Capítulo 21
Ryan ocupaba una de las mesas de la terraza. Fumaba. En la mesa quedaban los restos de una hamburguesa con queso y patatas fritas y una jarra de cerveza vacía. Un platillo metálico lleno de colillas sugería que llevaba allí bastante rato.
No era una buena señal. Ryan sólo fumaba cuando tenía ansiedad. O estaba furioso.
«No busques líos».
—¿Eres de por aquí, guapo? —Alegre, chispeante, tensa a más no poder.
El rostro de Ryan se volvió hacia mí. Algo apareció en sus ojos y desapareció antes de que pudiese interpretarlo.
Señalé una silla.
Ryan se encogió de hombros.
Me senté.
Ryan aplastó la colilla en el cenicero.
—¿Un ave que migra al sur en busca de sol y arena? —insistí.
Ryan no sonrió.
—¿Por qué no entraste en la casa de Anne el miércoles por la noche?
—Tenía una entrada para la visita de las mazmorras de los fantasmas.
No hice caso.
—¿Estás evitando mis llamadas?
—Problemas de cobertura.
—¿Dónde te alojas?
—Charleston Place.
—Bonito.
—Toallas esponjosas.
—Preferiría que te alojases en casa de Anne.
—No hay habitaciones.
—No es lo que crees, Ryan.
—¿Y qué creo?
Antes de que pudiese responder, una camarera se acercó a la mesa.
—¿Tienes hambre? —Ryan lo preguntó con la misma calidez de una cajera de supermercado.
Pedí una Coca-Cola light y Ryan una cerveza Palmetto.
Vale. No se había levantado de un salto para abrazarme, pero tampoco se había ido. Muy justo. Sabía cuál hubiese sido mi reacción después de haber viajado dos mil doscientos cuarenta kilómetros y encontrármelo abrazando a su ex.
Claro que yo no había estado abrazando a Pete. Ryan estaba exhibiendo la misma confianza en sí mismo de un adolescente con granos.
Permanecimos en silencio. La noche era húmeda y sin viento. Aunque me había cambiado antes de salir del hospital, las prendas limpias comenzaban a estar empapadas y pegajosas. La irritación hizo su primer asomo.
Razón de más para mantener la calma. Cuando la camarera nos sirvió las bebidas, decidí enfocar la conversación desde otro ángulo.
—No tenía idea de que Pete fuese a venir ni de que estaríamos aquí al mismo tiempo. Anne lo invitó. Es su casa y yo tenía previsto marcharme el día de su llegada. Es probable que por ese motivo ella no me lo comentase. La casa tiene cinco dormitorios. ¿Qué podía decir?
—¿No te quitas los pantalones?
—Las cosas no son así.
Ryan levantó una mano para indicar que no quería oír.
El gesto hizo que resurgiese el impulso de la irritación.
—He tenido una semana muy dura, Ryan. Podrías ser un poco más comprensivo.
—¿Tu maridito y tú tenéis algún sistema de puntuación para las calamidades? Un punto para las quemaduras de sol. Dos por perder una mano de bridge. Tres para las hormigas en la merienda campestre.
De vez en cuando, me doy a mí misma algún buen consejo. Por ejemplo: no te irrites. A menudo no hago el menor caso. Ésta fue una de esas ocasiones.
—¿No acabas de pasar una semana en Nueva Escocia con tu antigua amante? —le solté.
—Haz como si me hubiese dado una palmada en la frente al caer de pronto en tu preocupación.
Acalorada. Hambrienta. Cansada. Un desastre como diplomática. Perdí los estribos.
—Acabo de enterarme de que una amiga está enferma, a punto de morir —dije, cortante—. Me persigue un reportero y un promotor me amenaza. Estoy metida en tres homicidios. Me he pasado los últimos siete días en la sala de urgencias, en la morgue y chapoteando en el fango en busca de cadáveres putrefactos. —Un tanto exagerado, pero iba lanzada—. El miércoles por la noche estallé. Pete se preocupó y me ofreció consuelo, algo que me hacía mucha falta. Lamento haber escogido un mal momento. Te pido disculpas por haber herido tu frágil ego masculino.
Sin aliento, me recliné en la silla y crucé los brazos. Por el rabillo del ojo vi que una pareja a nuestra derecha nos observaba. Los miré furiosa. Miraron en otra dirección.
Ryan encendió otro cigarrillo, dio una calada, exhaló. Observé como el humo subía en espiral.
