Capítulo 11

La llamada de Emma había sido respondida por un hombre vestido con un pantalón amarillo con bolsas en los fondillos, sandalias de confección casera y una camiseta color melocotón con la leyenda: «Vete a casa. La Tierra está llena». Usaba gafas con montura y el pelo grasiento peinado de la forma más horrible que se pueda imaginar.

—¿Quién diablos aporrea mi maldita puerta?

Me quedé de piedra, boquiabierta, al ver a Chester Pinckney.

Emma no había visto el carné de Pinckney, y no tenía idea de que se dirigía al hombre de la foto. Continuó sin darse cuenta de mi reacción.

—¿Cómo está usted, señor? ¿Puedo preguntarle si es un miembro de la familia Pinckney?

—La última vez que miré, ésta era mi maldita casa.

—Sí, señor. ¿Usted es?

—¿Las señoras necesitan cebo?

—No, señor. Quiero hablar con usted de Chester Tyrus Pinckney.

Pinckney me miró con los ojos entrecerrados.

—¿Es una broma?

—No, señor —respondió Emma.

—Emma —susurré.

Me hizo callar con un movimiento de la mano hacia atrás.

Apareció una sonrisa en los labios de Pinckney, que dejó ver los dientes oscurecidos por el tabaco y años de descuido.

—¿Las envía Harían? —preguntó Pinckney.

—No, señor. Soy el forense del condado de Charleston.

—¿Nuestro forense es una chica?

Emma le mostró la placa.

Pinckney no le hizo el menor caso.

—Emma —insistí.

—Se ocupa de los cadáveres, ¿no? Lo vi en la tele.

—Sí, señor. ¿Conoce a Chester Pinckney?

Quizá la pregunta de Emma lo desconcertó, o quizá Pinckney se estaba pensando alguna respuesta a su juicio graciosa. La miró con la mirada en blanco.

—Señor Pinckney —me apresuré a intervenir.

Emma y Pinckney me miraron.

—¿Es posible que perdiese el billetero?

Las cejas de Emma bajaron y subieron, y después Emma puso los ojos en blanco. Sacudió la cabeza y miró de nuevo al hombre.

—¿Esto va del billetero? —preguntó.

—¿Usted es Chester Tyrus Pinckney? —La voz de Emma sonó un poco más relajada.

—¿Tengo pinta de ser la condenada Hillary Clinton?

—No, señor.

—¿Por fin han pillado al chorizo que me pispó el billetero? ¿Me van a devolver mi dinero?

—¿Cuándo perdió el billetero, señor?

—No perdí el maldito billetero. Me lo robaron.

—¿Cuándo ocurrió?

—Ha pasado tanto tiempo que casi no lo recuerdo.

—Por favor, inténtelo.

Pinckney lo pensó unos momentos.

—Antes de que la camioneta acabase en la zanja. Después de aquello ya no necesité el carné.

Esperamos a que Pinckney continuase. No lo hizo.

—¿La fecha? —le animó Emma.

—Febrero. Marzo. Hacía frío. Casi se me heló el culo caminando de regreso a casa.

—¿Puso una denuncia en la policía?

—No valía nada. La vendí como chatarra.

—Me refiero al billetero.

—Claro que presenté la denuncia. Sesenta y cuatro dólares son sesenta y cuatro dólares.

—¿Dónde ocurrió la pérdida? —Emma había comenzado a tomar notas.

—No la perdí. Me robaron.

—¿Está seguro?

—¿Tengo la pinta de ser un gilipollas que no sabe cuidar de sus cosas?

—No, señor. Por favor, describa el incidente.

—Estábamos intentando ligarnos a unas tías.

—¿Estábamos?

—Yo y mi amiguete Alf.

—Cuénteme lo que pasó.

—No hay mucho que contar. Alf y yo nos comimos una barbacoa, tomamos unas cuantas cervezas y un par de copas. Me desperté a la mañana siguiente. No tenía el billetero.

