EL LIBRO DE LA BALANZA

Las parejas de opuestos que funcionan en armonía: éste ha pasado a ser un tema de nuestra búsqueda de la toma de decisiones perfecta. Cálculo y evaluación. Paciencia y oportunidad, intuición y análisis, estilo y objetividad […] estrategia y táctica, planificación y reacción. El éxito proviene de colocar estas fuerzas en equilibrio en una balanza y aprovechar su poder inherente.

GARI KASPÁROV,

Cómo la vida imita al ajedrez

Vartan y yo, como jugadores de ajedrez avezados que éramos, habíamos empleado efectivamente nuestro tiempo dentro de los límites que nos marcaban tanto nuestro reloj biológico como el cronológico. Teníamos catorce horas hasta nuestra siguiente cita con el destino, siete de las cuales las empleamos de forma muy «fructífera» tal como nos había recomendado Rodo, y lo único competitivo que hubo en ellas consistió en ver cuál de los dos era capaz de dar más placer al otro.

Cuando me desperté al fin, ya había amanecido y la cabeza rizada de Vartan reposaba en mi pecho. Aún percibía en mi piel el calor de sus manos la noche anterior, y el tacto de sus labios recorriéndome todo el cuerpo. Pero cuando al final lo desperté, no estábamos mucho más dispuestos a ver el alba de lo que habían estado Romeo y Julieta después de su primera noche juntos. Vartan gimió, me besó en el vientre y se levantó rodando de la cama justo después que yo.

Cuando por fin nos hubimos duchado, vestido y devorado medio cuenco de cereales secos, algo de yogur y un café, cogí la valiosa lista de las coordenadas del ajedrez de mi madre, la metí en una mochila vacía que colgaba de mi perchero y bajamos por la escalera.

Era evidente que cuando mi madre había dicho que podíamos ponernos en contacto con ella si teníamos alguna pregunta sobre las «instrucciones», no se refería a algo tan delicado como lo que había depositado en mis manos bajo tanta capas y velos de misterio. Cuando se trataba de la Reina Negra y de la cantidad de gente que todavía la andaban buscando a ella y a las demás piezas, estaba claro que Vartan y yo debíamos apañárnoslas solos.

—Dices que conoces ese sitio —señaló Vartan—, así que ¿cómo vamos a ir hasta allí?

—A pie —contesté—. Por extraño que parezca, no está demasiado lejos de aquí.

—Pero ¿cómo puede ser? —exclamó—. Dijiste que estaba en lo alto de una colina, y ahora venimos del punto más bajo de la ciudad, venimos del río.

—Sí, pero es que esta ciudad no está construida de la forma habitual —dije mientras subíamos cuesta arriba por las empinadas, sinuosas y zigzagueantes calles de Georgetown—. La gente siempre cree que Washington, se construyó encima de una especie de pantano, y hay muchos libros que así lo atestiguan, pero por aquí nunca ha habido tierras pantanosas, sólo unas marismas que dragaron para construir el monumento a Washington. De hecho, se parece mucho más a esa «Ciudad de la Colina» sagrada de la que hablaban Galen y los piscataway: el lugar elevado, el altar, el santuario, el templo del hombre… La colina por la que subimos ahora fue una de las concesiones de tierra originales que los británicos otorgaron por estos pagos, puede que incluso la primera, y lleva el nombre de una famosa batalla librada en el peñón de Dunbarton, en Escocia. El lugar al que ahora nos dirigimos, el lugar al que señala la flecha del mapa de mi madre, a unas doce manzanas de aquí, se llama Dumbarton Oaks.

—¡Lo conozco, claro! —exclamó Vartan, lo que resultó una verdadera sorpresa para mí. Añadió—: Es famoso. Los europeos y los habitantes de todo el mundo deben de conocerlo. Es el lugar donde, antes del final de la Segunda Guerra Mundial, se celebró la primera reunión entre Estados Unidos, el Reino Unido, la URSS y la República de China, la conferencia donde se creó la Organización de las Naciones Unidas. La conferencia posterior a ésa se celebró en Yalta, en Crimea, cerca de donde nació tu padre.

Cuando vio mi expresión de perplejidad, Vartan me lanzó una mirada extraña, como si la ignorancia de los estadounidenses acerca de los grandes acontecimientos históricos que tenían lugar ante sus propias narices pudiese ser contagiosa.

—Pero ¿cómo vamos a entrar ahí? ¿Un lugar así no está rodeado de estrictas medidas de seguridad?

—Está abierto al público casi todos los días a partir de las dos de la tarde —le dije.

Para cuando llegamos al cabo de la calle Treinta y uno, donde desemboca en R Street, delante, las enormes verjas de hierro de la mansión Dumbarton Oaks ya estaban abiertas. El amplio camino de entrada ascendía cuesta arriba entre los gigantescos robles que llegaban hasta los escalones aún más empinados por los que se accedía al edificio. Al franquear las verjas, a la derecha, en la pequeña taquilla para adquirir las entradas, nos dieron un plano del parque de seis hectáreas de superficie y un folleto que explicaba parte de la historia del lugar. Le di ambas cosas a Vartan.

—¿Por qué escondería tu madre algo en un lugar tan conocido, a la vista de todo el mundo? —me susurró al oído.

—No estoy segura de que esté aquí dentro exactamente —le dije—. En su mapa sólo aparece una flecha que señala hacia las verjas y que conduce a los terrenos, lo que me lleva a sospechar que cualquier cosa que escondiera aquí mi madre, estará en algún lugar del parque en vez de en el interior de la casa o en cualquier otro edificio.

—Puede que no —dijo Vartan, que acababa de fijarse en algo del folleto—. ¿Por qué no le echas un vistazo a esta foto?

En la solapa interior del folleto aparecía la ilustración de un colorido tapiz con la figura de una mujer rodeada de lo que parecían querubines y ángeles, todos con halos. La mujer del centro parecía estar dando regalos de Navidad a la multitud, y bajo su imagen había una leyenda en griego.

Hestia Polyolbos —dijo Vartan, y acto seguido tradujo—: «Colmada de bendiciones».

—¿Hestia? —repetí.

—Al parecer, es la diosa griega más antigua —dijo Vartan—, la diosa del fuego. Es casi tan antigua como Agni en la India. Aquí dice que este tapiz es una pieza única, hecho en Egipto a principios del período bizantino en el siglo IV y obra maestra de esta colección, pero eso es más extraordinario aún, porque Hestia casi nunca aparece representada en ningún sitio. Como Yahvé, sólo ha aparecido alguna vez como el fuego en sí. Es el focus, es decir, el centro, el hogar de una casa, o lo que es aún más importante, de una ciudad.

Me lanzó una mirada muy elocuente.

—De acuerdo —accedí—. Entremos primero y echemos un vistazo.

La mansión, el invernadero y la sala bizantina estaban completamente desiertos. Aunque ya era por la tarde, parecíamos los más tempraneros.

