Capítulo 37
HUNNEY CHILD.
«Una bisabuela paga las facturas».
«Mi sobrino vive aquí y tiene una embarcación preciosa».
Corey Reynolds Daniels.
Althea Hunneycut Youngblood. Honey.
Honey se había casado con alguien de la familia Reynolds. Tenía un sobrino que había regresado a Charleston. Ella le había regalado el barco.
Honey vivía en la isla de Dewees.
A Willie Helms lo habían enterrado en la isla de Dewees.
Corey Daniels era el sobrino de Honey Youngblood. Conocía la isla de Dewees.
¿Tenía Marshall razón? ¿De verdad habíamos detenido al hombre equivocado? ¿Daniels tenía la suficiente capacidad cerebral y falta de piedad como para ser el jefe?
¿Debía llamar a Gullet?
No. Necesitaba saber más.
Necesitaba ir a otro puerto. Me senté al volante y fui a la isla de Palms.
El Aggie Gray tardó diez minutos en llegar. El viaje a la isla de Dewees duró otros veinte. Me pareció una eternidad.
La fortuna me acompañaba. Había un coche de golf desocupado en el muelle. Fui a toda velocidad al centro administrativo.
La señorita Honey se encontraba en el museo de la naturaleza, ocupada en limpiar un acuario en la pila. Tenía al lado una caja de conchas del tamaño de un puño.
—Señorita Honey, me alegra encontrarla.
—¿Encontrarme? Por amor de Dios, muchacha, ¿en qué otro lugar de esta tierra verde del Señor podría estar?
—Yo…
—Estoy limpiando la casa de los cangrejos ermitaños. —Honey hizo un gesto hacia la caja. Aquí y allá veía un apéndice curvo que tanteaba con cautela el mundo exterior.
—Señorita Honey, usted mencionó a su sobrino la última vez que hablamos.
Las manos huesudas se movieron más lentamente, pero continuaron fregando el acuario.
—¿Corey ha vuelto de nuevo a las andadas?
—Estamos evaluando la atención a los pacientes de la clínica de la IDM, el personal que tienen, y todas esas cosas. Sentí curiosidad por la formación que recibió Corey.
—Que sea enfermero no significa que —la anciana titubeó— que no sea normal.
—Por supuesto que no. Esos estereotipos son absurdos.
Honey fruncía el entrecejo con tanta fuerza que se le movían los rizos.
—Corey iba a ser médico, pero al final siguió los dictados de su corazón. Los chicos crecen. ¿Qué se puede hacer?
—¿Estudió en Texas?
—Así es.
—¿Dónde?
—En la Universidad de Texas. La llamaba UTEP. ¿Qué clase de nombre es ése para una universidad? Suena como un spray para los hongos de los pies.
Honey enjuagó el acuario.
—¿Qué le hizo volver a Charleston? —pregunté.
—Se metió en líos, perdió el trabajo, tuvo un accidente, se quedó sin dinero.
La anciana me miró con los ojos claros apenas entrecerrados.
—Mi sobrino hubiese sido un buen médico.
—No me cabe la menor duda. ¿En qué se especializó?
—Primero en la atención en salas de urgencias, luego neurología. Antes de regresar había estado trabajando en salas de cirugía. Estudió durante dos años para enfermero de quirófano. Algo un tanto desagradable para mi gusto. No me diga que cortar y coser a las personas es un trabajo fácil. Yo diría que Corey ha acabado siendo un buen chico.
Yo apenas si escuchaba. Ahora otros dos factores dispares habían encajado donde correspondían.
Me preocupaba que de verdad hubiéramos detenido al hombre equivocado. Cada vez más Daniels parecía el asesino.
Y continuaba suelto.
Sentí un escalofrío.
Tenía que llamar a Gullet. No. Tenía que hablar con Gullet. Contra toda lógica, comenzaba a creer en la historia de Marshall de que Daniels le había tendido una trampa. Convencer al sheriff para que considerase la idea requeriría de un esfuerzo cara a cara.
