Capítulo 25

La mujer nos miraba con los párpados a media asta, uno hinchado y descolorido. Tenía la piel cetrina, el pelo negro corto con mechones erizados.

—¿Conocía a Unique Montague? —le pregunté.

La mujer levantó las palmas. Tenía las uñas comidas, los codos marcados con cicatrices callosas.

—Dije que venía aquí. Nada más.

—¿Cómo lo sabe?

—Me paso media vida esperando en esta pocilga. —La mujer miró furiosa a Berry—. No importa que te estés muriendo.

—No te estás muriendo, Ronnie. —El tono de Berry era frío y despreciativo.

—Tengo gripe.

—Eres una drogata.

Me apresuré a intervenir.

—¿Habló con Unique Montague en esta clínica?

—No malgasto el aliento con locos. Oí a la chiflada hablar con un gran gato castaño. Se llamaba a sí misma Unique.

—¿Está segura?

—La oí que preguntaba. Le he dado una respuesta.

—¿Cuándo estuvo aquí?

La mujer alzó un hombro huesudo.

—¿Sabe dónde vive?

—La chiflada le dijo al gato que irían a un albergue.

—¿Qué albergue?

—¿Tengo pinta de ser una jodida asistenta social?

—Cuida tu lenguaje —le advirtió Berry.

La boca de Ronnie se cerró en una apretada línea delgada. Estiró las piernas, entrelazó las manos sobre el vientre y bajó la mirada.

El de la perilla habló sin separar la cabeza de la pared.

—¿Alguien va a atenderme, o tengo que volver a casa y enviar mis mocos en una bolsita por correo?

Berry iba a responder cuando se abrió una puerta, se oyeron pasos y un hombre entró por un pasillo a la derecha del mostrador. El hombre traía dos historias clínicas.

—Rosario, Case.

Al escuchar su nombre, el de la perilla preguntó:

—¿Es usted el médico?

—No.

La burla apareció en el rostro del muchacho.

—¿La enfermera Nancy?

—Daniels. Corey Daniels. ¿Tienes algún problema con los enfermeros?

El muchacho abrió los ojos y la burla se esfumó. Con toda razón.

Si Berry era grande, Daniels era enorme. No hablo de alto y delgado como un jugador de la NBA. Este tipo era un gigante con bata. Llevaba el pelo recogido en un moño de sumo, y tenía una hilera de tatuajes desde el bíceps hasta la muñeca.

—Lo siento, tío. —Perilla perdió todo interés en el contacto visual—. Me siento hecho una mierda.

—Vaya. —Daniels se volvió hacia Ronnie—. ¿Necesitas otra dosis, cariño?

—Tengo fiebre.

—Vale. Venid los dos conmigo.

—Señor Daniels —dije en el momento en que Ronnie y Perilla se levantaban.

—Eh. —Sorprendido como si acabase de advertir que Ryan y yo estábamos allí.

—Preguntan por una mujer llamada Unique Montague. —La voz de Berry sonó un poco más fuerte de lo necesario.

—¿Y son?

—Una forense y un poli.

—¿Tienen identificación? —le preguntó Daniels a Ryan.

Bien. El enfermero era más espabilado que la secretaria. O no. Saqué mi tarjeta de la UCCN. Ryan mostró su placa. Daniels apenas si las miró.

—Esperen mientras sitúo a estos pacientes.

«Situar» a los pacientes le llevó veinte minutos.

Daniels reapareció, y una vez más sólo se dirigió a Ryan.

—El doctor Marshall quiere que vuelva dentro de una hora para hablar en persona con usted.

—Esperaremos —dijo Ryan.

—Podría tardar más. —Daniels mantuvo la mirada fija en Ryan.

—Somos personas pacientes.

Daniels se encogió de hombros como diciendo «Usted mismo». Cuando se marchó, yo hice un intento de establecer un alto el fuego.

—¿Puedo preguntarle cuánto tiempo lleva en esta clínica, señorita Berry?

Una mirada hosca.

—¿Cuántos pacientes atienden cada semana?

—Si ésta es una entrevista de trabajo, no me interesa.

—Estoy impresionada por el compromiso de la IDM con los pobres.

Berry se llevó un dedo a los labios para hacerme callar. El gesto volvió a activar el interruptor límbico.

—Sin duda es usted una persona muy comprometida con los objetivos de la organización para hacer esta clase de trabajo.

—Soy una santa.

Me pregunté hasta qué punto sería una santa si le daba un puntapié en el culo.

—¿Ha trabajado en otras clínicas de la IDM?

Con una mirada fría, Berry me señaló las sillas de plástico.

—¿Qué pasa? ¿Estoy hablando de nuevo de una manera poco cortés? —Apenas si conseguí mantener controlada la furia.

Berry me señaló de nuevo las sillas.

El interruptor funcionó.

—¿Cómo fue? ¿La pusieron en la recepción cuando la pobre Helene desapareció?

Berry me dio la espalda.

