CAPÍTULO IV

EL HOMBRE DESESPERADO

CRIST Columbus acertó a dar una vuelta y sentarse, después de lo cual carraspeó de una manera muy poco alegre.

—¿Se encuentra mejor? —le preguntó el conductor del taxi.

Crist tuvo que hacer tres intentos antes de que acertase a decir: "¡No!", y después volvió a tumbarse en el suelo. Su padecimiento no habría sido tan grande si no hubiera sido por el caótico estado de su cerebro enloquecido. En su interior se libraba en realidad una batalla entre dos potencias: su cuerpo, que quería estar echado y dormir durante mucho tiempo, y su imaginación, llena de imágenes de furiosa venganza.

Finalmente, dio una nueva vuelta e intentó otra vez levantarse. Y lo consiguió, al fin, aun cuando una vez que se hubo puesto en pie tuvo que dar unos pasos laterales para no caer al suelo nuevamente.

—¡Uff! —dijo.

El conductor del taxi le preguntó:

—¿Me recuerda usted ahora? Yo soy el que le trajo en un automóvil. Me dio usted cinco dólares y me dijo que viniera al cabo de media hora para librarle de un amigo borracho.

Crist Columbus le miró, sin conseguir verlo más que borrosamente y murmuró:

—Sí; recuerdo. ¡Gracias a Dios por haberle enviado a usted!

—¿Qué le ha sucedido?

—Me he desmayado —explicó Crist—. Y debo de haber molestado mucho a mi amigo, parque siempre que me desmayo me agito violentamente y profiero unos gritos horribles. Supongo que ésa debe de ser la causa de que mi amigo me haya atado y amordazado. También supongo que mi amigo habrá salido a toda prisa en basca de un médico, lo que me recuerda la conveniencia de que nos marchemos inmediatamente de aquí; un doctor, al verme, es posible que aconsejara que me recluyeran en un manicomio o en un hospital para epilépticos, cosa que no me agradaría nada.

El chófer lo miró, sonrió burlonamente, y dijo:

—No es usted el mejor embustero que conozco; pero sí que es uno de los buenos.

—¿Duda usted de mí?

—Ahora y antes. Comencé a sospechar cuando me habló usted de su amigo y tampoco me pareció muy juicioso lo que me ordenó usted que hiciera: decir que abajo le estaba esperando un policía. Me pareció así como si quisiera usted asustar a alguien.

—¿Esperó usted media hora antes de subir?

—No; algo menos.

—Probablemente ha hecho usted bien —Crist se frotó la cabeza con energía, en la creencia de que con ello lograría disipar la niebla que había en su interior—. O es posible que también hubiera sobrevivido. Utilizaron el mismo cloroformo contra un perro y dejaron la botella mal tapada durante mucho tiempo. El cloroformo ha debido de evaporarse y de perder toda la fuerza.

El taxista dio unos pasos y descolgó el teléfono.

—¿Qué va usted a hacer? —le preguntó Crist.

—Llamar a un policía.

Crist se metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y descubrió que no le habían robado. Tenía cuatro billetes de diez dólares en la cartera. Contó tres y los ofreció al chófer.

—Le propongo que sufra usted un fallo de memoria —dijo.

El taxista dudó, sonrió y dijo:

—De acuerdo; le vendo un fallo de memoria —y cogió los treinta dólares.

El mercado de pieles se abrió a las nueve de la mañana siguiente, y el primer hombre que penetró en él fue Crist Columbus. Conocía a muchos de los comerciantes en pieles que allí trabajaban, porque había estado en diversas ocasiones en San Luis para realizar operaciones cuando trabajaba como empleado de una de las casas más importantes del ramo. Crist se convirtió en una fuente de preguntas.

—Es cierto —le dijeron—. Ayer vino al mercado un tipo con un fardo de pieles como las que usted ha indicado.

—¿Dónde están las pieles?

—Es de suponer que estarán encerradas en las arcas. He oído decir que alquiló una de ellas.

—¿Qué aspecto tiene ese hombre?

Los preguntados describieron a Décimo Tercio haciendo mención especial y detallada de su traje de piel de ante y de sus botas metálicas de una sola pieza.

