Capítulo 6

Después de desayunar, Pete se marchó para hacer sus primeras averiguaciones en la IDM. Me instalé en la galería con Boyd a mis pies y veinte libretas azules en el regazo.

Quizá fuera el océano. Tal vez la calidad de los exámenes. Me costaba mucho concentrarme. No dejaba de visualizar la tumba de Dewees. Los huesos en la mesa de autopsias. La expresión dolida de Emma.

Emma había comenzado a hablar delante del hospital, y luego había cambiado de opinión. ¿Había estado a punto de explicarme lo que le habían dicho por teléfono? No cabe duda de que la llamada la había alterado. ¿Por qué?

¿Había estado dispuesta a decir algo acerca del esqueleto? ¿Estaba reteniendo información? Poco probable.

Continué con las calificaciones hasta que no pude más. Poco después de la una consulté la tabla de mareas, me calcé las Nike y caminé unos tres kilómetros por la playa con Boyd. No era temporada alta, así que la prohibición contra los «perros sueltos» no se aplicaba con rigor. El chow entraba y salía de la marea mientras yo caminaba por la arena dura que dejaba la retirada. Los correlimos no se mostraban entusiasmados en lo más mínimo con nuestra presencia.

A la vuelta crucé hasta Ocean Boulevard y compré los periódicos dominicales. Una ducha rápida, y luego Boyd y yo hicimos inventario de las contribuciones de Pete a la despensa.

Seis variedades de embutidos, cuatro quesos, pepinillos y pan de tres variedades: trigo, centeno y cebolla. Ensalada de col, de patatas y más bolsas de patatas fritas que la fábrica de Frito-Lay.

Pete podía tener muchas carencias, pero el hombre sabía cómo llenar una despensa.

Elaboré una obra de arte con jamón, queso y ensalada de col con mayonesa sobre una rebanada de pan de centeno, abrí una Coca-Cola light y me lo llevé todo, junto a los periódicos, a la galería.

Pasé una hora y media deliciosa con The New York Times, y eso sin contar los crucigramas. Todas las noticias que merecen publicarse. No se puede ser más feliz.

Boyd dormitaba a mis pies después de haberse comido todas las cortezas y el jamón que había estado dispuesta a compartir.

Cuando llevaba diez minutos con el Post and Courier casi devolví el sándwich.

La sección local. Página cinco, debajo del pliegue.

CADÁVER ENTERRADO EN UNA PLAYA

Charleston (C del S). Los estudiantes de arqueología que excavaban en un yacimiento en la isla de Dewees encontraron esta semana algo más que indios muertos. El grupo, dirigido por la doctora Temperance Brennan, del Departamento de Antropología de la UNC-Charlotte, tropezó con una tumba reciente ocupada por un cadáver muy moderno.

Brennan rehusó comentar el macabro hallazgo, pero los restos parecen ser los de un adulto. Según Topher Burgess, uno de los estudiantes, el cuerpo había sido envuelto en su ropa y enterrado a menos de sesenta centímetros de la superficie. Burgess calcula que la tumba tuvo que ser cavada en algún momento de los últimos cinco años.

Si bien no se llamó a la policía para que acudiese al lugar, la forense del condado de Charleston consideró el descubrimiento lo suficientemente importante como para supervisar en persona la excavación de la tumba. Rousseau, reelegida en dos ocasiones, ha sido criticada no hace mucho por la actuación de la Oficina del Forense por un dictamen erróneo en el caso de un fallecimiento a bordo de un crucero el año pasado.

Después de desenterrados, los restos sin identificar fueron llevados desde Dewees hasta la morgue de la MUSC. El personal de la morgue rehusó comentar el caso.

Reportaje especial para el Post and Courier de Homer Winborne.

Una foto en blanco y negro granulosa mostraba mi rostro y el trasero de Emma. Estábamos a gatas en Dewees.

Volé al interior de la casa con Boyd pegado a mis talones. Cogí el primer teléfono a mano y marqué el número. Mis movimientos eran tan violentos que necesité dos intentos.

Me respondió el contestador automático de Emma.

—Hijoputa.

Esperé a que acabase el mensaje, caminando de una habitación a otra.

Piiii.

—¿Has visto el periódico de hoy? ¡Qué día! ¡Salimos en las noticias!

Entré en el solario y me desplomé en el sofá. Me levanté. Birdie saltó al suelo y desapareció de la vista.

