Capítulo 3

Durante lo que pareció una eternidad, Carolina permaneció inmóvil, con el ronroneo consolador de Millicent, haciendo eco en su oído. La caída había detenido su respiración; el suelo duro e irregular le había arañado el rostro y las manos, provocándole ardor. Sentía que su cuerpo entero estaba magullado por la fuerza de la caída, y su corazón todavía no conseguía reprimir los latidos provocados por el pánico. Además, estaba segura de que cuando abriera los ojos una boca enorme llena de dientes caninos gigantes estaría acechándola para devorarla bajo la mirada sonriente de sus amos, ninguno de los cuales había parecido dispuesto a levantar tan sólo un dedo en su defensa.

Pero finalmente no pudo posponer lo inevitable por más tiempo. Alargando un brazo, recogió a Millicent para acunarla contra su tórax magullado. Con sigilo, abrió los ojos y rodó con cautela apoyándose sobre el codo mientras observaba a su alrededor. El perro no estaba a la vista. Carolina lanzó un suspiro de alivio. Se encontraba sola, a excepción del muchacho que había estado alimentando a las gallinas, y que ahora la miraba con el entrecejo fruncido. Moviéndose con cuidado, se sentó.

—Está viva, papá.

El niño habló por encima de su hombro, luego volvió sus ojos grandes y azules hacia Carolina. Su cabello negro, fino como la seda, formaba un flequillo irregular sobre sus ojos; observó que necesitaba cortarse un poco el cabello, y había un rasgón en la rodilla de sus pantalones que requería un zurcido. Era de apariencia descuidada y sus modales dejaban mucho que desear. Pero eso no le concernía, y por ello debía estar agradecida.

Apartando la vista por el sol, Carolina miró más allá del chiquillo ara descubrir a cinco hombres y el joven que había estado revolviendo la olla, apoyados contra la cerca que hacía sólo un momento había escalado. Más allá de ellos el toro bufaba y retozaba mientras arrojaba al aire con sus cuernos lo que quedaba de la capa. Los cinco observaban a la bestia malévola con un ansia que habría sido reconfortante si hubiera sido dirigida hacia ella. Pero, tratándose del toro, tal interés era una locura.

Ante el anuncio del muchacho todos volvieron la cabeza. Seis pares de ojos se fijaron en Carolina demostrando diversos grados de reprensión. Su atención se centró en el más viejo de los tres hombres, al que todavía no había visto. Si no estaba equivocada, él era el hombre al que Daniel se había referido antes como Matt. Los ojos de Carolina reflejaban su hostilidad mientras miraba como Ephraim Mathieson se aproximaba.

Era un hombre alto, incluso más alto que Daniel. Quien estaba de pie a su lado en la cerca, con hombros anchos y un pecho amplio, caderas estrechas y piernas largas y fuertes. Al igual que los dos muchachos, no usaba ropa de abrigo ni chaleco. Su camisa era de mangas largas, blanca y sin cuello, sus pantalones, negros y amplios, hasta debajo de la rodilla. Sus medias eran de lana gris, y sus zapatos sencillos de cuero con tacones cuadrados. No tenía sombrero, y su pelo era tan negro que lanzaba reflejos azules bajo la luz brillante del sol, con un tono tan raro y fino como el de ella. Como el cabello de Daniel, era corto al estilo Roundhead, aunque los rizos y las grandes ondas caían como determinadas a desafiar esa moda sencilla.

Aun antes de que observara bien su rostro, Carolina decidió que el marido de su hermana era un hombre muy atractivo. Sólo cuando se acercó se dio cuenta de que cojeaba. Su pierna izquierda, por lo visto imposibilitada de doblarse en la rodilla, se balanceaba con torpeza cuando caminaba. Una gran dosis de hostilidad se desvaneció de la mirada de Carolina. Debía ser mortificante para este hombre obviamente vigoroso estar impedido por semejante aflicción.