El tráfico del viernes por la tarde estaba imposible con la cantidad de gente que venía a pasar el fin de semana a la ciudad. El viaje hasta Charleston Norte me llevó casi cuarenta minutos.
Gullet estaba en su despacho. Nunca lo había visto tenso.
—Quiero que me escuche porque tengo que decirle algo muy importante. —Me senté en una silla delante del sheriff.
Gullet consultó su reloj y después suspiró, resignado. El mensaje era claro. Más vale que sea bueno. Y breve.
—Marshall afirma que es víctima de un montaje de Daniels.
El sheriff me miró.
—Todos, desde el gobernador hacia abajo, me están usando como un tablero de dardos. ¿Me está diciendo que cree que he detenido al hombre equivocado?
—Digo que es una posibilidad.
—Tenemos suficiente para colgar a Marshall tres veces.
—Marshall dice que nuestras pruebas son circunstanciales.
Gullet fue a objetar. Seguí adelante.
—Hasta cierto punto, tiene razón. Las pruebas recogidas hasta ahora demuestran que los pacientes fueron asesinados en la clínica. El garrote de alambre lo pudo ocultar cualquiera. La concha pudo haber sido puesta en el cajón de Marshall. Usted sabe que es lo que alegará la defensa.
—Lo que alegue y lo que crea el jurado pueden diferir muchísimo.
—Usted mismo dijo que había un problema con los registros de llamadas —insistí—. Alguien llamó a Noble Cruikshank desde el despacho de Marshall la noche en que Marshall no estaba allí.
—Cruikshank estaba investigando. Puede que alguien le estuviese pasando información.
Vi que Gullet no quería creer. Había arrestado a un hombre, a un médico. Quería que su caso no tuviese la más mínima grieta. Yo le había urgido a esa conclusión. El fiscal del distrito había aceptado. Y ahora le venía con otra historia.
—El nombre completo de Daniels es Corey Reynolds Daniels, pero estoy segura de que ya lo sabía. Aunque puede que no sepa que Daniels tiene a una tía viviendo en la isla de Dewees. La tía que le regaló a Daniels su barco.
—Tener un barco y conocer Dewees no le convierte en un asesino.
—Después de acabar los estudios de enfermería, Daniels trabajó en un hospital durante tres años. No siempre trabajó en una clínica gratuita.
—No es suficiente. —La silla crujió cuando el sheriff se echó hacia atrás.
—Era enfermero de quirófano. Durante dos años estuvo presenciando operaciones, tuvo muchas oportunidades para aprender los procedimientos.
—Dar el instrumental está muy lejos de ser un cirujano.
—No es necesario ser un cirujano en este caso. No existía la preocupación de mantener al paciente con vida. Lo único que se necesitaba era el conocimiento de cómo extraer los órganos para preservarlos.
—Piense en la cronología. Daniels llegó a Charleston en el 2000, comenzó a trabajar en la clínica en el 2001. Willie Helms desapareció en septiembre de 2001.
Al ver el primer atisbo de duda en los ojos de Gullet, me apresuré a remachar el último clavo.
—Cruikshank estaba descargando artículos sobre el tráfico de órganos. Leí unos cuantos cuando entré en su disco duro, pero no me di cuenta de la relevancia de uno en particular. Hasta ahora.
»Desde 1993 casi cuatrocientas mujeres y adolescentes han sido asesinadas en Ciudad Juárez y Chihuahua, en México, otras setenta figuran como desaparecidas. Estudiantes, empleadas, trabajadoras fabriles, algunas de tan sólo diez años de edad. Los cadáveres los han encontrado en tumbas poco profundas en el desierto, solares en construcción e instalaciones ferroviarias en los alrededores de la ciudad.
»En 2003, la Oficina de la Fiscalía del Estado mexicana se ocupó de algunos de los casos. Los investigadores federales dijeron tener pruebas de que algunas de las víctimas habían sido asesinadas por una red de traficantes de órganos internacional. Uno de los artículos de la AP que descargó Cruikshank citaba a un fiscal del crimen organizado, cuando dijo que un testigo había identificado a un norteamericano como uno de los integrantes de la red.
