Capítulo 36
Durante toda la noche y el día siguiente Caroline sintió que la empujaban, la impulsaban y la arrastraban mientras era obligada a adaptarse al paso del incansable trote de su captores. Sólo se detuvieron un momento para comer y nada para dormir, conversando de vez en cuando en lo que a Caroline le parecía que eran sonidos ininteligibles. Cuando tropezó por la que debía de ser la duodécima vez y se dieron cuenta por lo visto de que eran sus faldas largas la causa de su torpeza, le cortaron el vestido a la altura de la rodilla. Un completo terror se apoderó de Caroline cuando la cuchilla desgarró la falda de algodón gris y las enaguas blancas debajo. Las imágenes de violación y asesinato bailaban con repugnancia en su mente. Pero el cuchillo no tocó su carne, y, por más salvajes que fueran, parecían tener poco interés en ella como mujer. Con las piernas descubiertas desde la rodilla, a no ser por sus medias blancas de algodón, le quitaron la mordaza de la boca, colocaron un pan con un sabor peculiar delante de su rostro y lo sostuvieron, con impaciencia, mientras comía. Después le dieron agua de una bolsa de gamuza con aspecto aceitoso, volvieron a amordazarla y de nuevo la empujaron a que continuara, siguiendo el curso del río Connecticut, que se alejaba del mar.
El río era ancho y hermoso, con bancos altos de hierbas y una rápida corriente azul en el medio. El bosque se apiñaba en el mismo borde de los bancos. Debajo de los árboles el calor era sólo un recuerdo. El aire no era tan sólo fresco, sino que se tornaba frío.
Caroline se sentía flaquear, pero temerosa de que si se desplomaba, como su cuerpo amenazaba hacer, la matarían y dejarían el cadáver a enfriar para alimento de los lobos, apretó los dientes, descartó todo pensamiento de su mente y se dedicó a igualar su marcha curiosamente silenciosa. Cuando al fin el pequeño grupo se detuvo, al atardecer del día siguiente a su captura, Caroline cayó sobre sus rodillas con alivio. Si no dormía esta noche tampoco, no sería capaz de continuar por la mañana. ¿Y entonces qué le sucedería? Se estremeció al pensarlo.
Voces de aves trinaban y silbaban de un lado a otro entre los árboles. Le llevó algunos minutos a Caroline darse cuenta de que los más cercanos surgían de la garganta correosa del jefe. Una respuesta, de alguna parte no demasiado lejos, hizo que uno de los guerreros la pusiera de pie y la empujara, dando tropezones en dirección al sonido.
Como un regimiento del ejército escoltando a un prisionero, sus captores cerraron filas alrededor de ella y de este modo accedieron a través de los árboles aun campamento indio.
Estaba situado en un valle opulento y bien resguardado, al lado de un pequeño lago azul profundo, aunque el término estanqué podía haber valido también. Tal vez dos docenas de chozas, como pirámides descuidadas hechas con estacas y pajas, tan irregulares como un almiar, conformaban la mayor parte de la aldea. Numerosas pequeñas hogueras salpicaban el enclave, mientras que en el centro ardía un fuego más grande. Las indias con vestiduras rasgadas y deformes se volvieron de su cocina para observar con indiferencia al pequeño grupo que se aproximaba. Los niños y los perros miraban con un grado mayor de interés, algunos de los primeros cesaron su juego para rodearlos y algunos de los últimos se prepararon para ladrar un saludo.
Caroline fue llevada a través del campamento hasta el fuego central. Allí había un cuarteto de hombres viejos que estaban en cuclillas, pasándose una pipa cubierta con plumas de uno a otro. Alzaron la vista, con sus ojos tan negros como su pelo ordinario, mientras que los recién llegados se detenían del otro lado del fuego. El jefe con rostro afilado se adelantó, al mismo tiempo que uno de los cuatro hombres, el que parecía más viejo, se levantó y los dos intercambiaron saludos. Entonces el jefe, que era alto, musculoso y, según le pareció a Caroline, bastante joven, hizo un gesto y otro guerrero la empujó hasta situarla delante de un viejo envuelto en una manta.
