Capítulo 22

—¡Caroline!

Matt estaba disgustado y lo expresaba con el volumen ensordecedor de su rugido. La había llamado al menos media docena de veces desde que su estómago le había dicho que ya era la hora del almuerzo y no había recibido ninguna clase de respuesta. Si no hubiera estado seguro, por el ruido de las ollas y el batacazo de un tronco arrojado al fuego en la cocina, de que estaba en la planta baja, habría estado fuera de sí de preocupación. De esta manera, su hambre se acrecentaba a cada minuto.

—¡Caroline!

Emitió el grito con la fuerza suficiente para lastimar su garganta. Tosiendo, Matt contempló con enfado la puerta abierta, seguro de que esta vez aparecería. Pero, aunque esperó y esperó, ella no lo hizo.

—¡Caroline!

El gruñido de su estómago le recordó que ya pasaba del mediodía y que no había comido nada en toda la mañana. Pero no había nada que pudiera hacer sino gritar irritado y esperar una respuesta. Su impotencia acumulaba leños sobre el fuego de su ira. Mujer detestable; ¡Sólo porque había tenido un lapso momentáneo de juicio no era razón para matarlo de hambre! Así que la había encontrado atractiva ¡Y cometido el error de dejárselo ver! Ella también se sentía atraída hacia él —no era un muchacho inexperto que no reconociera los síntomas—, de modo que no tenía por qué comportarse como si él la hubiera insultado con su respuesta corporal hacia su persona que estaba más allá de su dominio consciente. Si hubiera tenido control sobre ello, podría estar segura de que sería la última mujer en el mundo a quien se hubiera permitido responder. ¡Era un miembro de su familia, su parienta por matrimonio, y una chiquilla descarada, de mal genio y además molesta!

¡Qué se la llevaran los demonios! ¿Dónde estaba?

—¡Caroline!

Si tan siquiera ella hubiera sabido que él estaba tan asombrado por lo que había surgido entre ellos como era obvio que lo estaba ella. Desde la concepción de Davey, en un momento de debilidad inspirado por el diablo, había vuelto la espalda, deliberadamente a los deseos carnales. Reconociendo la lujuria como su pecado dominante, así como también la responsable de la mayoría de sus problemas terrenales, había jurado no sucumbir de nuevo a la tentación y hasta ese momento no lo había hecho. Resistir a Elizabeth no había sido un reto. Ella le había interesado poco durante años; sólo el hambre física, intensa y vergonzosa, por un cuerpo deseable de mujer, aun su cuerpo deseable de mujer, lo había llevado a su cama para concebir a sus hijos. Después, cuando comprendió la medida verdadera del abismo donde su lujuria lo había hundido, quedó asqueado por su propia degradación.

—¡Caroline!

No obstante, ante los ojos de Dios y del hombre, Elizabeth había sido su esposa. Eso le había impedido llevar a cualquier otra mujer a su cama. Se escandalizó al comprender que había estado célibe durante seis años. ¡Seis años sin el solaz de un cuerpo de mujer que lo consolara! Hacía dos años ya que su esposa estaba en la tumba; debía buscar otra, y entonces podría ser indulgente con su vicio hasta que no lo atormentara por más tiempo. Era una solución obvia, pero su mente se rebelaba con sólo pensar en cargar con otra esposa. Su experiencia con el matrimonio había sido tal que alejaría a cualquier hombre racional de esa idea para toda la vida.

—¡Caroline!

Sin embargo, en realidad nunca había tenido la intención de permanecer célibe para el resto de sus días. Quizás, en invierno, cuando estuviera curado y hubiera menos trabajo que hacer, haría un viaje a Boston. Las mujeres fáciles pueden conseguirse por el precio de una moneda en las grandes ciudades, y podría apaciguar la bajeza oculta de su naturaleza sin la presencia de testigos. Después de todo, era un hombre soltero otra vez. No era un pecado tan grande. Y entre sus hermanos y Caroline podrían cuidar muy bien a John y Davey.