Cuando se encontraba a algunos pasos de ella se detuvo, con los puños sobre las caderas, mientras la estudiaba con el entrecejo fruncido. Conscientemente, su mirada siguió el mismo camino que la de él. Intentó suprimir una expresión turbada, mientras hacía un inventario de sus propios impedimentos. Era alta y delgada por naturaleza pero alguna vez había sido rolliza en todos los lugares donde se suponía que las mujeres debían serlo. Los rigores del viaje y los meses desolados que habían precedido le habían quitado la redondez femenina, reduciéndola a una lastimera delgadez. Por desgracia, su vestido - era el mejor que tenía, una creación exclusiva de seda arrugada color esmeralda - había sido hecho cuando sus contornos se semejaban más a los de una mujer. Ahora colgaba de ella, el cuello mucho más bajo de lo que debería estar, las mangas largas hasta el codo, la cintura caída y la falda varios centímetros mas larga. En realidad, la vestimenta parecía haber sido hecha para una persona más grande que ella. También estaba rasgada y sucia por la caída. Su peinado estaba torcido - era todo lo que quedaba del delicado nudo que una vez había tenido sobre la nuca-; mechones gruesos y negros aparecían dispersos indecorosamente alrededor de su cuello y por su espalda, y su enagua estaba levantada, exponiendo sus piernas casi hasta la rodilla. Se dio cuenta con desazón de que no era algo muy hermoso de contemplar.

Él estaba mirando sus piernas descubiertas con desaprobación. Toda la hostilidad anterior regresó a ella con toda su fuerza.

—¿Ephraim Mathieson?

Su tono era helado. Él asintió en confirmación, mientras ella, a pesar de sus músculos dolientes, se puso de pie como le fue posible, tratando sin mucho éxito de quitar la suciedad de su falda y al mismo tiempo sostener con firmeza a Millicent. El gato observó al hombre; Carolina apenas pudo controlar el deseo de hacer lo mismo mientras se esforzaba por arreglar su apariencia.

El cuello cuadrado del jubón se había deslizado de un hombro, descubriendo la parte de arriba de la camisa y bastante más de su piel color crema de lo que hubiera deseado. Con sacudidas violentas, tironeó de la blusa hasta que consiguió una apariencia algo más decente. No había nada que pudiera hacer por el rasgón en su falda, que revelaba parte de la enagua blanca de volante fruncido a la cintura. Con respecto a su cabello, con Millicent en sus brazos estaba forzada a dejar que colgara como quisiera. Al levantar la barbilla - trató de no pensar demasiado que su cara estaba tan sucia como su vestido - se encontró con su mirad. Nunca en su vida se había sentido en tal desventaja. ¡Pero prefería que la colgaran antes de que se dieran cuenta!

—Puede considerarse afortunada —dijo con un tono profundo y brusco—, porque no ha causado daño a mi toro.

Después de todo lo que había tenido que soportar, esa declaración era demasiado. Carolina exhaló un suspiro largo e irregular, tratando, sin mucho éxito, de recuperar el control que estaba pediendo.

—¡Causar daño yo a su toro! —Farfulló, con ojos irritados por la indignación—. ¡Esa bestia casi me mata! ¿Sabe qué le digo? ¡Al diablo con su maldito toro!

—¡Cierra tu estúpida boca, mujer! —El rugido que escuchó a sus espaldas la sobresaltó y casi hizo que soltara a Millicent. Asiendo al gato, que se retorcía como si quisiera liberarse Carolina se volvió para descubrir al pastor a unos cuantos pasos de ella, detenido en su camino ante las palabras coléricas que acababa de oír. La indignación aparecía escrito claramente sobre sus duros rasgos. Bajo los rizos blancos y apretados del peluquín, su cara se veía muy roja.

—¡Dios mío! —murmuró Carolina, desconcertada ante la presencia inesperada del pastor. Lo que había surgido de su boca la mortificó casi tanto como horrorizó al clérigo. Creía que las penas que había aprendido a soportar la habían llevado a forjarse un carácter temperamental y a hablar con sinceridad todo el tiempo. ¿Por qué tanto el maldito clérigo como su supuesta nueva familia debían estar presentes para ser testigos de la reaparición de sus debilidades?

