CAPÍTULO XII
FANCIFE y Two Wink continuaban en el suelo de la cabina, lugar al que sus contendientes los habían arrojado. Su sorpresa era tan grande, que ambos parecían tener una expresión de absoluta estupidez.
Fancife acertó a preguntar al fin:
—¿Dónde... no estaban... qué... estaban... ustedes en el aeroplano... cuando estalló?
Doc fingió no oírle. El hombre de bronce se hallaba atareado en el manejo de los comandos del avión. Fancife había es todo demasiado nervioso para comprender que los reductores de velocidad instalados en las alas se hallaban desplegados, lo que reducía notablemente la marcha del artefacto. Doc corrigió el error. Después, cuando el aeroplano podría haber volado a una velocidad mayor, redujo intencionadamente su marcha para permitir a los pajarracos que los perseguían que alcanzasen el avión.
Crist Columbus se había apoderado de una de las pistolas de Fancife y amenazaba con el arma a su propietario y a Two Wink.
—Se han sorprendido ustedes un poquito al vernos, ¿verdad? —les preguntó.
Fancife se humedeció los labios. Sorpresa... no era ésa la palabra apropiada.
—Nuestro amigo Doc Savage —y señaló al decirlo al hombre de bronce—, pensó, cuando estábamos en aquella extensión ártica, que ustedes habrían hecho algo en nuestro aeroplano para que se destrozase cuando comenzase a volar. No era muy aceptable la suposición de que consintieran ustedes en ponernos en libertad.
—¿Cómo se las han arreglado ustedes para llegar hasta aquí?
—Nos limitamos a saltar del aeroplano de Doc cuando se encontraba en el extremo más alejado de la extensión de terreno descubierto. Había demasiada oscuridad para que pudieran vernos ustedes, y nos llevamos algunas cosas con nosotros. El avión de Doc tenía un mecanismo automático de dirección y los mandos podían ser colocados en una posición fija. Durante algunos instantes, temimos que el aeroplano no pudiera despegar en un terreno cubierto de una capa tan profunda de nieve. Pero despegó.
—Pero ¿cómo entraron ustedes en este aeroplano? —preguntó Fancife.
—Es muy sencillo. El aeroplano estaba entre los árboles, como usted recordará. Lo único que tuvimos que hacer fue dar un pequeño rodeo a través del bosque, y entrar en él por la parte de detrás. Es muy grande la puerta de la pañola del fuselaje. Entramos por ella.
Fancife repitió algunas de las palabrotas que acostumbraba pronunciar.
Crist hizo un gesto de picardía y de burla.
—Cuando estuvimos en el aire, hicimos unos agujeros en el fuselaje para poder ver a dónde se dirigían ustedes. Vimos esos grandísimos pajarracos que nos perseguían, y pensamos que estábamos obligados a hacer todo lo que fuera posible en defensa de nuestras cabezas.
Crist se asomó a mirar por la ventanilla, y empalideció.
—¡Cáscaras! —aulló—. ¡Esos bicharracos están a punto de alcanzarnos!
La escena podría haber sido digna de figurar en los cuadernos de historietas ilustradas para chiquillos: un aeroplano perseguido por unos asquerosos y terribles pajarracos. Pero era una escena real, no fingida ni dibujada. No era aceptable, no estaba dentro de los límites razonables de la credulidad, pero lo cierto era que allí estaba el aeroplano y que detrás de él, persiguiéndole con una velocidad extraordinaria, estaban las descomunales y extrañas aves. Sucedía, era absolutamente real.
—¡Y los endiablados bichos tienen dientes! —gimió Crist.
Dientes: no era ésta la palabra apropiada. Aquellas aves tenían un pico parecido al de los loritos, pero infinitamente mayor. Eran, también, parecidos a unas mandíbulas de tiburón enormemente agrandadas. Los pajarracos —se hallaban muy próximos en aquellos momentos, y tenían un aspecto espantable al ser iluminados por la luz "solar"— eran absolutamente monstruosos.
Doc dejó que el aeroplano descendiese bruscamente, con el pico hacia tierra. Un momento después, había recobrado su posición horizontal. Volaban a una velocidad aterradora en dirección a la tierra. El escuadrón de monstruos volantes continuó aleteando como si su presa se hallase todavía ante ellos, como si no hubiese cambiado de rumbo.
—¡Resulta que no nos perseguían! —exclamó Crist.
—¡No sea inocente, Crist! —dijo Doc—. Nos están persiguiendo.
Crist miró hacia lo alto.
—Pues... ¡mírelos usted! Continúan volando como si todavía estuviéramos delante de ellos.