La primera impresión al ver aquel tapiz de lana fue de que se trataba de algo extraordinario. Medía dos metros de alto por uno y medio de ancho y emanaba unos colores surrealistas: no sólo rojo, azul, dorado y amarillo, sino verdes de todas las tonalidades, desde el más oscuro al más claro, azafrán, calabaza, gris ceniza y azul medianoche. Saltaba a la vista que aquella hermosa reina antigua estaba relacionada de algún modo con la otra Reina que estábamos buscando, pero ¿de qué modo?

Vartan leyó en voz alta la información del catálogo que había al lado:

—«Jóvenes, alabad a Hestia, la más antigua de las diosas». Ésa era la invocación a su oración. Parece ser que éste es un icono que se utilizaba en las plegarias, como esa Virgen Negra de Kazan de la que hemos leído. Dicen que Hestia era la diosa que presidía cada prytaneum, el hogar común donde ardía la llama eterna en el corazón de todas las ciudades de la Antigua Grecia.

»“La forma de este tapiz, dice, la disposición con las ocho figuras, seis ángeles y dos ayudantes que miran fuera del cuadro hacia un punto intermedio hacia el espectador, no es griega sino mucho más antigua. Proviene de la antigua y pagana Babilonia, Egipto y la India”. Y aquí hay algo más escrito en griego. A ver…

No podía apartar los ojos del enorme tapiz con sus flores silvestres flotando en segundo término, la hermosa Reina del Fuego, cubierta de infinidad de joyas… igual que el ajedrez de Montglane. ¿Cuál era la relación entre ambas? Sus dos ayudantes a cada lado parecían ángeles. La figura masculina sujetaba en la mano una especie de pergamino enrollado, mientras que la femenina de la derecha sostenía un libro con una palabra griega en la cubierta. Los regalos que la diosa Hestia entregaba a los querubines que la rodeaban parecían coronas que también contenían unas palabras inscritas dentro.

Como si me acabara de leer el pensamiento, Vartan tradujo: —Las coronas son los regalos del fuego, ésas son las «bendiciones»: perfección, alegría, alabanza, abundancia, mérito y progreso. En el hogar común del prytaneum donde ardía su fuego sagrado era donde se celebraban los banquetes: ¡era la patraña de los cocineros! En panateneas, las famosas fiestas que se celebraban en Atenas en honor de la diosa Palas Atenea, había carreras de antorchas en las que llevaban el fuego eterno desde el hogar para rejuvenecer la ciudad. Pero, espera un momento… También está relacionada con Hermes. Como diosa del hogar, Hestia representa el interior, la fortaleza de la ciudad, la civitas. Hermes es el dios de los viajes, de los desconocidos, de los nómadas, del movimiento. —Me miró y añadió—: Ella es el cuadrado y él es el círculo… la materia y el espíritu.

—Y además —le recordé yo—, en el relato de Galen decía que ese mismo Hermes, llamado Tot en Egipto, era también el dios griego de la alquimia.

—Y Hestia, al ser ella misma como el propio fuego —dijo Vartan—, es el origen de todas las transformaciones que tienen lugar en ese proceso, independientemente del lugar donde ocurran. Aquí dice que todo cuanto aparece en este tapiz es simbólico, pero tu madre quería que los símbolos a los que ella se refiere signifiquen algo exclusivamente para ti.

—Tienes razón —convine—. La clave a la que señalaba mi madre tiene que estar en alguna parte de esta imagen.

Pero si se trataba de algo dirigido exclusivamente a mí, ¿por qué había dicho Rodo que creía adivinar adonde nos dirigíamos? Examiné el tapiz que tenía delante y me estrujé el cerebro tratando de pensar en todo lo que habíamos descubierto en una semana sobre todo lo relacionado con el fuego y con lo que debía de haber significado para al-Jabir, un hombre que mil doscientos años atrás había creado un juego de ajedrez que contenía la sabiduría ancestral de todos los tiempos y que, si se empleaba únicamente con fines egoístas, podía resultar peligroso para quien así lo emplease y para los demás, mientras que, en el orden del universo, podía llegar a resultar beneficioso para todos.

Hestia miraba a algún punto situado fuera del tapiz, directamente a mí. Tenía los ojos de un extraño color azul verdoso, en nada egipcios. Parecían bucear en el interior de mi alma, y era como si me estuviera formulando a mí exclusivamente una pregunta importante, en lugar de ser yo quien le preguntase a ella. Me detuve a escuchar un momento.

Entonces lo supe.

«El tablero tiene la clave».

«Se cosecha lo que se siembra».

Agarré a Vartan del brazo.

—Vámonos —le dije. Y nos fuimos del edificio.

—¿Qué pasa? —susurró detrás de mí mientras intentaba darme alcance a paso ligero.

Lo volví a conducir hacia abajo, hacia las verjas por las que habíamos entrado, donde antes había advertido un estrecho sendero de piedra que parecía desaparecer entre unos arbustos de boj. Di con el sendero y arrastré a Vartan entre los arbustos y detrás de mí, enfilando un largo camino que recorría el perímetro de la totalidad del recinto. Cuando me aseguré de que estábamos lejos de cualquiera que pudiera escucharnos, y a pesar de que el silencio que nos rodeaba era tan espeso que no parecía haber nadie en varios kilómetros a la redonda, me detuve y me volví hacia él.

—Vartan, lo que se supone que estamos buscando no es el dónde ni el qué. Lo que buscamos es el cómo.

—¿El cómo? —inquirió con expresión de desconcierto.

—¿Te ha recordado algo ese tapiz de Hestia? —le pregunté—. Me refiero al orden y la distribución de lo que aparece en él.

Vartan estudió la pequeña imagen del folleto.

—Hestia está rodeada por ocho figuras —dijo, y volvió a mirarme.

—Me refiero al tablero —le dije—. No era el dibujo del tablero que hizo la abadesa ni el tablero de mi apartamento, eran los tres, pero sobre todo, este de aquí. ¿Qué pasaría si pusieras el dibujo del tablero de mi madre que llevo aquí en la mochila y lo colocaras directamente en el centro del tapiz, justo en el regazo de Hestia? —Cuando Vartan se quedó mirándome como si estuviera loca, añadí—: Creo que mi madre o bien trasladó las piezas o bien las había escondido desde el principio siguiendo el mismo patrón de ese tapiz. ¿Cuántos grupos de líneas hay en nuestro mapa? Seis. ¿Cuántos querubines, o lo que sean, hay en ese tapiz? Seis. ¿Cuántos regalos reciben los niños de manos de Hestia? Seis.

—Seis-seis-seis —dijo Vartan—. El número de la Bestia.

La otra parte del mensaje cifrado original de mi madre.

—El primer regalo que Hestia da en el tapiz y que tú tradujiste del griego era la «perfección» —proseguí—. Y la primera pieza de ajedrez en la que mi madre puso un asterisco y una flecha que señalaba aquí era la Reina Negra, representada por la mismísima Hestia en el centro del tablero. ¿Qué mejor lugar que éste para esconder la pieza más preciosa de todas para ese orden superior del universo, el lugar de nacimiento de Naciones Unidas, la unión perfecta de naciones, por así decirlo?

—Entonces tiene que haber otra pista en este parque para ayudarnos a encontrar a la verdadera Reina —observó Vartan.