—Lily me dijo que me largara.
—¿Qué? ¿A qué te refieres? ¿Cuándo? —Una estupidez, pero la mención de su hija me pilló por sorpresa.
—Discutimos poco después de que tú y yo habláramos el domingo. Todo comenzó por un imbécil con piercings en la cara. Diablos, ni siquiera lo recuerdo. Lily se marchó del restaurante hecha una furia, dijo que estaba arruinando su vida, que me largase y no volviese nunca más.
—¿Qué opina Lutetia?
—Que debería dar marcha atrás y dejar a Lily un poco de espacio durante un tiempo. —El rostro de Ryan era una máscara de piedra—. Pasé todo el lunes y la mayor parte del martes intentando hablar con ella. No quería verme ni atender mis llamadas.
Me incliné hacia adelante y apoyé mi mano en la suya.
—Todo se arreglará.
—Sí. —Los músculos de la mandíbula de Ryan se tensaron y después se relajaron.
—Lily necesita tiempo para acostumbrarse a la idea de que eres su padre.
—Sí.
—Ha pasado menos de un año.
Ryan no respondió.
—¿Quieres que lo hablemos?
—No.
—Me alegra que decidieras venir aquí.
—Oh, sí. —Ryan me dirigió una sonrisa desabrida—. Fue una gran idea.
—El miércoles por la noche estaba hecha un desastre. Autocompasión, compasión por los demás, llantos, todo el rollo. Cuando llegaste, Pete intentaba calmarme. Eso es todo. Nada más. De nuevo lamento haber sido tan poco oportuna.
Ryan no respondió. Tampoco apartó la mano.
—No te mentiría. Me conoces.
Ryan continuó en silencio.
—No fue nada, Ryan.
Ryan jugó con la ceniza del cigarrillo, la movió de un lado al otro del cenicero. Pasó un segundo. Otro. Ryan rompió el silencio.
—Tras el rechazo de Lily, me sentí culpable. Me sentía como un fracaso. La única persona con la que quería estar eras tú. La decisión fue simple. Me subí al Jeep y emprendí el camino hacia el sur. Después de conducir veinte horas y verte allí en el patio…
No acabó la frase. Comencé a hablar. Me interrumpió.
—Quizá tuve una reacción excesiva el miércoles, dejé que la furia me dominase, pero he comprendido algo, Tempe. No conozco a mi hija. De acuerdo, acepto ser culpable, pero tampoco te conozco a ti.
—Por supuesto que me conoces.
—No de verdad. —Ryan dio una calada, soltó el humo—. Sé cosas de ti. Puedo citar tu currículo. Una antropóloga brillante, una entre un puñado en tu campo. Estudiaste en Illinois, te licenciaste en Northwestern. Experiencia como miembro de los equipos de respuesta forenses en catástrofes, consultora del ejército, experta en genocidios para las Naciones Unidas. Una biografía impresionante, sin que nada me dé una pista de cómo piensas o lo que sientes. Mi hija es una tela en blanco. Tú eres una tela en blanco.
Ryan apartó la mano de la mía y cogió la jarra de cerveza.
—He compartido mucho más que mi currículo.
—Tienes razón. —Ryan se bebió la mitad de la jarra. ¿Para calmar su enojo? ¿Para poner en orden sus pensamientos?—. Te casaste con Pete el abogado a los diecinueve. Él era un tramposo. Tú una borracha. Tu matrimonio se fue a pique. Tu hija estudia en la universidad. Tu mejor amiga es agente inmobiliario. Tienes un gato. Te gustan los Cheetos. Detestas el queso de cabra. No usas rulos ni tacones de aguja. Puedes ser cáustica, divertida y una fiera en la cama.
—Basta. —Me ardían las mejillas.
—Se me ha acabado la lista.
—No eres justo. —Estaba demasiado agotada física y mentalmente para protestar con demasiada vehemencia—. Y esto ha sido intencionado.
Ryan apoyó los brazos en la mesa y se acercó. En el aire quieto olía el sudor masculino, la loción para después del afeitado y un resto de los cigarrillos que había fumado.
—Somos amigos desde hace diez años, Tempe. Sé que eres una apasionada de tu trabajo. Por lo demás, la mayor parte del tiempo, no tengo la menor idea de lo que sientes. No sé lo que te hace feliz, te entristece, te enfada o te ilusiona.
—Sigo a los Cubs.
