Capítulo 33
De algún modo los hombres debían de haberse enterado de la deserción de Daniel y debían de habérselo contado a John y a Davey también, porque esa noche durante la cena no se dijo ni una palabra a propósito del lugar vacío en la mesa. Ahora que su ira se estaba apaciguando, el corazón de Caroline sufría una pequeña punzada cada vez que miraba a Matt, esperando... ¿esperando qué? ¿Qué se disculpara? ¡Seguro que no! Fuera lo que fuera lo que había tenido la intención de decirle antes, por lo visto lo había pensado mejor, porque estaba silencioso por completo. Su semblante sombrío sembró desánimo en la familia y una vez hechas las tareas escolares, los muchachos se fueron a la cama mientras Robert y Thomas se retiraron a fumar afuera.
Cuando se quedó sola con Matt, que la ignoró mientras grababa unos dibujos en un lugar de la mesa que había limpiado con un brazo, Caroline decidió abandonarlo tanto a él como al balde lleno de platos sucios. Le volvió la espalda a Matt —que según parecía, ni siquiera lo notó—, recogió a Millicent, se encaminó hacia su alcoba y cerró la puerta con mucha determinación detrás de ella.
Pero era más temprano de lo habitual para retirarse, ¡y no permitiría que Matt Mathieson la obligara a permanecer desvelada en la cama cuando no tenía deseos de hacerlo! En lugar de eso decidió abrir los baúles, que todavía estaban alineados contra la pared opuesta a la cama donde habían quedado desde que se mudara a la habitación de las provisiones. Desde el momento de su llegada había estado tan ocupada cuidando a los hombres que había tenido poco tiempo para dedicar a sus propias necesidades. Ahora pasaría una hora agradable examinando las reliquias del pasado, y si los platos se congelaban mientras tanto, ¡entonces sería una lástima! Si Matt quería utensilios limpios para comer, entonces podía lavarlos él mismo.
Millicent se acurrucó, ronroneando, en medio de la cama, mientras que Caroline se acomodó sobre el suelo de tablones anchos, con movimientos cautos debido al leve dolor que persistía entre sus piernas. Aunque había quitado todo rastro existente de él, incluso lavando el vestido que había usado la noche anterior y extendiéndolo al sol para que se secara, no podía borrar la ternura que le hacía recordar lo que había ocurrido cada vez que hacía un movimiento descuidado. Aunque ya no era virgen conforme a las normas, su cuerpo estaba tan poco acostumbrado a tales experiencias como el de una recién casada. Lo que hizo Matt había dejado la marca en su cuerpo con la misma certeza que su ira después le había marcado el corazón. ¿Alguna vez entendería a los hombres?, se preguntaba Caroline con un nuevo atisbo de furia. Entonces, deliberadamente, desterró por completo de su mente a ese sexo incomprensible, y de forma muy particular a Matt.
Uno de los baúles contenía lo que quedaba de sus vestidos ingleses, los de las tonalidades brillantes que no le servían aquí y había guardado cuando se convirtió en puritana. Lo cual había hecho sólo para complacer a Matt, como sabía que admitiría si era sincera consigo misma y se permitía pensar en él, pero no era el caso por el momento. Se le ocurrió una idea y envió una mirada pensativa al baúl; quizá podría retornar a su estilo anterior sólo para fastidiarlo. Y allí estaba otra vez ¡que el diablo se lo lleve! ¿No podía mantenerlo fuera de su mente? Pero se recordó a sí misma que tal comportamiento sería infantil y falto de dignidad y provocaría comentarios entre todos aquellos que la vieran. La pelea era con Matt, ¡maldito sea!, sólo con él, y la mantendría tan confidencial como pudiera. ¡Eran demasiados —si uno contaba cuatro hermanos, porque estaba segura de que pronto Daniel, si no lo había hecho ya, se lo confiaría a James, quien entonces sin duda se lo diría a su esposa— los que estaban al corriente de una cuestión que concernía a nadie más que a los dos involucrados!
Lentamente cambió su atención al segundo baúl, que contenía lo que quedaba de las medicinas, varios libros y su documentación personal. No había nada de gran interés allí y lo descartó enseguida. Le quedaba el tercer baúl. Contenía las pertenencias de su padre y algunas de sus ropas viejas.
Caroline se arrodilló al lado de ese durante bastante tiempo antes de tener el valor de levantar la tapa. El olor que la asaltó tan pronto como lo abrió le devolvió a su padre tan vívidamente como si estuviera frente a ella, con su cuerpo delgado vestido de forma tan inmaculada como siempre. La cabeza oscura inclinada hacia un lado, los ojos castaños encendidos con divertimento como habían estado durante casi todas las fases de su vida. Aun cuando estaba moribundo había sido capaz de reír. Fue ella, al cuidarlo, quien había perdido la capacidad para la alegría. Mientras que los recuerdos, algunos dulces, otros amargos, fluyeron del pasado, Caroline se acobardó como ante una explosión y cerró los ojos. Pasó bastante tiempo antes de que los abriera de nuevo y con un dedo tentativo tocó la solapa del abrigo que estaba arriba del todo.