—Exacto —dije, y mi voz sonó más convencida de lo que estaba en realidad sobre la posibilidad de llegar a encontrar lo que estábamos buscando. Pero ¿dónde si no podía estar?

Detrás de la mansión, una empinada escalera de piedra descendía por la parte de atrás de la colina. El paisaje de aquel parque de seis hectáreas era hermoso y misterioso, como un jardín secreto. Cada vez que salíamos de un arco, de una pared de arbustos altos o cada vez que doblábamos una esquina, alguna sorpresa acudía a nuestro encuentro: a veces una fuente de abundante y esplendorosa agua fresca, mientras que otras se abría ante nosotros la asombrosa estampa de un huerto, una viña o un estanque. Al final pasamos por una arcada de muros emparrados flanqueada por higueras centenarias que se erigían retorciéndose hasta los nueve metros de altura. Cuando cruzamos el último arco de dicha arcada, supe que había encontrado lo que estaba buscando.

Ante nuestros ojos se extendía un inmenso estanque de aguas revueltas y pedregosas que semejaba un ancho arroyo borboteante, pero tan poco profundo que se podía cruzar casi sin mojarse los pies. El fondo estaba formado por miles de piedras lisas y redondas engastadas en el suelo de cemento formando un dibujo ondulante. Al otro lado había unas enormes fuentes de caballos metálicos y galopantes que parecían surgir de entre los mares sacudiéndose sus aguas de filigrana, cuyas gotas salían despedidas hacia lo alto del cielo.

Vartan y yo caminamos hasta el otro lado del riachuelo y observamos el inmenso paisaje hacia las fuentes. Desde aquel ángulo, los dibujos ondulantes de las piedras bajo el agua poco profunda confluían, como una ilusión óptica, para formar una imagen que debía de ser exactamente lo que estábamos buscando: una enorme gavilla de trigo que parecía mecerse al son de una brisa oculta justo debajo de la superficie rizada del agua.

Vartan y yo nos quedamos inmóviles un momento, sin hablar, y luego él me tocó el brazo y me hizo señas para que mirase justo debajo de donde estábamos. Allí, a nuestros pies, grabada en la roca del borde del estanque, se leía la siguiente inscripción:

Severis quod metes

SE COSECHA LO QUE SE SIEMBRA

La parte superior de la gavilla de trigo señalaba hacia los caballos marinos y cubiertos de espuma del otro lado de la charca: en dirección norte, la misma dirección de la brújula que señalaba lejos de Piscataway y Mount Vernon… exactamente hacia el punto más alto de Washington.

—El cómo… —repitió Vartan, tomándome de la mano y mirándome a los ojos—. Quieres decir que lo que estamos buscando no es sólo la Reina ni el lugar donde está. El secreto es cómo sembramos y cosechamos. A lo mejor el cómo fueron plantados y cómo los cosechamos ahora, ¿no es así?

Asentí.

—Entonces creo que sé hacia dónde nos está señalando tu madre con esa gavilla de trigo… y adónde vamos —dijo Vartan. Sacó su plano más detallado de Washington, y señaló en él—. Se llega bajando por aquí, por un camino que corre paralelo a este parque y por debajo de él, muy empinado… Dumbarton Oaks Park, parece una selva inmensa. —Levantó la vista y me miró con una sonrisa—. Parece un camino muy, muy largo, además, que se llama Lover’s Lane, «el sendero de los amantes»… diseñado sin duda para nuestro proyecto alquímico. Así que si no encontramos nada cuando lleguemos ahí abajo, a lo mejor podemos reanudar nuestras anteriores actividades agrícolas de anoche…

Sin comentarios, por el momento, pensé, aunque lo cierto es que los cerezos en flor del huerto por el que pasábamos en ese preciso instante estaban impregnando el aire con su intenso y sensual aroma, un olor que traté de pasar por alto.

Salimos por las verjas hacia la izquierda y enfilamos Lover’s Lane. Unos árboles oscuros sofocaban allí el cielo, y el tupido manto de hojas otoñales aún cubría el sendero terroso. Sin embargo, en el prado que se abría al otro lado de la pared de piedra, vislumbramos entre los árboles junquillos, campanillas de invierno y estrellas de Belén que ya asomaban sus cabecitas entre la fresca hierba vernal.

Al pie de la colina, donde un arroyo de aguas revueltas corría

paralelo a la carretera, nuestro camino se dividía en tres direcciones.

—Uno sube al Observatorio Naval, el punto más alto de Washington —dijo Vartan, examinando su plano de la ciudad—. El de abajo desemboca en alguna especie de río… aquí lo tengo, Rock Creek, ¿uno de los puntos más bajos, quizá?

Rock Creek era el tercer río, junto con el Potomac y el Anacostia, que dividía la ciudad de Washington en una Y pitagórica, tal como habíamos descubierto gracias a los amigos de Key, los piscataway, y los diarios de Galen.

—Si es el equilibro lo que estamos buscando —dije—, supongo que tiene que ser el camino de en medio.

Al cabo de una media hora, fuimos a parar a un peñasco desde el que se divisaba todo: el arroyo de aguas revueltas de abajo y la roca donde se hallaba el observatorio y la casa del vicepresidente. A lo lejos, un enorme puente de arcos de piedra se alzaba por encima del río bajo la luz de la tarde, como un acueducto romano abandonado en medio de la nada. Habíamos llegado al final de nuestro camino.

Allí mismo, donde estábamos, unos árboles centenarios crecían de las lomas aún más antiguas que nos observaban desde lo alto. Las retorcidas raíces de los árboles clavaban sus garras en el suelo de roca. Todo cuanto nos rodeaba estaba sumido en una densa penumbra salvo por un haz de luz crepuscular que asomaba por un saliente en la roca que teníamos a nuestra espalda, y vertía un pequeño charco de luz solar en el suelo del bosque. En aquel lugar, inmóviles, escuchando el borboteo distante del agua a nuestros pies y el gorjeo de los pájaros en unos árboles que empezaban a teñirse de verde primaveral, parecía que la civitas se hallaba a miles de kilómetros.

Entonces me di cuenta de que Vartan estaba mirándome. De improviso, y sin pronunciar una sola palabra, me estrechó entre sus brazos y me besó. Sentí que la misma tórrida corriente de energía incandescente volvía a recorrer mi cuerpo, como antes. Me apartó de sí y dijo:

—Lo he hecho para recordarnos a los dos que el propósito de nuestra misión tiene que ver con la alquimia y los seres humanos, no sólo con salvar a la civilización.

—Ahora mismo —dije—, me gustaría que la civilización se las arreglase ella sola durante una o dos horas para poder ocuparme de otra cosa que también me quita el sueño…

Vartan me alborotó el pelo.

—Pero el lugar tiene que ser éste, sólo éste —añadí—. Podemos ver todo lo de arriba y todo lo de abajo. Estamos al final del camino.

Miré a nuestro alrededor en busca de más pistas, pero no vi ninguna.

A continuación desplacé la mirada lentamente por la loma que se alzaba a nuestras espaldas. En realidad no era una loma, sino más bien un muro de contención hecho con unas rocas enormes y antiquísimas. El sol del ocaso estaba a punto de esconderse en el vértice de la uve de la pared de roca, y entonces la poca luz de que disponíamos se extinguiría por completo.