—¿Ves lo que quiero decir? —Ryan se echó hacia atrás en la silla, aplastó la colilla y bebió un sorbo de cerveza.
Unas fajas muy prietas oprimieron mi pecho. ¿Furia? ¿Resentimiento?
¿Miedo a la proximidad?
Bebí un sorbo de mi bebida. El silencio rugía entre nosotros.
La camarera miró en nuestra dirección, pero tuvo la prudencia de no acercarse. La pareja de nuestro lado pagó la cuenta y se marchó. Pasó otro coche de caballos por Church. Quizás era el mismo caballo al que había seguido antes. Mi mente comenzó a divagar.
¿Al caballo le importaba hacer siempre el mismo recorrido? ¿Lo hacía, obediente, un día tras otro por miedo al látigo? ¿Pasaba su tiempo teniendo sueños equinos o sólo conocía el mundo entre las anteojeras?
¿Tenía Ryan razón? ¿Me encerraba en mí misma? ¿Llevaba anteojeras emocionales? ¿Me resguardaba a mí misma de los recuerdos inquietantes y los problemas del presente?
Sentí un súbito dolor agudo en el fondo de mi pecho. ¿Pete era uno de esos problemas? ¿Estaba siendo del todo sincera con Ryan? ¿Y conmigo misma?
—¿Qué es lo que quieres? —Noté la boca seca, la garganta cerrada.
—Lutetia se mostró muy interesada en ti. No tuve respuestas para la mayoría de sus preguntas. Se sorprendió. Le dije que las cosas que me preguntaba no eran importantes. Ella admitió que podía ser verdad, pero que así y todo, debería saberlas. Cuando conduces solo, tienes tiempo para la introspección. Durante el largo viaje comprendí que Lutetia tenía razón. Hay zonas donde no existe la comunicación, Tempe. Nuestra relación tiene fronteras.
¿Relación? ¿Fronteras? No podía creer que estuviese oyendo estas palabras en boca de Andrew Ryan. El chico malo. La estrella de su equipo de hockey. El donjuán de la División de Homicidios de Montreal.
—No te oculto cosas intencionadamente —murmuré.
—No se trata de lo que una persona comparta, sino que comparta. Intencionadamente o no, a menudo me dejas fuera.
—No lo hago.
—¿Por qué me llamas Ryan?
—¿Qué? —La pregunta me desconcertó—. Es tu nombre.
—Mi apellido. El nombre de mi familia. Los demás polis me llaman Ryan. Los tipos de la liga de hockey. Tú y yo hemos sido todo lo íntimos que pueden ser dos personas.
—Tú me llamas Brennan.
—Cuando estamos haciendo nuestro trabajo.
Mi mirada permaneció fija en mis manos. Ryan tenía razón. Yo no sabía por qué lo hacía. ¿Para mantener una cierta distancia?
—¿Qué es lo que quieres? —repetí.
—Podríamos comenzar con una conversación, Tempe. No necesito una conferencia. Sólo dime cosas. Comienza con tu familia, tus amigos, tu primer amor, tus ilusiones, tus miedos… —Ryan levantó una mano—… tus opiniones sobre la mente y el monismo anómalo.
No hice caso de su intento de suavizar el tono.
—Has conocido a Katy. A Anne. A mi sobrino Kit.
Harry.
En los primeros años, cuando Ryan me invitaba y yo declinaba el contacto personal, mi hermana, Harriet, vino a Montreal en busca del Nirvana. Acabó atrapada en una secta, y Ryan y yo la rescatamos. Una noche desaparecieron los dos y sospecho que hicieron aquello de conocerse bíblicamente. Nunca pregunté. Ninguno de los dos dijo nunca nada.
—Y a Harry.
—¿Cómo está Harry? —La voz de Ryan sonó un poco menos tensa.
—Vive en Houston con un fabricante de clavicordios.
—¿Es feliz?
—Es Harry.
—Preséntame a tus padres. —El entrevistador que anima a un invitado en un programa de entrevistas.
—Michael Terence Brennan, abogado, epicúreo y bebedor empedernido. Katherine Daessee Lee, conocida por todos como Daisy.
—De ahí tu impronunciable segundo nombre.
—Como Daisy, con una s suave.
—Daisy. Me gusta…
—Ni se te ocurra llamarme por ese nombre.
Ryan levantó dos dedos como el juramento de los niños exploradores.
Tragué saliva y comencé.
