Capítulo 18
Algo duro rebotó en mi codo. El dolor corrió como el fuego por el brazo. Sentí un líquido que me empapaba y olí a cerveza.
Con la mano buena, moví la linterna en un arco. El rayo alumbró una botella de cerveza apoyada en el contenedor.
¿Quién la había arrojado?
¿Unos chicos de juerga?
Vaya juerga.
¿Había sido intencionado? ¿Contra mi persona?
El periódico del viernes pasado se había desparramado por el patio y el viento mantenía sujetas algunas páginas contra el contenedor. Las recogí todas y volví a la casa. Pete había pasado de la cocina al estudio, y tomaba notas en uno de sus blocs. Al mirarme, advirtió que me sujetaba el brazo.
—¿Te ha alcanzado un rayo? —Al menos no era otro chiste de contables.
—Algún imbécil arrojó una botella de cerveza por la ventanilla del coche.
Pete frunció el entrecejo.
—¿Estás bien?
—No es nada que un poco de hielo no pueda curar.
Le resté importancia al incidente, pero por dentro comenzó a crecer una duda que me corroía. Pete había visto un coche extraño en el camino de la casa a primera hora del domingo. Ahora esto. ¿Alguien intentaba enviarme un mensaje? Los vándalos de juerga no suelen detenerse para observar al objetivo. Tampoco apuntan a la gente. ¿Una manifestación de desagrado por algo que hubiera hecho? ¿Dickie Dupree? Decidí prestar más atención a mi entorno.
Me puse hielo en el codo y, mientras dejaba que el dolor remitiese, releí el artículo del Post and Courier del viernes anterior y añadí a Jimmie Ray Teal a mi lista.
Teal, Jimmie Ray, 47 años. Varón. Visto por última vez el 8 de mayo cuando salía de su apartamento en Jackson Street para acudir a una cita médica. Su hermano denunció la desaparición.
Me preguntaba por los antecedentes raciales de Teal cuando se me ocurrió otro pensamiento. El hijo del concejal del Ayuntamiento, Matthew Summerfield, era otra persona desaparecida. Sin embargo, el chico no encajaba en el patrón de los desaparecidos en Charleston. ¿Qué patrón?
Summerfield. Matthew IV, 18 años. Varón blanco. Visto por última vez el 28 de febrero cuando salía del Old City Market. Consumidor de droga.
Me quedé dormida escuchando la tormenta anunciada por Pete.
Aquella noche soñé cosas muy dispares. Ryan con un bebé en brazos. Gullet que me gritaba palabras ininteligibles. Un mendigo desdentado con una gorra de los Hornets. Emma que me llamaba desde una habitación a oscuras. Mis pies no se movían y ella se alejaba.
Me despertó el timbre del móvil. Al ir a cogerlo, sentí el dolor en el codo.
—Aquí Gullet. —Oí voces en el fondo. Teléfonos—. Tenemos otro.
Se me contrajo el estómago.
—La tormenta arrastró un bidón hasta la orilla en la zona sur de Folly Beach. Una pareja de pescadores echaron una ojeada y encontraron un cuerpo. La zona es jurisdicción del condado, así que mi agente atendió la llamada. La señorita Rousseau está indispuesta una vez más. Dijo que se lo comunicase a usted. Por lo visto, se está convirtiendo en nuestra forense de facto, jovencita.
A las siete de la mañana, la jovencita no estaba para réplicas tajantes.
—Dígame cómo se llega —dije, al tiempo que buscaba donde apuntar.
—No tengo tiempo para esperar a que se pierda. Encuéntrese conmigo en la morgue dentro de treinta minutos.
—¿A qué viene tanta prisa? —Irritada. Claro que Gullet tenía razón. Lo más probable es que tardase horrores en llegar al sitio.
—Estás subiendo la marea.
Me puse los tejanos y una camiseta, me recogí el pelo, me maquillé lo mínimo y bajé las escaleras de dos en dos.
Pete no estaba. Supuse que para continuar con la tortura contable. Boyd y Birdie estaban en la cocina. Se miraban el uno al otro por encima de un cuenco de cereales tumbado.
