CIUDAD DE FUEGO
El día del fin del mundo, el mundo será juzgado por el fuego, y todas las cosas que Dios hizo de la nada se verán reducidas a cenizas por obra del fuego, cenizas de las cuales el ave Fénix habrá de producir sus jóvenes […] Tras la conflagración, se formará un nuevo cielo y una nueva tierra, y el nuevo hombre será más noble en su estado glorificado.
BASILIO VALENTÍN,
El trípode áureo
Dios le dio a Noé la señal del arco iris. No más agua, ¡la próxima vez, el fuego!
JAMES BALDWIN,
La próxima vez el fuego
Hay que hacer chocar entre sí unas cuantas piedras para crear fuego.
GARI KASPÁROV,
Cómo la vida imita al ajedrez
Fue sin duda un camino largo y tortuoso, pero también maravilloso, el de vuelta a aquella brillante Ciudad de la Colina la que llamaba mi casa.
Primero, Key, como de costumbre, ya lo había dispuesto todo de antemano (con la connivencia de Lily, la conductora habitual de aquel cacharro) para que todos nosotros nos reuniésemos en un lugar más discreto que Lake Hood, una pequeña base privada para hidroaviones ligeramente al norte de Anchorage: un lugar en el que la gente tal vez no sabía siquiera qué era un Aston Martin edición limitada, conque mucho menos sería un lugar donde un coche así podía suscitar atención.
Pero ¿cómo habían conseguido llevar ese coche hasta allí nada menos, desde Wyoming, recorriendo más de dos mil kilómetros de tundra?
—No me lo digas, a ver si lo adivino —le dije a Lily—: mi madre y tú os turnasteis al volante las veinticuatro horas mientras conducíais por toda la Alean Highway cantando «Night and Day». O si no ¿cómo narices habéis llegado hasta aquí?
—Utilizando mi técnica habitual —contestó Lily, al tiempo que se frotaba las puntas de los dedos con las uñas pintadas contra la uña también lacada del pulgar, representando con mímica el gesto internacional que significa «dinero»—. Naturalmente, en cuanto hube examinado el terreno de nuestro lugar de destino, supe que mi única opción era contratar un ferry privado para transportar el coche por mar.
Pero entonces se hizo un silencio abrumador cuando Vartan ayudó a mi padre a bajarse del hidroavión y este vio a mi madre por primera vez en diez años. Hasta la señorita Zsa-Zsa permaneció en silencio.
Por supuesto, todos tenemos nociones básicas sobre cómo cada uno de nosotros ha llegado a este planeta: un espermatozoide se une con un óvulo. Hay quienes creen que Dios proporciona la chispa que desencadena el proceso, mientras que otros lo ven más bien como algo químico. Sin embargo, lo que estábamos viendo ante nuestros ojos era algo completamente distinto, y todos lo sabíamos. En ese momento me alegraba de que Vartan nos hubiese hecho a los dos ponernos delante de aquel espejo empañado para poder verme a mí misma como me veía él. En ese preciso instante, viendo a mis propios padres mirarse el uno al otro por primera vez en diez años, comprendí que en realidad estaba presenciando cómo yo misma había llegado hasta allí.
Se mirase por donde se mirase, era una especie de milagro.
Mi padre había hundido los dedos en la melena de mi madre, y cuando sus labios se encontraron, fue como si sus cuerpos fluyesen a la vez, como si se fundiesen el uno con el otro. Todos nos los quedamos mirando durante largo rato.
Key, que estaba a mi lado, susurró:
—Deben de haberse leído todas las instrucciones, absolutamente todas. —Hizo una pausa para reflexionar sobre lo que había dicho y añadió—: O puede incluso que escribieran ellos el libro.
Sentí que me volvían a asomar las lágrimas. Si aquello se convertía en una costumbre iba a tener que empezar a llevar pañuelos.
Sin dejar de abrazar a mi madre, mi padre extendió lentamente el brazo en nuestra dirección.
—Creo que quiere que vayas —me dijo Lily.
Cuando me acerqué a ellos, me rodeó con el brazo y mi madre hizo lo propio, de manera que los tres quedamos enlazados en un fuerte abrazo. Sin embargo, antes de que empezase a sentir vergüenza porque aquello pudiera ponerse demasiado empalagoso, mi padre dijo algo que había tratado de explicarme varias veces durante nuestro vuelo.
—Fue culpa mía, Alexandra. Ahora lo sé. Fue la única vez que me opuse a Cat por algo. Pero quiero que sepas que no lo hice por ti… sino por mí.
Aunque se dirigía a mí, no apartó los ojos ni una sola vez del rostro de mi madre.
—Una vez aquí, en América, cuando supe que tendría que renunciar a una de las dos cosas que más amaba en el mundo a cambio de la otra, abandonar el ajedrez para vivir la vida que había elegido con Cat, me resultó muy difícil. Demasiado difícil. Pero cuando vi que mi hija sabía jugar, y que además quería jugar a ese juego… —Dirigió sus ojos verde plateado hacia mí. Mis mismos ojos, advertí—. Supe que tú, mi hija, Xie, podías ser mi sustituta —dijo—. En cierto modo, te utilicé, como uno de esos padres que empujan a sus hijos a hacer aquello que ellos no pudieron hacer… ¿cómo se llama a eso?
—Madres frustradas —respondió mi madre, echándose a reír y rompiendo un poco el hielo eslavo. Puso la mano en la cabeza de mi padre y le retiró el pelo de la cicatriz morada que nunca podría borrarse de nuestras vidas. Con una sonrisa triste, le dijo—: Pero ya has pagado por tu crimen; me parece a mí.