Al oír esto, Crist saltó materialmente a causa de la excitación.

—¡Es maravilloso! —estalló—. ¡Resulta evidente que ese hombre ha venido rectamente de... de... ¡hum! ¡Tengo que hallarlo! ¿Dónde está?

Tercio había indicado que se alojaría en el hotel El Zorro Negro, con la esperanza de que lo visitaran los compradores que estuvieran interesados en la adquisición de sus pieles.

—Parecía tener mucha prisa en vender esas pieles —le explicó un hombre—. De todos modos, insistió en que no las vendería por menos de cinco mil dólares cada una. ¡Un precio de todos los diablos!

Crist derribó todos los records de velocidad en su camino hacia El Zorro Negro.

—El señor Tercio no ha venido esta mañana —le dijeron.

Crist fue en busca del director del hotel y le dijo:

—Necesito inspeccionar la habitación de Tercio. Y lo necesito tanto, que no tengo otro remedio que plantear a usted esta alternativa: o sube usted conmigo y me abre la puerta con una llave falsa, o voy ahora mismo a la policía a decirle que Tercio ha desaparecido, lo que sería publicado por todos los periódicos y constituiría un descrédito para su hotel.

El director era un hombre sensato.

—Bueno —murmuró—. Y si viniera Tercio mientras estemos en su habitación, le diré que usted es el pintor decorador de la casa y que estábamos viendo el estado de la pintura de las paredes.

Y subieron juntos. Las ropas originales de Décimo Terció, el traje de piel similar a la de ante y las botas metálicas de una sola pieza, estaban en el suelo.

Sobre una mesa había varios catálogos de pistolas de las casas más importantes de San Luis.

Y no había nada más.

—¡Se han apoderado de él! —gimió Crist.

Y salió del hotel. Al llegar a la calle, se detuvo mientras se arrancaba mentalmente los cabellos y miraba ansiosamente en todas direcciones. Finalmente, completamente aturdido, volvió a entrar en el hotel y se sentó en la sala de escritura, donde cogió un papel y una pluma, y...

Más tarde, cuando Crist Columbus apareció nuevamente en la calle, llevaba en la mano un sobre al que estaba pegando un sello de correspondencia aérea y que introdujo en un buzón situado en la esquina más próxima.

Crist continuó caminando con la actitud de un hombre que hubiese tomado una determinación, hasta que encontró un coche en el que se introdujo. El coche se perdió pronto entre los que llenaban las calles.

Muy poco tiempo después de esto, Fancife salía de una tienda desde la que había estado vigilando el Hotel del Zorro Negro. Se detuvo ceñudamente ante el buzón durante unos momentos, y luego volvió a la misma tienda para telefonear a Two Wink.

Cuando, media hora más tarde llegó Two Wink, Fancife salió a recibirlo y le preguntó ansiosamente:

—¿Ha traído usted la maza?

Two Wink desenvolvió el paquete que llevaba consigo y mostró a su socio un martillo de dieciséis libras.

—¿Será bastante pesado? —preguntó.

—Servirá para nuestro objeto —respondió Fancife.

El martillo fue utilizado para romper el buzón. Estaba hecho de hierro fundido, y la caja se rajó al recibir un golpe terrible. Cuatro cartas, todo lo que contenía, cayeron al suelo. Los dos hombres se agacharon, las cogieron, y huyeron a toda velocidad.

A Two Wink le preocupaba la rotura y violación del buzón tanto como la noche anterior le había preocupado el supuesto asesinato de Crist Columbus.

—Es un delito grave —gimió—. Lo más probable, será que lancen en nuestra busca a los inspectores postales, y también los federales. Y los policías del Estado no son unos chiquillos a quienes se puedan gastar bromas.

Fancife repasó las cartas y encontró entre ellas la que Crist Columbus había escrito. Rasgó el sobre, la leyó y puso el mismo gesto que un hombre que estuviera bebiendo vinagre.

—Si tuviera que escoger entre las dos cosas —dijo—, preferiría los inspectores postales y los federales.