Birdie escapó al verme aparecer. Boyd continuó sentado. Tenía restos de leche en el hocico.
—Estás jodido, chow.
Dejé el cuenco en el fregadero, me serví un café y me miré el codo. Comenzaba a aparecer un morado que prometía alcanzar proporciones espectaculares y toda una paleta de colores.
Boyd se volvió loco en cuanto me vio descolgar la correa. Lo llevé hasta la calle. El patio estaba cubierto de hojas de palmera y otros restos.
Después de regar el contenedor, el buzón y una rama caída, Boyd intentó continuar el paseo. Tiré de la correa para llevarlo de vuelta a casa. Movió los pelos de la ceja. ¿Te has vuelto loca?
—Te toca pagar por el numerito del cuenco —dije.
Los pelos marrones hicieron el baile de san Vito.
Me comí una barrita energética y emprendí el viaje hacia la MUSC. El sheriff me esperaba en la puerta de la morgue.
Gullet tomó por el puente de James Island por encima de Ashley y siguió en dirección sur. Poco después, aparecieron los carteles indicadores a Folly Beach.
Mientras conducía, Gullet compartió lo que sabía. Era poco más de lo que me había dicho por teléfono. Pescadores. Bidón. Cadáver.
Le pregunté por qué la forense había solicitado mi presencia. Gullet respondió que quizás el cadáver no estuviese en muy buenas condiciones.
A través de la ventanilla, observé las casas, los árboles y los postes que pasaban fugazmente. Gullet no inició ninguna otra conversación. Advertí que no dejaba de espiarme el codo.
Recordé el coche del domingo por la mañana que había mencionado Pete. La botella de anoche. Qué demonios. Si alguien estaba dispuesto a acosarme, quizás ayudaría que el sheriff lo supiese. Le relaté lo sucedido.
—¿Has estado buscándole las cosquillas a alguien de por aquí? —preguntó con su tono habitual.
—Cabreé a un reportero llamado Homer Winborne.
—Winborne es inofensivo.
—¿Qué me dice de un promotor llamado Richard Dupree?
—Me sorprende que el Departamento de Estado no haya insistido en que el viejo Dickie entre en el servicio. El tipo es un diplomático nato.
—¿Es inofensivo?
Gullet titubeó.
—Casi siempre.
¿Casi siempre? Lo dejé correr.
Quince minutos después de cruzar el río Ashley, Gullet tomó por una pequeña carretera secundaria a través de los marjales. A ambos lados, los espartillos y los juncos se alzaban con un ámbar resplandeciente hacia un cielo de un azul inmaculado. Bajé el cristal de la ventanilla y respiré muy hondo el perfume primitivo del crecimiento y la decadencia. Las ostras. Los cangrejos violinistas. Un millón de invertebrados más viejos que el tiempo.
Animada, hice otro intento de comunicación.
—¿Sabía que Carolina del Sur tenía más superficie de marjales que cualquier otro estado de la costa este?
Gullet me miró, y después miró de nuevo el camino.
—Los chicos del laboratorio han acabado con el billetero de Pinckney.
—¿Alguna cosa más aparte del carné?
—Poca cosa. Un puñado de cupones de dos por uno de restaurantes, una tarjeta de descuento de una cadena de supermercados, un billete de lotería, sesenta y cuatro dólares y un preservativo Trojan Magnum XL.
—Pinckney era un optimista.
—En más de un sentido.
Durante el resto del viaje observé a las garcetas, cuerpos blancos entre la ondulante hierba verde, con las largas patas elevándose del fango oscuro.
Cuando Gullet detuvo el Explorer, apenas si tenía una vaga idea de dónde estábamos. Delante había dos cabañas a la sombra de un enorme árbol parecido a un acebo. Más allá de las cabañas, un espigón de madera se adentraba en lo que debía de ser el río Stono, o algún brazo del estuario atlántico.
Había dos vehículos. Un coche de policía con las luces de emergencia encendidas y una furgoneta negra.
