Capítulo 27

—Los polis que peinaron el escenario no encontraron nada sospechoso. Supusieron que Susie Ruth se había quedado dormida o que sufrió un ataque y se salió de la carretera.

—¿Qué edad tenía?

—Setenta y dos años. —Había desaparecido la hilaridad de la voz de Winborne.

—¿Estaba enferma? ¿Problemas coronarios? ¿Demencia?

—No, que nadie supiese.

Mi mente se había disparado. Un muerto en accidente de tráfico sin una explicación clara hubiese justificado la intervención del forense. El cadáver de Susie Ruth Aikman había sido encontrado el martes. Emma y yo habíamos pasado todo el día juntas. ¿Por qué no había mencionado la muerte de la anciana? ¿Estaba demasiado enferma? ¿Se había olvidado? ¿Había considerado que no tenía importancia?

—Escuche, no me entusiasmó lo más mínimo tener que ir a su yacimiento arqueológico. Fue la brillante idea de mi editor. Pero cuando encontró aquellos huesos… —Winborne titubeó, como si estuviese sopesando qué decir y qué callar—. He estado hurgando en algo desde hace un par de meses.

Esperé haciendo otra pausa más larga.

—No quiero hablar por teléfono. Reúnase conmigo mañana.

—Dígame dónde y cuándo.

—En la iglesia unitaria, en la esquina de Clifford y Archdale. Vaya por la calle adoquinada hasta el sendero que lleva a King. Estaré allí a las nueve. La esperaré diez minutos.

—¿Voy sola y vestida de negro?

—Sí, venga sola. Vístase como quiera.

Una vez más oí el tono de marcar. En los últimos días ocurría con frecuencia.

Mientras me preparaba para acostarme, le hablé a Ryan de la cita acordada con Winborne.

—¿Tienes que colgar una bandera en el balcón?

—Oh, sí —contesté—. Todo muy Garganta Profunda.

Ryan me quitó las bragas y las dejó a un lado.

A las nueve de la mañana crucé la reja de la iglesia unitaria. Ryan estaba al lado, en la iglesia luterana de San Juan. Un coro de campanas sonaba en la catedral y en las iglesias bautista, la Emmanuel A. M. E., la metodista unida de Bethel, la episcopal de San Miguel y la presbiteriana de First Scots. De verdad, no es un chiste que Charleston reciba el nombre de Ciudad Sagrada.

El cementerio de la iglesia tenía el aspecto de un invernadero convertido en una selva. Grandes árboles flanqueaban el sendero. Mirtos, lantanas y lirios de día dominaban el campo santo.

Winborne se encontraba en el lugar descrito. La sombra de la barba le daba a su rostro el aspecto de un cenicero sucio. ¿Mi opinión? Plancton parecía mal afeitado mucho antes de que la sombra de barba se pusiese de moda.

El periodista me observó con una sonrisa recelosa.

—Buenos días.

—Buenos días —respondí. «Más vale que lo sean» pensé, pero no lo dije.

—Escuche, sé que comenzamos con el paso cambia…

—Le agradezco que no haya publicado el artículo de Cruikshank.

—Mi editor se negó a publicarlo.

Tendría que haberlo adivinado.

—¿Qué es lo que quiere decirme?

—He estado investigando.

—Eso ya me lo dijo anoche.

Winborne miró por encima del hombro.

—Algo huele a podrido en esta ciudad.

¿De verdad había dicho «Algo huele a podrido en esta ciudad» el muy imbécil?

—¿Qué ha estado investigando, señor Winborne?

—Investigaba a Cruikshank. Ya se lo dije. Lo que no le dije es que el artículo de marzo referente a Lonnie Aikman no fue el primero. Escribí uno cuando el tipo desapareció en 2004. Cruikshank lo leyó y vino a verme.

—¿Se reunió con Cruikshank? ¿Cuándo? —Quería preguntarle cómo se había enterado de la identificación de Cruikshank, pero lo postergué para más tarde.

—El pasado marzo, Cruikshank vino a preguntarme por Lonnie Aikman. Ya me conoce, lo primero que hice fue preguntarle por qué. Cruikshank no quiso soltar prenda y yo tuve que utilizar mis poderes de persuasión.

—Rasca y pica.

—Es el nombre del juego. Además tengo olfato. —Winborne se tocó la nariz—. Si veo a un investigador privado que sigue un rastro, supongo que puede haber una historia. Comienzo a olfatear en la misma madriguera.

Un viejo apareció en el sendero, murmuró un saludo cuando pasó a nuestro lado. Ambos asentimos. Winborne observó como se alejaba, tan inquieto como un vegetariano en un matadero.