En ese momento, se me ocurrió algo.

—Vartan —dije rápidamente—, el libro que escribió al-Jabir, El libro de la balanza… Los secretos insondables que entraña, las claves del camino ancestral… Se supone que todo eso está escondido en el juego de ajedrez, ¿verdad? Igual que el mensaje de mi madre está escondido en ese tapiz…

—Sí —contestó Vartan.

—En el tapiz —continué—, el libro que el ángel sostiene en la mano, igual que los «regalos» que Hestia estaba entregando… En ese libro también había inscrita una palabra, ¿verdad?

Phos —respondió Vartan—. Significa «luz».

Ambos dirigimos la mirada hacia la escarpada pared de piedra tallada, hacia el lugar donde se estaba poniendo el sol.

—¿Has hecho escalada en roca alguna vez? —le pregunté.

Negó con la cabeza.

—Bueno, pues yo sí —le dije—. Así que supongo que este mensaje estaba dirigido única y exclusivamente a mí.

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Al cabo de menos de una hora, estábamos sentados a una mesa en la sala principal del Sutaldea, solos Vartan y yo, junto a la pared de ventanales con vistas al sol de poniente, que derramaba su luz dorada sobre el puente y el río. Me había roto tres uñas y me estaba curando una rodilla magullada, pero por lo demás, no lucía tan mal aspecto para haber escalado la pared vertical de una colina.

A nuestro lado, en una tercera silla, estaba mi mochila, la misma que le había pasado a Vartan desde el escondite allí arriba. Aún contenía la lista con las coordenadas en el mapa de las piezas enterradas, pero ahora también incluía el tubo cilíndrico con el dibujo del tablero de ajedrez hecho por la abadesa que nos habíamos parado a recoger en mi oficina de correos en el camino de vuelta desde la colina.

Entre nosotros, en la mesa, había un decantador de Châteauneuf du Pape con dos copas de vino, y junto a ellas la pesada figura de unos quince centímetros de altura, repleta de incrustaciones de joyas salvo por una esmeralda: la Reina Negra.

Y algo más que también habíamos encontrado allí en lo alto de la roca, sellado en el interior de un contenedor impermeable. Vartan se acercó para que pudiéramos examinarlo los dos juntos. Era un libro escrito en latín, a todas luces una copia del original, con interesantes ilustraciones, aunque según dijo Vartan, éstas también podían haber sido añadidas en fechas posteriores. Al parecer, era una traducción medieval de un libro más antiguo escrito en árabe.

El libro de la balanza.

La inscripción de su dueño en la solapa interior rezaba simplemente «Charlot».

—«No te dejes asaltar por ninguna duda —me estaba traduciendo Vartan—. Se introduce el fuego y se aplica en el grado necesario, sin permitir no obstante que esa cosa sea consumida por el fuego, lo que causaría su deterioro. De esta forma, el cuerpo sometido a la acción del fuego alcanza el equilibrio y llega al estado deseado».

Vartan se volvió hacia mí.

Al-Jabir sí habla de cómo fabricar el elixir —dijo—, pero parece poner siempre el énfasis en el equilibrio, en colocar en una balanza los cuatro elementos, tierra, aire, agua y fuego, el equilibrio dentro de nosotros mismos y también el equilibrio entre nosotros y el mundo natural. No entiendo por qué esta idea es peligrosa. —Acto seguido, añadió—: ¿Crees que tu madre te dejó este libro porque quiere que no sólo encuentres las piezas sino que también resuelvas este problema?

—Estoy segura de que así es —contesté, sirviendo vino en las copas—. Pero ¿cómo puedo pensar en algo tan lejano? Hace una semana mi madre y yo estábamos muy distanciadas, y yo creía que mi padre estaba muerto. Creía que tú eras mi peor enemigo y que yo era una ayudante de cocina con una existencia predecible y reglamentada que nunca podría volver al ajedrez aunque su vida dependiera de ello. Y ahora resulta que mi vida podría depender de ello. Pero no puedo predecir nada ni siquiera con diez minutos de antelación. Todo lo que creía saber se ha puesto del revés. Ya no sé lo que pensar.

—Yo sí sé en qué pensar… —dijo Vartan con una sonrisa—. Y tú también. —Cerrando el libro, me tomó las dos manos y apretó los labios contra mi pelo, muy suavemente. Cuando se apartó, dijo—: ¿Cómo ibas a poder enfrentarte a tu futuro algún día sin haber resuelto tu pasado? ¿Acaso fue culpa tuya que esas «determinaciones» resultaran ser que todas las cosas que siempre habías creído que eran ciertas en realidad eran sólo ilusiones?

—Pero después de todo lo que ha pasado —dije—, ¿qué puedo creer ahora?

—Tal como Rodo nos dijo anoche —repuso Vartan—, parece ser que cuando de esa sabiduría ancestral se trata, no basta con creer. Hay que desentrañar la verdad. Creo que ése es el mensaje de este libro que te dejó tu madre, el mensaje que al-Jabir escondió en el juego de ajedrez hace mil doscientos años.

—Pero ¿cuál es exactamente ese mensaje? —exclamé, con gran frustración—. Pongamos que hemos reunido todas las piezas y las juntamos. ¿Qué sabremos entonces que no sepa nadie más ahora?

—¿Y por qué no juntamos algunas de las partes que ya tenemos ahora mismo e intentamos averiguarlo? —propuso Vartan, pasándome la mochila.

Saqué el tubo cilíndrico que me había enviado a mí misma, con la ilustración del tablero de ajedrez de la abadesa, y se lo di a Vartan para que lo abriera. A continuación rebusqué en el fondo de la mochila para extraer el dibujo plastificado de mi madre, con su lista de coordenadas en el mapa, que había metido ahí justo antes de marcharnos de mi apartamento, y entonces la punta de mi dedo tropezó con algo frío y metálico que había en el fondo de la bolsa.

Me quedé paralizada.

Temía saber exactamente lo que era. Antes incluso de sacar aquel objeto, el corazón ya me latía desbocado.

Era una pulsera riviére.

Con una raqueta de esmeraldas.

Me quedé allí inmóvil, con la pulsera colgando de la punta del dedo. Vartan alzó la mirada y la vio. Se quedó mirándola un momento, luego me miró a mí y yo asentí. Me dieron ganas de morirme. «¿Cómo ha llegado esto hasta aquí? ¿Cuánto tiempo lleva en esa mochila?».

Me di cuenta en ese momento de que aquélla era la misma mochila que me había dejado olvidada, cinco días antes, junto con mi parka de plumón, en la suite de mi tío en el Four Seasons Pero ¿cómo había ido a parar aquella inocente bolsa al perchero de mi apartamento, con la pulsera «pinchada» de Sage Livingston escondida en el fondo?

¿Y cuánto tiempo había estado esa maldita pulsera pululando a nuestro alrededor?

