en él en aquellos momentos.
Two Wink y Fancife utilizaran una estratagema muy sencilla.
—¿Quiere usted hacer el favor de decir al señor Tercio —dijo Two Wink a uno de los empleados—, que somos compradores de pieles y que deseamos verle? Somos dos compradores que estamos dispuestos a adquirir todas las pieles que posea al precio de cinco mil dólares cada una.
Un momento más tarde subían al cuarto piso, donde Décimo Tercio se había instalado.
Tercio se hallaba en pie en el centro de la habitación. Se había limitado a decir: "¡Adelante!', cuando sonó la llamada, completamente desnudo, con excepción de una toalla que se había atado a la cintura. Los dos visitantes no pudieron por menos que mirarle curiosamente. Tenía un cuerpo muy musculoso y la piel señalada por muchas cicatrices. Estas cicatrices tenían unas formas irregulares y algunas de ellas eran mayores que las otras. Como si el hombre hubiera sida acometido, aporreado y desgarrado por los animales, pensó Two Wink.
Sobre la cama había un traje completo, un traje corriente de hombre, lo que parecía indicar que Tercio se disponía a cambiar su aspecto por el de un hombre civilizado. El traje de piel de ante estaba en el suelo, junto a las botas de metal.
Fancife cerró la puerta y sacó una pistola del bolsillo.
—¿Sabe usted lo que es esto? —preguntó.
Tercio lo sabía y levantó las manos.
—Registre bien por todas partes —ordenó Fancife a Two Wink—. Es posible que encontremos mapas que puedan facilitar nuestro trabajo.
Two Wink hizo un registro entusiasta y meticuloso. Probablemente tenía aun más interés que su nuevo socio, Fancife, en hallar algo interesante.
Pero Two Wink pensó que en realidad no conocía casi nada de lo que había en el fondo de aquella cuestión, lo que le obligó a preocuparse. Se había entregado, podría decirse, en manos de Fancife, que era una persona relativamente desconocida, y había tomado parte inmediatamente en un asesinato. Y se preguntó si no estaría comprometiéndose demasiado y sin objeto.
El traje de piel de Tercio tenía varios bolsillos, pero ninguno de ellos contenía nada.
—¿De qué clase de cueros están hechas esas pieles? —preguntó Two Wink intrigado.
—Ya lo sabrá usted más adelante —respondió enigmáticamente Fancife.
Two Wink refunfuñó un poco y cogió las botas de metal. Eran muy ligeras y tenían la parte inferior arañada.
—¿Que clase de metal es éste? —preguntó—. Nunca lo había visto.
—¡Siga registrando aprisa! —le ordenó secamente Fancife.
Two Wink terminó malhumoradamente su registro, sin hallar absolutamente nada.
—Nada —dijo.
Fancife se dirigió a su prisionero, Tercio, en un tono que no dejaba lugar para la duda.
—Puede usted conseguir que lo matemos aquí ahora mismo —le dijo—, o puede hacer lo que le ordenemos y continuar viviendo. Vístase. Póngase esas ropas corrientes, no ese traje tan raro que vestía cuando vino de... de... ¡hum!... cuando vino a San Luis. Y luego irá usted con nosotros a un lugar donde podremos hablar reservadamente.
Tercio, que los había estado mirando con enojo, preguntó:
—Pero antes de nada, ¿quiénes son ustedes, caballeros?
Fancife replicó:
—¿Conoce usted a Lanta?
Tercio no respondió. El sobresalto que le ocasionó la sorpresa fue suficientemente afirmativo.
Y al verlo, Fancife sonrió expresivamente y dijo:
—Eso te podrá orientar un poco. Ahora ¿qué prefiere usted: venir con nosotros o quedarse aquí y que lo entierren muy pronto?
—No tengo mucho donde escoger —respondió Tercio con extraño y dificultoso ingles mientras comenzaba a vestirse.
Unos momentos más tarde salían del hotel El Zorro Negro. Tercio presentaba un aspecto mucho más normal con sus ropas corrientes y no intentó resistirse. Two Wink dijo a su compañero:
—No comprendo qué objeto puede tener todo esto.
Fancife respondió burlonamente:
—Lo que vamos a hacer, sencillamente, es obligar a nuestro amigo Tercio a que nos lleve al lugar de donde ha venido.
Y se alejaron en el coche de Two Wink.