Durante seis años se había abstenido. Caroline era bella y muy femenina. No era de extrañar que su atracción fuera tan grande. Pero ahora era más viejo y también más sensato de lo que había sido quince años atrás, al casarse con Elizabeth. Entonces era un joven calenturiento con mucha más sexualidad que sentido común. Ahora era un hombre que sabía que todos los actos, por buenos o malos que fueran, debían pagarse. Si permitía que su cuerpo rigiera su cabeza en lo que se refería a Caroline, le costaría una cocinera excelente, un ama de llaves infatigable, una enfermera calificada y una figura de madre para sus hijos. La única otra manera de adquirir un ejemplar como este sería casándose. Y no haría eso.

—¡Caroline!

Pero temía que el deseo malvado, ahora que el tiempo y las circunstancias habían conspirado para despertar a la bestia dormida, no descansaría de nuevo hasta que estuviera saciado. Sólo tendría que mantener la frustración personal bajo control hasta que pudiera escapar a Boston y subsanar el problema.

La maldición en todo eso era que en su estado actual de invalidez no podía escapar de Caroline. Estaría en contacto inmediato a diario con él hasta que se curara. Por el bien de su cordura, era necesario convencerla, y a sí mismo también, de que la llama que había brillado entre ellos había sido el resultado natural de un grado demasiado prolongado de proximidad física y nada más. Simplemente la deseaba porque era una mujer; con certeza no la deseaba porque era Caroline.

Si tan sólo se dignara a subir, se lo diría. Y de esa manera desterraría de su mente por completo el recuerdo de su piel al tacto justo como se lo había imaginado: como los pétalos suaves y aterciopelados de una rosa blanca.

—¡Caroline!

De repente apareció allí en el umbral, su rostro frío y rígido al procurar no mirarlo demasiado. La piel blanca y delicada de su rostro no tenía ya el más mínimo rastro de lágrimas. Sus facciones modeladas con elegancia estaban serenas y sus suaves labios rosados estaban comprimidos con firmeza en un rictus de seriedad. Su cabello negro como las alas de un cuervo, que su llanto había desarreglado de manera muy atractiva, había sido recién cepillado y restringido a un nudo grueso sobre la nuca. Pero si, como parecía, había hecho lo posible por mostrarse sencilla, no había tenido éxito. A pesar del cabello alisado hacia atrás y los labios comprimidos intencionalmente, estaba preciosa. Su cuerpo respondió a su presencia de forma bastante independiente a la de su mente.

¡Gracias al Señor por la protección de la colcha, así no lo podía ver! Sintiendo que un calor de culpa subía por su rostro, Matt reprimió su turbación.

—¡Has tardado bastante! —gruñó, con su mente enfocada más en su problema y su fuente que en lo que estaba diciendo.

Eso le mereció una expresión llena de odio. Mientras ella permanecía allí de pie exterminándolo con su mirada, le vino a la mente que había cambiado su vestido y también su peinado desde esa mañana. La seda azul que había sido tan suave bajo la yema de sus dedos había sido reemplazada por un vestido de color verde oscuro. Aunque era un tanto amplio, le sentaba bien, como toda su ropa, no importaba qué extravagantes fueran los colores o el estilo. Pero imaginó que este vestido en particular sería áspero al tacto. El cual, por supuesto, debía haber elegido por ese motivo.

Esto no quería decir que el cambio de vestido, que revelaba la clara intención de buscar rechazo, fuera necesario. No la tocaría de nuevo. Pero ella no podría saberlo hasta que no se lo dijera.

—¡No soy un animal ni un niño, para que me obliguen a hacer las cosas a gritos! —Su voz era tan hostil como sus ojos.

Los dedos se asían con tanta fuerza de los bordes de la bandeja que sus nudillos estaban blancos.

—No trataba de obligarte. ¡Sólo intentaba hacer que subieras hasta aquí!

—Pues has tenido éxito. —La frialdad de su respuesta igualaba la tremenda rigidez de su columna vertebral. Los ojos de Matt la siguieron mientras rodeaba la cama para colocar la bandeja encima de la mesilla de noche. Aun alterada, era una mujer bella y deseable. Había pensado eso desde el principio y ahora le producía una preocupación casi dolorosa. Hasta que la tuvo entre sus brazos, suave, tibia y sollozante, no se había dado cuenta de cómo atraía sus sentidos esa contradicción de hielo y fuego. La había deseado esa mañana. ¡Dios de los cielos, cómo la había deseado! Y para su consternación descubrió que aún la deseaba. La percepción de su contacto, su forma y su perfume, la sensación de esos pechos apretándose contra el suyo, las piernas contra las suyas y las manos sobre su piel quedaron impresas en su cerebro. La memoria lo asaltó y le hizo apretar los dientes.

