Capítulo 28

La primavera se transformó en verano y el varano estuvo lleno de altibajos. Caroline se acostumbró a su nuevo lugar en el mundo y hasta encontró tiempo para adaptar algunos de sus vestidos al sobrio estilo puritano. Aunque desdeñaba tanta llaneza, la simplicidad de los vestidos servía para enfatizar su belleza, que aumentaba de manera extraordinaria en virtud de la comida abundante y el bienestar que redondeaba su figura y encendía sus mejillas. A pesar de su condición polémica con los más viejos de la comunidad, o tal vez a causa de ella, atraía bastante la atención y hacía volver a más de una cabeza masculina durante las pocas veces que se aventuró en la ciudad sin compañía. Cuando Matt o uno de los muchachos estaba con ella, por supuesto, ninguno se atrevía a algo más que una mirada de admiración. La combinación del poderío físico de los Mathieson era algo a tener en cuenta.

La pierna de Matt se curó, aunque pasó gran parte del verano cojeando, primero en unas muletas que le confeccionó Robert y más tarde con la ayuda de un bastón. No le hizo más insinuaciones amorosas, y Caroline estaba complacida de que así fuera. Con el intercambio de confidencias, la afinidad del uno con el otro se intensificó. Le gustaba pensar que compartían una intimidad, no física sino del alma.

La relación con sus hermanos mejoró, ayudada en gran medida por la apreciación devota hacia su cocina. Una vez que Matt ya no requirió de asistencia constante, tuvo la oportunidad de dedicarse plenamente a superar el trabajo culinario de Hannah Forrester. En este aspecto logró un éxito total, aunque los regalos de la Forrester eran de todos modos aceptados de muy buena gana por los hermanos, de la misma manera que las de Patience Smith (que tenía un ojo puesto en Robert), Abigail Fulsom y Joy Hendrick (que rivalizaban por Thomas) y Lissie Peters (que estaba interesada por Daniel). En realidad, como la batalla por la fidelidad de los estómagos de los hombres Mathieson se acrecentaba, Caroline tuvo la sensación de que los mismos hombres se estaban divirtiendo con la competición. Devoraban toda delicia que llegaba a sus manos sin prejuicios y sin fingir preferencia, lo cual era mortificante para las mujeres interesadas. En lo que concernía a Robert y a Thomas, ser cortejados asiduamente por muchachas bonitas de la edad de veintitrés y veintiuno era una novedad y una experiencia nada desagradable. Aunque no estaban curados por completo de su misoginia, parecían dispuestos a suspender la incredulidad por el momento.

Daniel, por otra parte, quien nunca había sido tan desconfiado de las mujeres como sus hermanos menores, le daba muy pocas esperanzas a Lissie Peters. A Caroline se le ocurrió más de una vez que podría estar forjando un ligero afecto hacia ella, pero rechazó esa idea con firmeza. En caso contrario podría perturbar la paz de su mente que tanto le había costado lograr, y rehusó permitir que eso ocurriera. Era demasiado maravilloso estar a gusto consigo misma otra vez.

John y Davey, aunque todavía eran un tanto cautelosos con respecto a su persona, parecían dar por sentada su presencia en la familia. Con toda seguridad les gustaba tener la ropa lavada, planchada y remendada para ir a la escuela, la comida preparada, una casa bien cuidada y sábanas limpias en sus camas. Caroline comprendió que les hacía sentirse como los otros niños que tenían madres cariñosas en sus hogares y estaba contenta de poder darles eso, aunque no estuvieran listos todavía para aceptar demostraciones de afecto más tangibles de su parte. Pero estaba segura de que eso llegaría con el tiempo, o la menos así lo esperaba.

Cierta tarde cálida, a principios de agosto, cuando estaba ocupada extendiendo las prendas lavadas sobre la hierba para que se blanquearan al sol, se sorprendió al descubrir a Davey, que al igual que sus compañeros de escuela estaba disfrutando de un día de vacaciones, agazapado detrás de un enorme arbusto de lilas que agraciaba el rincón oeste del corral. Sus brazos envolvían con fuerza a Millicent el gato ya toleraba sorprendentemente la brutalidad de un niño como Davey, y el muchacho exhibía un asombroso grado de cariño por el gato cuando pensaba que no había ojos que pudieran verlo- y su rostro estaba sepultado en su piel. Por un momento Caroline vaciló, insegura de si debería interrogarlo o no. Aunque la toleraba, no era el miembro de la familia favorito de Davey y lo sabía. Pero esa actitud del muchachito normalmente engreído significaba que algo malo le ocurría. Dejando el resto de la ropa lavada sin extender, Caroline se aproximó y se agachó frente a él.