Había en su voz un acento extraño, que obligó a Two Wink a mirarle sostenidamente y a preguntar:

—¿Qué quiere usted decir?

Fancife agitó la carta que tenía en la mano.

—Es una carta pidiendo ayuda.

—¿Ayuda? ¿A quién?

Fancife contestó:

—¿Ha oído usted hablar de un hombre llamado Doc Savage?

Two Wink Danton estaba fumando un cigarro. Mordió la punta, y su rostro adquirió una expresión que estaba muy lejos de ser placentera.

—Ya veo que ha oído hablar de él —dijo Fancife.

Two Wink cogió la carta, la leyó y se sintió decepcionado después de hacerlo. La misiva estaba dirigida sencillamente a:

"Doc Savage, Nueva York".

Two Wink no podía dudar de que hubiera llegado a su destino, a pesar de la falta de dirección concreta, si ellos no la hubieran atrapado. Lo que le disgustó fue que la carta no contuviera nada que él no conociera ya. La comunicación comenzaba con un relato de los hechos, que para él no eran nuevos. Decía que un hombre misterioso llamado Décimo Tercio se había presentado en el mercado de San Luis con unas pieles excepcionales, que había ofrecido al precio de cinco mil dólares cada una, y que Two Wink Danton y Fancife habían hecho desaparecer a Décimo Tercio. Y también que el remitente de la carta, Arnold Columbus, llamado familiarmente Crist, necesitaba encontrar a Tercio, lo que era más importante para él que cualquiera otra cosa del mundo.

La carta añadía que la persona que la escribía, Columbus, tenía noticias de que Doc Savage era un hombre que se dedicaba a enderezar entuertos y castigar a los malhechores y a quienes se situaban al margen de la ley. En el asunto que le proponía, decía Columbus, había un entuerto tan grande que enderezar y "un misterio tan grande, tan fantástico por resolver que no lo creería usted si lo leyera". Columbus prometía ofrecer más aclaraciones a Doc Savage tan pronto como éste se presentara en el Hotel Ritz, de San Luis, donde el firmante de la carta estaba alojado.

—Es una mala cosa —dijo Two Wink pensativamente.

—Yo la llamaría buena —retrucó Fancife—. Lo malo habría sido que no hubiéramos podido apoderarnos de la carta. ¿Qué sucedería si hubiera llegado a manos de Doc Savage?

—¿Habría sido muy malo para nosotros? Solamente he oído rumores acerca de ese Doc Savage. Creo que es un aventurero, o un soldado de fortuna, como suele llamárselos.

Fancife miró ceñudamente a su socio.

—¿Verdad que usted no ha viajado mucho? ¿No ha salido nunca de esta zona? ¿No ha estada nunca en Alaska, y en Siberia y en Ecuador y otros lugares por el estilo para comprar pieles?

—No.

—Bueno; en todos esos sitios oiría usted hablar de Doc Savage. Ese hombre debe de haber estado en todas partes, y dondequiera que haya estado, nadie se ha olvidado de él. No es un aventurero ni un soldado de fortuna, como usted dice. Es... es... a mí me parece un loco. Se dedica a cazar delincuentes tan sólo por diversión, por el gusto de hacerlo.

—¿No gana nada con ello?

—No pretendo describirle por completo al hombre; me limito a decir lo que he oído. No se le puede contratar por dinero, y si algún asunto no le seduce, se niega a intervenir en él. No sé de dónde demonios saca el dinero, ni hay nadie que lo sepa. Siempre tiene muchísimo.

Two Wink miró a su compañero en crímenes, y dijo finalmente:

—Todo eso significa que usted no quiere de ningún modo que Doc Savage intervenga en nuestros asuntos, ¿verdad?

—Ni más ni menos.

—En ese caso, será preciso que terminemos con Crist Columbus. Si no lo hiciéramos, enviara una nueva llamada a Doc Savage.

Fancife asintió y preguntó sombriamente:

—¿Podría usted disponer de un fusil con silenciador?

Two Wink, ante la perspectiva de un segundo intento de asesinato se puso de un color parecido al de una patata pelada.

—Lo intentaré —consiguió tartamudear.