Acto seguido, mi madre se dirigió a mí:
—No me gustaría reemplazar a tu padre convirtiéndome yo ahora en la mala de la película, pero lo cierto es que está ese otro juego del que tenemos que hablar, y me temo que es necesario que lo hagamos ahora mismo. He tenido poco tiempo para averiguar qué es exactamente lo que sabes. Pero sí sé que fuiste capaz de descifrar todos los mensajes que te dejé, ¿verdad? Sobre todo el primero, ¿no?
—«El tablero tiene la clave» —dije.
Y a continuación, hizo la cosa más rara del mundo: soltó a mi padre, me rodeó con los brazos para fundirnos en un abrazo y me dijo al oído:
—Pase lo que pase, ése es el regalo que te doy.
Luego me soltó e hizo señas al resto para que se acercaran a nosotros.
—Lily tiene una casa en la isla de Vancouver —siguió diciendo—. Vamos a pasar un tiempo ahí, nosotros tres y también Zsa-Zsa. —Alborotó el pelo de la cabeza del animal y Zsa-Zsa se retorció en los brazos de Lily—. Nokomis está de acuerdo en llevarnos de aquí hasta allí en avión y en organizarlo todo para que alguien se ocupe de enviar el coche de Lily de vuelta a la costa Este. De momento, sólo este grupo sabrá dónde estamos, hasta que sepamos con seguridad cuál es el estado de salud de mi marido. Y Lily se pondrá en contacto con Nim para decírselo, en persona, en cuanto vuelva a Nueva York.
A continuación, mi madre nos miró a mí y a Vartan.
—¿Hasta dónde habéis llegado en la lectura del manuscrito de Galen?
—Lo hemos leído entero —contestó Vartan—. Cómo ayudó a rescatar a la chica, cómo obtuvo de ella la verdadera Reina Negra de los sufíes, cómo la utilizó para ayudar a su madre a resolver la fórmula, y cómo, al final, él también se bebió el elixir. Combinada con la historia que Lily ya nos había contado sobre Mireille, la madre de Charlot, es algo realmente horrible: vivir siempre, para el resto de la eternidad, siempre en peligro y con miedo. Y comprender que estarás solo para siempre sabiendo que tú y sólo tú has creado…
—Pero hay más —lo interrumpió mi madre—. Acabo de darle a Xie la clave de todo lo demás. Si al final tú sustituyes a Galen como Rey Blanco y Alexandra accede a ocupar mi puesto, entonces tal vez vosotros dos seáis al fin los que logréis proporcionar la solución a aquellos que sabrán cómo hacer lo correcto con ella. —Y dirigiéndose a mí, añadió—: Y tú no olvides una cosa, cariño: la tarjeta de cartulina que Tatiana Solarin te dio hace tanto tiempo en Rusia. En un lado está la libertad y en el otro lado está la eternidad. La elección lo es todo. —A continuación, mientras Key conducía a los demás al interior del avión, mi madre nos dijo con una sonrisa y los ojos un tanto empañados—: Pero los dos sabréis dónde encontrarme en el caso de que tengáis alguna pregunta sobre las instrucciones.
Los vientos de cola de oeste a este redujeron increíblemente nuestro tiempo de vuelo: tres horas hasta Seattle y cuatro y media de allí a Washington, de modo que a pesar de las tres horas perdidas por la diferencia horaria entre ambas costas, era poco después de la hora de la cena del lunes por la noche —una semana después de «aquella noche en Bagdad»— cuando Vartan y yo entramos en mi apartamento.
Arrojó la única bolsa de lona con nuestras pertenencias al suelo y me tomó entre sus brazos.
—No me importa lo que pase mañana —murmuró contra mi pelo—. Esta noche empezaremos a estudiar en serio esas instrucciones que tus padres nos estaban enseñando. Me parece que eso sí es algo que me muero de ganas de aprender.
—Antes, la cena —dije—. No sé qué comida tendré aquí, pero no quiero que te desmayes de hambre justo cuando empecemos a hacer nuestros deberes.
Me metí en la cocina y saqué unas latas y unos paquetes de pasta.
—Tengo espaguetis —anuncié desde el quicio de la puerta.
Varían estaba de pie en la sala de estar, observando el tablero de ajedrez que Nim había dejado preparado en mi mesa redonda de roble.
—¿Te ha dado pena alguna vez lo de aquella última partida? —preguntó. Alzó la vista para mirarme—. No, claro, no me refiero a pena por tu padre ni por todo lo que pasó después. Me refiero a si te da pena que tú y yo nunca tuviéramos la oportunidad de llegar a jugar esa partida.
—¿Que si me dio pena? Muchísima —repuse con una sonrisa—. Esa partida era mi última oportunidad para machacarte vivo.
—Entonces, juguemos.
—¿Jugar a qué?
—Juguemos esa partida ahora —repitió Vartan—. Ya sé que te falta práctica, pero a lo mejor te sienta bien jugar sólo por esta vez.
Apartó las damas negra y blanca del tablero y las barajó a sus espaldas. A continuación, me ofreció ambos puños con las reinas ocultas.
—Esto es un disparate —dije.
Pero le di unos golpecitos en la mano derecha, sintiendo yo misma una especie de hormigueo que me recorría todo el cuerpo.
Cuando la abrió, la palma de su mano contenía la reina blanca. Vartan me la dio y a continuación se sentó al otro extremo de la mesa, donde estaban las piezas negras, y colocó allí su reina negra.
—Tú empiezas —dijo Vartan, haciéndome señas para que ocupara mi sitio al otro lado.
En cuanto me hube sentado y hube colocado la reina blanca en su sitio en el tablero, fue como si algo cobrase vida en mi interior. Me olvidé de que hacía más de diez años que no me sentaba ante un tablero de ajedrez. Sentí cómo una corriente de energía me recorría el cuerpo, chisporroteando con toda clase de posibilidades, mi cerebro calibrando sin cesar, como la transformación de Fourier y las ecuaciones de Maxwell de la tesis de Key, y calculando esas ondas infinitas de calor, luz, sonido, y vibraciones de infrarrojos y láser que nadie podía ver ni oír.