—Pertenecen a la especie de los pterodáctilos.
—Petero... ¿Qué?
—Es una de las especies prehistóricas: pterodáctilos. Como muchas especies primitivas —explicó el hombre de bronce—, probablemente no tienen cerebro, y sus reacciones son muy lentas.
—¿Quiere usted decir... que... esos... esos... petero... ¡lo que sean...! siguen creyendo que nos están persiguiendo? —preguntó Crist.
—Sí; algo por el estilo.
Doc Savage volvió a colocar el aeroplano en posición horizontal y continuó volando a una altura aproximada de quinientos pies. A esta altura, apenas se hallaban a pocos pies sobre las copas de los árboles más altos. Miró hacia abajo, y el interés del hombre de ciencia que en él había, despertó.
Cuando el avión llegó hasta un terreno descubierto y liso que tendría una extensión de más de media milla de anchura y una longitud aproximadamente igual, el hombre de bronce dirigió el avión repentinamente hacia abajo.
—Vamos a aterrizar —dijo—. No parece posible que este terreno pueda existir en realidad.
Las ruedas se deslizaron por un terreno cubierto por hierbas de un pie de altura. Doc salió del avión. La hierba era increíblemente áspera, y cada una de sus briznas tenía el tamaño de una hoja de palmera.
—¿Qué vamos a hacer con los prisioneros? —preguntó Crist.
Doc tuvo que resignarse, lo que hizo con disgusto, a examinar el terreno y la vegetación que se extendía ante él. El hombre de bronce había dedicado muchos años de su vida al cultivo de la ciencia. Y no es posible que exista en el mundo ningún hombre de ciencia que al encontrarse en un lugar semejante, pudiera pensar en algo que no fuese su inmediato estudio e inspección. En el aeroplano encontraron algunos paquetes de provisiones que estaban atados con cuerdas de alrededor de un cuarto de pulgada de diámetro. Estas cuerdas les sirvieron para sujetar firmemente a Two Wink y Fancife.
—Y ¿qué hacemos con Tercio? —preguntó Crist.
Doc frunció el entrecejo. Tercio no se había mostrado muy dispuesto a ayudarles.
—Lo ataremos también.
Terminaron de atar a Tercio sin que sucediera nada de particular. El aire era cálido y húmedo, como el de la selva tropical. La luz era brillante, pero como no provenía de la altura, tenía cierto parecido con la luz crepuscular. Los ojos de los hombres se habían habituado ya a ella, y pudieron apreciar que tenía una tonalidad azulada.
Crist Columbus estaba mirando a su alrededor. Era indudable que se encontraba torturando su imaginación en busca de palabras con que poder expresar sus impresiones. Se limitó a muequear tontamente, ya que no le fue posible hallar nada adecuado que decir.
—¿No es un lugar... endiablado? —acertó a decir al fin.
En lugar de contestarle, Doc Savage dio algunos pasos. Había percibido que se sentía más ligero, menos pesado, que le costaba muy poco trabajo moverse. Dio un salto. El salto, realizado sin esfuerzo, lo elevó a varios pies de altura sobre el suelo.
—Salte, salte —indicó a Crist.
Crist saltó, también. Aun cuando tampoco realizó ningún esfuerzo, ascendió en el aire hasta tener los pies a la altura a que normalmente tenía la cabeza.
—¡Canguros y pingüinos! —exclamó no sabiendo qué decir.
No había cielo sobre ellos. Solamente una sombría oscuridad, que era casi indistinguible en la niebla de la distancia, les mostraba el lugar en que debería de haber una especie de techo de piedra abovedado.
—¿Qué es lo que hace que el techo no se caiga? —preguntó Crist desconcertado.
—Probablemente, es la gravedad lo que impide que esa bóveda se derrumbe —dijo lentamente Doc Savage—. La ciencia, si hemos de decir la verdad, tiene muy pocas teorías que hayan podido ser demostradas acerca de la ley de gravedad. Una de las teorías que han existido supone que la gravedad no es más que la atracción de la masa... O, dicho en otros términos: que si se consigue reunir una cantidad suficiente de masa en algún lugar, se crea con ello la gravedad. Antiguamente se defendió la teoría de que si el mundo era hueco, se podría caminar por su interior de la costra sin caerse, puesto que la gravedad sería creada por la atracción de la masa exterior.
—O, dicho de otro modo, la masa de piedra que existe sobre esa bóveda es suficiente para originar su propia gravedad y para impedir que caiga, ¿no es así?
—Hasta cierto punto, sí.