Preparaba una frase todavía más estúpida cuando Ryan apoyó una mano en mi hombro para que me calmase. Había hecho aquello que Gullet me había avisado que no hiciese. Revelar información gratuita sin recibir nada a cambio. Furiosa, me senté en la silla junto a Ryan.

Berry se levantó para ir a cerrar la puerta principal, luego volvió a su sitio y se ocupó de su trabajo.

Pasaron diez minutos.

Apareció Perilla con una bolsita blanca. Berry lo dejó salir. Poco después fue Ronnie.

De vez en cuando alzaba la mirada y sorprendía a Berry vigilándonos. Entonces desviaba la mirada y se oía el roce del papel. La mujer parecía tener una montaña de papel.

A las siete, me levanté, caminé por la recepción y volví a sentarme.

—¿Crees que Marshall se ha largado por la puerta de atrás? —le pregunté a Ryan en voz baja.

Él negó con la cabeza.

—El mastín todavía está vigilando el frente.

—¿Crees que…?

Ryan me interrogó con la mirada.

—… debería largarme. Irme. Daniels actuó como si no estuviese aquí.

—El mastín te vio.

Lo fulminé con la mirada.

—Vale. Puede que al personal le falte don de gentes.

—La IDM tendría que buscar una oferta de dos por uno, hacer que su equipo de recepción aprendiese un poco de cortesía.

—Creía que no ibas a mencionar a Helene Flynn —comentó Ryan sin una pizca de reproche.

—No tenía intención. Daniels me cabreó. Berry me cabreó. Se me ocurrió que si habían trabajado juntas aquí, Berry y Flynn podrían haber confiado la una en la otra.

Ryan pareció indeciso.

—Podrían haber sido amigas. —Soné más petulante de lo que pretendía.

Me recliné en la silla y me mordisqueé una uña. Ryan tenía razón. Era poco probable que Berry y Flynn tuviesen mucho en común. Y, para ser sincera, tampoco lo había pensado tan a fondo. Había sido una pregunta impulsiva, provocada por la furia. Quizás había mostrado nuestras cartas sin ninguna necesidad.

—¿Quieres hablar tú con Marshall? —pregunté.

—Mi participación es del todo extraoficial. —Ryan imitó la voz monótona de Gullet.

—Crees que es una pérdida de tiempo, ¿verdad?

—Quizá. Pero desde luego disfruto viendo cómo le buscas las cosquillas a la gente.

—Estoy segura de que la mujer del bidón era Montague. Sólo quería una confirmación del personal de la clínica.

—Me disculpo por haberles hecho esperar tanto.

Ryan y yo miramos hacia la puerta del pasillo, donde había un hombre de pelo oscuro. Era de estatura mediana, musculoso, y vestía una chaquetilla blanca, pantalón gris y unos zapatos italianos que sin duda costaban más que mi coche.

—Soy el doctor Lester Marshall. Lo siento, pero mi enfermero no recordaba sus nombres.

Ryan y yo nos levantamos. Me encargué de las presentaciones, sin aclarar mucho nuestra afiliación. Marshall no preguntó. Al parecer, Daniels ya lo había hecho por nosotros.

—El enfermero dice que preguntaban por Unique Montague. ¿Puedo saber por qué?

Detrás de nosotros cesó el ruido de papeles.

—Creemos que puede estar muerta.

—Mejor será que hablemos de esto en privado. —Se dirigió a Berry—: Corey se ha marchado, Adele. Usted también puede irse. Hemos acabado por hoy.

La disposición de la planta baja sugería que la clínica había sido instalada en una casa particular. Mientras seguíamos a Marshall por el pasillo, vi dos salas de consulta, una cocina, un armario grande y un baño.

El despacho de Marshall estaba en la planta alta, quizás en lo que antes había sido un dormitorio. Había otras cuatro habitaciones que daban al pasillo, todas con las puertas cerradas.

El espacio era pequeño y el mobiliario, espartano. Una mesa destartalada, sillas de madera viejas, archivadores abollados. El aparato de aire acondicionado de la ventana apenas si conseguía mantener a raya el calor.

Marshall se sentó a la mesa. Encima había un único historial. Ninguna foto de la esposa y los hijos. Ninguna placa o talla divertida. Ningún pisapapeles o copa de una conferencia médica.

Miré las paredes. No había fotos enmarcadas. Ni un solo certificado o diploma. Ni siquiera la licencia médica del estado. Creía que era obligatorio para los médicos tenerla a la vista. Quizá Marshall la tenía colgada en una de las consultas.

Nos invitó a sentarnos con un gesto ampuloso. De cerca, vi que llevaba el pelo esculpido, no cortado, y que la calvicie aumentaba deprisa. Podía tener entre cuarenta y sesenta años.

—Como ya saben, por supuesto, las normas de confidencialidad prohíben que un profesional de la salud comparta información sobre un paciente. —Marshall mostró unos dientes regulares y de un blanco brillante.

—¿La señorita Montague era paciente de esta clínica? —pregunté.

Más dientes perfectos. ¿Fundas?

Señalé la carpeta.