Tomé el caballo y lo coloqué en d4.
Seguía mirando al tablero un momento más tarde cuando me di cuenta de que Vartan todavía no había hecho su apertura. Levanté la vista y vi que me miraba con una extraña expresión que no supe interpretar.
—Mueves tú —le indiqué.
—Puede que en el fondo no haya sido tan buena idea —me dijo.
—No, sí que ha sido una buena idea —repuse, impaciente por seguir con el juego—. Vamos, adelante.
—Alexandra —dijo—, llevo participando en competiciones estos últimos diez años, ya lo sabes. Mi Elo está por encima de los dos mil seiscientos puntos. No podrás ganarme sin más con la defensa india de rey, si es eso lo que estás pensando.
Siempre había sido mi defensa favorita, así que a ninguno de los dos le hizo falta que añadiese: «Tampoco pudiste la última vez».
—No me importa si te gano ni cómo te gane —dije. Bueno, mentí—. Pero si lo prefieres, responde con una defensa diferente. —Me parecía increíble que estuviésemos hablando de aquello en lugar de jugar.
—Me temo que ni siquiera sé cómo perder —repuso Vartan con una sonrisita de disculpa, como si acabase de darse cuenta de lo que estaba haciendo—. Ni mucho menos cómo perder a propósito. Sabes que no puedo dejarte ganar, aunque quisiera, sólo para que te sientas bien.
—De acuerdo, entonces puedes dejar que me ría en tus narices… cuando te gane —dije—. Juega y calla.
A regañadientes, movió su caballo y reanudamos la partida.
Lo cierto es que en su siguiente movimiento sí adoptó otra defensa distinta de la previsible: ¡avanzó un peón hasta e6!
¡La defensa india de reina! Traté de disimular mi entusiasmo… porque aquello era exactamente lo que mi padre y yo habíamos planeado, esperado y para lo que habíamos ensayado y elaborado nuestra estrategia cuando yo iba a jugar con las blancas en Zagorsk.
Y como cualquier respuesta posible a aquella defensa había sido grabada a fuego en mi memoria desde mi más tierna infancia, estaba más que preparada para sacar toda mi artillería, por si alguien llegaba a emplearla contra mí. Vartan me había dicho en Wyoming que el momento propicio lo era todo, ¿no?
Bueno, pues aquel era el momento propicio.
La vida imita al arte. La realidad imita al ajedrez.
En el noveno movimiento, arrojé mi llave inglesa dentro del engranaje de la maquinaria de Vartan: moví mi peón de caballo de g2 a g4.
Mi adversario me dirigió una mirada de asombro y dejó escapar una risita. Saltaba a la vista que se le había olvidado que se suponía que era una partida en serio.
—Tú nunca has hecho ese movimiento en tu vida —dijo—. ¿Quién te crees que eres? ¿Una pequeña Kaspárov?
—No —contesté, sin alterar mi cara de póquer—. Soy una pequeña Solarin. Y si no me equivoco, ahora mueves tú.
Meneó la cabeza con gesto divertido, sin dejar de reír, pero por una vez le prestaba más atención al tablero que a mí.
El ajedrez es un juego interesante que nunca deja de dar lecciones sobre el funcionamiento de la mente humana. Yo sabía, por ejemplo, que Vartan contaba con la ventaja de un cerebro lleno a rebosar de diez años de variaciones de las que yo ni siquiera había oído hablar. En esos diez años, mi oponente había jugado contra los mejores jugadores del mundo, y casi todas las veces había ganado.
Sin embargo, por débil que fuese mi situación en comparación con la suya en ese aspecto, sabía que en ese momento yo contaba con la ventaja del elemento sorpresa. Cuando Vartan se había sentado ante aquel tablero creía que iba a jugar contra la traumatizada cría que a los doce años había abandonado el ajedrez y de la que se había enamorado… y a la que esperaba no herir emocionalmente si podía evitarlo. Sin embargo, tras el movimiento inesperado de un peón, había descubierto de repente que estaba jugando una partida que, si no prestaba la debida atención y muy rápidamente además, podía incluso llegar a perder.
Era una sensación maravillosa.
Sin embargo, sabía que tenía que contener toda mi euforia porque, de lo contrario, no lograría acabar aquella partida. Al fin y al cabo —y bien podía apostarme la camisa, tal como diría Key—, con la memoria enciclopédica de Vartan y su dilatada experiencia —que en ajedrez se conoce con el nombre de «conocimiento táctico»—, mi contrincante era capaz de recordar al instante todas las variaciones sobre ese último movimiento mío, al igual que sobre muchos otros. No obstante, es bien sabido que los maestros suelen centrar toda su atención en lo que es anormal pero recordar lo que es normal. Así que tendría que engañar a su cerebro, burlar a esa intuición tan cuidadosamente enfrenada.
Sólo disponía de un único as en la manga capaz de salvarme, una baza que me había enseñado mi padre, una técnica que éste no había compartido con nadie, que yo supiese. Y yo sabía además que se trataba de algo que no podía formar parte del arsenal de herramientas del aprendiz de ajedrez estándar. Durante años, a mí misma me había dado miedo utilizarlo, a causa de mi supuesta Amaurosis Scacchistica, que había llegado a sufrir durante el torneo incluso. De hecho, había llegado a preguntarme si no habría sido esa técnica de mi padre precisamente la que me había provocado la ceguera ajedrecística, por la manera en que a veces lo ponía todo patas arriba.
«Todo el mundo sabe —me había dicho mi padre desde que era pequeña— que si una de tus posiciones se ve amenazada, tienes dos opciones como respuesta: defenderte o atacar. Sin embargo, hay otra opción en la que nadie piensa nunca: preguntarles a las piezas su propia opinión sobre la situación en la que se encuentran».