—¡Olvídate del Moultrie News! ¡Winborne ha encontrado su filón! El Charleston Post and Courier. ¡El chico va camino de la cumbre!

Sabía que le estaba gritando a una máquina. No podía contenerme.

—No me ex….

—Estoy aquí. —La voz de Emma sonaba pastosa, como si la hubiese despertado.

—No me extraña que el muy gusano entregase la Nikon. Tenía una cámara de reserva. ¡Quizá todo un lote!

—Tempe.

—¡Una réflex en los calzoncillos! ¡Un gran angular en la punta del bolígrafo! ¡Una cámara de vídeo atada a la polla! ¿Quién sabe? ¡Puede que nos llamen de Court TV!

—¿Has acabado? —preguntó Emma.

—¿Lo has visto?

—Sí.

—¿Y? —Pensé en destrozar el teléfono.

—¿Y qué?

—¿No estás furiosa?

—Claro que estoy furiosa. Tengo un culo enorme. ¿Has acabado de chillar?

Era eso, por supuesto. Chillar.

—Nuestra meta es identificar el esqueleto. —La voz de Emma sonaba apagada—. La publicidad podría ayudarnos.

—Eso fue lo que dijiste el viernes.

—Y lo que digo ahora.

—El artículo de Winborne podría alertar al asesino.

—Si es que hay un asesino. Quizás este tipo murió de una sobredosis. Puede que sus amigos se asustasen y acabaran por enterrar el cadáver donde creyeron que no lo encontrarían. Quizá lo único que tenemos es una violación del capítulo diecisiete.

—Vale. Y eso qué es.

—Enterramiento de un cadáver de manera incorrecta. Escucha. Es probable que alguien eche de menos a ese tipo. Si ese alguien es de por aquí, puede que lea la noticia y llame. Admítelo. Sólo estás cabreada porque Winborne nos la jugó.

Levanté una mano en un gesto de «No me puedo creer lo que estoy oyendo».

Cuando se siente intrigado, Boyd riza los pelos de las cejas. Lo hizo ahora desde la seguridad del umbral.

—Te veré mañana por la mañana —se despidió Emma.

Subí las escaleras, fui al baño y apoyé la frente en el espejo. El cristal se notaba fresco en mi piel acalorada.

¡Malditos reporteros entrometidos! ¡Maldito Winborne!

Respiré hondo y solté el aire poco a poco.

Tengo mi temperamento. Lo admito. De vez en cuando, el temperamento me lleva a una reacción excesiva. También lo admito. Detesto esos episodios. Y detesto a aquellos que son capaces de apretar ese interruptor en mi cabeza.

Emma tenía razón. El artículo era inofensivo. Winborne hacía su trabajo y había sido más listo que nosotras.

Una vez más, respiré hondo.

No estaba furiosa con Winborne. Estaba furiosa conmigo misma por haber sido engañada por Plancton.

Bien erguida, me miré en el espejo para evaluarme.

Ojos color avellana, brillantes, algunos dirían que intensos. Patas de gallo, pero todavía mostrando mi mejor imagen.

Pómulos altos, la nariz un tanto pequeña. La mandíbula firme. Unas cuantas canas, pero el castaño color miel todavía está al mando.

Retrocedí un poco para verme de cuerpo entero.

Un metro sesenta y tres. Sesenta kilos.

En conjunto, no estaba mal teniendo en cuenta que el marcador de vida señalaba más de cuarenta.

Miré los ojos en el reflejo. Una voz conocida sonó en mi cerebro. «Haz tu trabajo, Brennan. No hagas caso de las distracciones y concéntrate. Hazlo. Haz lo que sabes hacer. Hazlo».

Boyd se acercó y me tocó la rodilla con el hocico. Le dirigí mi siguiente comentario.

—Que le den morcilla a Winborne. Y a su artículo. —Los pelos de las cejas enloquecieron.

Boyd levantó el hocico para demostrarme su total acuerdo. Le palmeé la cabeza.

Me lavé la cara, me maquillé, me recogí el pelo en un moño y bajé las escaleras de dos en dos. Estaba llenando los cuencos de los animales cuando se oyó el golpe de la puerta principal.

—¡Cariño! ¡Estoy en casa!

Pete apareció con más bolsas del supermercado.

—¿Preparas una fiesta para toda tu unidad de marines?

Pete me dedicó un saludo y respondió con el lema del cuerpo de marines.

—Semper Fi.

—¿Cómo te ha ido con Herron? —Saqué un bote de arenque en escabeche de una de las bolsas y lo guardé en la nevera.