—¿Me equivoco al suponer que ése es el historial médico de la señorita Montague?

Marshall acomodó la parte inferior de la carpeta en línea recta con el borde de la mesa. Tenía los dedos gruesos y las uñas mostraban el trabajo de la manicura. Los antebrazos sugerían que frecuentaba el gimnasio.

—No le pido el historial médico de la mujer —añadí—. Sólo pido la confirmación de que fue tratada aquí.

—¿Ese hecho no sería parte de la historia clínica?

—Es muy probable que la señorita Montague esté muerta.

—Dígame un poco más.

Le expliqué lo básico. Encontrada en el agua. La descomposición y la saponificación. Nada era confidencial. No era mi responsabilidad si creía que se había ahogado por accidente.

Marshall siguió sin abrir la carpeta. En la pequeña habitación calurosa olí su colonia. Olía a perfume caro. Al igual que el enfermero y la recepcionista, el tipo me sacaba de mis casillas.

—Quizá prefiera una orden de registro, doctor Marshall. Podríamos avisar a los medios, conseguir muchos minutos de televisión para la IDM, quizás incluso conseguir para usted un poco de cobertura nacional.

Marshall tomó una decisión, o quizá la decisión ya estaba tomada de antes y el buen doctor sólo había estado ganando tiempo para pensar.

—Unique Montague vino aquí para ser tratada.

—Descríbamela, por favor.

La descripción de Marshall concordaba con la mujer muerta encontrada en el bidón.

—¿Cuándo fue la última visita de la señorita Montague?

—Venía de vez en cuando.

—¿La última visita?

Marshall abrió la carpeta y con mucho cuidado alisó la tapa con la palma.

—Agosto del verano pasado. A la paciente se le suministró la medicación y se le dijo que volviese a las dos semanas. La señorita Montague no se presentó tal como se le había pedido. Por supuesto, yo no…

—¿Sabe dónde vivía?

Marshall se tomó su tiempo para buscar en el historial. Pasaba las páginas y alineaba los bordes.

—Dio una dirección de Meeting Street. Por desgracia, es una muy conocida. El Ministerio de Asistencia en Crisis.

—Un refugio.

Marshall asintió.

—¿Dio el nombre del familiar más cercano?

—La línea está en blanco. —Marshall cerró la carpeta y una vez más la alisó con la palma—. Es algo habitual con nuestra clientela. Lamento no tener tiempo de involucrarme personalmente con mis pacientes. Es lo que más me duele de la profesión que he escogido.

—¿Cuánto tiempo lleva en la clínica?

Marshall sonrió, aunque esta vez no mostró los dientes.

—Entonces, ¿hemos acabado con la señorita Montague?

—¿Qué más puede decirnos?

—La mujer quería mucho a su gato.

Marshall centró las dos mitades de su corbata. Era de seda, lo más probable de un diseñador que yo no conocía.

—Por lo general estoy en esta clínica parte de los martes, jueves y sábados. Los otros días atiendo a pacientes en otra parte. —Marshall se levantó. Nos despachaba—. Siéntanse libres de llamarme si les puedo ayudar en alguna otra cosa.

—No creo que le hayamos caído muy bien. —Ryan puso en marcha el Jeep.

—¿Qué te ha parecido? —pregunté.

—El tipo es de los que se lavan las manos.

—Es un doctor.

—Me refiero en el sentido del maniático de Howard Hughes. Te apuesto lo que quieras a que comprueba dos veces las cerraduras, cuenta los clips y ordena los calcetines por colores.

—Yo ordeno mis calcetines por colores.

—Tú eres una chica.

—Estoy de acuerdo. Marshall es demasiado pulcro. ¿Crees que sabe más de lo que dice?

—Admite que sabe más de lo que dice. Es un doctor.

—¿Y los otros?

—Grandes.

—¿Eso es todo?

—Grandes y malhumorados.

Aumenté la potencia del aire acondicionado.

—Daniels ha cumplido condena.

—¿Por qué lo dices?

—Lleva los tatuajes de la cárcel.

—¿Estás seguro?

—Confía en mí. Lo estoy.

Quizás era por el calor. Quizás el enfado por mi incapacidad para obtener resultados. Incluso Ryan me irritaba.

¿Podía ser que estuviese irritada conmigo misma por perder la calma? ¿Por qué había preguntado por Helene Flynn? ¿Mencionarla había sido una buena jugada o una metedura de pata? ¿Llegaría la mención a la IDM? ¿A Gullet?

Mi visita podía provocar un revuelo, quizá forzar una respuesta por parte de Herron, motivar a la IDM para que cooperase en la investigación para dar con el paradero de Flynn.

Por el otro lado, mi pregunta podía causarle problemas a Emma. Provocar el enojo del sheriff y empujarle a que me retirase del caso.

Al menos no había divulgado los detalles de la muerte de Unique Montague.

Pérdida de calma, pérdida de resultados.

Me recliné en el asiento para pensar. Lo estaba haciendo cuando sonó el móvil.

¿Ningún resultado? Vaya, al parecer sí teníamos resultados.