Los mirlos de alas rojas remontaron el vuelo en una bandada quejosa cuando Gullet y yo nos apeamos del Explorer. Un agente salió del coche para recibirnos. Por la nariz ganchuda y las rayas del pantalón identifiqué al agente H. Tybee.
—Sheriff. Señora. —Tybee se tocó el ala del sombrero las dos veces—. Un caballero llamado Oswald Moultrie descubrió el cadáver cuando revisaba esta mañana las trampas de cangrejos. Vive allí. —Tybee movió la barbilla en dirección a la primera cabaña.
—¿Creyeron haber encontrado el tesoro perdido de Barbanegra? —Gullet miraba más allá de Tybee hacia el muelle.
—No puedo responder a su pregunta, señor. —El humor no era el fuerte de Tybee—. De acuerdo con sus instrucciones, aseguramos la zona y dejamos todo tal cual lo encontramos.
—¿Tiene declaraciones?
—Sí, señor.
—¿Quién vive en la otra cabaña?
—La que tiene el toldo rojo pertenece al hermano de Moultrie, Leland.
Seguí a Gullet cuando dejó a Tybee y fue hacia el agua. Vi que el brazo era angosto, en algunos puntos apenas con el ancho suficiente para permitir el paso de dos embarcaciones. La marea estaba baja, y el muelle quedaba muy alto por encima de la orilla. La destartalada estructura de madera me recordó a las garcetas, con las largas patas que se elevaban desde el fango.
Había dos hombres sentados fumando debajo del toldo de Leland. Parecían clones. Negros. Nervudos. Con gafas de plástico gris. Los hermanos Moultrie.
Lee Ann Miller y otro agente estaban en el lado de la orilla del muelle. Gullet y yo nos reunimos con ellos. Se intercambiaron saludos y presentaciones. El agente se llamaba Zamzow. Parecía estar a punto de vomitar.
En el momento de caminar hacia el muelle, mi nariz captó un hedor fuerte y rancio que se mezclaba con el olor de la sal y la vegetación putrefacta. A mi espalda continuaba la conversación. ¿Cómo había llegado el bidón por el brazo? Sugerencias sobre la mejor manera de recuperarlo.
Borré las voces y me concentré.
En el muelle había una plataforma para limpiar el pescado. Las moscas estaban celebrando un festín en su superficie. Dos trampas para cangrejos oxidadas estaban a un lado de la plataforma. En el otro había apoyada un hacha de mango largo.
Miré abajo.
El agua era verde oscuro, el fango negro y baboso. Unos cangrejos diminutos iban de aquí para allá, moviéndose de lado, las pinzas alzadas como escudos de gladiadores. Vi las marcas de tres puntas de las patas de las aves.
El bidón estaba sumergido a medias, un objeto muerto embarrancado por la tormenta. Las huellas de unas botas iban y venían desde el bidón. El fango a su alrededor era un caos, revuelto por los esfuerzos de los Moultrie por arrastrar su botín por la pendiente.
Una cadena rodeaba el bidón. Algunos de los eslabones estaban corroídos, pero la mayoría se veían sólidos. Observé unas marcas en el bidón y la cadena.
La tapa del bidón yacía en el fango, con la parte interior hacia arriba. Tenía una hendidura en un borde.
En el interior del bidón vi un cuero cabelludo pelado, un rostro, las facciones de una palidez siniestra en el agua fangosa.
Estaba preparada.
—Tiene el aspecto de ser un bidón de aceite —comenté cuando me reuní con los demás.
—Oxidado como el clavo de un ataúd —dijo Miller—. Cualquier marca o letra se habrá borrado hace mucho.
—Puede que el bidón sea viejo. Saque primeros planos y guarde el hacha en una bolsa. Es probable que cortasen los eslabones de la cadena con el filo y después quitasen la tapa con el lado romo.
—Leland afirma que se destapó solo —señaló el agente Zamzow.
—Sí, vale —dije.
—¿Cómo quiere mover el cadáver? —preguntó Miller—. Yo creo que deberíamos llevárnoslo con el bidón.
—Por supuesto —asentí—. No sabemos qué más puede haber dentro.
Miller sonrió con una de sus sonrisas de oreja a oreja.