Mientras la miraba cómo llena de cólera golpeaba la jofaina y la jarra, Matt ejercitó un control de hierro y reprimió los pensamientos vergonzosos. Lo que tenía que recordar, una y otra y otra vez hasta que su cuerpo estuviera tan convencido como su mente, era que cualquier mujer valdría. No tenía que ser Caroline...

—Incorpórate. Aún no estaba del todo preparado cuando Caroline se volvió de la mesa para inclinarse sobre él, empujando una segunda y después una tercera almohada debajo de su cabeza mientras se incorporaba obediente. Su olor, una mezcla de especias y mujer, lo abrumó, dejando su cabeza dando vueltas por un momento. Le dolía respirar; y apretó los puños, en un esfuerzo desesperado por protegerse; no quiso respirar. No mientras estuviera tan cerca. No se permitiría cometer la misma equivocación por segunda vez, en especial cuando sus intenciones hacia él eran tan claramente inocentes. Con la mejor voluntad del mundo, no podía culpar de su tropiezo en el sendero de la rectitud a los reclamos de una Jezabel. Desde el principio ella había estado libre de culpa en lo referente a su comportamiento. Era él quien tenía que soportar la responsabilidad de pensar en el pecado.

Por su mirada, mientras sacudía la almohada que estaba encima de todo para darle forma, seguro que en lugar de eso deseaba golpear a su persona. Era dudoso -o mejor dicho, seguro- que no escucharía siquiera una palabra de lo que tenía que decirle. Pero, si no podía convencerse a sí mismo de la inocencia de sus sentimientos hacia ella, era imperativo tanto para su alivio como para su paz mental que al menos la convenciera a ella. La vida sería mucho más simple si continuaba tratándolo con la misma naturalidad que parecía haber tenido antes de la idiotez de esta mañana.

Sabiendo que probablemente sería un error tocarla y sabiendo también que, si no aprovechaba esta oportunidad de garantizar su atención era muy probable que dejara caer la bandeja encima de su regazo y volara fuera del cuarto para no dejarse ver de nuevo hasta el atardecer, la tomó por la muñeca.

Por un momento ella se sacudió con furia contra ese apresamiento, que él no quiso liberar. Sus ojos eran tan dorados como los de su maldito gato; si hubiese tenido una cola, habría imaginado que estaba azotándolo.

—Suéltame.

—Caroline...

—¡Dije que me soltaras!

—¿Podrías tan sólo escuchar, por favor? —La desesperación aceleró sus palabras—. No quise que ocurriera lo de esta mañana tanto más que tú. Ese... sentimiento... que surgió entre nosotros no fue intencional de parte de ninguno de los dos, sino más bien porque la naturaleza insta a los hombres ya las mujeres a desearse unos a otros. Tú no tienes la culpa de ello, ni yo tampoco.

El intento de calmarla, como debía ser, falló claramente su objetivo por kilómetros. Sus ojos destellaban; luchó por liberar su muñeca.

—¿Desearte... a ti? Te lo aseguro, no hago... hice... semejante cosa —la indignación hacía temblar su voz.

—Si quieres decirlo así —dijo, sin querer avivar su ira discutiendo ese punto—. Entonces no te contradeciré.

—Fuiste tú quien... quien... —Dio un tirón a su muñeca. Matt la sostuvo con más fuerza. Su rostro estaba rojo de ira y sus ojos brillaban. Las cejas, que eran negras, sedosas y rectas, tenían la forma de una disgustada letra sobre el puente de su pequeña nariz. Mientras hablaba, pudo ver sus dientes blancos y regulares y más allá de ellos su lengua. Era como el rosado profundo de las frambuesas, húmeda y brillante. Un rayo de calor lo atravesó al pensar cómo sería su sabor. Arreglándose con incomodidad, arrastró los ojos lejos de su boca.