—Michael era un irlandés de Chicago, Daisy del viejo linaje de Charlotte. Novios en la facultad, se casaron en los cincuenta. Michael firmó con un importante bufete de abogados y la feliz pareja se instaló en Beverly, un barrio irlandés en la zona sur de Chicago. Daisy se asoció a la Junior League, a las Auxiliares Femeninas, la Sociedad del Rosario y los Amigos del Zoo. Temperance Daessee, la primogénita, puso fin a las ambiciones sociales de la señora Brennan. Harriet Lee la siguió al cabo de tres años. Otros tres más y nació Kevin Michael.
Casi cuatro décadas y el dolor aún me partía en dos. Era consciente de que hablaba en tercera persona, pero no podía evitarlo. De alguna manera el engaño ayudaba. Pregúntenle a Freud.
—Nueve meses más tarde, el pequeño Kevin sucumbió a la leucemia. Destrozado, el papá batió la plusmarca de llegar al desempleo, la cirrosis y un ataúd demasiado caro a través de la bebida. La mamá se encerró en una neurosis debilitante, y por último regresó a Charlotte con las pequeñas Temperance y Harriet. El trío se instala en casa de la abuela Lee.
Ryan acercó una mano y con el pulgar quitó una lágrima de mi mejilla.
—Gracias.
Dicho tan bajo que apenas si lo oí.
—Acto segundo, los años en Charlotte. —Levanté las manos para simular la marquesina de un teatro.
Los sonidos del bar nos rodeaban. Pasaron los segundos. Un minuto. Cuando la mirada de Ryan se cruzó con la mía, parte de la tensión había desaparecido de su rostro.
Ryan se echó hacia atrás y enarcó las cejas como si me viese por primera vez. Al hombre le encantaba enarcar las cejas. Le funcionaba. Le daba un aire de sana curiosidad.
Imaginé mi aspecto. El maquillaje corrido. El rostro surcado por las lágrimas. El pelo húmero recogido en un moño.
Tenía claro lo que tocaba ahora. Una pregunta tácita sobre los acontecimientos del día. Vale. Trabajo. Terreno conocido. Neutral.
—Es una larga historia —dije.
—¿Con lucha libre en el fango incluida?
—Incluido un reptil llamado Ramón.
—Me encantaba Henry Silva haciendo de gran cazador blanco.
Lo miré, despistada.
—Aligátor. 1980. Abandonado cruelmente en su juventud, Ramón crece hasta tener diez metros y quiere salir de las alcantarillas de Chicago. Una gran película. Un clásico de monstruos de la serie B.
—¿Quieres oírlo o no?
—Quiero.
—¿Puedo pedir una hamburguesa con queso?
Ryan llamó a la camarera, hizo el pedido, cruzó los brazos sobre el pecho y estiró las piernas con los tobillos cruzados.
—Ya sabes lo del esqueleto de Dewees —comencé.
—El que desenterraron tus estudiantes.
—Era un varón blanco, de unos cuarenta y tantos años. Con toda probabilidad muerto hace dos años como mínimo. Encontré una fractura extraña en una de las vértebras del cuello y marcas en la duodécima costilla y varias de las vértebras inferiores. Tenía empastes en los dientes, pero no nos dio ningún resultado cuando pasamos los identificadores por el CNIC. Tampoco ninguna coincidencia con las personas desaparecidas locales. Algo de interés. Encontré una pestaña con los huesos. El tipo de Dewees era rubio. La pestaña es negra. Emma la envió al laboratorio estatal para que hagan las pruebas de ADN.
—¿Emma?
—Emma Rousseau es la forense del condado de Charleston. —No me veía capaz de hablar de Emma ahora mismo.
—El esqueleto de Dewees es el cuerpo número uno.
—Sí. Pete está en Charleston ocupado en una investigación financiera y buscando a la hija de un cliente. Helene Flynn desapareció hace más de seis meses cuando trabajaba para una clínica gratuita patrocinada por la iglesia de la Divina Misericordia, el invento de un telepredicador evangélico llamado Aubrey Herron.