—Cuando oí «bidón» traje la furgoneta y un rollo grande de polietileno. Ya he tenido que acarrear un par de bidones en mis tiempos.
—Traiga su coche —le ordenó Gullet a Zamzow.
El agente se alejó deprisa.
Gullet se volvió hacia Miller.
—¿Tiene cadenas?
—Cuerda.
—¿Botas con pantalón de agua?
Miller asintió a regañadientes.
—Lo sujetaremos con las cuerdas, lo subiremos por la pendiente y después lo cargaremos en una carretilla.
Miller miró el brazo.
—Puede que haya serpientes.
—Alguna que otra mocasín de agua, o quizás alguna cascabel amante del agua. —La voz de Gullet no delataba ni el más mínimo rastro de comprensión.
Miller fue hasta la furgoneta y volvió con las botas, el pantalón de agua y dos rollos de cuerda amarilla. Lo dejó caer todo a nuestros pies y comenzó a tomar las fotos.
Guiado por las señales que le hacía Zamzow, Tybee puso el coche en posición. Luego Zamzow ató dos cuerdas en el parachoques y las desenrolló hasta el final del muelle.
Tybee permaneció al volante. Miller y Zamzow volvieron hasta donde nos encontrábamos Gullet y yo. Nadie hizo el menor gesto de vestirse las botas y el pantalón de agua.
—No soy ninguna sirena —comentó Miller.
—Yo no sé nadar. —Zamzow tenía el rostro de un color verde pálido digno de un paisaje de Monet.
Los Moultrie observaban desde sus sillas de jardín.
El calor iba en aumento. Comenzaba a cambiar la marea. Detrás de nosotros, las moscas interpretaban una danza guerrera en las tripas de pescado resecas por el sol.
Me quité las zapatillas de deporte, me puse el pantalón de agua y me acomodé los tirantes en los hombros, y por último me calcé las botas. Respiré hondo, me apoyé en el muelle y me deslicé hasta la orilla. Miller me arrojó los guantes y me los puse debajo del brazo.
El fango era resbaladizo pero firme. Avancé con cautela hacia el bidón. Los cangrejos escapaban a mi paso.
Me puse los guantes. Recogí la tapa y la coloqué en su lugar. Se me revolvió el estómago. De cerca el hedor era nauseabundo. Después de sujetar bien la tapa golpeándola con una piedra, me quité los guantes y con un gesto pedí que me arrojasen una cuerda.
Zamzow me arrojó la primera. Hice un lazo, lo pasé por encima del extremo descubierto del bidón, lo bajé medio metro y ajusté el nudo.
Apoyada en el bidón, maniobré hacia el extremo sumergido. Mientras me movía, las escamas de óxido sueltas cayeron sobre el fango.
Me detuve al llegar al nivel del agua para echar una ojeada. Ninguna serpiente a la vista.
Una respiración profunda. Adelante.
La pendiente era mayor de lo que esperaba. Un paso y el agua me llegó a media pantorrilla. Otro y me cubrió las rodillas.
Di la vuelta al bidón chapoteando. El agua me llegaba ahora a la cintura, las piernas perdidas en la penumbra fangosa.
A mi señal Zamzow me arrojó la otra cuerda. Hice otro lazo, coloqué el nudo en la parte superior del bidón, respiré hondo y me agaché.
Noté el agua fría en el rostro. Con los ojos cerrados, intenté pasar el lazo por debajo de la parte sumergida. Se resbalaba una y otra vez. Y cada vez salía a respirar. Me agaché y forcejeé un poco más, los pies buscando apoyo en el fango, dispuesta a pasar la cuerda entre el bidón y el fondo. El golpe en el brazo me dolía cada vez más.
La cuarta vez que asomé a la superficie, sonó la voz de Gullet.
—¡Quieta!
Me aparté los mechones empapados del rostro y miré al sheriff. La mirada de Gullet estaba fija en la orilla opuesta.
—¿Qué? —jadeé.
—No-se-mueva. —En voz baja y tranquila.
En lugar de hacerle caso, me volví para seguir la visual de Gullet.
El corazón se me subió a la garganta.