Aquello tenía muchísimo sentido para una niña. Se refería a que, a pesar de que cada posición en la que pudieras encontrarte podía tener sus puntos fuertes o débiles en términos de ataque o defensa del tablero general, cuando de las piezas se trataba, la situación era completamente distinta. Para un trebejo de ajedrez, esos puntos fuertes y débiles forman parte intrínseca de su propia naturaleza, del personaje al que representan. Son su modus operandi, tanto la libertad como las limitaciones con las que esa pieza se desplaza dentro de su aparentemente cerrado mundo en blanco y negro.
Una vez que mi padre me hubo explicado todo esto, enseguida me di cuenta de que, por ejemplo, cuando una dama amenaza a un caballo, el caballo no puede responder amenazando a la dama. O cuando una torre ataca a un alfil, el alfil no está en disposición de atacar a la torre. Ni siquiera la dama, la pieza más poderosa del tablero, puede permitirse el lujo de demorarse demasiado en una casilla oblicua que se halle en mitad del camino de un simple peón que se aproxima hacia ella, porque de lo contrario, éste la matará. La debilidad de cada una de las piezas, en términos de sus limitaciones naturales, de cómo puede ser atrapada o atacada, también era su punto fuerte cuando se trataba de atacar a otro.
Lo que le gustaba a mi padre era encontrar situaciones en las que se pudiesen explotar esos rasgos innatos en vivo, en un agresivo bombardeo táctico masivo, una auténtica revelación para una chiquilla de seis años que no le tenía miedo a nada, y algo que esperaba poder utilizar ese día. Además, siempre había sido una jugadora táctica especializada más bien en el cuerpo a cuerpo, y sabía —aunque sólo fuera para empatar con Vartan Azov— que, decididamente, necesitaba unas cuantas sorpresas más.
Después de lo que me pareció una eternidad, levanté la vista. Vartan me miraba con una expresión muy extraña.
—Es increíble… —exclamó—. Pero ¿por qué no lo has dicho?
—¿Por qué no has movido? —quise saber.
—Muy bien —convino—. En ese caso haré el único movimiento que puedo hacer.
Varían extendió un dedo largo y derribó su rey.
—Se te ha olvidado mencionar que me tenías en jaque mate —me dijo.
Me quedé mirando el tablero, boquiabierta. Tardé quince segundos largos en darme cuenta.
—¿No lo sabías? —me preguntó, anonadado.
Yo estaba en una especie de shock.
—Supongo que necesito un poco más de entrenamiento antes de volver a saltar a la arena —admití.
—Entonces, ¿cómo lo has hecho?
—Es una técnica extraña que consiste en mirar al juego y que mi padre me enseñó cuando era pequeña —le expliqué—. Pero parece que algunas veces produce un efecto rebote, cuando se mete dentro de mis sinapsis cerebrales.
—Sea lo que sea —dijo Vartan, sonriendo de oreja a oreja—, creo que lo mejor será que me enseñes esa «técnica». Es la única vez en toda mi vida que no lo he visto venir.
—Ni yo tampoco —confesé—. Y cuando perdí aquella partida contra ti en Moscú, pasó lo mismo: Amaurosis Scacchistica. Nunca he querido decírselo a nadie, pero admito que aquélla no fue la primera vez que me pasó.
—Xie, escúchame —dijo Vartan, al tiempo que rodeaba la mesa y se acercaba para tomar mis manos entre las suyas. Me hizo levantarme—. Todo jugador sabe que la ceguera ajedrecística puede afectar a cualquiera, en cualquier lugar y en cualquier momento. Cada vez que ocurre, te maldices a ti mismo, pero es un error creer que se trata de alguna maldición especial de los dioses reservada únicamente a ti. Ya habías abandonado el juego antes de poder descubrir eso por ti misma.
»Ahora —prosiguió—, quiero que mires ese tablero. Lo que acabas de hacer ha sido muy fuerte, y no sólo una casualidad ni un accidente. Puede que tampoco haya sido una estrategia demasiado sofisticada, de hecho yo no había visto algo así en toda mi vida como jugador. Más bien ha sido como miles de tácticas estallando por todas partes, como trozos de metralla. Pero me ha pillado completamente desprevenido. —Hizo una pausa hasta conseguir toda mi atención y a continuación añadió—: Y has ganado.
—Pero no recuerdo cómo lo he hecho… —empecé a decir.
—Adelante —dijo—. Por eso es por lo que quiero que te sientes aquí a estudiar el tablero todo el tiempo que sea necesario, que lo reconstruyas todo hasta que sepas cómo has llegado hasta ahí. De otro modo sería como caerse de un caballo: si no vuelves a montar de inmediato, te dará miedo volver a hacerlo.
Me había dado miedo volver a montar durante más de diez años de temor y remordimiento acumulados, desde Zagorsk, y puede que incluso desde antes, pero sabía que Vartan tenía razón sobre lo siguiente: siempre me quedaría sentada en el suelo polvoriento, detrás de ese caballo galopante, hasta que lo averiguase.
Vartan sonrió y me dio un beso en la punta de la nariz.
—Yo prepararé la cena —anunció—. Avísame cuando hayas dado con la respuesta. No quiero distraerte en este momento tan crucial de tu descubrimiento, pero puedo prometerte solemnemente que cuando lo hayas resuelto, obtendrás una generosa recompensa. Un gran maestro dormirá en tu cama y te hará cosas deliciosas durante la noche entera.
Ya estaba a medio camino de la cocina cuando se volvió y añadió:
—Porque… tienes una cama, ¿no?
Vartan hojeó la pila de papel, mi reconstrucción de nuestra partida, mientras devorábamos los espaguetis que había preparado para los dos en mi desabastecida cocina. Pero no se quejó ni una sola vez, ni siquiera sobre el resultado de sus maniobras culinarias.