Pete pasó un brazo junto a mí, lo metió en la nevera, cogió una botella de Sam Adams y le quitó la tapa en el tirador de un cajón.

Me tragué el reproche. Los molestos hábitos de Pete ya no eran mi problema.

—Dediqué mi tiempo a hacer un reconocimiento —respondió Pete.

—No pudiste acercarte a Herron —traduje.

—No.

—¿Qué hiciste?

—Presencié muchísimos rezos y alegres cantos en homenaje al Señor. Cuando se acabó el espectáculo, mostré la foto de Helene a unos cuantos fieles.

—¿Y?

—Son un rebaño muy poco observador.

—¿Nadie la recordaba?

Pete sacó una instantánea del bolsillo y la dejó en la mesa. Me acerqué para mirarla.

La imagen era borrosa, la ampliación de la foto del carné de conducir o del pasaporte. Una joven miraba a la cámara sin sonreír.

Helene no era bonita, sus facciones eran regulares de una manera un tanto sosa. Llevaba el pelo peinado con raya en medio y recogido en un moño en la nuca.

Tuve que admitirlo. Helene Flynn tenía muy poco que la distinguiese de otro millar de mujeres de su edad.

—Después tuve una charla con la casera de Helene —me explicó Pete—. No me enteré de gran cosa. Helene era cortés, pagaba el alquiler puntualmente, no recibía visitas. Sí que me comentó que la muchacha parecía inquieta hacia el final. Sin embargo, la marcha de Helene la pilló por sorpresa. Hasta que no recibió el sobre con el dinero del último mes de alquiler, no tenía idea de que fuese a marcharse.

Miré de nuevo el rostro en la foto. Tan fácil de olvidar. Las descripciones de los testigos serían inútiles. Estatura mediana. Peso mediano. Ningún recuerdo del rostro.

—¿Flynn no tenía ninguna otra foto de su hija? —pregunté.

—Ninguna posterior al instituto.

—Curioso.

—Flynn es un tipo curioso.

—Dijiste que contrató a un investigador.

—Un poli retirado de Charlotte-Mecklenburg llamado Noble Cruikshank.

—¿Cruikshank desapareció sin más?

—Dejó de enviar informes y de responder a las llamadas telefónicas. Investigué un poco. Cruikshank no estaba en la lista para poli del mes en el departamento. Lo invitaron a dejar el cuerpo en el noventa y cuatro por abuso de sustancias.

—¿Cuál era su preferida?

—El bourbon a palo seco. Cruikshank tampoco fue candidato a Investigador Privado del Año. Al parecer, ha hecho el numerito de la desaparición con otros clientes. Acepta un trabajo, cobra un adelanto y se va de juerga.

—¿No pueden retirarle la licencia a un investigador privado por hacer algo así?

—Por lo visto, Cruikshank no cree en el papeleo. Otro de sus problemas con el Departamento de Policía de Charlotte-Mecklenburg.

—¿Flynn no sabía que Cruikshank bebía y que no tenía licencia?

—Flynn lo contrató a través de Internet.

—Arriesgado.

—El anuncio de Cruikshank dice que está especializado en personas desaparecidas. Es lo que necesitaba Flynn. También le gustó la idea de que Cruikshank trabajaba en Charlotte y Charleston.

—¿Cuándo lo contrató?

—El pasado enero. Un par de meses después de que Helene desapareciese. Flynn cree que su última conversación fue a finales de mmarzo. Cruikshank dijo que la investigación avanzaba, aunque no dio más detalles. A partir de entonces, nada.

—¿Adónde iba Cruikshank en sus escapadas anteriores?

—Una vez a Atlantic City. Otra a Las Vegas. Pero no todos los clientes de Cruikshank se mostraron descontentos. La mayoría de los que entrevisté manifestaron que habían obtenido un buen servicio por su dinero.

—¿Cómo los encontraste?

—Cruikshank le dio a Flynn una lista de referencias. Comencé con esos nombres y recogí otros nuevos a medida que investigaba.

—¿Qué sabes de las últimas actividades de Cruikshank?

—Nunca cobró el último talón que le envió Flynn. Era el pago de febrero. No se han producido operaciones con su tarjeta de crédito ni en la cuenta bancaria desde marzo. Le debe más de dos mil cuatro cientos dólares a la tarjeta, y tiene cuatrocientos cincuenta y dos dólares en la cuenta. La última factura de teléfono se pagó en febrero. Han cerrado la cuenta.