—¿Preguntó en cada uno de los establecimientos que visitaron?

—En los que pudimos recordar.

—¿Dónde estuvieron?

—Creo que estuvimos bastante en el Doble L. —Pinckney se encogió de hombros—. Alf y yo estábamos bebiendo cantidad.

Emma se guardó la libreta en el bolsillo de la camisa.

—Su propiedad ha sido encontrada, señor Pinckney.

El hombre soltó un aullido.

—Ya me había despedido de los sesenta y cuatro dólares. No necesito el carné. No tengo camioneta.

—Lo siento, señor.

Pinckney entrecerró los ojos.

—¿Por qué ha venido una forense a contarme todo esto?

Emma miró a Pinckney, pensativa. Me dije que estaba pensando en qué podía decir sobre la recuperación del billetero.

—Sólo le estoy echando una mano al sheriff —respondió.

Emma le agradeció la atención a Pinckney y bajó las escaleras. Juntas nos volvimos para cruzar el claro.

Un perro gris sarnoso con un collar de color rosa con puntas nos cerraba el paso. Entre las patas delanteras tenía una ardilla muerta.

El perro nos miró con curiosidad. Nosotras hicimos lo mismo.

—Douglas. —Pinckney soltó un silbido corto y agudo—. Ven aquí.

Douglas se levantó, sujetó la ardilla entre los dientes y pasó a nuestro lado.

Oí dos golpes mientras Emma y yo íbamos hacia el coche.

—Simpático viejo verde —comentó Emma.

—¿Douglas?

—Pinckney.

—No parece muy de fiar.

Emma me dirigió una mirada.

Puse en marcha el coche, di la vuelta en U y enfilé el camino.

—¿Douglas? —preguntó Emma.

—El collar rosa es un riesgo, pero Doug consigue que funcione. Resalta el color de sus ojos.

—¿Qué probabilidades hay de que robasen al viejo verde? —preguntó Emma.

—¿Qué probabilidades hay de que yo sea Miss América este año? —respondí.

—Así que ya tenemos dos —dijo Emma cuando llegamos al asfalto.

—El hombre de los árboles. El hombre de Dewees.

—Bonita rima.

—Es la sangre irlandesa. ¿Por cierto, qué tal está hoy la tuya?

—Me siento un poco cansada, pero bien.

—¿De verdad?

Emma asintió.

—Bien.

Emma no me preguntó si la ayudaría con el análisis del hombre de los árboles. Ambas sabíamos la respuesta. También sabíamos que Gullet estaría haciendo sus investigaciones, y que se mostraría escéptico sobre mi participación en otro caso.

Me imaginé la conversación que mantendrían él y Emma, y fui sin más a la morgue.

Emma llamó a Gullet para comunicarle las noticias, y la tarde del martes fue una repetición de la mañana del sábado. El frigorífico de la morgue. La misma sala de autopsias. El mismo olor a muerte desinfectada.

Miller había anotado a la víctima colgada como CCC-2006020285.

Después de cambiarnos, Emma y yo transferimos al CCC-2006020285 de su bolsa a la mesa de autopsias. Primero las partes articuladas, luego el cráneo y por último las partes del cuerpo que se habían caído o habían sido arrancadas y arrastradas por los carroñeros.

El cerebro y los órganos internos habían desaparecido. El torso, los brazos y los huesos superiores de las piernas estaban envueltos en músculos y ligamentos, en algunos lugares putrefactos, y en otros oscuros y endurecidos por el sol y el viento. Si bien era un inconveniente para el análisis del esqueleto, la carne era una posible ayuda para una identificación rápida. El tejido significa piel. La piel significa huellas.

La manga de la americana había protegido la mano derecha, con lo cual se había salvado de la momificación absoluta. Pero la descomposición había convertido el tejido en algo muy frágil.