Yo observaba su rostro desde el otro lado de la mesa. De vez en cuando, asentía; una o dos veces se echó a reír a carcajadas, y al final, levantó la vista para mirarme.
—Tu padre era una especie de genio hecho a sí mismo —dijo—. Te aseguro que ninguna de las ideas que aparecen aquí la sacó de su larga estancia, de chico, en el Palacio de los Jóvenes Pioneros. ¿Y fue él quien te enseñó estas técnicas para bombardear al enemigo? Pero si es algo que podría haber ideado Philidor, sólo que con piezas en lugar de peones… —Hizo una pausa y añadió—: ¿Por qué nunca utilizaste nada de esto conmigo hasta hoy? Ah, sí, por tu ceguera…
Entonces me miró como si acabara de experimentar una verdadera revelación.
—O a lo mejor hemos sido los dos los que hemos estado ciegos… —dijo.
—¿De qué estás hablando? —pregunté.
—¿Dónde está esa tarjeta que Tatiana te dio en Zagorsk?
Cuando la saqué del bolsillo del pantalón donde la había guardado, la puso del derecho y del revés para examinar ambos lados y luego se quedó mirándome fijamente.
—Je tiens l’affaire —dijo, remedando a Champollion cuando descubrió la clave de los jeroglíficos—. ¿No lo ves? Por eso dice: «Cuidado con el fuego». El ave Fénix es el fuego, la eternidad de la que hablaba tu madre: la muerte perpetua y el renacer de las cenizas y las llamas. Pero el pájaro de fuego no muere en las llamas ni en las cenizas ni en nada, sus plumas mágicas nos traen luz eterna. Creo que es la libertad a la que se refería tu madre. Y la elección. Y explicaría lo que ha descubierto sobre el mismísimo ajedrez, por qué ni Mireille ni Galen pudieron conquistar su verdadero significado, ni tampoco tu madre ayudándolos. Ya se habían bebido el elixir, cualesquiera que fueran sus motivaciones personales. Habían explotado el ajedrez de Montglane para sus propios fines egoístas, pero no para el propósito original de quien lo diseñó.
—Quieres decir que es como si el ajedrez llevase un mecanismo de seguridad incorporado —dije, desconcertada—, y que al-Jabir lo diseñó de forma que nadie que lo utilizase en su propio beneficio pudiese entonces acceder a sus poderes superiores.
Una gran solución, pensé, pero aún dejaba sin resolver el mismo problema al que nos habíamos enfrentado desde el principio.
—Pero ¿en qué consisten esos poderes superiores? —pregunté.
—Tu madre me dijo que te había dado a ti la clave de todo lo demás —contestó Vartan—. ¿Qué fue lo que te dijo?
—Nada, en realidad —respondí—. Sólo me preguntó si había entendido todos los mensajes que me había dejado en Colorado, sobre todo el primero: «El tablero tiene la clave». Me dijo que ese mensaje había sido para mí, su regalo personal.
—¿Cómo iba a ser su regalo personal —se preguntó Vartan— cuando todos vimos ese dibujo del tablero, como sin duda ella sabía que haríamos? Debía de referirse a otro tablero con la clave.
Miré al tablero que seguía ante nosotros, en la mesa, con el jaque mate aún intacto en su superficie. La mirada de Vartan siguió la mía.
—Lo encontré dentro del piano de mi madre en Colorado —dije—. Estaba preparado con nuestra última partida de Moscú, la que jugamos tú y yo, exactamente en el movimiento en el que perdí. Key me dijo que tú mismo le habías enviado a mi madre la posición…
Pero Vartan ya estaba retirando nuestros platos de espaguettis y las copas de vino de encima de la mesa y barriendo a un lado los peones y las piezas.
A continuación, se volvió hacia mí y dijo:
—Tiene que estar ahí, y no oculto en las piezas. Ella dijo el tablero.
Miré a Vartan y sentí cómo se me aceleraba el corazón. Examinaba el tablero minuciosamente, palpándolo con las yemas de los dedos, al igual que había hecho con aquel escritorio en Colorado. Sentí la imperiosa necesidad de parar todo aquello. Nunca en toda mi vida había tenido tanto miedo de mi propio futuro.
—Vartan —dije—, ¿y si acabamos igual que todos los demás? Al fin y al cabo, tú y yo somos rivales natos, desde nuestra infancia. Ahora mismo, en esa partida, lo único que quería era derrotarte. No he pensado ni una sola vez en el sexo, la pasión o el amor. ¿Y si caemos nosotros también? ¿Y si, igual que les ha pasado a ellos, resulta que no podemos detener el juego, e incluso jugamos el uno contra el otro?
Vartan me miró y al cabo de un momento sonrió. Me pilló por sorpresa: era una sonrisa verdaderamente radiante. Se acercó y me tomó de la muñeca para volverme la mano y besar el lugar donde mi pulso latía con más fuerza que de costumbre.
—Desde luego, el ajedrez será el único «juego» en el que jugaremos el uno contra el otro, Xie —dijo—. Y hay que detener todos esos otros juegos también.
—Lo sé —repuse, y apoyé la frente en la mano que todavía me asía por la muñeca. Estaba demasiado exhausta para pensar.
Me acercó la otra mano al pelo un momento y luego me volvió la cabeza para que lo mirara.
—En cuanto a eso de cómo «acabaremos» —dijo—, creo que será más bien algo parecido a lo de íes padres. Bueno, eso sí tenemos mucha, mucha suerte. Pero todo jugador de ajedrez que se precie conoce la famosa frase de Thomas Jefferson: «Creo mucho en la suerte, y he descubierto que cuanto más trabajo, más suerte tengo».
»Así que ahora, manos a la obra: a trabajar —añadió—. Y ojalá que tengamos suerte.