Taladré a Gullet con la mirada.
—Daniels estudió y trabajó en El Paso, Texas. Ciudad Juárez está al otro lado de la frontera, delante mismo de El Paso.
—¿Me está diciendo que Daniels estaba involucrado?
—Estoy diciendo que podría estar involucrado. Aunque no lo estuviera, sí que se encontraba en El Paso. Pudo haberse enterado de los asesinatos. Quizás estableció algunos contactos. O quizá le gustó la idea y vino aquí para montar su propia franquicia.
Gullet se pasó una mano por la barbilla.
—Daniels vive en Seabrook y es dueño de un barco muy caro.
—Dijo que era un Reynolds.
—Cosa que puede o no ser importante. Me doy cuenta de que estos hechos tomados de uno en uno no son sospechosos. Conocer la isla de Dewees. Ser el propietario de un barco. El acceso a la clínica de la IDM y sus pacientes. Formación quirúrgica. Presencia en El Paso. Un estilo de vida lujoso. Una llamada desde el teléfono de Marshall que no tiene explicación. Pero si lo sumamos todo… —Dejé que la inferencia flotase en el aire.
La mirada de Gullet se fijó en la mía. Ninguno de los dos dijo palabra.
El sonido del teléfono rompió el silencio. El sheriff no le hizo el menor caso.
Recuerdo un pequeño cuadrado rojo que parpadeaba en el aparato. Una voz en el pasillo que llamaba a un tal Al. Las partículas de polvo que bailaban en los rayos de sol que entraban por la ventana. Un tic en la comisura del ojo derecho de Gullet.
Pasaron los segundos, un minuto. Una mujer asomó la cabeza por la puerta, la misma mujer que había enviado a Gullet a calmar a sus cuñados, los furibundos Haeberle.
—Me pareció que quizá le interesaría saber que Marshall ha salido. Acaba de celebrar una conferencia de prensa. El abogado se encargó de la charla. Marshall hizo una gran actuación muda como el inocente perseguido.
Gullet asintió.
—Tybee cree que ha encontrado algo referente al piloto.
—Dile que ahora mismo voy.
Consulté la hora. Daniels podría estar saliendo de la ciudad. Podría estar ahora mismo a centenares de kilómetros de Charleston. Pensar que se escaparía de la red hizo que un escalofrío me recorriese la espalda.
—¿Ha pensado en la posibilidad de arrestar a Daniels? —pregunté.
—¿Por qué motivo?
—Por pegarle al perro. Escupir en la acera. Orinar por la borda de su barco. No me importa. Que lo traigan aquí, pida órdenes de registro y haga lo mismo que hizo con Marshall: busque en su casa, en el coche, en el barco, en los registros de llamadas telefónicas. Puede que encuentre alguna cosa.
—Los medios me siguen como una pandilla de lobos hambrientos. Herron está que se sale por la publicidad. —Gullet señaló el teléfono—. Llevo toda la mañana escuchando las broncas del gobernador y el alcalde. Lo que menos me interesa es un arresto poco claro.
—Al menos consiga las órdenes para registrar su casa y el barco.
—¿Autorizadas sobre qué base? ¿La sospecha de que hayamos pasado algo por alto? Si lo hago, la prensa me crucificará.
—Como ayuda coadyuvante en el delito. Un cómplice. Emplee las mismas cosas que utilizó para conseguir las órdenes de registro para Marshall. Oiga, sé que es difícil pensar en que Marshall sea cualquier cosa menos un cabrón avaricioso que asesinó a personas enfermas e indefensas.
—No hay duda de que insistió en ese punto. ¿Ahora por qué le defiende?
—Sólo digo que no estoy segura. —Notaba la garganta seca. Tragué saliva—. Por el bien de la justicia creo que por lo menos debería analizar la posibilidad de que Daniels sea el asesino. Tendría que arrestarlo si tiene la más mínima duda.
