Capítulo 10

—El carné de conducir es del gran estado de Carolina del Sur. —Gullet rascó el plástico un poco más, se levantó las gafas hasta la coronilla y movió el billetero a un lado y a otro—. Es imposible que este pobre tipo sea Matthew Summerfield. —Le pasó el billetero a Miller.

La investigadora del forense imitó los movimientos del sheriff.

—Tiene toda la razón. —Miller me ofreció el billetero—. La letra es demasiado pequeña para estos viejos ojos.

Si bien la foto estaba muy deteriorada, no había ninguna duda de que el hombre de la fotografía no era un adolescente. Tenía las facciones fofas. Usaba gafas de montura negra y el poco pelo que le quedaba lo llevaba aplastado en el cráneo. Forcé la mirada para distinguir las letras a la derecha de la foto.

—El nombre parece ser Chester y algo Pinney. Quizá Pickney, o Pinckney. El resto es ilegible —dije.

Miller abrió una bolsa de pruebas y dejé caer el billetero en el interior. Le dio la bolsa a Gullet.

—Si no tiene ninguna objeción, llevaremos los restos mortales de este caballero a la morgue. La señorita Rousseau querrá descubrir quién es y notificarlo al familiar más próximo cuanto antes.

Miller consultó su reloj. Todos hicimos lo mismo, cachorros de Pavlov.

—Son casi las siete —dijo Gullet—. Esta noche no pasará nada más.

El sheriff se despidió de nosotras con un gesto, se acomodó las ggafas de sol en el puente de la nariz, llamó a su perro con un silbido y se alejó hacia la carretera.

Mientras su colega cortaba y guardaba el resto de la cuerda, Miller y yo comprobamos que no se podía conseguir más información de la escena. En lo alto las hiedras y el musgo seguían susurrando. Zumbaban los mosquitos. Las ranas croaban desde la oscuridad de la charca.

El cielo comenzaba a mostrar los colores del ocaso cuando Miller cerró las puertas traseras de la furgoneta. Tenía el rostro marcado por las picaduras de los insectos, y la transpiración oscurecía la pechera y la espalda de la camisa.

—No tardaré en llamar a Emma —le dije—. La pondré al corriente.

—Gracias, cariño. Una cosa menos de la que preocuparme.

Llamé desde la carretera. Emma atendió al tercer timbrazo, con su voz débil e irritada. Le expliqué todo lo ocurrido.

—No sé cómo agradecértelo.

—No es necesario.

—Los Summerfield se sentirán tranquilos.

—Sí —asentí, sin mucho entusiasmo. Un escenario habitual. Una familia recibe la buena noticia, y otra la mala.

Oí que respiraba hondo, luego nada.

—¿Qué?

—Has hecho tanto.

—Tampoco es para exagerar.

—No quiero pedírtelo.

—Pide.

Una pausa, y después:

—Mañana tengo sesión de tratamiento, yo…

—¿A qué hora?

—La cita es a las siete.

—Te pasaré a buscar a las seis y media.

—Gracias, Tempe. —El alivio en su voz casi me hizo llorar.

De nuevo llegué a casa envuelta en el olor de la muerte. Así que me dirigí sin demora a la ducha exterior y me quedé bajo el chorro de agua todo lo caliente que podía soportar, ocupada en enjabonarme y frotarme una y otra vez.

Boyd me recibió con su entusiasmo habitual, se puso a dos patas, corrió trazando ochos alrededor de mis piernas. Birdie lo observaba con aire de reproche. Quizá de desprecio. Es difícil saberlo con los gatos.

Después de vestirme, llené los cuencos de comida y puse en marcha el contestador. Ryan no había llamado. Tampoco había dejado un mensaje en el móvil. El coche de Pete no estaba en el camino de entrada. Aparte de Birdie y el chow, el lugar estaba desierto.

En cuanto descolgué su correa Boyd se volvió loco, corrió en círculos por la cocina y acabó con las patas delanteras estiradas en el suelo y los cuartos traseros apuntando al cielo. Me lo llevé a dar un largo paseo por la playa.

Al volver a casa, busqué mensajes en los dos teléfonos. Nada.

—¿Llamo a Ryan? —le pregunté a Boyd.

El chow movió los pelos de las cejas y ladeó la cabeza.

—Tienes razón. Si está dolido le daremos espacio. Si está ocupado, llamará cuando pueda.