Era de un magnífico raso verde botella —nada de plumaje negro y sobrio para Marcellus Wetherby— y su padre lo había usado a menudo cuando se sentaba para las partidas nocturnas. Le gustaba que Caroline llevara el de seda azul pavo real cuando lo acompañaba mientras él tenía puesto ese abrigo —todavía poseía ese vestido— y había presumido de la buena pareja que hacían, vestidos de ese modo. Él apostaría el dinero que tenían —si lo tenían— o el broche de la suerte en caso de que no tuvieran nada (por suerte, como Elizabeth le había dicho a Matt, casi siempre ganaba) y permanecerían en una posada de la más alta categoría cuando estaba en la abundancia, o de un grado más bajo cuando no lo estaba, pero siempre había magníficos planes y visiones de un mañana próspero.
Su padre había sido genial para imaginar magníficos planes y visiones. Caroline sonrió con tristeza, recordando la cantidad de veces que prometió brindarle el mundo en una bandeja. Las promesas eran vanas, por supuesto, pero las creía cuando las hacía y, antes de que lo conociera un poquito mejor, Caroline las creyó también.
Era muy distinto a Matt. Su padre había sido activo, alegre, decidido a vivir el momento. La única cosa buena en verdad que sabía de él era que, después de la muerte de su madre, había venido a buscarla y se había quedado con ella sin dejarla sola como, por su naturaleza, seguramente se le podía haber ocurrido hacer. Por supuesto, la apariencia de Caroline la había convertido en un bien para un hombre de su profesión, pero la había amado a su manera. En los años anteriores a su muerte se habían acercado. El dolor de su pérdida le vino de forma marcada ahora, como nunca antes había permitido que sucediera.
Matt, por otra parte, era tan sólido y fiable como la resistencia de Nueva Inglaterra. A pesar de todos sus defectos —y ella sería la primera en enumerarlos—, era la roca a la cual su familia y ella misma se adherían. En los momentos de tristeza o dificultades sería un baluarte. A pesar de toda su irascibilidad, el hombre era tan dócil como fuerte.
¿Cómo podía amar tanto a dos hombres tan dispares?
Casi en el fondo del baúl, bien oculto en un rincón, el fulgor del rojo rubí atrajo la atención de la luz de la vela y de sus ojos. El broche de la suerte de su padre. Caroline lo extrajo y lo sostuvo en la mano. Era algo lindo, hasta para quien sabía que era falso, con los colores vívidos brillando titilantes y listos para engañas al desprevenido. Había sido el talismán de su padre, y el instrumento que la había traído hasta Matt.
Su mano se cerró sobre él con estrechez convulsiva. Cuando lo hizo, casi le pareció ver a su padre resplandeciendo vagamente un poco más allá del reflejo de la luz dela vela, casi pensó que oía su voz instigándola a que fuera feliz. La ilusión se desvaneció cuando fijó la vista en ella, pero la dulce herida persistió y cerró los párpados en su lucha contra el dolor. Sus ojos se llenaron de lágrimas que se deslizaron por sus mejillas. Pero las lágrimas le proporcionaron una sensación de alivio.
Por fin, después de tantos meses, desde la muerte de su padre se permitía sentir pena y dolor. Quizá pronto podría liberar el resto de su pasado también y olvidar los amargos recuerdos que se extendían como una nube oscura sobre su nueva vida.
En ese momento la puerta de su habitación se abrió sin previo aviso. Los párpados de Caroline se levantaron y desafió con la mirada a Matt, que estaba de pie en el umbral, con su mano en la jamba y la otra en la puerta abierta. ¿Así que le había dicho a Daniel que no titubeara y le propusiera matrimonio, no? Además de todo lo otro que había hecho, esa era la gota que amenazaba con desbordar el vaso. Esperando que el círculo pequeño de la luz de la vela no fuera suficiente para revelar las lágrimas que su intrusión congeló sobre sus mejillas, lo observó con furia. Era apenas algo más que una sombra oscura e inmensa, ya que la única iluminación detrás de él parecía ser el mínimo resplandor del fuego ceniciento de la cocina. Sus ojos resplandecían con un azul brillante hasta en la oscuridad, y su propia actitud le dijo que el propósito de su intrusión no era el de disculparse.
—Apenas llegué te dije que esperaba ser tratada con respeto ¿no es cierto? Tu irrupción en mi habitación sin siquiera la cortesía de llamar se aleja bastante de mi idea de respeto —Caroline habló primero, su tono era frío.
—Como esta es mi casa, no considero que este sea una irrupción. En realidad, entraré en la habitación que quiera y cuando quiera.
—No entrarás en mi alcoba sin permiso.
—¿No? ¿Y cómo evitarás que lo haga, eh?
—Me iré de esta casa, si es necesario. —Esto fue para bravata, expresada impulsivamente. Por supuesto que no tenía la menor intención de irse, y si él hubiera estado pensando de forma racional tendría que haberlo sabido. Pero, por lo visto, en ese momento el procesamiento de sus ideas no era más claro que el de ella.