—Cruikshank me dijo que buscaba a una feligresa, una empleada en una clínica o algo así, que había desaparecido el otoño pasado, y que creía que podía haber conocido a Aikman. Yo le hablé de Lonnie, pero sospechaba. Lonnie había desaparecido en 2004. ¿Cómo era posible que esta tía lo hubiese conocido? Así que lo seguí, y por cierto, Cruikshank no frecuentaba lugares a los que hubiese ido una monja.

—¿A qué se refiere?

—Una noche acudió a una taberna de King’s. Un auténtico antro. La segunda, recorrió los bares de tías, alternó con las chicas, ya me entiende.

No tenía sentido. A Cruikshank le habían contratado para que buscase a Helene Flynn. ¿Por qué lo hizo? ¿Es que había comenzado otra de sus juergas?

—¿Cómo supo que Cruikshank estaba haciendo su trabajo? —pregunté.

Winborne se encogió de hombros.

—¿Se enfrentó a él?

La mirada de Winborne se fijó en sus zapatos, después en algún lugar por encima de mi hombro.

—La tercera noche descubrió que lo seguía.

Me imaginé la escena, Winborne con su Nikon, Cruikshank amenazándolo de muerte.

—Mantuve la calma, le dije que creía que me estaba contando un cuento, que lo seguiría hasta que me dijese la verdad.

—Cruikshank le dijo que se largase si no quería recibir una paliza —traduje.

—Vale. Lo dejé correr. ¿Y qué? ¿Tuvo ocasión de conocer al tipo?

Había visto la foto de Cruikshank, y tengo que confesarlo. Aunque no era grande, el tipo parecía fuerte y malvado. Yo también me hubiese asustado.

—¿Cuándo pasó?

—El 19 de marzo.

—¿Qué le dijo a Cruikshank de Lonnie Aikman? —pregunté.

—Le repetí lo que había dicho su madre. El tipo era un majareta, creía que agentes del gobierno le habían implantado un aparato en el cerebro. Enviaba e-mails a todo el mundo, desde el director de la perrera hasta George W. Treinta y cuatro años, desempleado, vivía con su mamá. Por cierto, una señora muy agradable.

—En su artículo describió a Aikman como un esquizofrénico. ¿Tomaba medicación?

—De vez en cuando, ya sabe cómo van esas cosas.

—¿Sabe dónde lo trataban?

—El tema nunca se planteó.

—¿No preguntó?

—No me pareció importante. —Winborne cruzó los brazos velludos sobre su enorme pecho—. Susie Ruth trabajó toda su vida para una sastrería. Quizá tenía un plan de pensiones que le permitía mantenerlo, debido a su incapacidad.

—¿Trabajaba en el momento de la desaparición de Lonnie?

—Llevaba años retirada. —Winborne se metió la mano en uno de los bolsillos traseros del pantalón, sacó una copia del artículo de 2004 y lo desplegó antes de dármelo.

—El niño de mamá Aikman.

El texto no añadía nada más a lo escrito en el siguiente artículo de Winborne. La foto sí que me llamó la atención.

Los ojos de Lonnie Aikman eran oscuros y luminosos, la boca ancha, y los labios entreabiertos dejaban ver los dientes muy separados. El pelo largo hasta los hombros. Pendientes en los lóbulos. Aikman parecía tener unos diecisiete años.

—¿De cuándo es esta foto?

—El tipo tenía la fantasía de que la CÍA le controlaba el cerebro. No dejaba que nadie le hiciese fotos, destrozó todas las antiguas que pudo encontrar. Ésta se copió de una del instituto que Susie Ruth tenía oculta. —Winborne flexionó los dedos—. Ahora usted. Diga, ¿qué pasa con Cruikshank?

Sopesé mis palabras con cuidado.

—Por sus archivos, parece que Cruikshank estaba investigando las desapariciones de personas en el área de Charleston. Algunas eran drogadictas o prostitutas, otras, no.

—Las putas y los drogatas desaparecen continuamente. —Winborne hablaba como la ofendida propietaria de Cleopatra, Isabella Halsey—. Dígame quién es quién.

Saqué un hoja de papel y le leí los nombres que había copiado de mi lista. No mencioné los nombres de Unique Montague y Willie Helms.

—Rosemarie Moon, Ruby Anne Watley, Harmon Poe, Parker Ethridge, Daniel Snype, Jimmie Ray Teal, Matthew Summerfield.

—Y la mujer de la iglesia. ¿Cómo dijo que se llama?

—Helene Flynn.

—Una de esas dispuesta a salvarles el culo a todo el mundo, ¿no?

—De la IDM.

—En mi opinión, estos cristianos son como un grano en el culo. Jimmie Ray Teal y el chico del concejal, Matthew Summerfield, aparecieron en las noticias, así que conozco sus nombres, pero los demás… —Winborne se encogió de hombros y frunció los labios.

Le ofrecí la hoja con los nombres.

—¿Recuerda algo más de Aikman?