—Vaya, vaya, vaya… —dijo la voz afectada de Sage desde la puerta, al otro lado de la sala—. Aquí estamos los tres, juntos otra vez. Veo que habéis encontrado mi pulsera. Y yo preguntándome dónde me la habría dejado sin querer…

Entró en la sala y cerró la puerta tras ella; a continuación, se acercó a través del bosque de mesas y extendió la mano para que le diera su joya. Yo la dejé resbalar desde la punta del dedo hasta el fondo de mi copa de Cháteauneuf du Pape.

—Eso no ha tenido ninguna gracia —dijo Sage, mirando su pulsera a través de la opacidad del fondo de mi copa de vino.

¿Cuánto tiempo llevaba espiándonos, escuchando todas nuestras palabras? ¿Cuánto sabía? No me quedaba más remedio que suponer lo peor. Aunque no supiese que mi padre estaba vivo, como mínimo conocería el contenido, y el valor, de todo cuanto había expuesto encima de aquella mesa.

Me levanté para plantarle cara de frente, y Vartan hizo lo propio.

Pero luego bajé la mirada: Sage llevaba en la mano un pequeño revólver con la culata de nácar.

Oh, Dios mío… Y yo que creía que Key era la única adicta a las emociones fuertes, pensé.

—No vas a dispararnos —le dije a Sage.

—No, a menos que insistáis —repuso ella. Su cara era la viva imagen de la condescendencia. Luego quitó el seguro del revólver y añadió—: Pero si oyen un disparo aquí dentro, puede que mis colegas que están esperando ahí fuera no tengan los mismos reparos.

Mierda. El factor matones. Tenía que pensar en algo, pero lo único que se me ocurría pensar era qué demonios estaba haciendo Sage allí.

—Creía que tú y los tuyos os habíais ido a hacer un largo viajecito —dije.

—Se fueron sin mí —contestó, y luego añadió—: Ahora ellos no son necesarios. Para eso es para lo que fui elegida. Esta contingencia siempre había estado prevista, desde el principio, prácticamente desde el día en que nací. —Mientras sujetaba tranquilamente el arma con una mano, se escudriñaba las uñas de la otra como si hubiesen pasado demasiados minutos desde la manicura del día anterior. Yo estaba esperando a que siguiese dándonos explicaciones cuando nos miró a Vartan y a mí y añadió—: Por lo visto, ninguno de los dos tenéis la más remota idea de quién soy yo.

Esas palabras de nuevo.

Sólo que esta vez, de repente, yo sí lo sabía.

Muy despacio, el horror fue impregnándome el cerebro como una mancha de vino espeso o de sangre, formando un velo justo detrás de mis ojos, empañando la visión de la sala que me rodeaba, de Vartan, de Sage de pie con esa arma en la mano, lista para llamar en cualquier momento a su comitiva de seguridad del exterior.

Aunque no necesitaba la ayuda de los matones para derrotarme a mí. Ya me había quedado ciega otras veces. Ni tampoco necesitaba un arma en la cara para poner todo aquello en perspectiva.

¿Acaso no había presentido ya, durante aquella asamblea en la suite de mi tío, que había alguien más entre bastidores orquestando maniobras secretas? ¿Por qué no había sido capaz de ver, ni siquiera entonces, que no eran Rosemary ni Basil, que siempre había sido Sage, ella y sólo ella, todo el tiempo?

«Prácticamente desde el día en que nací», había dicho ella.

Cuánta razón tenía…

¿Acaso no había sido Sage, ya cuando éramos sólo unas niñas, la que había intentando, no hacerse amiga mía, como yo había imaginado entonces, sino más bien atraerme hasta su esfera de control, a su círculo de influencia, de afluencia y de poder?

Una vez más, era Sage quien había desalojado rápidamente su sede social en Denver y trasladado sus operaciones de la alta sociedad a Washington, casi en el mismo momento en que yo misma había llegado allí. Y aunque yo no la había visto la mayor parte de esos años, ¿cómo podía estar segura de que ella no me hubiera estado observando a mí? Era Sage también quien, de algún modo, se había inmiscuido en la operación de compraventa del Sky Ranch, a pesar del hecho de que, siendo realistas, su papel como agente inmobiliario no era demasiado verosímil, que digamos.

¿Por qué más se había hecho pasar?

En el fondo, pensándolo bien, nadie parecía reparar demasiado en Sage, pues sólo destacaba por su aspecto, por su estilo superficial. Siempre estaba cómodamente instalada en una nube de actividades sociales, camuflada por su entorno. Pero yo acababa de darme cuenta de pronto de que, como una araña en su red de intrigas, en realidad Sage siempre había estado en el medio de todo, en todas partes, y con todo el mundo. De hecho, no era sólo el aparato de escucha que me había colocado en la mochila lo que le proporcionaba acceso a los pensamientos y a los movimientos de todo el mundo, sino que había presenciado todas las conversaciones privadas.

En la fiesta privada de mi madre en Cuatro Esquinas.

En el Brown Palace de Denver, con Lily y Vartan.

En el Four Seasons de Washington, con Nim, Rodo y Galen.

De repente me acordé del comentario que Sage había hecho allí, sobre mis relaciones con mi madre: «Aunque parece que estábamos equivocados…».

Y en ese momento me di cuenta de que, con aquella actitud mundana y superficial, Sage conseguía alejar la atención del verdadero papel que desempeñaba en toda aquella historia, y supe también cuál era exactamente el papel que le había sido designado desde el día en que nació.

—Tú eres la «Sage Living-stone» —dije.

Sage sonrió fríamente, arqueando una ceja en señal de admiración por mi agudeza mental.

Vartan me miró de soslayo, y volviéndome hacia él, me expliqué:

—Me refiero a la «Sabia Piedra Viviente», la traducción literal de su nombre de pila, Sage, «sabia», y su apellido, formado por Living, que significa, «viva», y stone, que significa «piedra». En el relato de Charlot, éste la llamó la «Piedra Filosofal», el residuo de polvo que produce el elixir de la vida. Cuando Sage ha dicho que había sido elegida desde su nacimiento, era eso lo que quería decir: que la educaron desde el día en que nació para suceder a su madre como Reina Blanca. Sus padres creyeron que habían recuperado el control del equipo blanco y del juego después de matar a mi padre y de hacerse con la pieza de ajedrez, pero otro cogió las riendas sin ellos saberlo. Tampoco sabían nada sobre Galen March y Tatiana… ni sobre el cambio de bando de tu padrastro. Nunca entendieron el verdadero propósito para el que había sido diseñado el ajedrez de Montglane.

Sage dejó escapar un gruñido muy poco femenino que hizo que me sobresaltara. Advertí que el arma, que sujetaba mucho más firmemente, apuntaba ahora a una parte de mi cuerpo que me habría gustado que siguiera latiendo.

—El verdadero propósito del ajedrez es el poder, ni más ni menos, y nunca ha sido ninguna otra cosa. Es completamente ingenuo creer lo contrario, a pesar de lo que esos idiotas a los que habéis estado prestando oídos hayan intentado que creáis. Puede que yo no sea una estrella del ajedrez como vosotros dos, pero sé de lo que hablo. Al fin y al cabo, es algo que he mamado desde pequeña, durante toda mi vida, el poder en estado puro, poder de verdad, poder mundial incluso, un poder que ninguno de los dos podéis concebir siquiera, y todavía no me he destetado…

Etcétera.