Décimo Tercio lanzó un quejido y murmuró:
—Esa es la explicación, probablemente. Se puede trepar por las paredes, y hasta caminar por los techos, cuando se poseen unas ligeras ventosas en las manos o en los pies para sostenerse. He visto que lo hacen muchos animales. Cuando se sueltan, por cualquier causa que sea, comienzan a caer con una lentitud grandísima, pero la rapidez de su caída aumenta a medida que se alejan de la masa de atracción de la bóveda.
—¿Qué tamaño tiene este lugar? —preguntó Doc.
—Es casi otro mundo como el nuestro —replicó Tercio malhumoradamente—. Puede usted creerlo o no; haga lo que quiera.
Doc Savage se encaró con Tercio.
—Creo que sería conveniente que aclarásemos la situación de usted en lo que se refiere a esta zona de la tierra. ¿Es cierta que ha estado usted antes de ahora aquí?
Tercio vaciló.
—Sí —dijo al fin—. No creo que haya ya necesidad de tener reservas respecto a la existencia de este lugar.
—¿Cómo llegó usted aquí?
—Estaba intentando realizar un vuelo transpolar entre Rusia y los Estados Unidos hace unos diez años, y me metí en el cañón que se halla a la entrada de este sitio. Las alas del avión se habían cargado de hielo y no me fue posible salir del cañón una vez que hube entrado en él. Continué volando, las alas continuaron cargándose de hielo, y finalmente tuve el convencimiento de que tendría que aterrizar en lo que supuse que sería el fondo del desfiladero.
Tercio levantó la cabeza para mirar a Doc y a Crist, e hizo una nueva mueca burlona.
—Tenía a bordo —continuó—, algunas bengalas muy potentes que llevaba como precaución para el caso de que me viera obligado a tomar tierra por la noche en algún lugar desconocido. Comencé a arrojarlas encendidas, una a una, y continué descendiendo a su luz. Las bengalas se me agotaron antes de que llegase al fondo del cañón, pero, afortunadamente, tenía unos faros de aterrizaje que me sirvieron para llegar, finalmente, hasta este lugar.
—Pero ha regresado usted a San Luis —le recordó Doc.
—¡Claro! —Tercio adelantó la mandíbula para señalar el mundo que los rodeaba—. Ya ha visto usted esos pajarracos. Y cree usted que ha visto algo... No, todavía no ha visto nada. Todavía, no. Este es un mundo increíble, en el que no puede hacerse nada si no se dispone de unos rifles muy potentes. Y hasta hay algunos lugares en él donde los rifles no sirven de nada. Pero, para no entretenerme con demasiadas explicaciones, le diré que yo necesitaba rifles y municiones. Y por esta causa, recogí algunas pieles, destilé un poco de gasolina para mi aeroplano —soy casi un químico— y me lancé hacia el mundo exterior. Lo hice, aterricé en las cercanías de San Luis, y estaba intentando vender las pieles cuando —y al decirlo miró a Fancife y a Two Wink— comenzaron todos estos líos.
Doc dirigió una mirada a Crist. Este hizo un signo afirmativo.
—Probablemente, todo es cierto —dijo el comprador de cueros.
El hombre de bronce dirigió la mirada a su alrededor, y su curiosidad científica se apoderó de él.
—Antes de continuar —dijo bruscamente—, quiero hacer un reconocimiento del terreno. Crist, ¿sabe usted conducir un aeroplano?
—Bastante bien —respondió éste—. He comerciado en pieles en el Norte y he volado mucho en uno de los aeroplanos de la casa para la que trabajo. Fue entonces cuando conocí a Fancife. La casa en que trabajaba él y la mía nos mandaron juntos para hacer economías.
Doc añadió:
—Entonces en caso de que suceda algo imprevisto o peligroso, o si algunos de esos fantásticos animales descendiese al llano, ¿puede elevarse en el aeroplano y volver más tarde a recogerme?
—Sí; muy bien.
El hombre de bronce sacó de la parte posterior del avión una caja que hacía recogido de su aeroplano y que contenía todo lo que había podido salvar de la catástrofe. Vio que Crist lo estaba mirando, y como respuesta, dio unos golpes sobre la tapa de la caja.
—Ametralladora y municiones —añadió a modo de explicación.
Crist inclinó la cabeza comprensivamente, y contempló al hombre de bronce cuando éste comenzó a alejarse. Doc atravesó la explanada y desapareció en la profundidad de la extraña selva, que se componía principalmente de plantas parecidas a los helechos, pero que alcanzaban una altura de cincuenta o sesenta pies.