—¿Y cómo lo harás? No tienes dinero, si recuerdo bien —Sus ojos se iluminaron al ver el broche que ella aún sostenía en la mano—. Si piensas utilizar ese pedazo de basura con el propósito de engañar a algún pobre tonto para que te ayude a huir de aquí, te aconsejo que lo olvides. Mientras tu deuda conmigo no esté saldada por completo, te buscaré dondequiera que vayas.
Este rotundo discurso disipó las lágrimas de Caroline y la hizo ponerse de pie. Se había vestido para dormir tan pronto como había entrado en la alcoba y ni siquiera llevaba puesta la bata, sólo el camisón de linón blanco, con el cabello colgando sobre un hombro en una gruesa trenza atada en un extremo con un lazo azul. Sus pies estaban descalzos y sus pechos se movían libremente debajo de la tela, que era lo suficientemente transparente para revelar la mera insinuación de los círculos oscuros alrededor de los pezones y la sombra triangular en el ápice de los muslos. Los ojos de Matt se deslizaron sobre ella, entrecerrándose aun cuando el fulgor llegó a ser casi salvaje. Su boca se estiró en una línea recta.
—¡Sal de mi habitación! —Su tono era bajo pero feroz. La mano se cerró con tanta fuerza alrededor del broche que se hundió en sus dedos.
—¿No has oído lo que he dicho? Será inútil tratar de huir.
—¡Sal de mi habitación o gritaré!
—¿Lo harías ahora? —Pero Caroline sabía que la amenaza de despertar a sus hijos y a sus hermanos era eficaz. Matt no deseaba hacerlos partícipes de su guerra privada, en especial a los niños. La única dificultad, se dio cuenta, era que ella era igual de reacia y sería cruel ponerse a gritar, sabiendo que estaban todos tan cerca.
—Sí.
Su mirada encontró la de él con un brillo intenso. Su barbilla estaba levantada, su actitud beligerante. ¡Matt podría intimidar a todos en esta familia, pero no la intimidaría a ella!
—No estabas tan ansiosa de deshacerte de mí anoche. —Había un matiz de burla en sus palabras que hizo enrojecer violentamente a la muchacha. ¡Cómo se atrevía a recordarle eso! De repente se alegró de que Daniel le hubiera amoratado un ojo por ella. ¡Si no lo hubiera hecho, habría estado tentada de probar a hacerlo ella misma!
—¡Anoche no tenía idea del perfecto asno que eres!
Matt apretó la mandíbula y las ventanas de su nariz se ensancharon, pero, si había logrado enfurecerlo, ese fue el único indicio que dio.
—Creo que tus buenos modales están decayendo —dijo arrastrando las palabras, lo cual enardeció el mal gesto de Caroline como la llama a una mecha. Apretó los dientes, su columna vertebral se irguió y sus ojos relampaguearon.
—Vete de aquí —siseó. Como aún continuaba allí inmóvil, la misma curva de sus labios provocándola para que se deshiciera de él si podía, llevó el brazo hacia atrás y le lanzó el objeto que tenía entre los dedos —el broche— con tanta fuerza como pudo. Debería haberlo golpeado en la cara, pero en el último segundo él saltó hacia n lado y extendió una mano para atraparlo en el aire. Estaba dentro de su habitación ahora, haciéndola parecer ridículamente minúscula debido a que ya estaba abarrotada con su pequeña cama y sus pertenencias, el lavabo y los pertrechos de la cocina que se guardaban allí por no haber donde ponerlos. Caroline se percató de lo imponente que resultaba. Él dio vuelta al broche en su mano, sosteniéndolo entre el pulgar y el índice y examinándolo con una expresión impasible de disgusto. Cuando la luz de la vela se filtró a través de las gemas falsas, la cola extendida del pavo real brilló con colores deslumbrantes: rojo rubí brillante, azul zafiro y verde esmeralda.
—Qué basura —dijo Matt entre dientes. Antes de que Caroline tuviera la menor idea de lo que iba a hacer, lo arrojó al suelo y lo trituró con su talón. El crujido que siguió reverberó en el aire con el poder de un disparo.
—¡No! ¡No lo hagas! —Caroline arremetió contra él, empujándolo de lado, pero el daño ya estaba hecho. El delicado objeto demostró no ser otra cosa que vidrio y yacía aplastado en fragmentos de colores con sólo una porción de la cabeza del pavo real aún intacta. Caroline lo observó, sintiendo que un nudo espantoso se formaba en su garganta. Arrodillándose, juntó lo que quedaba de él, recogiendo los pedacitos mellados en el hueco de la mano.
—Nunca te perdonaré por esto —dijo en un tono profundo y tembloroso. Alzando la cabeza, su mirada chispeó con odio. La mirada de Matt era indescifrable al fijarse en ella, pero un pequeño músculo palpitó una vez en la esquina de su boca.
—Lo siento —dijo, y Caroline rió con amargura.
Matt abrió la boca para añadir algo más y entonces, de repente, la cerró de nuevo. Con los labios comprimidos y los puños apretados, Matt giró sobre sí mismo y la dejó sola.