A medida que Sage seguía perorando sobre si había nacido para chupar el poder como si de una bomba de succión se tratara, yo me iba asustando cada vez más, y hasta percibía la tensión de Vartan desde donde estaba. También él debía de tener tan claro como yo que aquí «doña Piedra Filosofal» había perdido el poco juicio que debía de haber tenido en algún momento, pero ninguno de los dos parecía saber muy bien cómo abalanzarse sobre ella para reducirla desde los diez pasos de distancia que nos separaban, ni siquiera cómo interrumpir su perorata.

Y más evidente aún era el hecho de que, para las personas adictas al poder, la proximidad, por relativa que fuese, a aquel maldito juego de ajedrez era como ofrecerles una píldora megalomaníaca, pues Sage parecía haber ingerido un frasco entero justo antes de entrar en el restaurante aquel día.

Además, vi que sólo era cuestión de tiempo el que aquí nuestra amiga Sage pudiese dejar de preocuparse por si apretar el gatillo le iba a estropear o no la manicura recién hecha. Supe que teníamos que salir de allí, y rápido, y llevarnos las coordenadas con nosotros.

Sí, pero ¿cómo?

Miré a Vartan. Seguía con la mirada clavada en Sage, como si estuviese pensando exactamente lo mismo que yo. La gigantesca pieza de la reina seguía expuesta entre nosotros sobre la mesa, pero aunque la utilizásemos como arma, no podíamos arrojársela más rápido de lo que una bala tardaría en alcanzarnos a nosotros. Y aunque lográsemos reducir a Sage, teníamos pocas posibilidades de escapar de los esbirros profesionales apostados en la puerta sólo con la ayuda de aquella pistola de culata de nácar. Tenía que pensar en algo. No estaba segura de poder interrumpir la charla sobre «lactancia» que Sage nos estaba dando el tiempo suficiente para razonar con ella, pero valía la pena intentarlo.

—Escucha, Sage —dije—, aun suponiendo que seas capaz de reunir todas esas piezas de ajedrez, ¿qué harás con ellas? Tú no eres la única que las busca, ¿sabes? ¿Adónde irías? ¿Dónde te esconderías?

Sage adoptó una expresión confusa un momento, como si nunca hubiese llegado tan lejos con el pensamiento al diseñar su castillo en el aire. Estaba a punto de insistir un poco más en el asunto cuando el teléfono que había en el atril del maître junto a la puerta principal empezó a sonar. Sage siguió apuntándome con la pistola mientras retrocedía unos pasos entre las mesas para obtener una perspectiva más amplia.

Entonces percibí ese otro sonido, un ruido suave, un ruido familiar que pasaba cerca de nosotros y que tardé un momento en reconocer: el silbido de las ruedas de unos patines sobre las baldosas de piedra.

Parecía desplazarse furtivamente a nuestras espaldas en dirección a la puerta principal, oculto tras la larga y alta estantería de separación que recorría la longitud de la sala y que exhibía la colección de jarras de cerámica para sidra de Rodo. Pero pese al persistente timbre del teléfono, ¿cuánto tardaría Leda en pasar lo bastante cerca de Sage para que ésta también oyera el ruido de sus patines?

Por el rabillo del ojo vi cómo Vartan empezaba a avanzar hacia delante muy despacio. Sage le apuntó a él con el arma y lo obligó a detenerse.

Y justo entonces, tal como diría Key, se armó la de Dios es Cristo: un montón de jarras de cerámica estaban a punto de quedar hechas cisco.

Todo pasó en cuestión de segundos.

Una vasija con cuatro litros de sagardo salió disparada a través de un hueco, estalló en el suelo de piedra a los pies de Sage y lo salpicó todo de sidra. Tratando instintivamente de proteger sus zapatos de seiscientos dólares, Sage dio un saltito hacia atrás, pero cuando Vartan hizo amago de abalanzarse sobre ella, volvió a disuadirlo apuntándole con el arma. En ese preciso instante, otra jarra salió volando despedida desde lo alto de la estantería directamente a la cabeza de Sage, pero esta rápidamente se agachó detrás de una mesa que había cerca mientras la jarra se estrellaba contra el suelo, a su lado.

La avalancha de jarras de sidra siguió sucediéndose: las vasijas de sagardo salían volando desde los huecos de la estantería mientras Sage, agachada detrás de la mesa y apuntando con el brazo como un tirador experto, les disparaba en el aire como si fueran pichones de barro. También disparó unas cuantas veces a la estantería, tratando de liquidar a su desconocido adversario.

Al oír el primer disparo, Vartan me había arrastrado detrás de nuestra mesa y la había volcado, tirando al suelo de piedra todo su contenido: el libro, los valiosos documentos, la pieza de ajedrez y el Cháteauneuf du Pape. Permanecimos agachados debajo de nuestro parapeto mientras el estruendo de los disparos y de las vasijas rotas se sumaba al del timbre del teléfono, que no dejaba de sonar al fondo de la sala.

Vartan puso voz a mis pensamientos:

—No sé quién es nuestro héroe de ahí detrás de esa estantería, pero no va a poder retener a Sage mucho más tiempo. Tenemos que encontrar el modo de llegar hasta ella.

Me asomé por detrás del mantel. Todo apestaba a puré de manzana fermentada.

Desde su relativamente protegida posición, controlando el centro del tablero, Sage había conseguido volver a cargar el revólver en menos tiempo que el tirador más rápido del Oeste. Recé por que se quedara sin balas antes de que Leda se quedara sin sidra, pero aunque así fuese, lo cierto es que no tenía demasiadas esperanzas, porque en cuanto los matones que tenía apostados allí fuera oyesen todo aquel jaleo, entrarían sin dudarlo.

De pronto, el teléfono dejó de sonar y un silencio ensordecedor inundó la sala. No hubo más estrépito de barro rompiéndose ni ruido de disparos.

Dios santo… ¿había acabado todo?

Vartan y yo nos asomamos por encima del borde de la mesa en el preciso instante en que la puerta del restaurante se abría de golpe. Sage, de pie y colocándose de perfil ante nosotros, se había dado media vuelta con una sonrisita petulante para saludar a sus amigotes, pero en vez de ellos, lo que irrumpió por la puerta fue un enjambre de pantalones blancos, fajines rojos y boinas negras encabezado por Rodo, con la coleta ondeando, teléfono en mano y seguido de Erramon.

Perpleja, Sage entrecerró los ojos y les apuntó con el arma desde el otro extremo de la sala. Pero de la esquina de la estantería de la sidra, interponiéndose entre Sage y su objetivo, hizo su entrada lo que parecía ser una enorme sopera de cobre sobre ruedas, de casi un metro de ancho y enarbolada a modo de escudo. Avanzaba a toda velocidad por las mesas en dirección a Sage. Leda lanzó el recipiente hacia arriba en el mismo momento en que Sage disparaba hacia ella con el arma. La sopera cayó en picado sobre Sage y la derribó como si fuera un bolo… pero vi que Leda también había caído el suelo. ¿La habría acertado aquel disparo?