—¿Davey?

Sus hombros se tensionaron, pero no levantó el rostro.

—¡Vete!

—¿Estás enfermo?

No hubo respuesta.

—¿Te has hecho daño?

No hubo respuesta.

—¿Quieres que busque a tu papá?

Entonces levantó la cabeza para mirarla con furia.

—¡No!

Las lágrimas surcaban sus mejillas y algunos pelos del gato se habían pegado sobre ese rostro húmedo, pero lo que en realidad llamó su atención fue el labio inferior. Estaba hinchado y abultado, con un hilito de sangre seca que decoraba el ángulo izquierdo.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó Caroline, pensando que debía de haberse pinchado, caído o lastimado de cualquiera de las miles de maneras tan comunes en los niños.

—Nada —bajó la vista hacia Millicent y esbozó una expresión feroz—. ¡Gata vieja y estúpida!

La alejó de él con más rudeza de lo que a Caroline le hubiera gustado, pero Millicent no pareció ofendida. Con una ojeada a Caroline, como pidiendo compasión hacia el pequeño ser humano, regresó al muchacho, embistiendo su brazo con la cabeza y ronroneando.

—¡Vete! —La empujó mirando con furia a Caroline todo el tiempo para que entendiera que el rechazo era para ella y no para el gato. Esta vez Millicent se alejó, ondulando la cola en el aire con orgullo como para dejar claro que era su decisión hacerlo.

—Davey, si no me dices lo que ha pasado no tengo más remedio que buscar a tu papá. —Habló con suavidad.

—Tuve una pelea. —Fue un murmullo furioso y resentido.

—¡Una pelea! ¿Por qué?

—Decían cosas malas de mi mamá. Los muchachos de la cuidad, quiero decir.

—¿Qué clase de cosas malas?

Vaciló, y el labio lastimado tembló de forma reveladora. Pero la necesidad de confiar en alguien era demasiado fuerte de resistir.

—Dijeron que era una bruja.

—¡Una bruja! —Caroline contuvo el aliento. Una inspección rápida del rostro de Davey le dijo cuánto necesitaba que le negara lo que le habían dicho, y en verdad no dudó en hacerlo así.

—¡Qué tontería! —continuó con gentileza.

Él vaciló y era claro que deseaba creerle. Pero era incapaz de encontrar consuelo en ella con tanta facilidad.

—¿Cómo puedes tú saberlo? —La pregunta fue ruda.

—Lo sé —contestó Caroline con convicción. A pesar de lo que Mary le había contado, sabía que, cualquiera que fuera la verdad del asunto, era importante convencer a Davey de que su madre era inocente—. Tu madre era mi hermana y la conocí cuando era sólo una niña. Solía cantar para mí, ah... canciones tan bonitas...

—¿Si? —era evidente que Davey estaba fascinado—. ¿Cómo cuáles?

Caroline asintió y entonces tarareó una melodía. Si Elizabeth realmente había cantado alguna vez esa canción en especial no lo sabía, pero en ese momento no importaba. Lo que importaba era que Davey tuviera una visión de su madre de la que pudiera sentirse orgulloso.

—¿Qué más hacía? —Los ojos de Davey brillaban con entusiasmo y olvidó su resentimiento hacia ella.

—Reía mucho y contaba historias maravillosas, y siempre estaba hermosa. Yo estaba tan orgullosa de que me vieran con ella... Tú también lo habrías estado.

Pero este comentario no resultó adecuado. Sus ojos se ensombrecieron y frunció el entrecejo.

—No, no lo habría estado. ¡Era fea, mala, me odiaba y yo la odiaba! ¡Tanto como te odio a ti!

Antes de que Caroline pudiera responder, dio un salto y huyó. Ella se puso de pie más lentamente, sin ninguna intención de ir tras él. A pesar de su rechazo final, sólo podía esperar que de alguna manera sus palabras lo hubieran ayudado a llegar a una reconciliación con su madre.

Una vez que la pierna de Matt se curó lo suficiente para permitirle salir y dar un paseo, este insistió en que Caroline acompañara al resto de la familia a misa, y Caroline lo hizo de mala gana. Después de su conversación con Davey se propuso visitar la tumba de Elizabeth. Mientras estaba allí, leyendo la sencilla inscripción —ELIZABETH, ESPOSA DE EPHRAIM MATHIESON, EN MAYO DE 1682 A LOS 33 AÑOS DE EDAD—, experimentó un sentimiento de alivio al liberar finalmente la imagen de su hermana que había alimentado durante todos estos años. La mujer que se hallaba en la tumba, aunque estaba unida a ella por sangre, era una desconocida y siempre lo había sido. Los otros Mathieson se habían convertido más en su familia de lo que Elizabeth lo había sido.