Su piel era del color de la caoba roja, sus ojos, situados en un nido de arrugas, oscuros, líquidos e inteligentes. Con respecto al resto, quizás apenas llegaba al hombro del guerrero y parecía barrigón debajo de la manta. Su nariz era amplia, la boca era una simple línea en una cara cuadrada, picada y temible. Caroline sintió un nuevo arrebato de miedo cuando comprendió que este era el cacique y que lo más probable era que su suerte estuviera en sus manos.
Hizo un gesto. Le quitaron la mordaza y le desataron las manos. Caroline frotó sus muñecas, se pasó la lengua por los labios secos y esperó para ver qué ocurriría después.
El viejo la observó de arriba a abajo.
—¿Tú mujer sabia? —preguntó. Su inglés era gutural en lo referente al tono, pero entendible.
Caroline pestañeó. Fuera lo que fuera lo que había esperado no pensó que sería expresado de manera tan perfectamente racional en su propia lengua. Abrió la boca para negarlo, lo pensó mejor y asintió una vez. Casi conteniendo el aliento, esperó para descubrir si esa respuesta era la que quería.
—Bien. Es lo que oímos de nuestros hermanos que visitaron la aldea del hombre blanco para comerciar. Nos dijeron que echaste Gran Espíritu de la Muerte de tu hombre con tu medicina. Tenemos enfermedad aquí. Tú venir.
Se volvió, dirigiéndose hacia una de las chozas. Un empujón en su espalda dejó a Caroline sin ninguna duda de que debía seguirlo.
Cuando se agachó para entrar, el olor a enfermedad dentro de la choza casi la hizo retroceder. Un fuego pequeño ardía en el centro, con el humo levantándose hacia el cielo a través de un agujero minúsculo en el techo puntiagudo, pero también llenando el interior con una bruma que hacía picar los ojos.
Había desperdicios por el suelo de tierra. Una mujer joven arrodillada al lado de un camastro se volvió para mirarlos cuando se aproximaron. En el camastro otra joven yacía inerte, envuelta en mantas hasta la barbilla. Resultaba evidente a primera vista que la joven tendida estaba muy enferma.
—Esta fiebre ha matado a seis de nuestra tribu hasta el momento. Nuestra medicina no ayuda. Finalmente pensar que es enfermedad de hombre blanco. Necesitamos medicina de hombre blanco. Tú ayudarás a mi hija.
De repente la razón de la presencia de Caroline se hizo clara. El alivio la aturdió durante un segundo cuando comprendió que no querían hacerle daño. Cuando observó a la jovencita inconsciente, se le ocurrió que quizá no sería capaz de hacer algo para ayudar a la hija del cacique. Si ese era el caso, si la muchacha moría, ¿la matarían entonces?
—Lo intentaré —respondió Caroline con prudencia, y se arrodilló al lado de la muchacha. La otra joven se hizo aun lado para dejarle espacio. La piel de la víctima, cuando Caroline apenas la tocó, era ardiente y seca. No parecía estar consciente de nada en realidad.
—¿Cuánto tiempo hace que está así? —preguntó Caroline al viejo por encima del hombro.
—Hace dos días. Todos los otros han muerto en tres. La muchacha que estaba a su lado dijo algo al viejo, que lo tradujo para beneficio de Caroline.
—Ha vomitado y ha soltado muchos desperdicios que parecen agua de arroz. Mi otra hija, Ninaran, dice que su hermana Pinochet está gravemente enferma.