—¿Tienes SPT? —le pregunté a Emma. Solución potenciadora de tejidos, una solución de sales de ácido cítrico que es útil para restaurar los tejidos secos o dañados.

—Cortesía de mi embalsamador favorito.

—Por favor, caliéntala a unos cincuenta grados centígrados. —Como en el caso de Dewees, Emma me había hecho la titular en el examen de estos huesos. No sabía durante cuánto tiempo se saldría con la suya, pero yo estaba decidida a hacer el trabajo hasta que alguien dijese basta.

—¿En el microondas?

—Perfecto.

Durante la ausencia de Emma, quité cada uno de los dedos de la mano derecha a la altura de la primera falange. Cuando ella volvió, coloqué los dedos cortados en la solución y los dejé aparte en remojo.

—¿Te importa si salgo un rato? Tengo que supervisar la reconstrucción del escenario de una muerte. Cuando tengas las huellas digitales preparadas, dáselas al técnico y él se las pasará a Gullet.

—Ningún problema.

El examen del esqueleto no presentaba dificultades. Salvo por el tedio de cortar y arrancar el tejido, recordaba bastante al análisis del desconocido de Dewees realizado el sábado.

La columna vertebral fue lo que resultó más difícil de dividir en partes. Mientras se remojaba, comencé con los huesos que estaban menos sujetos a la carne.

El cráneo y la forma de la pelvis decían que la víctima era un varón.

Los indicadores de los dientes, las costillas y la sínfisis púbica decían que había vivido entre treinta y cinco y cincuenta años.

La arquitectura craneal y facial decían que sus antepasados habían venido de Europa.

Otro tipo blanco de unos cuarenta y tantos.

Ahí acababan las similitudes físicas.

El hombre de Dewees había sido alto y en este caso la medida de la longitud de los huesos decía que el hombre de los árboles había medido entre un metro sesenta y cinco y un metro sesenta y ocho.

El primero tenía el pelo rubio largo. Éste, rizos castaños cortos.

A diferencia del hombre de Dewees, el hombre de los árboles no mostraba huellas de ningún trabajo dental, y de hecho, le faltaban tres molares superiores y un bicúspide superior. Los inferiores eran un misterio porque no disponía de la mandíbula. Las manchas en el lado de la lengua sugerían que había sido fumador.

Cuando acabé con el perfil biológico, comencé la búsqueda de anomalías en el esqueleto. Como siempre, buscaba las rarezas congénitas, la remodelación ósea debido a una actividad repetitiva, heridas cicatrizadas y pruebas del historial médico.

El hombre de los árboles había recibido lo suyo, incluida una fractura en el peroné derecho, pómulos fracturados y algún tipo de lesión en el omóplato izquierdo, todas cicatrizadas. Las radiografías mostraban una opacidad anormal en la clavícula izquierda que indicaba la posibilidad de otra fractura antigua.

El tipo no era grande, y por lo visto había sido un peleador con la suerte de cicatrizar bien.

Me erguí, giré los hombros unas cuantas veces y realicé varias rotaciones de cabeza. Me dolía la espalda como si me hubiese pisoteado una manada de elefantes.

El reloj de pared señalaba las cuatro y media. Hora de comprobar los dedos.

El tejido se había ablandado muy bien. Con una jeringuilla, inyecté SPT debajo de las yemas. Las puntas de los dedos se hincharon. Limpié cada una de ellas con alcohol, las sequé, las entinté, y por último tomé las huellas. El detalle de las curvas se veía bastante bien.

Llamé al técnico. Se llevó las huellas y yo volví a ocuparme de los huesos.

El daño post mórtem se limitaba a las piernas por debajo de las rodillas. Los tobillos roídos y astillados, junto con la presencia de pequeñas heridas circulares, sugerían que los presuntos culpables eran perros.