—Debe de tener un coche.

—Paradero desconocido.

—¿Móvil?

—Desconectado a principios de diciembre por falta de pago. No es la primera vez que le ocurría.

—¿Un investigador privado sin móvil en estos tiempos?

Pete se encogió de hombros.

—Quizás el tipo trabajaba solo. Hacía todas las llamadas desde casa.

—¿Familia?

—Divorciado. Sin hijos. El divorcio no fue amistoso. La esposa se casó de nuevo y no ha sabido nada de él en años.

—¿Hermanos? ¿Hermanas?

Pete sacudió la cabeza.

—Cruikshank era hijo único y sus padres fallecieron. Hacia el ffinal de su carrera en la policía se había convertido en un tipo solitario y no trataba con nadie.

Volví a la IDM.

—Si no puedes hablar con Herron, ¿cuál será tu siguiente paso?

Pete señaló el techo con un dedo.

—No temas, bella dama. El Sabio Letón acaba de entrar en la carrera.

Pete estudiaba derecho cuando nos conocimos. Por aquel entonces ya utilizaba ese apodo. Nunca supe quién lo inventó. Sospechaba que había sido él mismo.

Puse los ojos en blanco, volví a ocuparme de las compras y guardé un paquete de queso feta en la nevera.

Pete echó la silla hacia atrás y apoyó los tacones en el borde de la mesa.

Fui a protestar. No era mi problema. ¿El de Anne? Ella lo había invitado.

—¿Qué tal tu día, bombón?

Cogí el Post and Courier, lo tiré sobre la mesa y señalé.

Pete leyó el artículo de Winborne.

—Vaya, bonito título.

—Pura poesía.

—Interpreto que no te ha hecho ninguna gracia que el chico hablase con la prensa.

—No me ha hecho ninguna gracia nada de todo esto.

Ni siquiera había pensado en Topher. ¿Cuándo le había abordado Winborne? ¿Cómo había convencido a Topher para que hiciese una declaración?

—La foto no está mal.

Fulminé a Pete con la mirada.

—¿De qué va esta historia del crucero donde tu amiga se equivocó?

—No lo sé.

—¿Se lo preguntarás?

—Por supuesto que no.

Pimientos asados, paté de salmón y helados a la nevera y el congelador. Chocolate y pistachos a la alacena. Después me volví hacia Pete.

—Un hombre ha muerto. Su familia todavía no lo sabe. Considero el artículo de Winborne como una invasión de la vida privada de la familia. ¿Estoy equivocada?

Pete se encogió de hombros. Se acabó la cerveza.

—Las noticias son las noticias. ¿Sabes qué necesitas?

—¿Qué? —Recelosa.

—Una merienda al aire libre.

—Comí un sándwich a las tres.

Pete devolvió la silla a la posición normal, se puso de pie, me hizo girar por los hombros y me empujó con suavidad fuera de la cocina.

—Ve a ocuparte de los exámenes o de lo que sea. Reúnete conmigo en el cenador a las ocho.

—No lo sé, Pete.

No lo sabía. Todas las células en el fondo de mi cerebro estaban ondeando una bandera roja de peligro.

Pete y yo habíamos estado casados durante veinte años, y sólo llevábamos separados unos pocos. Si bien nuestro matrimonio había planteado muchos desafíos, la atracción sexual nunca había sido uno de ellos. Empezamos a hacerlo cuando éramos recién casados y todavía podíamos estar haciéndolo.

Sólo con que no lo hubiese hecho fuera de la reserva.

Mi visión libidinosa de Pete me preocupaba. Las cosas iban bien con Ryan. No quería hacer nada que pudiese comprometer aquello. Y la última vez que Pete y yo habíamos pasado una velada juntos, habíamos acabado como unos adolescentes en el asiento trasero de un Chevy.

—Yo sí lo sé —dijo Pete—. Largo.

—Pete…

—Tienes que comer. Yo tengo que comer. Comeremos juntos y eso incluye un poco de arena.

Hay algo en lo más profundo de mi psique que vincula la comida con la interacción humana. Cuando estoy sola en casa, vivo de comida para llevar o platos precocinados. Si estoy de viaje, pido que me sirvan la comida en la habitación y ceno con Letterman, Oprah o Raymond.

Tener compañía no estaba mal. Además, Pete era un buen cocinero.

—Esto no es una cita, Pete.

—Por supuesto que no.