CAPÍTULO XIV
EL hombre de bronce había escuchado y no había oído nada. Había olfateado, y no había percibido ningún animal. Por esta razón, había supuesto que la caverna estaría vacía. Su sorpresa fue muy grande cuando unas manos se apoderaron de él.
¡Manos! ¡Sí eran manos! Doc vaciló, y pensó cuál podría ser el increíble ser que allí se encontrase. Giró un poco y pudo ver un ancho torso envuelto en una piel igual a la del tigre que él había matado. Unido a este torso se hallaba un par de brazos que podrían haber sido bielas de una máquina de vapor rematada por unas manos de romos dedos y extraordinariamente fuertes. La cabeza del ser era un cono bastante peludo en cuyo extremo inferior, o muy cerca de él, había una boca; las orejas eran puntiagudas y formadas casi como las de los animales, y la nariz era insignificante.
Debía de ser un hombre de una especie primitiva, un poco más adelantado que el mono en algunos aspectos. Doc decidió que su mentalidad debía de ser tan escasa como grande su fuerza física.
Doc sacudió al hombre primitivo un gancho con la izquierda, que lo tiró a tierra. El hombre primitivo lanzó un gruñido y se sentó en el suelo. Instantáneamente sonó un barullo detrás de Doc, y muchas manos lo agarraron y lo inmovilizaron. La lucha que siguió fue muy corta; unos instantes más tarde, el hombre de bronce estaba tumbado en el suelo de piedra y rodeado de seis hombres iguales al que le había atacado primeramente.
Uno de los pequeños animalitos que lo habían perseguido en el exterior, entró, sediento de sangre, en la caverna detrás de Doc. Produjo un sonido que fue más un siseo que un silbido y se lanzó contra él.
Los hombres primitivos dieron un alarido a coro... un alarido que no era de temor, sino de alegría. Otros hombres de aspecto simiesco salieron de la parte interior de la caverna. Todos cayeron sobre los animales sedientos de sangre, y manejaron hábilmente sus porras. Sonaron muchas voces de alegría y de júbilo.
Doc observó atentamente la lucha y llegó a la conclusión de que las pieles de aquellos animales debían de poseer un gran valor para los hombres primitivos consideradas como lo que podría llamarse ropa. El exterminio de las comadrejas continuó hasta que las que estaban vivas terminaron por huir. Los hombres simiescos las persiguieran hasta una corta distancia y regresaron a la caverna.
Estaban todos tan contentos como chiquillos, de lo que Doc se alegró mucho. Cuando se echaron sobre él en la primera ocasión, un instante después de su entrada, el talante de aquellos hombres había sido decididamente feroz. El hombre de bronce los vio recoger a los animales que habían matado y reunirlos en un montón, con el evidente propósito de proceder después a un reparto del botín.
Finalmente, un hombre se acercó a él, se inclinó y produjo un sonido que, probablemente, era una explicación. Las palabras eran absolutamente ininteligibles para Doc. Aquel lenguaje parecía componerse de gruñidos, aullidos y gritos de diverso volumen.
El hombre debía de haber llamado la atención de los demás sobre las ropas de Doc Savage, puesto que todos se reunieron a su alrededor. Todos mostraron una gran curiosidad en relación con los tejidos de que se componían. Un hombre tras otro manosearon la tela de su camisa e introdujeron los dedos en sus bolsillos, que parecieron ser lo más intrigantes para ellos. Y repentinamente, en un rincón de la caverna, comenzó una pelea.
La lucha comenzó, según podía esperarse, con motivo del reparto del botín conquistado por medio de la derrota de los animales de peligrosos instintos y de magníficas pieles. Uno de los hombres gorilescos se había acercado al montón y había comenzado a recoger todos los animales que le fue posible, con la intención apoderarse de ellas.
Se hizo inmediatamente un silencio completo. Doc Savage se sorprendió en los primeros momentos, pero pronto comprendió la razón del silencio. El hombre que se estaba apoderando de una cantidad de cadáveres superior a la que le correspondía, era el matón de la tribu; los demás le temían.
Su nombre, según supuso el hombre d bronce, era: "Aulf".
Aulf era un gigante, casi de la misma altura que Doc Savage. Tenía unas espaldas fortísimas, unos hombros más bien en declive que cuadrados, lo que es uno de los rasgos característicos de los monos y de los gorilas, y unas caderas muy estrechas. Sus brazos eran largos y duros, lo mismo que las piernas. Podía decirse que carecía de cabeza más arriba de las cejas.