Excepto por la duración —había dos sesiones de cuatro horas, una por la mañana y otra por la tarde con un corto intervalo para el almuerzo en cada uno de los días de descanso, un mundo sin fin—, la misa no había sido una prueba tan intolerable como Caroline había temido. El reverendo Miller había dirigido algunas miradas fulminantes en su dirección y predicó más de un sermón mordaz acerca del tema general de las hijas de Babilonia, los ladrones y los mentirosos, pero no la había denunciado desde el púlpito. Era posible, consideró, que la presencia ceñuda de Matt a su lado en el duro banco de la Iglesia lo disuadiera. En lo referente al resto de la congregación, la mayor parte de las damas se mantuvieron a distancia, influidas sin lugar a dudas por la desaprobación del clérigo y del boticario, que eran hombres muy importantes en la ciudad. Pero no hubo ningún grito general de “bruja”, como Caroline había temido a medias después de la experiencia desafortunada de Davey; incluso cierto número de mujeres fueron cordiales de forma sorprendente, de lo cual Caroline no dudó en hacer responsables a los bien parecidos hombres Mathieson. Las damas que querían ser sus amigas eran muy jóvenes y solteras y supuso que pensaban que ella era el mejor camino hacia el Mathieson de su elección. En el pasado, Matt había desalentado a las visitantes femeninas, y de todos modos no era muy correcto que una mujer soltera visitara una casa de hombres casaderos, pero ahora que había una mujer en la familia las visitas serían corrientes. Si Caroline lo hubiera deseado, podría haber recibido a las visitantes todos los días de la semana, pero hizo que supieran que estaba ocupada y de ese modo tenía que lidiar con mujeres deseosas de hombres sólo en ciertas ocasiones. Mary era una historia diferente; Caroline se había encariñado sinceramente con la esposa de James. Y la pequeña Hope era un ángel. Caroline disfrutaba en grande de su compañía, y al menos una vez por semana visitaba su casa en la ciudad o madre e hija venían a pasar una hora o dos con ella.

Durante ese activo verano se llevó a cabo la construcción de una casa y una boda. La misa era medio principal de establecer relaciones sociales. Sin embargo, ahora que estaban en septiembre y había llegado la estación del maíz, se había organizado una reunión de vecinos para descascarar el maíz en la casa de los Smith. Para su sorpresa, Caroline se encontró ansiando el simple entretenimiento, al que iba a asistir la familia completa. Después de la cena se aseguró que los muchachos estuvieran peinados y limpios y entonces fue a cambiarse de ropa. El vestido que eligió era negro, con un corsé apropiado y un cuello ancho de encaje blanco. Como era una hábil costurera, estaba mejor hecho que el vestido común que usaban las mujeres de la comunidad, y se había permitido el pequeño lujo de guarnecer las mangas con una doble fila de listones de terciopelo negro ribeteados con un adorno de bordado de seda negro. Las mangas de muselina blanca de su camiseta osaban caer a la vista por debajo de las mangas de su vestido, y usó un delantal de muselina blanca atado a su cintura con un lazo enorme y ondulado a su espalda. Salvó los materiales más finos de los vestidos que había llevado de Inglaterra, pero los había arreglado con tanta habilidad que nadie podía sospechar que no eran nuevos.

Peinó su cabello con un nudo suelto sobre la cabeza. Algunos rizos (enroscados apresuradamente con una tenacilla en la privacidad de su alcoba, cuyo artificio negaría con firmeza si alguien le preguntara y así no la acusarían de ese pecado terrible que era la vanidad) colgaban de manera apropiada sobre la frente y alrededor de las mejillas y la nuca. Mirándose al espejo minúsculo mientras ensortijaba el último de éstos en su lugar, Caroline tuvo que admitir que estaba complacida con lo que podía ver de su imagen.

Un golpe en la puerta hizo que guardara con sentimiento de culpabilidad el hierro en el baúl de donde lo había extraído. Aunque tales artefactos eran utilizados como algo común y corriente por las mujeres inglesas, aquí en esta tierra puritana tales artificios para realzar la propia apariencia eran desaprobados con severidad. Caroline estimó ridícula esa censura y típica del provincialismo obstinadamente anticuado de la colonia, pero no tenía intención alguna de discutir la cuestión. En lugar de eso utilizaría ese embellecedor con discreción y disfrutaría de sus propios rizos mientras que los demás podían, si lo deseaban, sentirse honrados de su cabello lacio como la cola de un caballo.