—¿Te deseé? —En su estado de turbación, la verdad era la única defensa en que se atrevía a confiar—. Sí, lo admito. ¿Por qué no? Eres una bella mujer y hecha como Dios pretendió que las mujeres lo estuvieran. Cuando te arrojaste sobre mi cama...

—¡Yo no me arrojé sobre tu cama! —interrumpió con furia—. ¡Tu perro monstruoso me empujó hasta allí!

—Está bien —consintió—. Cuando Raleigh te empujó hasta mi cama y comenzaste a llorar...

—¡Nunca lloro!

—¿Por favor, quieres dejar de interrumpir? —Irritado, Matt continuó con firmeza—. Cuando, por cualquier causa que haya sido, tú estabas en mis brazos, fue natural...

—Si dices eso de nuevo... —Caroline se volvió muy tiesa de repente—. Te golpearé. ¡Juro que lo haré!

—¿Qué? —Estaba aturdido.

—¡Así que lo que ocurrió entre nosotros fue "natural"! —Había bastante odio en su voz.

—¡Pero lo fue!

—¡No! Fue vergonzoso y desagradable, y...

—¡Deténte, Caroline! —La agudeza de su voz la hizo callar, ya que temía que pudiera volverse histérica. Ella dio un tirón a su muñeca intentando en vano liberarse y su mano se apretó más como respuesta. Para su consternación, ella dio un respingo; no se había dado cuenta de que la estaba sosteniendo con tanta fuerza. De inmediato aflojó la mano, aunque no del todo para que no pudiera escapar. Pero no quería provocarle una lesión, la cual podría causarle con facilidad. Su muñeca era tan frágil que la presión de sus dedos quedaba holgada a su alrededor. Se le ocurrió que, para una mujer alta, era muy delicada. Hasta la piel de su muñeca era suave como la seda.

Ese rayo de calor lo golpeó otra vez, lo turbó de tal manera que casi la soltó. Pero entrecerró los ojos, apretó los dientes y se mantuvo así. Si iba a haber paz entre ellos, tenía que arreglar esto de una vez por todas. Si la liberaba, sabía que escaparía.

Trató de ignorar los efectos de ese acalambramiento y apeló a ella con la frialdad de la razón.

—¿Qué cosa en realidad ocurrió entre nosotros esta mañana? Nada, excepto que tú descubriste que soy un hombre perfectamente normal y que no eres tan adversa a los hombres como habías pensado.

—¡Soy adversa a los hombres! ¡Odio a los hombres... y en especial a ti! —Sacudió la muñeca otra vez.

—¿Quieres ser tan amable de quedarte quieta y escuchar? —Exasperado por su incapacidad para razonar, sin darse cuenta apretó la mano alrededor de su muñeca de tal manera que la hizo gritar. Asustado, la soltó. De inmediato se escurrió con rapidez más allá de su alcance.

—Lo siento. No he querido hacerte daño. —Si había ira en su voz, era para sí mismo más que para ella.

—¡Los hombres sois todos iguales! Bestias violentas y desagradables...

—¡Ha sido un accidente! ¡Espero que te pudras! ¡Espero que tu pierna perezca! Espero que no puedas caminar nunca más! —Un tono que sonó como histérico tornó chillonas las palabras. Matt comprendió que, en lugar de mejorar las cosas, el intento de hacerle ver la razón sólo empeoró todo entre ellos. Debería haber mantenido la boca cerrada y permitir que la ira siguiera su curso. Pero, por supuesto, como toda sabiduría, llegó demasiado tarde para ayudar.

—¡Caroline! ¡Caroline, escucha! Yo...

—¡Espero que te mueras de hambre! —concluyó, y con un torbellino de su falda tosca se volvió y salió corriendo del cuarto.

—¡Vuelve aquí! —rugió, tan enfadado como asustado por algo que había visto en su rostro.

Pero por supuesto que no lo hizo. Lo abandonó para que se atormentara y se enfadara en soledad el resto de ese día, mientras que el aroma tentador del guiso de carne de venado danzaba bajo su nariz.