—No conozco las argucias legales bajo las que usted actúa, doctora, pero aquí no funcionan así las cosas. No se puede arrestar a las personas por las dudas. Además, no tengo ninguna duda. Usted sí. Creo que Marshall es culpable. Que está hundido en la mierda hasta el cuello.
Era la primera vez que oía a Gullet utilizar una palabra grosera.
—Si Daniels ronda por ahí es capaz de matar de nuevo. —Lo dije con mucha más fuerza de lo que pretendía.
Los músculos de la mandíbula de Gullet se tensaron por un momento, y luego se relajaron.
—¿Matar a quién? No habrá más cirugía en la clínica.
—Pensaba en Marshall. Está en libertad. Si Daniels mata a Marshall se habrá acabado la investigación. La gente creerá que algún amigo o familiar de alguna de las víctimas lo asesinó, y Daniels se quedará tan tranquilo.
Sin desviar la mirada, Gullet pulsó uno de los botones del teléfono. Una voz sonó en el altavoz en medio de una descarga de estática.
—Zamzow.
—¿Marshall ha salido del juzgado?
—Hará unos cuarenta minutos.
—¿Qué está haciendo?
—Le acompañaba el abogado. Se detuvieron en un edificio de Broad, el abogado se quedó. Marshall va hacia el sur por la diecisiete.
—Es probable que vaya a su casa. Sigue con él.
—¿Debo ser discreto?
—No. Deja que sepa que estás ahí.
Gullet pulsó de nuevo el botón y cortó.
—Tendría que arrestar a Daniels —insistí.
—Tiene razón en una cosa. Todo lo que apunta a Marshall es circunstancial, pero nada de lo que me dice de Daniels es mejor. —Gullet se levantó—. Veamos lo que tiene Tybee.
El agente Tybee estaba sentado delante de uno de los dos ordenadores en una sala de la planta alta. Había pilas de páginas impresas junto al teclado.
—¿Qué tienes? —preguntó el sheriff cuando entramos en la sala.
Tybee se volvió hacia nosotros, aún tenía un aspecto de halcón más exagerado que en el exterior debido al efecto de las luces fluorescentes.
—A la vista de que los registros telefónicos de la casa de Marshall y la clínica no llevaban a ninguna parte, me pregunté: ¿dónde hace este tipo los contactos? ¿Desde un teléfono público? ¿Cuál? —Tybee se tocó la sien—. Descargué los registros de la cabina de Nassau, comprobé las llamadas hechas alrededor de la FUC para la más reciente de las PD. —Tybee era un hombre de acrónimos. Fecha del último contacto. Personas desaparecidas.
—¿Jimmie Ray Teal? —pregunté.
—Sí. La FUC de Teal fue el 8 de mayo. Comencé a buscar en la lista, relacioné números y nombres. Por fortuna, el de Nassau no es el teléfono público más popular de la ciudad. Más o menos por la mitad, encontré algo. El 6 de mayo, a las nueve y treinta. Alguien llamó al móvil perteneciente a Jasper Donald Shorter. La llamada duró cuatro minutos. El mismo número fue marcado el 9 de mayo a las dieciséis y cuatro minutos. Duró treinta y siete segundos.
—Dos días antes y uno después de la FUC de Teal —dijo Gullet—. ¿Has investigado a Shorter?
—Esto le encantará. —Tybee buscó entre las hojas—. Shorter tiene antecedentes. Estuvo seis años en las Fuerzas Aéreas, fue dado de baja del servicio después de que encontraran drogas en un paquete que enviaba a Estados Unidos desde Da Nang. La baja de un oficial es el equivalente a la expulsión de un soldado raso. Hace que la búsqueda de un empleo resulte muy difícil.
Tybee nos dio la hoja.
Gullet y yo leímos el texto. El documento era una fotocopia de la hoja de servicios de Shorter.
Jasper Donald Shorter había sido piloto en Vietnam.