—¡Así que tú eres blasfema además de ladrona, prostituta y mentirosa! —La voz del pastor aumentó en insultos mientras que con la mirada rastrillaba su persona antes de fijarse en el hombre que estaba detrás a sus espaldas—, ¡Ephraim Mathieson, si aún no ha repudiado a esta mujer sinvergüenza, le insto a que lo haga enseguida, y públicamente! ¡Cuándo uno de mis fieles me habló de sus actos perversos a bordo, me estremecí de indignación y corría a advertirle! Pero parece que no es necesaria ninguna advertencia: ¡sus propias palabras la condena!

La acusación del pastor vibró en el aire. Los ojos de Carolina lanzaban destellos de indignación y abrió la boca para defenderse con palabras que serían con seguridad más fuertes que diplomáticas. Pero antes de que pudiera proferir siquiera una sílaba fue detenida por una mano fuerte y cálida que apretó su brazo como advertencia.

—Buen día le deseo también, señor Millar.

El saludo de Matt fue sarcástico y frío, pero Caroline estaba demasiado concentrada en la sensación de hormigueo engendrada por el contacto de su mano como para poder registrar el tono de las palabras. Mientras intentaba liberarse, se preguntó si alguna vez dejaría de sentir rechazo por la sensación de la mano de un hombre sobre su persona. Al cesar ese contacto repulsivo su mente se esclareció y una vez más pudo concentrarse en la conversación entre los dos hombres.

Deslizando su mirada del clérigo encolerizado hacia Matt, Carolina vio que la expresión de su cuñado era aún más desagradable que su voz. También constató algo más en esa primera inspección de su persona que hizo que sus ojos se agrandaran de forma involuntaria. Estaba observando al pastor con frió disgusto, pero su expresión de ninguna manera desfiguraba el oscuro esplendor de su rostro. Sus facciones podrían haber agraciado una estatua clásica; su mandíbula y sus pómulos habían sido esculpidos por una mano maestra. Su nariz era recta, su boca ancha y bien formada, con el labio inferior un poco más grueso que el superior. Sus ojos eran profundos, con cejas gruesas negras y rectas. El iris era de un brillante azul celeste y su claridad contrastaba con la piel morena tostada por el sol. La única marca de disonancia era una cicatriz blanca y aserrada que dividía su mejilla izquierda desde la esquina del ojo hasta la parte superior de la boca. Si no hubiera sido por ello, Carolina lo habría considerado sin lugar a dudas como el hombre más atractivo que contemplara en su vida.

Por fortuna, él no se percató de esa reacción debida a su apariencia. Su atención se centraba en el clérigo.

—¡Le ordeno que ponga su casa en orden, Ephraim Mathieson, y denuncie a esta pecadora! —refunfuño el pastor.

Los labios de Matt se apretaron, y sus ojos se entrecerraron.

—No es de su incumbencia decirme cómo manejar los asuntos relacionados con mi casa, Joachim Miller. Ni condenar a una desconocida sin pruebas.

—¿Pruebas? —el hombre sonrió con cólera—. ¿Pruebas por la blasfemia que he escuchado con mis propios oídos? ¡Cómo prueba de su latrocinio y sus mentiras tengo la palabra de los otros pasajeros del Dove! ¡Pregúntele usted mismo a Tobías si quiere; no tengo ninguna duda de que le confirmará la historia! ¡Cómo prueba de prostitución sólo tiene que observar cómo se muestra con esas vestiduras escandalosas! ¡Es un insulto a la decencia! ¡Debería ser embarcada y enviada de vuelta al otro lado del océano de Gomorra, de donde vino!

—Creo que soy capaz de manejar mis propios asuntos sin su interferencia.

—¿Se atreve a oponerse a la palabra de Dios?

—¡Siempre escucharé la palabra de Dios, pero su charlatanería no! ¡Fuera de mi vista, señor Millar, mientras pueda!