Me agarró la mano y la colocó en el tablero. A continuación, sin apartar su mano de la mía, deslizó la punta de mi dedo bajo la del suyo hasta que oí un chasquido. Levantó mi mano del tablero, un trozo de cuya superficie se había abierto. En el interior había una sola hoja de papel en un envoltorio de plástico. Vartan la sacó y me la dio para que ambos pudiésemos examinarla.
Era un dibujo diminuto de un tablero de ajedrez. Vi que muchos de los peones y las figuras estaban conectados con pequeñas líneas que luego continuaban hasta el borde de la hoja, donde una serie de números distintos estaban escritos encima de cada línea. Los conté y vi que había veintiséis líneas en total: el número exacto de piezas que Lily nos había dicho que mi madre había conseguido reunir en la última partida del juego. Algunas de ellas parecían estar agrupadas en conjuntos, como series de palos.
—Esos números —dijo Vartan— deben de corresponder a alguna clase de coordenadas geodésicas, puede que el área de un mapa donde han sido escondidas cada una de las piezas. Así que sólo puede haber dos opciones: o bien tu padre no era el único que conocía esta información, o tomó la decisión de anotarla por escrito a pesar del riesgo. —A continuación añadió—: Pero unos números como éstos no podrían proporcionarnos más que una idea general, y no su ubicación exacta.
—Salvo por esto de aquí tal vez —dije, porque acababa de advertir algo—. Mira, hay un asterisco aquí, junto a los números.
Seguimos el recorrido de aquella línea hacia atrás, hacia la ilustración del tablero para ver con qué pieza podían estar conectadas aquellas coordenadas.
La línea conducía a la Reina Negra.
Vartan volvió la hoja; en el reverso había un pequeño mapa de un lugar que me resultaba completamente familiar, con una flechita abajo, señalando hacia el norte, que parecía indicar «Empezad desde aquí». Para entonces el corazón ya me latía con tanta fuerza en los oídos que el ruido era ensordecedor. Agarré a Vartan del brazo.
—¿Quieres decir que reconoces dónde está ese lugar? —preguntó Vartan.
—Está aquí mismo, en Washington —le dije, tragando saliva con gran esfuerzo—. Y teniendo en cuenta a qué pieza señalaba la línea en el reverso, ¡tiene que ser justo ahí, aquí mismo, dentro de la propia ciudad, donde mi madre escondió la verdadera Reina Negra!
De pronto, desde el otro lado de la habitación, una voz familiar dijo:
—No he podido evitar oír vuestra conversación, querida.
El vello de la nuca se me erizó.
Vartan se había puesto en pie de un salto, agarrando todavía
con fuerza el dibujo del tablero en sus manos.
—¿Se puede saber quién diablos es ese? —me dijo entre dientes.
En el umbral de la puerta, para mi consternación y horror, estaba mi jefe, Rodolfo Boujaron.
—No, no, por favor —dijo Rodo—, sentaos otra vez, por favor. No era mi intención molestaros ahora que parecíais a punto de acabar de cenar.
Sin embargo, entró en la habitación de todos modos y le tendió la mano a Vartan.
—Me llamo Boujaron —se presentó—, el jefe de Alexandra.
Vartan había depositado el mapa disimuladamente en mi regazo antes de dar un paso al frente y estrechar la mano de Rodo.
—Vartan Azov —dijo—, un amigo de Alexandra de la infancia.
—Bueno, pero a estas alturas seguro que eres mucho más que eso —señaló Rodo—. Te recuerdo que he escuchado toda vuestra conversación. No pretendía invadir vuestra intimidad, pero me temo, Alexandra, que te dejaste el móvil entre los cojines del sofá (sin querer, por supuesto) la última vez que estuviste aquí. Galen, nuestros compatriotas y yo sólo lo estábamos utilizando para vigilar a aquellos que pudieran entrar en tu apartamento buscando algo en tu ausencia. Verás, la verdad es que sólo tu madre sabía dónde había escondido su lista, y sólo confiaba en ti para que descubrieras dónde estaba. Pero con esa manía tuya de ir de acá para allá estos últimos días, dando tumbos como una pelota de petanca… bueno, pues la verdad es que teníamos que asegurarnos. Toda precaución es poca en estos tiempos tan difíciles. Estoy seguro de que los dos estaréis de acuerdo conmigo.
Se dirigió al sofá y sacó el teléfono de entre los cojines, donde Nim lo había dejado, abrió la ventana y lo arrojó al agua del canal que discurría debajo.
Así que habían vuelto a dejarme compuesta y sin teléfono. Pero ¿cómo podía ser tan tonta? Me dieron náuseas al pensar en todo lo que debía de haber oído ya, y en especial, esos momentos íntimos entre Vartan y yo.
Sin embargo, a aquellas alturas supuse que sería absurdo que me hiciese la tonta y la inocente y le dijese: «¿Lista? ¿Qué lista?», de modo que en vez de eso, opté por preguntar:
—¿Por qué hablas en plural? ¿Quiénes son esos «compatriotas» de los que hablas?
—Los hombres de Euskal Herria —contestó Rodo, sentándose a la mesa y haciéndonos señas para que hiciésemos lo mismo—. Les gusta ponerse boinas y fajines rojos y fingir que son vascos, aunque resulta que, con el entrenamiento adecuado, los derviches profesionales también pueden dar esos saltos en el aire propios de la ezpata-dantza.
Se había sacado una petaca de un bolsillo y extrajo unos vasos pequeños del otro.
—Aguardiente de cerezas vasco. —Llenó los vasos y luego nos los ofreció—. A continuación, añadió—: Os gustará.
Estaba más que lista para tomarme un buen trago, así que probé el aguardiente. Estaba buenísimo, ácido y afrutado, y me recorrió la garganta como fuego líquido.
—¿La brigada vasca son en realidad derviches? —pregunté, aunque ya empezaba a captar el mensaje.