Subí a mi habitación, abrí la puerta ventanera y me tumbé en la cama. Boyd se acomodó en el suelo. Permanecí despierta mucho rato, entretenida en escuchar el rumor de las olas mientras el olor del océano me penetraba.

En algún momento, Birdie subió a la cama y se acurrucó a mi lado. Pensaba en comer algo cuando me quedé dormida.

Gullet acertó. Aquella noche no pasó nada más.

—¿Pinckney?

Poco después de las once de la mañana, Emma y yo nos encontrábamos en la sala de tratamientos en una clínica a dos calles al este del hospital principal. Emma vestía una bata de hospital. Tenía insertada la aguja del suero en el brazo izquierdo. Con la mano derecha sujetaba el móvil junto a la oreja. Derecho del forense. Dispensada de la prohibición de usar el móvil.

—¿Teléfono fijo? —preguntó Emma.

Pausa.

—¿Cuál es la dirección?

Pausa.

—Lo sé. Me pasaré por allí más o menos dentro de una hora.

Emma terminó la llamada y me informó.

—Chester Tyrus Pinckney.

—Estuve cerca —dije.

—Tiene el teléfono cortado, pero la dirección no está muy lejos de Rockville.

—¿Eso no cae por el sur? ¿Por Kiawah y Seabrook?

—La isla de Wadmalaw. Es una zona muy rural.

Reflexioné.

—El señor Pinckney recorrió un largo camino para colgarse.

Antes de que Emma pudiese responder, entró una mujer en la habitación. Vestía una bata blanca y llevaba una carpeta en una mano. Su rostro era amable pero neutro.

Emma me la presentó como la doctora Nadja Lee Russell. A pesar de la valentía que había demostrado durante toda la mañana, la voz traicionaba su nerviosismo.

—Tengo entendido que tuvo un desmayo —dijo Russell.

—Sólo fatiga —precisó Emma.

—¿Perdió el conocimiento?

—Sí —admitió Emma.

—¿Le había pasado antes?

—No.

—¿Fiebre? ¿Náuseas? ¿Sudores nocturnos?

—Algo.

—¿Algo de cuál de ellos?

—De todos los citados.

Russell tomó nota, pasó unas cuantas hojas del historial. El zumbido de los fluorescentes era el único ruido.

La doctora continuó leyendo. El silencio se hizo ominoso. Sentí unas manos heladas que me oprimían el pecho. Era como esperar un veredicto. Vivirás. Morirás. Estás mejor. Estás peor. Me obligué a sonreír.

Russell acabó por hablar.

—Me temo que no tengo buenas noticias, Emma. Los resultados no muestran toda la mejoría que esperaba.

—¿Han bajado?

—Digamos que no estoy viendo el nivel de progresos que deseaba.

La habitación pareció cerrarse alrededor. Sujeté la mano de Emma.

—¿Y ahora qué? —La voz de Emma sonó carente de toda expresión. Su rostro se había vuelto rígido.

—Continuaremos —respondió Russell—. Cada paciente es un caso aparte. En algunos, el tratamiento tarda más en hacer efecto.

Emma asintió.

—Es una persona joven y fuerte. Continúe trabajando si lo desea.

—Lo haré.

Los ojos de Emma siguieron la marcha de Russell fuera de la habitación. En ellos vi miedo y tristeza. Pero sobre todo vi desafío.

—Ya puedes apostar tu bonito culo a que seguiré trabajando.

Los folletos turísticos describen Wadmalaw como la más virgen de las islas de Charleston. En este caso, también es la menos atractiva.

Desde el punto de vista técnico, Wadmalaw es una isla separada de tierra firme por los ríos Bohicket y North Edisto. Pero Wadmalaw está aislada del océano por sus exclusivas islas «barrera» vecinas al sur y al este: Kiawah y Seabrook. La buena noticia es que Wadmalaw es estable, y en contadas ocasiones sufre los embates frontales de un hhuracán. La mala es que no tiene playas de arena. La superficie de Wadmalaw es un batiburrillo de bosques y pantanos, ecozonas muy poco atractivas para los turistas y los compradores de casas de veraneo.

Se han edificado algunas casas de cierta categoría, pero los habitantes de Wadmalaw son en su mayoría agricultores, pescadores, cangrejeros y camaroneros. La única atracción de la isla es la Charleston Tea Plantation. La plantación de té, que se remonta a 1799, se precia de ser la más antigua de Estados Unidos. Pero quizá sea porque es la única que hay en el país.