—Haré cuanto pueda —prometió Caroline. Durante algunas horas, con la ayuda de Ninaran, hizo lo posible por obligar a la enferma a ingerir algo de líquido. Los indios tenían pocas medicinas de su conocimiento, pero hizo lo que pudo y hasta pensó que había una ligera mejoría. Finalmente, cuando la fiebre subió tanto que Caroline temió que eso sólo podría matar a Pinochet, ella, con la ayuda de Ninaran y otras dos mujeres de la tribu, envolvieron a la muchacha en mantas empapadas, justo como había hecho con Matt. Y al fin, cuando el amanecer despuntó en el cielo, no había duda de que la muchacha estaba mejor. Caroline pensó y dijo que con buenos cuidados se recuperaría. Lo que no reveló fue la sospecha de que su intervención no había cambiado el curso de los acontecimientos. Dios la había elegido para que viviera, o el propio cuerpo de la muchacha se había negado a reconocer su muerte predestinada. Porque, en las horas previas a que la fiebre bajara, toda la experiencia curativa de Caroline le había indicado que Pinochet moriría.
Caroline estaba tan cansada que apenas podía concentrarse. Por fin fue llevada a un camastro y le permitieron dormir. Cuando despertó, se encontró con que el día estaba bien avanzado. Había una india en la choza con ella, observándola con ojos sufridos, pero la mujer no hizo ningún movimiento para impedir que Caroline abandonara el refugio de las mantas y se dirigiera a la puerta de la choza.
Era un día gris, asombrosamente frío considerando el calor de la víspera y muy tranquilo. Sin que nadie la detuviera, Caroline abandonó la choza donde había estado y se dirigió a la que pensó que contenía a Pinochet. Al entrar descubrió que no se había equivocado, y después de inspeccionar a la paciente durante algunos minutos y conversar por medio de un lenguaje de signos con Ninaran, abandonó esa choza en busca de alimento.
Los tres viejos envueltos en mantas estaban en cuclillas delante del fuego central, pasándose la pipa. Una india de cintura ancha revolvía una olla suspendida de un trípode, de la cual emanaba un olor delicioso. Su miedo a los indios había desaparecido bastante, así que Caroline se dirigió hacia el cuarteto y ese aroma tentador.
Acababa de llegar hasta allí cuando un caballo con su jinete entró en el campamento.
El jinete estaba cubierto hasta las orejas con un abrigo de piel de castor y el gran sombrero negro que se apoyaba sobre su frente le ocultaba el rostro en su mayor parte. Aun así, Caroline no tuvo dificultad en reconocerlo.
—¡Matt! —Gritó con alegría, olvidando sus peleas y todo lo demás en su regocijo y alivio por verlo.
—Ah —observó comprensivo el viejo cacique, poniéndose de pie mientras los guerreros rodeaban el caballo de Matt—; ¿tu hombre?
Caroline asintió y escoltada por el jefe indio corrió hacia el lugar donde los jóvenes de la tribu se habían reunido bloqueando a Matt el acceso al campamento. Matt parecía desarmado y no había armas al descubierto entre los guerreros que Caroline pudiera ver, pero si algo salía mal la situación podría tomarse bastante desfavorable con rapidez.
Los guerreros abrieron paso a su cacique y Matt desmontó mientras se aproximaban. Su actitud era rígida, la mirada cautelosa, la expresión severa. Dirigió la vista con rapidez hacia Caroline, mientras ella se acercaba, para asegurarse de que estuviera intacta. Su sonrisa de bienvenida lo reconfortó y parte de su aire adusto abandonó su rostro. No obstante, su mano derecha se extendió para tomarla del brazo con fuerza y acercarla a su lado.
—Soy Habocum, cacique de los Corchaugs —dijo el viejo cacique a Matt—. Has venido por tu mujer.
Fue una declaración, no una pregunta, pero Matt asintió.
—Sí.
—Ha hecho mucho bien aquí. Mi hija más joven estaba muriendo cuando vino y tu mujer le ha devuelto el aliento de vida. Le obsequiaríamos muchos regalos, pero hemos sido, empobrecidos por el hombre blanco y por eso tenemos poco para dar. Pero te damos a ti y a ella nuestro agradecimiento.
—No hay de qué —dijo Caroline sonriendo al viejo cacique. Habría dicho más si una mirada severa de Matt no le hubiera advertido que se callara.
—Me la llevaré conmigo ahora —dijo a Habocum, quien asintió.
—Necesitaréis alimento para el viaje y mantas. El cielo promete nieve.