Aulf no era solamente el matón de la tribu. Además, era un ser de mal carácter y se enfurecía fácilmente. No debió de satisfacerle el silencio con que era acogido su acto de rapiña, puesto que repentinamente cogió una porra y se lanzó contra el grupo más próximo, cuyos componentes se dispersaran.
Aulf saltó, volvió a saltar, se golpeó el pecho con los puños, agitó la porra y rugió. Se pavoneó orgullosamente, paseó erguido para hacer ostentación de su autoridad y finalmente, satisfecho de sí mismo, volvió junto a su botín.
Después, sin duda obedeciendo a un pensamiento repentino, se aproximó a la caja de Doc Savage, que había caído al suelo como consecuencia de la lucha, y la sumó a sus posesiones.
Doc Savage se vio agarrado por un brazo y arrastrado en seguimiento de los hombres. Uno de aquellos seres simiescos permaneció junto a la boca de la caverna para hacer guardia. La caverna y las que se encontraba unidas a ella eran en parte naturales, en parte resultado de un trabajo humano. La piedra era blanda, fácil de arrancar con herramientas rudimentarias.
Doc fue llevado a través de diversos pasillos. El camino era iluminado por mujeres viejas que portaban antorchas. Las mujeres muy viejas parecían no tener otras obligaciones que el llevar antorchas. Las ancianas y momificadas mujeres andaban continuamente de un lado para otro en respuesta a los gritos imperativos de demanda de antorchas emitidos por algunos de los hombres de estrecha frente que habitaban en las cuevas.
Aulf, que iba delante de todos, llegó hasta una gran piedra que estaba depositada sobre una abertura del suelo y afirmada en su lugar por un enorme tronco de árbol. Aulf se inclinó, agarró el tronco, lo levantó y lanzó unos gritos a los demás hombres, como si los desafiase a que imitasen su portentosa hazaña.
Cuando la piedra fue separada, quedó al descubierto el agujero que había en el suelo. Doc fue llevado hasta la abertura. Cuando se halló sobre ella, los hombres lo soltaron y lo dejaron caer. Doc recorrió una distancia de acaso diez pies en el espacio y cayó sobre una piedra cubierta de polvo.
—¡Alló! —dijo en inglés una voz desconocida.
Era una voz de mujer, y la palabra fue pronunciada de un modo que demostraba que el inglés no era su lengua natal. Doc se volvió lentamente, pero no pudo ver nada hasta que sus ojos se hubieron habituado a la profunda penumbra.
La mujer era una joven de cabello dorado que habría podido servir perfectamente para decorar la cubierta de una revista ilustrada. Su figura, podía verse perfectamente a causa de la escasez de sus ropas, era perfecta. Era una joven que podría haber parecido inteligente y simpática en cualquier lugar civilizado. Después de haber visto los rostros bestiales de aquellos pobladores de las cavernas, el encontrar a aquella muchacha era como disfrutar de la luz del sol tras una larga permanencia en la oscuridad.
—Lanta —dijo mientras se señalaba a si misma con un dedo para que Doc pudiera comprenderla—. Yo soy Lanta.
—¿Quiénes son los demás? —preguntó Doc señalando a las personas que se encontraban detrás de ella.
Lanta sonrió con tristeza.
—Son miembros de mi tribu; han tenido tan mala suerte como yo misma.
Doc examinó los hombres y las mujeres que se hallaban a espaldas de la joven. Todos estaban en pie; aparentemente, se habían incorporado y reunido para averiguar quién había sido arrojado a través de la abertura para que les hiciese compañía.
Eran personas de buena constitución, de piernas largas y brazos largos, con anchas frentes y otros indicios reveladores de un elevado grado de inteligencia. Tenían un gran parecido con los americanos, aun cuando su desarrollo físico era mucho mayor que el del término medio de los yanquis. Ninguna de ellos tenía papada ni abdomen excesivamente desarrollado.
—¿Hablan inglés? —preguntó Doc.
—Algunos, si —respondió Lanta.
El hombre de bronce sentía curiosidad, una curiosidad invencible, por conocer un extremo, y lo preguntó a la muchacha.
—¿Por qué causa sabe usted hablar inglés?
La joven pronunció deficientemente unas cuantas palabras en ruso.
—Algunas de nosotros hablamos también este lenguaje.
Una sospecha nació en la imaginación de Doc Savage.
—¿Décimo Tercio? —preguntó.
La expresión de la joven demostró que este nombre le era desconocido.