Mientras Vartan y los demás corrían a recoger el arma y a inmovilizar a Sage, me levanté tambaleante para asegurarme de que Leda estaba bien, pero Erramon se me adelantó. Ayudó rápidamente a mi amiga a ponerse de pie y señaló la botella de sidra con un agujero que había en la estantería del fondo y que había recibido el impacto de la bala destinada a ella. Mientras Vartan se hacía con el arma, un par de brigadistas vascos levantaron a Sage del suelo, se quitaron los fajines de la cintura y le ataron con ellos los pies y las manos. A continuación, mientras ella se debatía con furiosa indignación, farfullando todavía sin cesar, la sacaron a rastras por la puerta.

Rodo sonrió aliviado al comprobar que los tres estábamos bien. Recogí la pulsera de diamantes de entre el estropicio de cristales rotos y charcos de vino en el suelo y se la di a Erramon, quien negó con la cabeza y la arrojó a través de la ventana al canal.

—Cuando el Cisne se dirigía hacia aquí, al trabajo —me explicó Rodo—, se fijó en unas personas a las que creyó reconocer debajo de la pérgola de glicina de Key Park. Era la hija de los Livingston, la que había venido el otro día para que yo ayudara a encontrarte, cuando te reuniste con tu tío, y también reconoció a los hombres de seguridad de la mañana de antes de la boum privada en Sutaldea. Al Cisne le pareció sospechoso verlos a todos aquí hoy, justo al lado de tu casa, así que cuando llegó al restaurante nos telefoneó a Erramon y a mí. A nosotros también nos pareció sospechoso. Para cuando llegasteis vosotros dos, ella ya estaba abajo preparando la brasa para esta noche y nosotros ya nos habíamos puesto en camino. Pero volvió a llamarme al móvil después de oír entrar a otra persona, subir de puntillas la escalera y ver que os encontrabais en verdadero peligro. Nos dijo que tu amiga os estaba amenazando con un arma y que esos hombres estaban apostados fuera. Así que urdimos un plan: en cuanto hubiésemos desarmado a los hombres de fuera, yo llamaría al teléfono del restaurante. Ésa sería la señal para que el Cisne distrajese un poco la atención dentro: su misión consistía en distraer a Sage Livingston para que no os disparase antes de que entrásemos nosotros.

—Pues el Cisne la ha tenido la mar de distraída —convine, abrazando a Leda en señal de agradecimiento—. Y también ha sido muy oportuna, porque Sage se estaba poniendo un poco nerviosa con el gatillo, y yo tenía miedo de que pudiese apretarlo sin querer. Pero ¿cómo habéis logrado desarmar a esos tipos de ahí fuera?

—Los han destrozado un par de movimientos de la ezpatadantza que, sin duda, no se esperaban —dijo Erramon—. E.B. no ha fallado ni una sola vez con sus patadas en el aire. Hemos entregado a esos hombres a las autoridades del Departamento del Interior del gobierno de Estados Unidos, que los ha detenido por llevar armas ilegales dentro del Distrito de Columbia y por hacerse pasar por agentes de los Servicios Secretos.

—Pero ¿y Sage Livingston? —le preguntó Vartan a Rodo—. Salta a la vista que está loca. Y que, además, tiene un objetivo completamente opuesto al que defendías tú anoche mismo ante nosotros. ¿Qué será de alguien como ella, que ha sido educada para destruir todo cuanto se interpusiese en su camino?

—Yo recomiendo —intervino Leda— una estancia muy, muy larga en algún retiro espiritual para lesbianas feministas en un lugar muy, muy remoto de los Pirineos. ¿Crees que es posible?

—Estoy seguro de que podríamos organizarlo —contestó Rodo—. Pero hay una persona que conocemos que estará encantada de hacerse cargo del caso de Sage. Bueno, a decir verdad, hay más de una persona, por otras razones distintas. Quod severis metes. Creo que si lo pensáis bien, sabréis a quiénes me refiero. Por el momento, tú ya conoces la combinación de mi caja fuerte —dijo, dirigiéndose a mí—. Cuando hayáis terminado con esos materiales, no los dejéis ahí tirados por el suelo, como habéis hecho otras veces. —Nos guiñó un ojo.

Una vez dicho eso, Rodo salió por la puerta, dando instrucciones a diestro y siniestro en euskera.

Erramon estaba de rodillas, comprobando el estado de cada una de las magulladuras que Leda se había hecho en las piernas al caer al suelo. Luego se puso de pie, la rodeó con el brazo y la acompañó a la bodega para «ayudarla con esos leños que pesan tanto», según dijo. Yo pensé que ahí también podía haber alguna esperanza para algo un poco más alquímico.

Vartan y yo volvimos a ocupar nuestros sitios junto al ventanal, donde en ese momento el sol del ocaso lamía las cimas de los edificios de la otra orilla del río, y empezamos a guardar nuestro valioso y peligroso botín, lleno de manchas de vino además.

—¿La combinación de su caja fuerte? —dijo.

Yo sabía que Rodo no tenía ninguna caja fuerte, pero sí tenía un apartado de correos un poco más arriba en la misma calle, igual que yo. El número era el 431. En realidad nos estaba diciendo que la ruta más segura era volver a sacar todo aquello de allí utilizando el correo, como había hecho yo antes, y preocuparse por lo demás más tarde.

Estaba a punto de meter El libro de la balanza en su funda cuando Vartan me puso la mano en el brazo. Mirándome con aquellos ojos violeta oscuro, dijo:

—Hace un rato he creído de verdad que Sage podía llegar a matarte.

—No creo que quisiese matarme —le contesté—. Pero estaba completamente enloquecida por haber perdido, en un solo día, toda su riqueza, sus contactos, su acceso al poder… todo aquello que siempre ha creído que quería.

—¿Lo que ha creído que quería, dices? —exclamó Vartan—. Pues a mí me parecía que estaba muy segura de quererlo.

Negué con la cabeza, porque pensaba que al fin había logrado entender el mensaje. Vartan añadió:

—Pero ¿quiénes son esas personas que se «harán cargo del caso» de una persona como ella, tal como ha dicho Boujaron?

Sage fue educada para creerse una especie de diosa. ¿Quién puede imaginarse a alguien que quiera tener tratos con semejante persona?

—Yo no necesito imaginármelo —le dije—. Ya lo sé. Son mi madre y mi tía Lily quienes la ayudarán.

Vartan me miró con extrañeza desde el otro lado de la mesa.

—Pero ¿por qué? —inquirió.

Ya fuese en defensa propia o en defensa de Lily, lo cierto es que mi madre sí mató al padre de Rosemary. Y Rosemary estaba segura de haber matado a mi padre: ojo por ojo, diente por diente. Parece ser que, desde niña, la propia Sage fue criada para ser una especie de bala trazadora, un misil termodirigido en busca de un lugar donde hacer explosión. O incluso implosión. Ha estado a punto de hacerlo aquí mismo, en esta sala.

Eso podría explicar el deseo de tu madre de ayudar a Sage, como una especie de expiación, pero ¿qué me dices de Lily Rad? Ella ni siquiera estaba al corriente de la relación de los Livingston con tu madre.