—Si estás lista, es hora de que nos vayamos. —La voz profunda de Matt al otro lado de la puerta la hizo sonreír.

—Estoy lista —respondió y, con otra mirada furtiva de vanidad indecorosa a su imagen, salió a reunirse con ellos.

La mirada de admiración de Matt fue todo lo que necesitó para justificar lo que era, si en realidad lo era, tan sólo un pecado muy pequeño.

En honor a la ocasión iban a trasladarse en la calesa que se utilizaba generalmente para los viajes al mercado. En cuando a la distancia, se recorría más yendo en el carro que caminando —el sendero que seguían de costumbre hasta el camino era demasiado estrecho para permitir el paso de la carreta, por lo cual era necesario desviarse un poco menos de un kilómetro—, pero el tiempo invertido era más o menos el mismo y podrían estar seguros de llegar a destino sin los infortunios que solían ocurrirles a los niños y a sus acompañantes. Ya estaban todos subiendo en tropel al vehículo cuando Caroline salió de la casa. Fue la última en hacerlo pero se conmovió al descubrir que el asiento al lado del conductor —Matt— había sido reservado para ella, la única mujer del grupo. Estaban aprendiendo, después de todo. Apretada contra el fuerte brazo de Matt y con Daniel sentado al otro lado, Caroline apenas sintió el bamboleo mientras se dirigían por el accidentado camino hacia la ciudad.

Estaba oscureciendo cuando alcanzaron su destino. En el momento en que Matt detuvo el caballo y Daniel la ayudó a bajar, un nervioso parloteo mezclado con risas llegó a sus oídos. Detrás de ella, el resto de los Mathieson saltaron al suelo y se dirigieron hacia la luz proveniente de la puerta abierta del granero de los Smith. En el interior, bajo el resplandor dorado que arrojaban varios farolillos suspendidos de vigas gruesas de roble, ya se encontraba reunido un gran número de personas. Había dos montones inmensos de maíz cortado apilados en el centro de la tertulia, y los capitanes ya estaban ocupados escogiendo a sus equipos. El propósito de la velada, como Matt le había dicho de antemano, era ver qué equipo era capaz de descascarar primero su montón de maíz. Había mesas repletas de caramelos de arce y tartas aromáticas, pasteles de manzana y de bayas y diversas clases de carnes y nueces. La sidra estaba dispuesta en tinas grandes y se les dio un jarro a cada uno de ellos, has a los niños, cuando fueron recibidos con gritos provenientes de todas parte. Los amigos reclamaban su atención, y Caroline se encontró a un lado con Thomas, Robert y Davey, Matt, Daniel y John estaban del otro lado —con Patience Smith y Hannah Forrester.

El olor dulce a heno se mezcló con el aroma más penetrante de las vacas y los caballos, que habían sido retirados de su alojamiento habitual para la fiesta nocturna. Caroline compartió un asiento hecho con un fardo de heno con Mary, quien junto con James estaba también en su equipo. Mientras quitaba las hojas verdes y las espigas sedosas de su parte de maíz de manera un tanto inexperta, escuchaba las bromas y las risas alrededor con distracción. La mayor parte de su atención se centraba en Matt, que compartía un fardo y una risita con Hannah Forrester.

Aunque no era consciente de ello, las manos de Caroline se retardaron y sus dedos, que arrancaban la tierna seda, se volvieron más perezosos. Matt estaba sonriendo por algo que Hannah le decía; sus ojos azules aparecían encendidos por la diversión y su boca curvaba en una sonrisa encantadora. La luz de los farolillos arrancaba destellos azules en las ondas negras de su cabello y enviaba un tibio resplandor sobre las hermosas facciones aun a plena luz del sol. Estaba en mangas de camisa, como lo estaba la mayoría de los hombres ante semejante trabajo agotador. El lino blanco y fino de Holanda que había arreglado, lavado y planchado con tanto cuidado revelaba de tal manera los fuertes músculos de sus hombros y sus brazos y la amplitud de su pecho que Caroline temió que la Forrester realmente acabara babeando de tanto mirarlos. Su pierna rota se había curado y, excepto por una cicatriz leve donde el hueso se había salido, estaba como nueva. Pero llevaba la otra pierna recta hacia delante, ya que, como le habían dicho, mantener la rodilla doblada le producía dolor. Pero, hasta con los pantalones negros y las medias grises que llevaba puestos, era evidente la fortaleza de su pierna. Hannah Forrester obviamente había tomado nota de ello.