»Cuando Helene desapareció, su padre, Buck Flynn, contrató a un investigador privado, Noble Cruikshank. Transcurridos dos meses de investigación, también Cruikshank hizo su número de la desaparición. Bebía. Ya había pasado por otras temporadas de borrachera en las que desaparecía durante algún tiempo, así que no se hizo nada por buscarlo. El lunes pasado, unos chicos encontraron un cuerpo colgado en un árbol en un bosque nacional, al norte de la ciudad. Conseguimos las huellas dactilares, las introdujimos en el sistema de identificación. Bingo. El ahorcado era Cruikshank, quien, dicho sea de paso, llevaba el billetero de un tipo llamado Chester Pinckney, un rata de los pantanos de por aquí.
—¿Por qué?
—No tengo ni idea. Pinckney dijo que se lo robaron. Lo más probable es que lo perdiese.
Me sirvieron la hamburguesa. Le añadí lechuga, tomate, condimentos.
—Cruikshank era un varón blanco de cuarenta y siete años. Presentaba una fractura en el cuello similar a la del hombre de Dewees. La misma vértebra, en el mismo lado, aunque el nudo lo tenía sujeto en la nuca.
—¿Marcas en las costillas y las vértebras inferiores?
—No.
Me tomé un momento para comerme buena parte de la hamburguesa.
—Gullet, el sheriff del condado de Charleston, consiguió las pertenencias de Cruikshank que tenía guardadas el casero. Entre ellas había un CD con fotos de personas que entraban y salían de la clínica donde trabajaba Helene Flynn. En otra caja había expedientes. Algunos contenían las cosas que esperas de un investigador privado. Notas, talones cobrados, copias de cartas e informes. Había un expediente con el nombre de Helene Flynn. En otros no había más que recortes de personas desaparecidas y en unos pocos, sólo notas manuscritas.
—¿Has descubierto algo en las notas?
—Nada. Están en código. También tenemos el ordenador portátil de Cruikshank, pero no hemos podido dar con la contraseña.
—Vale. Cruikshank es el cuerpo número dos. ¿Cuándo llegamos a Ramón?
Le hablé de la mujer y el gato en el bidón.
—Era blanca, de unos cuarenta años, y con toda probabilidad murió estrangulada. El gato estaba registrado como perteneciente a una tal Isabella Cameron Halsey. Pienso ocuparme de eso mañana.
—¿Algo que vincule los tres casos?
—Todos los muertos son blancos y de mediana edad. Los dos hombres presentan las mismas fracturas de cuello. La mujer fue estrangulada. Aparte de esto, nada, pero aún no he acabado con la dama del bidón. No tendrán limpios los huesos hasta el lunes.
Ryan miró el cenicero lleno de colillas. En realidad, no lo veía. Al parecer estaba centrándose en algún pensamiento, intentaba aceptar una idea.
—¿De verdad que has acabado con Pete? —preguntó.
—¿Cuánto hace que lo abandoné? —Unas palabras escogidas con mucho cuidado.
La mirada de Ryan se fijó en la mía. Los ojos azules, el pelo rubio, las arrugas en los lugares correctos. Con el aspecto de alguien que está quebrantando seis leyes estatales y una docena de reglas federales, pensé. ¿Qué estaba haciendo? ¿Por qué no había respondido con un simple sí a la pregunta referente a Pete? ¿Recibiría ahora un beso fraterno en la mejilla y un afectuoso adiós? Mis dedos permanecieron apretados en torno a la copa con mi bebida.
Entonces Ryan sonrió.
—¿Un nuevo comienzo? —preguntó con voz calma.
—Cuando quieras —respondí; el alivio recorrió mi cuerpo como una ola.
Ryan me tendió la mano. Se la estreché. Nuestros dedos se demoraron, y luego se separaron poco a poco.
—Mi muy querida madre irlandesa le dedicó mucho tiempo a pensar en mi nombre de pila —dijo Ryan.
—No corras tanto, vaquero.
—Seguiré intentándolo.
—Me parece justo.
—Soy detective —dijo Ryan.
—Lo sé.
—Detecto cosas.
—Un don especial.
—Podría, si me convencen de la forma adecuada, poner a tu disposición mis años de experiencia.
—¿Con Isabella Halsey?
—No olvides al gato. Adoro a los gatos.
—¿Qué clase de persuasión?
—Una persuasión persuasiva. —Ryan pasó un dedo por mi mano y subió por la muñeca.
Llamé a la camarera.
Trajo la cuenta y ambos le echamos mano. Ganó Ryan. Mientras él sacaba la tarjeta de crédito, yo me levanté para ir al otro lado de la mesa.
Abracé los hombros de Ryan y apoyé la mejilla en su cabeza.
Ryan aceptó mudarse a la casa.