De inmediato le fueron entregados los suministros prometidos y los ató a la montura del caballo, excepto por una manta multicolor que Matt envolvió alrededor de Caroline. Ella dio instrucciones de última hora a Habocum acerca del tratamiento continuo que Pinochet necesitaría, y él asintió, y entonces, casi antes de que hubiera terminado de hablar, Matt la alzó sobre la montura y se sentó con un impulso detrás de ella. Respondió con una leve inclinación de cabeza a la mano que Habocum levantó en despedida mientras dio la vuelta con el caballo para alejarse del campamento. Cuando pasaron el último perro que ladraba, las indias comenzaron a desmontar las tiendas. Ataban sus pertenencias y apagaban las fogatas. Era evidente que el pequeño grupo estaba levantando el campamento y se preparaba para seguir adelante.
—Has sido poco amable —dijo Caroline en tono de reprobación cuando estuvieron bajo la protección de los árboles y fuera del alcance de la vista y el oído.
—¿Poco amable? —Matt habló como si las palabras amenazaran con faltarle—. Ese era Habocum, mi amor. Hace menos de seis años atrás encabezó un grupo guerrero que diezmó todo un pueblo no lejos de Wethersfield. Fue sometido y su tribu en su mayor parte destruida, pero nunca pudo ser capturado y está en fuga desde entonces. Es conocido por ser sanguinario y odia al hombre blanco. Considero que hemos sido afortunados de haber escapado sanos y salvos, y no vi razón para demoramos y darle tiempo para que reconsiderara la cuestión.
—¿Has venido solo? —Empezó a darse cuenta del valor de Matt al presentarse solo.
—No quería perder el tiempo reclutando voluntarios en la ciudad, y James y Dan no estaban. Rob y Thom, al ser un poco impulsivos, no siempre son útiles en una expedición de esta naturaleza y en todo caso los necesitaban en casa. Y en mi experiencia con indios he descubierto que responden más positivamente a un hombre solo y razonable que aun grupo armado que amenaza derramamiento de sangre. Además, si de algún modo había que rescatarte, debía hacerse enseguida. Temía lo que podía encontrar si tardaba demasiado.
La idea de que Matt había temido por ella la hizo sonreír un poco y apoyó la cabeza contra la felpa que cubría su pecho. Estaba vestido para soportar el frío con un abrigo largo hasta el, tobillo y botas altas hasta la rodilla, un sombrero de ala ancha y guantes de cuero. Había marcas de cansancio alrededor de sus ojos y la mandíbula mostraba una barba negro azulada, debido a que no se había afeitado hacía un día y medio. Aun así, estaba muy guapo y tan masculino que Caroline sintió un hormigueo cuando lo miró. Aunque desde que lo conocía sólo había montado a caballo en muy raras ocasiones, parecía estar cómodo sobre la montura y el caballo, que pasaba la mayoría de sus días retozando en un campo de atrás de la casa, era dócil bajo sus manos. Parecía que cada cosa que Matt hacía la hacía bien. Aunque, pensándolo mejor, hizo una excepción mental a su alabanza y sonrió otra vez.
Cabalgando delante de él sobre la montura, con su brazo alrededor de la cintura para mantenerla en el sitio, Caroline estaba cansada pero alegre. Hasta a través de la manta que la envolvía podía sentir la fuerza de ese brazo y los muslos apartados que acunaban su trasero. Acomodándose más de cerca de él, se enfrentó al hecho con sinceridad: amaba a ese hombre enloquecedor e imposible. Quería tenerlo a él y no a otro, fuera lo que fuese.
—Me he alegrado de verte —confesó.
—Yo también me alegro de verte, sobre todo viva y en una pieza —respondió con sequedad.
—Creo que nunca estuve realmente en peligro.
—Si lo hubiera sabido... Es probable que haya perdido unos buenos doce años de mi vida en este último día y medio.
—¿Qué habrías hecho si no me hubieran dejado ir? —Las imágenes de una batalla sangrienta la hicieron temblar. Pero por magnífico que Matt fuera, seguramente habría perdido. Era un granjero, no un soldado, y un hombre solo. ¿Qué clase de batalla podría haber librado contra toda una tribu?