—Los sufíes llevan esperando mucho, mucho tiempo, desde la época de al-Jabir —contestó Rodo—. Mi gente en los Pirineos lleva trabajando con ellos más de mil doscientos años. ¿Te acuerdas de ese lema que hay encima de la puerta de mi cocina sobre las matemáticas vascas, el de 4+3=1? Bien, pues resulta que esos números también suman ocho, un juego que tu madre conoce muy bien. Cuando hace diez años Galen le contó la verdad sobre la muerte de tu padre y la escisión que ésta creó en el equipo blanco, ella acudió directamente a mí.
—¿Escisión? —repitió Vartan—. ¿Se refiere a la que creó Rosemary Livingston?
—En cierto sentido fue ella quien la desencadenó —nos explicó Rodo—. Cuando murió su padre, ella sólo era una niña. La primera vez que Rosemary, de pequeña, vio a tu madre, parece ser que Cat le regaló una pequeña reina blanca de plástico de un juego de ajedrez magnético, cosa que despistó a su padre, al-Marad, pues creyó que Cat era una jugadora del equipo blanco, aunque no tardó en salir de su engaño. Desde el momento en que tú también empezaste a jugar al ajedrez, y aunque Rosemary nunca llegó a estar segura del todo acerca de qué papel ibas a desempeñar, ésta empezó a moverse como un animal depredador cercando a su presa. Todavía era muy joven para ser una jugadora tan implacable, aunque nadie sabía cuan implacable podía llegar a ser.
»Cuando Galen March, junto con Tatiana Solarin, su propia descendiente y a la que había rescatado, se dieron cuenta de que la única manera de reunir todas las piezas, al menos en la forma en que originalmente pretendía reunirías al-Jabir, era juntando a todos los jugadores, supieron que su mejor baza para conseguirlo era traer al hijo de Tatiana, Alexander, y a través de él a la esposa de éste, Cat, de vuelta al juego. Taras Petrosián era el instrumento mediante el cual ejecutaron su plan. Una vez supieron que una última partida de ajedrez iba a tener lugar en Zagorsk, llevaron allí la Reina Negra para exhibirla. Nadie se dio cuenta de que ésa era precisamente la oportunidad que Rosemary y Basil andaban buscando: lograron volver las tornas, ordenaron disparar a Solarin antes de que pudiera marcharse con aquella información y se quedaron con la Reina Negra para ellos.
—Entonces —intervino Varían—, ¿está diciendo que mi padrastro, Petrosián, no estaba implicado en los planes de los Livingston?
—Es difícil saberlo —respondió Rodo—. Lo que sí sabemos es que ayudó a salvar la vida del padre de Alexandra sacándolo de allí. Pero Petrosián se vio obligado a salir de Rusia poco después, aunque, en todo caso, parece ser que Livingston siguió financiando al menos uno de sus torneos de ajedrez en Londres.
—Entonces —le pregunté yo a Rodo—, si los Livingston robaron la Reina Negra en Zagorsk, ¿dónde la han tenido escondida todo este tiempo? ¿Cómo logró hacerse con ella Petrosián para que pudiera llegar a manos de mi madre?
—Galen March se la pasó clandestinamente a Petrosián para que éste se la enviara a tu madre —dijo Rodo—. Por eso es por lo que tu madre organizó su fiesta de cumpleaños en Colorado en cuanto se enteró de que habían matado a Petrosián. Estaba desesperada, tenía que alejar como fuese a todos los jugadores del lugar donde se hallaba escondida la pieza en ese momento hasta que pudiese ponerse en contacto contigo de algún modo. Pero ¿y aquel ejemplar de The Washington Post que te dejé en la puerta hace una semana? Tu madre quería que te alertásemos, pero sin llamar demasiado la atención, de cuándo había sido invadida la ciudad de Bagdad. Estaba segura de que tú misma establecerías la relación. Sin embargo, luego, cuando escuchamos tu conversación con tu tío, nos dimos cuenta de que habíamos pasado por alto algo que se mencionaba allí, en el artículo: el grupo de diplomáticos rusos que había sido bombardeado cuando salía de Bagdad. Los Livingston sabían que habían sido traicionados por alguien, pero no sabían quién. Galen y yo hicimos copias del periódico para enviarlas a todos cuantos necesitasen aquella importantísima información…
Hizo una pausa, pues se dio cuenta de que para entonces yo ya había averiguado la respuesta a la mayoría de mis preguntas.
—¡Pues claro! —exclamé—. ¡Rosemary escondió la Reina Negra en Bagdad! ¡Esa sala secreta en el aeropuerto de Bagdad! ¡Los contactos rusos de Basil! Su fiesta del lunes aquí, en Sutaldea, con todos esos magnates del petróleo… Debieron de organizarla en el mismo momento en que descubrieron que la Reina había desaparecido de Bagdad, que Galen podía habérsela llevado, que tal vez estuviera ya en manos de mi madre. —Pero no tuve más remedio que echarme a reír por lo que pensé a continuación—: Me imagino a Rosemary dando un cambio de sentido bastante acelerado de aquí a Colorado y vuelta otra vez si creía que mi madre iba a pasarme a mí, de algún modo, en alguna parte, otra de las piezas de ajedrez.
Pero entonces vi con una claridad meridiana el verdadero significado de todo aquello.
—Si Rosemary ordenó matar a mi padre en Zagorsk para poder hacerse con la Reina e impedirle a él transmitir la información sobre la existencia de esa pieza a alguien —dije— y si diez años más tarde, una vez supo de la traición de Petrosián, ordenó matarlo por la misma razón, para impedir que le contase a nadie en el torneo de ajedrez adonde había enviado la Reina hasta que ella misma pudiese llegar a ese destino…
Miré a Vartan. Por lo sombrío de su expresión y por el hecho de que ambos sabíamos qué partes del rompecabezas obraban en mi poder, el dibujo del tablero y la ubicación de las piezas, empezando por la Reina Negra, seguramente no era necesario que pronunciase en voz alta lo obvio.