—¿Veselich Vengarinotskovi? —sugirió Doc pronunciando el verdadera nombre de Décimo Tercio.
Lanta se estremeció. Sus ojos se abrieron totalmente.
—¿Lo conoce usted?
—Sí.
—Llegó aquí hace bastante tiempo —explicó Lanta—. Sabe dos idiomas, y nos los ha enseñado a cambio de que la enseñásemos el nuestro.
Doc reflexionó que todo aquello encajaba bastante bien con los demás datos que él poseía anteriormente. Paseó la vista a su alrededor y terminó diciéndose que se encontraba encerrado en lo que no era sino una prisión. La única luz de que disponían provenía de una antorcha que estaba instalada en una especie de nicho de la pared. El aire era suficientemente puro; debía de haber, indudablemente, algunas aberturas para ventilación.
—¿Estamos prisioneros? —preguntó.
—Sí —contestó Lanta—. Todos somos prisioneros. En el idioma de usted existe una palabra... ¡esclavos! Eso es; somos esclavos.
—¿Esclavos de esos seres sin frente? —preguntó Doc.
—Sí.
El hombre de bronce movió la cabeza incrédulamente.
—Pero... ¡si apenas tienen cerebro! ¿Por qué se someten ustedes a la esclavitud?
Lanta pareció ofenderse por la pregunta.
—Porque somos inferiores a ellos en número —replicó—. Y no hay nadie que pueda decidirse a atravesar solo las selvas para regresar a mi país.
Doc Savage observó durante unos momentos a las demás personas que ocupaban la cueva y llegó a la conclusión de que su espíritu había sido quebrantado, que su valor había sido destrozado. La joven parecía una excepción en la regla general.
El hombre de bronce se estiró, cogió la antorcha que se hallaba en el nicho e inspeccionó la prisión. El lugar no era completamente desagradable, salvo en lo que se relacionaba con la oscuridad, aun cuando ningún esfuerzo imaginativo podría justificar que se lo llamase lujoso. En el caso de que alguien quisiera escapar de allí, tendría que hacerlo a través de la abertura del techo.
Doc hizo muchas preguntas a Lanta para averiguar muchas cosas que le interesaban. En primer lugar, descubrió que la joven y las personas que la acompañaban, pertenecían a una tribu mucho más civilizada que la que los había hecho prisioneros, y que residían en un punto situado a la derecha, en dirección a la luz. Habían hecho del valle en que se hallaban asentados una fortaleza contra los monstruos prehistóricos que poblaban aquel extraño mundo.
Se dedicaban a la agricultura y criaban ciertos animales a los que habían sometido a la domesticidad. Su existencia era idílica y no la perturbaba ningún peligro que no fuera la presencia de algunos pterodáctilos que llegaban, bien aisladamente, bien en grupos, en algunas ocasiones. La seguridad contra los pterodáctilos había sido asegurada por medio de la construcción de refugios. La estupidez de los monstruos volantes hacía que pudieran ser fácilmente burlados.
Doc sentía un vivo interés, un interés de arqueólogo, por el origen de las dos razas. ¿Por qué era el pueblo de Lanta tan diferente en inteligencia del pueblo que los había aprisionado? La pregunta sirvió para que en su imaginación germinase una teoría.
Las leyendas del pueblo de Lanta decían que sus antepasados habían sido enviados a él por una deidad cuyo nombre, traducido aproximadamente, venia a ser: deidad como ofrenda de paz a la deidad el Señor Helado de Todo lo Existente. Este envío había sido efectuado por dicha de la luz.
No se hacía preciso cavilar mucho para llegar a la conclusión de que los antecesores de Lanta procedían de las estepas árticas.
En cuanto a los hombres de aspecto simiesco, eran originarios del propio lugar. Eran los antecesores de la raza humana que habían alcanzado el período de evolución marcado por la presencia del hombre de las cavernas, y no habían avanzado más a causa de que las condiciones que los rodeaban no se habían modificado jamás.
La variable condición del mundo, según afirman los evolucionistas, el paso de la era del calor a la era del frío, el fin de la era frígida y los ciclos siguientes de alteraciones climáticas, era la causa determinante del cambio de la vida animal y vegetal que ocupaba la superficie del planeta.
Doc preguntó repentinamente a Lanta:
—¿Conoce usted a Crist Columbus?
—Sí —contestó la joven. Y súbitamente se aferró al brazo del hombre de bronce—. ¿Dónde está? ¿No está aquí?