—Hubiera hecho un trueque por ti. —Por el rabillo del ojo Caroline vio que su boca se aflojaba en una sonrisa vaga—. El caballo, el abrigo, el mosquete, lo que fuere. Hasta he traído algunas pieles conmigo. Y una lonja de tocino y dos jarros de ron. Confiaba bastante en que podía llegar a un acuerdo para negociar, si todavía estabas intacta cuando te encontrara —hizo una pausa y un matiz de tensión entró en su voz—. Estás intacta, ¿no? ¿no te han tocado?
Caroline negó con la cabeza.
—Estoy cansada y casi muerta de hambre, pero eso es todo. ¿Estabas verdaderamente asustado cuando descubriste que no estaba, Matt?
—Un poco.
Le dio un codazo en represalia. Gruñó, pero ella pensó que era difícil que lo hubiera sentido a través del abrigo grueso.
—Cuando descubrí que no estabas y encontré el cesto y el arma al lado del sendero... fue un momento que espero no volver a vivir otra vez.
El áspero reconocimiento hizo que el corazón de Caroline se detuviera. Había tanto que deseaba decir —y más que deseaba oír de él— pero estaba exhausta y el movimiento del caballo casi la invitaba a dormir. Sería mejor que pospusiera la conversación que tenía en mente hasta que hubiera recuperado todas sus fuerzas.
—¿Crees que podremos detenemos para comer? —fue todo lo que dijo.
—¿No te han dado de comer? —sin detener el caballo, se volvió sobre la montura, hurgó en la bolsa que estaba atada detrás y extrajo una manzana, la cual le entregó.
—Preferiría llegar lo más lejos posible antes de que se desate el mal tiempo, si esto evita que te mueras de hambre hasta que nos detengamos.
Con un gruñido inexpresivo y una mirada afligida a la manzana, Caroline la aceptó e hincó los dientes en la piel roja. La fruta, acídula y jugosa, sabía a néctar. La masticó y acabó con ella hasta que no quedó nada más que el trozo más delgado del corazón, entonces lo arrojó al suelo mientras se relamía los dedos pegajosos. Cuando observó a Matt, esperando encontrar una mirada divertida, en lugar de eso descubrió su aspecto preocupado mientras contemplaba el cielo a través de las brechas en la bóveda de follaje encima de ellos.
—¿Sucede algo? —preguntó Caroline, inquieta por su expresión.
—Si no me equivoco, vamos a tener nieve antes del anochecer.
—¡Pero no estaremos en casa entonces!
—No.
—¿Qué haremos?
Matt sacudió la cabeza.
—Si es fuerte, refugiarnos hasta que termine. Si no, cabalgar a través de ella. Lo he hecho antes.
—¿De verdad?
—Muchas veces, cuando llegamos a este lugar, antes de que el pueblo estuviera bien establecido y la casa construida. Te asombraría saber qué salvaje era esta parte de la región.
Como a Caroline todavía le parecía salvaje, consideró la idea de que una vez había sido más agreste con consternación. Pero ahora que las punzadas más agudas de hambre se habían aplacado, el sueño la estaba venciendo. Se agazapó más en la manta, dejó caer su cabeza contra él y le sonrió cuando la miró.
—Pareces estar exhausta, amor —dijo, la curva de su boca con una expresión casi tierna—. ¿Por qué no te relajas y te duermes? Puedes confiar en que te llevaré a casa a salvo.
—Lo sé. Pero no estoy tan cansada.
—¿No?
—No.
No dijo nada más, sólo acomodó el brazo con más firmeza alrededor de su cintura mientras él guiaba el caballo hacia la casa, utilizando el río como mapa. Acunada por la oscilación apacible, el calor de su cuerpo detrás de ella y la certeza de saber que estaba segura en sus manos, Caroline cerró los ojos. Sólo por un minuto, para descansar los párpados agobiados.
Un momento después se había dormido. Y mientras dormía la nieve amenazante comenzó a caer.