No encontré ninguna herida previa a la muerte, nada que plantease que la muerte hubiese sido el resultado de algo diferente a lo obvio: la asfixia debido a la compresión de la estructura del cuello. En términos sencillos, ahorcado.

Emma llamó a las siete. La puse al corriente de las novedades. Me dijo que pensaba pasar por el despacho del sheriff para «chinchar» a Gullet. Sus palabras.

De pronto fui consciente de que tenía hambre y fui a la cafetería. Después de una deliciosa comida de lasaña recalentada y una ensalada con demasiado aliño, volví a la sala de autopsias.

Aunque algunos segmentos aún no estaban suficientemente rehidratados, pude sacar la mayor parte de la columna de su funda de músculos putrefactos. Dejé que un trozo obstinado se remojase un poco más y coloqué las vértebras cervicales y torácicas en una bandeja junto a dos vértebras del cuello que había retirado de la base del cráneo.

Fui al microscopio y comencé con la C-1, a continuación, poco a poco, fui bajando. No encontré ninguna sorpresa hasta que llegué a la C-6 .

De repente estaba de nuevo en el sábado pasado.

Ahí estaba el cuerpo vertebral. El arco. El proceso transverso con los agujeros pequeños para el paso de las venas craneales.

Y allí, a la izquierda, estaba la fractura.

Ajusté el foco y cambié la posición de la luz.

No había ninguna duda. Una grieta como un cabello a través del proceso transverso izquierdo que se extendía desde los lados opuestos del foramen.

Era el mismo patrón que había visto en el esqueleto de Dewees. La grieta y la falta de reacción ósea me dijeron que esta fractura también había sido el resultado de una fuerza aplicada a un hueso fresco. Esta herida también se había producido más o menos en el momento de la muerte.

¿Cómo?

C-6. Parte inferior del cuello. Demasiado abajo para ser resultado del ahorcamiento. La cabeza se había caído, con toda probabilidad como resultado de los tirones de los carroñeros, pero la cuerda había permanecido, encajada entre la C-3 y la C-4 .

¿Un tirón súbito cuando la víctima saltó de la rama? Si había saltado de la rama, ¿cómo había llegado hasta allí? ¿Había trepado dos metros por el tronco? Tal vez.

Cerré los ojos y recuperé la imagen del cuerpo colgado del árbol. El nudo estaba en la nuca, no en el costado. Esto parecía inconsistente con la fractura unilateral. Me dije que debía mirar las fotos de la escena hechas por Miller.

¿El ahorcamiento podía explicar la herida en el cuello de la víctima de Dewees? ¿También se había suicidado?

Quizá. Pero estaba claro que el tipo no había cavado su propia fosa.

¿Podía estar Emma en lo cierto? ¿Puede ser que el hombre de Dewees se hubiera suicidado, y después un amigo o un familiar se hubiera ocupado de darle sepultura? ¿Por qué? ¿Vergüenza? ¿Negarse a correr con los gastos del funeral? ¿Miedo a no cobrar el seguro? Parecía poco probable. Pasaban años antes de que declarasen muerta a una persona desaparecida.

¿Podía ser que el caso Dewees no fuese más que el enterramiento ilegal de un cadáver?

Busqué explicaciones alternativas al trauma unilateral en el cuello que veía en el hombre de los árboles. Las mismas explicaciones que había considerado para el hombre de Dewees.

¿Caída? ¿Estrangulamiento? ¿Traumatismo cervical? ¿Golpe en la cabeza?

Ninguna tenía sentido dado el tipo de fractura y la ubicación.

Aún lo estaba pensando cuando Emma entró en la sala.

—¡Le tenemos!

Me aparté del microscopio.

Emma agitó una hoja impresa en dirección al cadáver.

—Gullet pasó las huellas por el Sistema Automatizado de Identificación de Huellas Dactilares. Nuestro chico apareció en el acto.

El nombre que pronunció hizo que todas las fracturas vertebrales desaparecieran de mi radar.