—¡Bueno, Caroline, lo estás haciendo muy bien! —La voz suave de Mary hizo volver su atención adonde debería haber estado en primer lugar. Vio con cierta sorpresa que el montón de maíz descascarado a su lado había aumentado de forma evidente y se ruborizó cuando comprendió el motivo. Pero logró sonreír a Mary y se reincorporó con un leve pretexto. Entonces se abstuvo deliberadamente de mirar a Matt de nuevo, aun cuando oyó la risa tintineante de Hannah Forrester.

Patience estaba sentada con Robert, con su bonito rostro suavizado por una sonrisa dulce que la embellecía. Caroline estaba complacida al ver que Robert le hablaba con afabilidad, en lugar de responderle con gruñidos monosilábicos como solía hacer hasta hacía tres meses. Al igual que Matt y todos los otros Mathieson, y por la misma razón, Robert llevaba puesta una camisa y unos pantalones que ella, Caroline, había arreglado, y se dio el gusto de propietaria de comprobar lo bien que le sentaban. Thomas era el hombre galante que dividía su atención entre Abigail Fulsom y Joy Hendrick, que estaban situadas una a cada lado, mientras que Daniel, que estaba sentado con James mientras trabajaban, era el centro de las miradas ansiosas de la pelirroja Lissie Peters. Si alguna vez llegaban a casarse ¡qué conjunto de pelirrojos iban a tener!, pensó Caroline, divertida. Era posible que terminaran en boda, aunque Daniel parecía no tener mucha idea de ello todavía. A Caroline le había parecido que Lissie Peters era una jovencita resuelta, y su opinión personal era que Daniel se encontraría casado dentro de un año. En realidad, era muy probable que todo el grupo se dispersara hacia sus propios hogares dentro de un par de años, y Caroline consideró la idea con algo de satisfacción. Se había encariñado sobremanera con Robert y Thomas y quería sinceramente a Daniel, pero cuidar a cuatro hombres mayores y dos muchachos en crecimiento era una tarea agotadora. Se sentiría aliviada al pasar una gran parte de la carga a un conjunto de esposas jóvenes.

Pero el resultado lógico era que Matt se volviera a casar también. Hannah Forrester parecía tan determinada en su persecución como Lissie Peters, pero la idea de ceder la responsabilidad de Matt y los muchachos a Hannah —o, sin duda, a cualquier otra mujer— hizo que Caroline se irguiera de golpe sobre el fardo, con las manos quietas en la mazorca que sostenía. ¡Bueno, ellos eran su familia! No los compartiría! Sus ojos lanzaron tal mirada a Matt que de haberla visto él habría pensado que la había ofendido de alguna manera. Pero él se había unido a la conversación de James y de Daniel, mientras que Hannah se había vuelto para hablar con la mujer que estaba a su izquierda y por lo tanto no captó la mirada. Por supuesto, Matt había jurado que nunca volvería a casarse, y no le había dado a Caroline ningún motivo para dudar de su resolución. No tenía sentido estar molesta sin razón cuando no había probabilidad de que alguien apareciera.

—¡Mira a Hope, intentando trepar por la pierna de James! —dijo Mary riendo, y Caroline miró con obediencia. Hope tenía ya más de un año, y gateando y farfullando era tan encantadora como o había otra. Caroline observó con una sonrisa cómo James recogía a su pequeña hija de cabello negro y la sentaba sobre su brazo mientras continuaba la conversación con sus hermanos. Como Matt, James era un padre ejemplar. Y, a juzgar por la naturalidad que mostraban con sus sobrinos, Caroline estaba segura de que Daniel, Robert y Thomas se convertirían en buenos padres también.

—¡Fíjense! —se oyó gritar a alguien. Caroline buscó la causa para descubrir que Daniel, con las mejillas encendidas, estaba contemplando una mazorca a medio descascarar que sostenía en sus manos con aire de perplejidad. Los granos eran de un naranja intenso en lugar del amarillo pálido habitual, y esa imagen provocó que sus hermanos en particular rieran a grandes carcajadas.

—¿Qué sucede? —susurró Caroline a Mary, muy desorientada.

—¡Es una mazorca colorada! Significa que Daniel debe reclamar una prenda a la muchacha que elija.

—¿Una prenda?

—¡Un beso, tontita! —dijo Mary riendo, y entonces todos observaron cuando Daniel alzó la mirada de la mazorca para mirar lentamente alrededor del círculo disperso de invitados.