—¡Así que ahora va tan lejos como para amenazar a un hombre de la Iglesia! ¡Será considerado responsable por sus acciones, Ephraim Mathieson! —El pastor se alejo, con su barbilla temblando de cólera—. ¡Lamentará este día, se lo juro! -Agitando sus ropas, marchó a través del corral, y se dirigió con brusca prontitud hacia el sendero entre los árboles.

—Es poco sensato convertirse en enemigo del clérigo Matt. —La declaración inquieta de Daniel hizo que su hermano y Carolina volvieran la mirada hacia él. No se había percatado de su presencia durante el intercambio de palabras entre Matt y el pastor, pero ahora Daniel, otro muchacho que podría ser hermano suyo teniendo en cuenta su parecido con él, un tercer hombre con cabello castaño y una sonrisa furtiva y los dos niños formaban un semicírculo detrás de Matt. Tobías Rowse estaba a un costado, moviendo la cabeza y frunciendo el entrecejo.

—Sabes que Daniel tiene razón —dijo el hombre con cabello castaño.

Matt se alzó de hombros, por lo visto indiferente a esa advertencia. Su atención se centraba ahora en Carolina. Los ojos azules se encontraron con los ámbar y permanecieron mirándose.

—¿Siempre provoca tantos problemas? —preguntó después de un rato.

Carolina alzó la barbilla. ¡Ephraim Mathieson era sin duda tan incivilizado como la tierra en que vivía!

—Casi nunca tengo problemas, en especial cuando no me veo acosada por perros monstruosos, toros que me atacan y hombres rudos —replicó agriamente. Habiendo perdido el control de la apariencia que se había esforzado en ofrecer, y que pensaba que podía llegar a transformarse en su verdadera naturaleza, no parecía que iba a poder recuperarla de nuevo.

Matt refunfuñó. Detrás de él, Daniel comenzó a hablar con expresión preocupada; con un movimiento de la mano Matt le ordenó que se callara.

—Por lo que mi hermano y Tobías han podido comunicarme, infiero que llegó de Inglaterra esta mañana, diciendo que es un pariente cercano de mi familia. Tal vez ahora que nos ha sacado de nuestras labores y ha causado tal conmoción que no quisiéramos volver a ver, podría ser tan amable de explicar de qué se trata.

Los ojos de Carolina destellaron; hubiera deseado contestarle alguna grosería. Pero en lugar de ello inspiró profundamente al recordar, de pronto, que enemistarse con el mismo hombre cuyo apoyo necesitaría podía resultar peligroso. ¿Qué haría si él, como esposo de su hermana, la enviara de regreso? No quería pensar en ello.

—Soy la hermana de Elizabeth —dijo suavemente—. Soy Carolina Wetherby.

Hubo una exclamación de asombro por parte de uno de los muchachos, que se parecía a Daniel, y miradas significativas en los rostros de los dos niños. Los ojos de Matt vacilaron y recorrieron su persona antes de regresar a su rostro.

—No veo demasiado parecido.

—Créame, soy quien le digo. Tengo documentos que prueban mi identidad. Aunque Elizabeth me reconocerá, con seguridad.

—Ah, ¿la vio hace poco tiempo entonces?

—Debe saber que no la he visto en más de quince años —había rabia en su voz—. Desde un poco antes de que se escapara con usted, para ser precisa.

Matt torció la boca, luego permaneció inmóvil. Su expresión era indescifrable.

—Ella me hablaba de usted.

La aceptación de que ella era en realidad la persona que clamaba ser era lo único que requería de él, e hizo que Carolina sintiera alivio. Hasta que fue totalmente consciente de lo que él había dicho.

—¿Ella hablaba de mí? —preguntó con cautela, sintiendo que el dedo helado de una premonición corría por su espalda—. ¿Ya no lo hace?

—No debe haber recibido mi carta.

—N-no. No recibí ninguna carta de usted.

—Escribí el año pasado. A usted y a su padre. ¿El no está con usted?

—Murió hace algo más de dos meses.

—Ah, le doy mis condolencias.

—Gracias.