—Pero Lily sí sabía que su propio padre era el Rey Negro y su madre la Reina Blanca —señalé—. Sabía qué clase de catástrofe había asolado su propia vida por culpa de eso. Sabe lo que se siente siendo un peón dentro de tu propia familia.

De aquello era de lo que me había salvado mi madre.

Del juego.

Y en ese momento supe exactamente qué era lo que debía hacer.

—Este libro, El libro de la balanza —le dije a Vartan—, y el secreto que al-Jabir escondió en el juego de ajedrez han estado esperando más de mil doscientos años a que llegase alguien y los liberase de su encierro en el interior de la botella. Creo que nosotros somos ese alguien. Y creo que ha llegado el momento.

No pusimos de pie junto a la pared de ventanales que daban al canal, teñido de la hermosa llama rosa flamenco del ocaso, y Vartan me rodeó con los brazos por detrás. Abrí el libro manchado de vino que seguía aún en mi mano. Vartan miraba por encima de mi hombro mientras yo iba pasando páginas hasta llegar a la pequeña ilustración de una matriz de tres cuadrados de lado con un número dibujado en cada uno de ellos. Las cifras me resultaban familiares.

—¿Qué dice aquí, justo debajo? —le pregunté a Vartan.

—«El Cuadrado Mágico más antiguo del mundo —tradujo Vartan—, que aparece representado aquí, ya existía hace miles de años en la India, y en Babilonia bajo los oráculos caldeos». —Vartan hizo una pausa para añadir—: Parece ser una especie de comentarista medieval el que habla, no al-Jabir. —Siguió leyendo—: «En China, este cuadrado se utilizó para diseñar las ocho provincias del territorio, con el emperador viviendo en el centro. Era sagrado porque cada número tenía significado esotérico; además, cada hilera, columna y diagonal suma 15, que si a su vez se suma, se reduce al número 6».

—Seis-seis-seis —dije, mirando por encima de mi hombro a Vartan.

Me soltó y juntos acercamos más el libro a la ventana, donde él continuó leyendo.

—«Sin embargo, fue al-Jabir al-Hayan, el padre de la alquimia islámica, quien hizo famoso este cuadrado, en El libro de la balanza, por sus otras importantes propiedades de las “proporciones correctas” que llevan al equilibrio. Si se separan los cuatro cuadrados de la esquina sudoeste tal como se muestra en la imagen, los números suman 17, lo que da la serie 1:3:5:8 de proporciones musicales pitagóricas perfectas según las cuales, y de acuerdo con al-Jabir, “todo existe en el mundo”. El resto de los números de esta cuadrícula mágica (4, 9, 2, 7, 6) suman 28, que es el número de “mansiones” o estaciones de la luna, y también de letras del alfabeto árabe. Éstos son los números más importantes para al-Jabir: 17 suma 8, el camino esotérico, que proporciona el “Cuadrado Mágico de Mercurio”, de mayor tamaño, compuesto por 8 cuadrados de lado. Ése es también el diseño de un tablero de juego con 28 cuadrados alrededor del perímetro externo: el camino exotérico o exterior».

—El tablero tiene la clave —le dije a Vartan—. Exactamente como dijo mi madre.

Vartan asintió.

—Pero aún hay más: «Al-Jabir confirió esta sabiduría ancestral al símbolo de Mercurio. Mercurio es el único símbolo tanto astronómico de “arriba” como alquímico de “abajo” que contiene los tres importantes sigilos de ambos: el círculo, que representa el sol; la media luna, que representa la luna del espíritu, y la cruz o el signo de “más”, que representa los cuatro aspectos de la materia: cuatro direcciones, cuatro esquinas, cuatro elementos, cuatro aspectos (fuego, tierra, agua, aire), calor, frío, húmedo, seco…».

—Si los unes —dije—, obtienes las matemáticas vascas: «cuatro más tres igual a uno». El cuadrado de la tierra más el triángulo del espíritu es igual a «Uno». La Unidad. ¿No era ése el primer regalo de Hestia en el tapiz?

—Era la perfección —respondió Vartan.

—El concepto clásico griego de «perfección» o «compleción» —expliqué— proviene de la raíz holos, como holístico, total, totalidad, unión, como Estados Unidos de América… todo significa «Unidad». «Para formar una Unión más perfecta». Eso es lo que quería George Washington, y Tom Jefferson, Benjamin Franklin, lo que todos ellos querían: el matrimonio entre el cielo y la tierra, esos «hermosos cielos, con campos ámbar de ondulante cereal». Lo que al-Jabir ya había incorporado al ajedrez del tarikat. Ésa es la iluminación que todos estaban buscando, esa Nueva Ciudad en la Colina. No se trata de poseer el poder, sino de crear el equilibrio.

—¿A eso es a lo que te referías antes —dijo Vartan— cuando dijiste que creías saber cuál era el mensaje? ¿Cuándo dijiste que no es el cuándo ni el dónde, sino el cómo?

—Exactamente —contesté—. No se trata de una cosa, algo que, una vez descubierto y utilizado, pueda proporcionarte armas atómicas, poder sobre tus demás congéneres, la vida eterna… Lo que al-Jabir incorporó a ese juego de ajedrez es en realidad un proceso, ni más ni menos. Por eso lo llamó el ajedrez del tarikat: la clave de la «Vía» Secreta. Éstas son las instrucciones originales, como un reguero de pistas en un camino, tal como los sufíes, los chamanes y los piscataway han dicho desde siempre. Y si reunimos todas esas piezas y seguimos esas instrucciones, nada es imposible. Podemos colocarnos a nosotros mismos y al mundo en un camino mejor, una «senda» de felicidad e iluminación. Mis padres han arriesgado su vida para salvar este juego de ajedrez con el fin de que pudiera ser utilizado para ese propósito superior.

En el transcurso de todo esto, Vartan había soltado el libro. En ese momento volvió a estrecharme entre sus brazos.

—En mi caso, Xie, si es la verdad lo que hemos estado buscando… la verdad es que haré lo que sea que creas que es correcto. La verdad es que te quiero.

—Yo también te quiero —dije.

Y supe que, aunque sin duda recuperaríamos las piezas, en aquel momento no me importaba lo que quisieran ninguno de los demás, no me importaba el juego, el precio que otras personas hubiesen pagado por éste en el pasado ni de qué pudiera llegar a servirnos en el futuro. No me importaba qué papeles pudiesen haber escogido otros para que Vartan y yo los representásemos, el de Rey Blanco o el de Reina Negra. No importaba cómo nos llamasen, porque sabía que Vartan y yo éramos los auténticos: el matrimonio alquímico que todos habían estado buscando durante mil doscientos años y que, pese a ello, eran incapaces de reconocer aunque lo tuviesen delante de sus propios ojos. Nosotros mismos en persona éramos las instrucciones originales.

Por primera vez en mi vida, me sentí como si todas las cuerdas que me habían mantenido atada durante tanto tiempo se hubiesen aflojado por completo y me hubiesen liberado al fin; sentí que podía surcar los cielos como si fuera un pájaro.

Un pájaro de fuego, proyectando luz.