—No era lo que se dice el reportaje del año.

—¿Alguna vez oyó hablar de un tipo llamado Chester Pinckney? —pregunté llevada por un súbito impulso.

Winborne sacudió la cabeza.

—¿Por qué?

—Puede que Cruikshank lo conociese. —No compartí el hecho de que el billetero de Pinckney había sido encontrado en la chaqueta del investigador—. Llámeme si recuerda algo más —añadí, intrigada por saber por qué esta conversación había necesitado de un encuentro clandestino.

Ya me había alejado un par de pasos cuando la voz de Winborne me detuvo.

—Cruikshank dejó escapar una cosa.

Me volví.

—Dijo que había tropezado con algo mucho más importante que la desaparición de una trabajadora de la iglesia.

—¿A qué se refería?

—No lo sé, pero en cuestión de meses encontraron a Cruikshank colgado de un árbol. —Winborne miró de nuevo por encima del hombro—. Y ahora encuentran muerta en su coche a Susie Ruth Aikman.

En cuanto Ryan y yo llegamos a casa, encendí el ordenador y abrí el archivo donde había guardado las imágenes del CD de Cruikshank. Pete se unió a nosotros cuando mirábamos las fotos. Sentí la presencia de ellos a mi lado, cada uno tan airado como un alce en celo.

Si bien unas pocas imágenes mostraban un ligero parecido con Lonnie Aikman, ninguna de las personas que entraban o salían de la clínica era él. No tenía nada de particular. La foto de Susie Ruth tenía como mínimo quince años de antigüedad, y en la fotocopia de Winborne no se veían los detalles. Y por si fuera poco, la mayoría de los sujetos de las fotos no miraban a la cámara. Los rostros que eran visibles se convertían en manchas irreconocibles al ampliarlas.

Mientras buscábamos, Pete y Ryan mantenían un duelo de sarcasmos, sin que la cortesía desapareciese de sus voces. Al cabo de una hora me harté del duelo y me fui a mi habitación para marcar de nuevo el número de teléfono de Nelson Teal. Mis esfuerzos no tuvieron recompensa.

En mi ausencia, Pete había preparado unos bocadillos y Ryan había llamado a Lily. Su hija no atendió la llamada. Después había llamado a Lutetia, quien le confirmó que Lily estaba bien, pero seguía rehusando hablar con su padre.

A mediodía nos reunimos en la cocina, y comenzó de nuevo la justa entre los dos hombres. A mitad de la comida, no pude más.

—Os estáis comportando como dos prófugos de un instituto para criminales inmaduros.

Los dos pusieron cara de ángeles.

—¿Qué tal si todos nos tomamos un descanso? Va a ser un fin de semana largo, una salida será vigorizante. —No podía creer que lo estuviese diciendo, pero las continuas pullas me sacaban de quicio.

—Pete, vete a jugar otros dieciocho hoyos. Ryan, iremos a la ciudad y convenceremos a Emma para que pase el día en la playa.

Nadie discutió.

Nos llevó veinte minutos convencer a Emma.

El sol ardía, el cielo era de un azul cerúleo y sin una sola nube. Cuando llegamos, los domingueros adoradores del sol ya estaban todos en la playa, tumbados en las toallas y las tumbonas, ocupados en destruirse la epidermis.

Emma y yo alternamos entre flotar en los colchones neumáticos y caminar por la playa, con la espuma de las olas alrededor de los tobillos. Muy arriba, los pelícanos volaban en formación. De vez en cuando, un miembro de la escuadrilla plegaba las alas y se lanzaba en picado. Los afortunados salían a la superficie con un pez, los que no, lo hacían con el agua chorreando del pico.

Mientras paseábamos, le relaté mis conversaciones con Gullet y Winborne, y le pregunté si podía trabajar en la morgue por la mañana. Emma me aseguró que se ocuparía de la autorización. Aunque me sentí tentada, no pregunté por Susie Ruth Aikman. Tampoco abordé el espinoso tema del muerto en el crucero que había leído en el artículo sobre Aikman escrito por Winborne.

Ryan pasó las horas leyendo una novela de Pat Conroy bajo una sombrilla enorme que habíamos encontrado en casa de Anne. De vez en cuando, se aventuraba a darse un baño. Nadaba alternando las brazadas de crol con un estilo de espalda franco-canadiense. Después se secaba, se ponía crema protectora y volvía a la silla.

Para cuando emprendimos el regreso a Sea for Miles, el color de Emma se acercaba al normal. Ryan había pasado del blanco gallina al fucsia.

Después de ducharme, los tres fuimos a Melvin’s para comer una barbacoa, y luego llevamos a Emma a su casa. Fue una tarde frívola, tranquila y del todo relajante.

Por cierto, muy oportuna. Fin de semana largo o no, estaba a punto de acertar el triplete de Gullet.