Sin embargo, ¿quién sabe? Si las tortugas y los lagartos alguna vez captan el interés de los ecoturistas, Wadmalaw será el paraíso.

La pequeña ciudad de Rockville está en el extremo sur de Wadmalaw. Emma y yo nos dirigimos más o menos en dirección a esta metrópolis al salir de la clínica.

De camino al coche, intenté abordar el tema del LNH. Emma dejó claro que estaba fuera de la orden del día. En un primer momento, su actitud me irritó. ¿Por qué quería mi compañía si después me excluía? Claro que ¿no me comportaría yo de la misma forma? ¿Anular la debilidad negándome a validarla con la palabra? No estaba segura, pero cedí a los deseos de Emma. La enfermedad era cosa suya.

Conduje. Emma iba de acompañante. Sus indicaciones nos llevaron al sudoeste a través de las islas James y Johns, a continuación tomamos la autopista Maybank y luego fuimos por Bears Bluff Road. Excepto por las indicaciones, y algunos comentarios referentes a las señales, viajamos en silencio, acompañadas por el ruido del aire acondicionado y el chasquido de los insectos que acababan aplastados en el parabrisas.

Por fin Emma me indicó que tomase por una carretera secundaria bordeada de robles recubiertos de musgo. Un poco más adelante viramos a la derecha y, recorridos unos cuatrocientos metros, giramos a la izquierda por un camino de tierra surcado por las rodadas.

Unos árboles muy viejos se inclinaban a ambos lados sobre el camino, atraídos a lo largo de décadas por la cinta de sol creada por la abertura de la ruta. Más allá de los árboles había zanjas llenas de agua de un color verdinegro a causa de las algas.

Aquí y allá, los buzones destartalados señalaban la entrada de caminos particulares que se perdían serpenteantes a un lado y otro. Por lo demás, la vegetación formaba como un dosel sobre el angosto camino, y yo tenía la sensación de estar conduciendo por un agujero de gusano verde en el espacio.

—Allí.

Emma me señaló un buzón. Aparqué a un lado.

Las letras metálicas formaban una línea irregular; eran de aquellas que se compran en la ferretería y se pegan. PINCKNEY.

En el suelo, un cartel pintado a mano estaba apoyado en el poste del buzón. «Se venden conejos. Buen cebo».

—¿Qué cazas con conejos?

—La tularemia, ya sabes, la fiebre de los conejos —respondió Emma—. Gira aquí.

A unos treinta metros, los árboles daban paso a la maleza. Otros diez y nos encontramos en un pequeño claro de tierra.

Ningún promotor había plasmado aquí su sueño. No había ningún complejo. Ninguna pista de tenis. Ni rastro de Dickie Dupree.

Una casa de madera pequeña ocupaba el centro del claro, rodeada por las habituales pilas de neumáticos viejos, piezas de coche, herramientas de jardín y aparatos electrodomésticos oxidados. La casa era de una sola planta y estaba montada sobre unos pilares de ladrillo ruinosos. La puerta principal estaba abierta, sin que pudiese ver nada más allá de la puerta mosquitera.

Había un cable de acero tendido entre dos postes en el lado derecho del claro. Del cable colgaba una correa con un collar estrangulador en un extremo.

A la izquierda había una casilla de madera que a duras penas se aguantaba. Supuse que era el hogar de los desafortunados conejos.

Vi como Emma respiraba hondo. Sabía cuánto detestaba lo que estaba a punto de hacer. Salió del coche. La seguí. El aire caliente estaba cargado de humedad y del olor de la vegetación en descomposición.

Esperé al pie de las escaleras mientras Emma subía a la galería. Mantuve la mirada alerta a la aparición de un pitbull o un rottweiler. Soy amante de los perros, pero realista. El encuentro con perros rurales y forasteros suele acabar con puntos de sutura e inyección antirrábica.

Emma llamó.

Un gran pájaro negro soltó un graznido y remontó el vuelo desde la casilla. Lo observé en su ascenso en espiral y vi como desaparecía más allá de los pinos detrás del claro.

Emma llamó de nuevo.

Oí una voz masculina, y luego el rechinar de unas bisagras oxidadas.

Miré de nuevo hacia la casa.

Me encontré mirando a la última persona que esperaba ver.