Cuando Doc Savage se hubo alejado, Crist Columbus se dio cuenta repentinamente de que se encontraba muy solo en medio de un mundo extraño. Se encogió de hombros, arrugó el entrecejo y apretó los puños en un intento de darse ánimos. Pero resultaba muy difícil la tarea de infundirse valor.
No había silencio. Desde el momento en que había interrumpido el funcionamiento del motor, había estado sonando un ruido monótono y apagado, parecido al que podría producir un torrente que cayese en el fondo de un desfiladero distante.
Tercio vio que Crist estaba escuchando con atención.
—Son los animales —dijo.
—¿Eh? —exclamó Crist inexpresivamente.
—Ese ruido no se interrumpe jamás. Suena siempre, siempre —explicó Tercio secamente—, y en ocasiones con más fuerza que ahora. Todos los ruidos tienden a ascender, y son rechazados por la bóveda de piedra. Esto es lo que supongo, por lo menos. Como quiera que sea, siempre se oye aquí una especie de bramido ronco. Ya se acostumbrará usted a él.
—¿Es... es... peligroso?
Tercio rió. Más no había alegría en su risa.
—Este es el lugar más endiabladamente peligroso que puede imaginarse.
—¿Por qué?
—¿Recuerda usted haber leído las descripciones que se han hecho del mundo de hace millones de años, cuando unos monstruos prehistóricos tan grandes como rascacielos vagabundeaban de un lado para otro? Es probable que al leerlas pensase usted que la vida del pobre hombre de las cavernas debía de ser muy dura y muy precaria, ¿no es cierto? Bueno; pues eso servirá para que se forme usted una idea de lo que es la vida aquí.
—¿Animales del tamaño de rascacielos? ¿No exagera usted?
—Es posible... Usted mismo juzgará.
Fancife había estado tendido en el suelo, dirigiendo a Crist continuas miradas preñadas de odio. De repente, su rostro adquirió una expresión diferente. Una expresión de astucia y de maldad.
—Lanta —dijo Fancife—, también era muy buena.
Crist dio un salto y lo miró con enojo.
—Perfectamente —dijo—. Pero ¡déjela en paz!
Fancife comenzó entonces a reír de un modo que enfureció a Crist. Este se inclinó y golpeó a Fancife en el rostro.
El caído sangró de los labios, y dijo:
—¡Si estuviera desatado, no se atrevería usted a golpearme!
Crist se enfureció aun más.
—¿No? ¡Voy a desatarle! —dijo—. ¡Y luego, lo mataré a puñetazos!
Crist volvió a agacharse y aflojó las cuerdas que sujetaban los tobillos y las muñecas de Fancife. Luego, le dio un puntapié con desprecio, y dijo:
—¡Levántese, pulga despreciable!
Fancife no se levantó, sino que acometió, tumbado como estaba, a Crist. Lo agarró de los tobillos y dio un tirón. Crist cayó a tierra. En circunstancias normales, aquello habría sido solamente el principio de una lucha más o menos dura.
Pero Two Wink estaba preparado y tenía las piernas levantadas. Two Wink tenía puestas unas botas muy fuertes. Cuando Crist cayó al suelo. Two Wink dejó caer las piernas sobre su cabeza. Los golpes sonaron como dos terribles mazazos. Crist se encogió. Fancife le dio unos golpes aterradores y unos puñetazos espantosos con ambas manos. Two Wink continuó pateándole la cabeza.
—¡Lo van a matar ustedes! —gimió Tercio.
—¡Estupendo! —replicó Fancife. Y continuó golpeándole.
El cansancio, más que la piedad, obligó a los dos compinches a cesar de golpear al vencido. Se dejaron caer en tierra para reposar unos instantes, y Fancife comenzó a desatar a Two Wink. Crist era una ruina destrozada, un ser amoratado y en cogido lleno de cardenales y de sangre.
Two Wink señaló a Crist y preguntó:
—¿Vamos a dejarlo aquí para que se lo coma algún animal?
—No —Fancife acompañó la negación con un movimiento lateral de cabeza—. Vamos a llevarlo al aeroplano. Si despertase, podríamos martirizarle un poco para obligarle a decirnos lo que no quiere. Me agradaría saber si ha dejado en los Estados Unidos algún escrito que pueda originarnos disgustos cuando regresemos.
—Y ¿Doc Savage?...
—Ya nos ocuparemos de él.
Fancife se instaló en el puesto de mando del avión.
—¡Esta es una región terrible! —exclamó indignado Tercio—. ¡Savage no podría vivir mucho tiempo si lo dejaran ustedes solo en este infierno!
—También eso sería estupendo —contestó Fancife.
El aeroplano se arrastró zumbando a través de la extensión despejada y comenzó a elevarse en el aire.