Se notaba cierto desvelo en sus ojos azules, y pareció dudar, como si estuviera pensando las palabras que seguían. Junto con el silencio ponderado de los otros, su reticencia confirmó la peor sospecha de Carolina.

—Elizabeth está muerta, ¿no es verdad? —aunque parecía como si una mano gigante estuviera desgarrando sus entrañas, su tono era firme.

Él apretó los labios, y asintió una vez.

—Sí.

—Oh, no. —Caroline cerró los ojos con fuerza, respirando profundamente para combatir las náuseas que de repente surgieron con insistencia—. ¡Oh, no! —Hubo un silencio pesado por parte de los hombres que observaban la escena. Después de un momento, sus ojos se volvieron a abrir. Esta vez estaban sombríos por la conmoción—. ¿Cómo...cómo murió?

—Se ahogó —dijo Matt de manera sucinta—. Hará dos años en mayo.

—¡Oh, no! —Parecía que era todo lo que acertaba a decir. Los niños, los hombres..., Sus rostros se volvieron borrosos de repente. El pensamiento del largo viaje que había emprendido, de cuánto se había arriesgado para poder viajar, de pronto la aturdió. Todo en vano, todo en vano. Las palabras resonaban en su cabeza. Su estómago se revolvió pero apretó los dientes, decidida a no ceder. Sin embargo, esta vez no tuvo la suerte de poder contener el malestar incipiente. Con un resuello, arrojó a Millicent a ciegas a los brazos del sorprendido Ephraim Mathieson. Poniendo una mano en su prisa por alcanzar el refugio más cercano.

El establo estaba allí cerca; apenas logró llegar a la esquina antes de desplomarse sobre sus rodillas y vomitar con violencia. Cuando hubo acabado, se arrastró para acurrucarse debajo de la sombra fresca de la estructura, con su cabeza descansando contra la madera áspera. Nunca se había sentido tan desgraciada, tanto física como espiritualmente.

Elizabeth estaba muerta. A Carolina no le quedaban fuerzas siquiera para llorar por su hermana. En ese momento su interés se centraba en ella misma: se sentía desamparada, echada a la aventura en una tierra extraña con nadie a quien poder recurrir. Había quemado los puentes que la unían a Inglaterra con una venganza, pero aunque no lo hubiera hecho no tenía dinero para regresar. ¿Qué podía hacer, excepto abandonarse a merced de su cuñado, que no la aceptaba?

Carolina tembló ante la idea de semejante humillación.

El objeto de sus pensamientos se acercó por la esquina del establo hacia ella. Carolina lo observó acercarse, y apenas se percató del paso cojearte que él debía despreciar. Se acercó hasta que se colocó de pie a su lado; ella permaneció en silencio durante un momento y le dirigió una mirada de soslayo con la vista perdida más allá. Requería un gran esfuerzo regresar al presente.

—¿Qué ha hecho con mi gata? —Millicent era todo lo que le quedaba en el mundo, y el bienestar del animal fue lo primero que apareció en la mente de Caroline.

—Daniel la tiene. Está segura con él.

—Límpiese la cara.

Después de vacilar un momento, Carolina asió el trapo e hizo lo que le había ordenado. Apenas hubo terminado, sin pensarlo se lo devolvió en forma de una pelota arrugada. Solo una leve mueca reveló el disgusto que le debía de haber ocasionado aceptarlo, y lo metió en su cinturón.

—Eso está mejor —la recorrió con la mirada, y sus ojos se entrecerraron—. Recuerdo muy bien el caballero remilgado que era su padre. Usted se le parece físicamente. Tengo escasas esperanzas de que el parecido sea solo superficial, pero desearía comprobar que estoy equivocado. Tobías me ha dicho que viene para establecerse con nosotros. También me dice que le debo el dinero de su pasaje, una historia a la que apenas puedo dar crédito. No tengo paciencia con los ladrones, pero, si deseo ser justo, no puedo condenarla sin darle la oportunidad de hablar. Así que, señorita Caroline Wetherby aquí esta su oportunidad: dígame lo que quiera, y yo la escucharé. No puedo prometerle más que eso.