«Yo soy la siguiente».
Rodo me ahorró tener que decirlo en voz alta de todos modos.
—Estás a salvo por el momento —dijo con calma, sirviéndonos otro trago de aguardiente, como si cualquier peligro estuviese lejos de aquella habitación y fuese cosa del pasado—. En cuanto la bromista de tu amiga Nokomis nos encerró a los cuatro en aquella suite del hotel, Nim se dirigió a la puerta, con el teléfono en ristre, para marcar el número de los de seguridad y tratar de abrir la cerradura por la fuerza, cuando Galen March lo disuadió de hacer ambas cosas asiéndolo por el brazo. Fue entonces cuando Galen nos lo dijo.
—¿Cuando les dijo el qué? —quiso saber Vartan.
—Que todo esto había sido planeado por la madre de Alexandra —continuó Rodo—. Ya había dicho que Key era la nueva Reina Blanca. Dijo que aquélla era, como suele decirse, una partida completamente nueva pero con reglas del todo distintas. Que Alexandra tenía un dibujo del tablero y que no tardaría en conocer también la ubicación de las piezas.
—¿Que dijo qué? —exclamé, dando un respingo, mientras por el rabillo del ojo veía estremecerse a Vartan.
¡Aquello era peor que la peor de mis pesadillas! El señor Galen March, alias Emperador del Sacro Imperio Romano de Occidente, me había estado tomando soberanamente el pelo. Pero ahí no acababa todo, ni mucho menos. Empecé a darle a la cabeza una y otra vez para reconstruir el contexto dentro de aquella habitación en el Four Seasons, en el instante en que la habíamos abandonado: mi tío Slava, Galen y Rodo…
Y Sage Livingston.
Sage Livingston, allí, sentadita y toqueteando su pulsera de diamantes.
—¡La pulsera de Sage ha estado pinchada todo el tiempo! —exclamé, dirigiéndome a Rodo.
—Mais bien sûr —repuso él, con su incombustible sangfroid—. ¿Cómo si no iba a haberte protegido tu madre todos estos años? ¿Cómo habría comunicado lo que quería que creyeran los Livingston, sin la ayuda involuntaria de Sage?
—¿Su ayuda involuntaria, dices? —repetí.
Estaba absolutamente horrorizada. La madre de Sage la había presionado para que se hiciese amiga mía, y mi propia madre la había utilizado, entre otras muchas cosas, para cerrar el trato inmobiliario que había trasladado a Galen March al centro del tablero en Colorado. Y ¿qué había querido decir Rodo con lo de «todos estos años»? ¿Acaso llevaba ya Sage aquella raqueta de Mata Hari en la escuela de primaria?
—Por eso es por lo que Galen estaba tan enfadado antes —prosiguió Rodo—. Cuando tu madre se esfumó de repente y Galen no pudo ponerse en contacto con ella, planeó, junto con Nokomis Key, reunirse contigo y con tu tío en privado y contároslo todo. Cuando Sage siguió pegándose a él como un chicle a la suela de un zapato, acudió a mí en busca de ayuda. Pero en el Four Seasons, cuando te vio llevarte a Sage aparte para interrogarla en privado, se asustó y volvió a bajar por la escalera del club. Tenía miedo de que, sin querer, le revelases algo a ella o ella a ti que pudiese ser captado por oídos ajenos y lo estropease todo. Al final, cuando Nokomis llegó y vio a Sage allí, ella misma se encargó de tomar las riendas de la situación. Galen pensó que su única solución era dirigir la atención de Sage, y la de los omnipresentes guardias de seguridad de los Livingston, de nuevo hacia el juego… y lejos del misterio que tu familia estaba protegiendo.
Ahora al menos ya sabía cómo los «Servicios Secretos» espías habían conseguido seguirnos la pista tan rápido, hasta que Key los despistó cruzando el río. Pero si el clan de los Livingston andaba por ahí con esa clase de información, estaba claro que mi vida no valía un centavo.
—¿Cómo puedes decir que estoy «a salvo por el momento»? —repetí las palabras de Rodo—. Exactamente, ¿dónde está ahora mismo esa curiosa panda de villanos?
—Una vez que nos libramos de Sage —dijo Rodo—, Galen reveló la verdad sobre Solarin, y entonces él y Nim pudieron urdir un plan para protegerte. Me dieron permiso para contaros todo esto en cuanto ambos regresarais esta noche. Tu tío ha conseguido ahorrarte la molestia de tener que volver a tener tratos con los Livingston, no en vano Ladislaus Nim es uno de los tecnócratas informáticos más importantes del mundo. En cuanto estuvo al corriente de la situación, según tengo entendido, se aseguró de que a través de distintos canales de cooperación antiterrorista, las cuentas bancarias de los Livingston en distintos países quedaran bloqueadas inmediatamente en espera de la resolución de varias investigaciones criminales pendientes: en Londres, por ejemplo, la investigación sobre el asesinato de un antiguo ciudadano soviético que vivía en suelo británico. También se ha cursado una orden de detención, naturalmente, respecto a la complicidad de cierto magnate del petróleo y el uranio, residente en Colorado, con el antiguo régimen de Bagdad. —Rodo consultó su reloj.
»Y con respecto al paradero de los Livingston en este preciso instante, y puesto que sólo hay un país que pueda negarse a cooperar con el proceso de extradición, ahora mismo me imagino que estarán en alguna parte en el aire sobrevolando Arkángel, rumbo a San Petersburgo o Moscú.
Vartan dio un puñetazo de frustración encima de la mesa.
—¿Y os creéis que sólo con bloquear las cuentas de los Livingston y con exiliarlos a Rusia vais a proteger a Alexandra?
—Sólo hay una cosa capaz de protegerla —le contestó Rodo—: la verdad.
A continuación se dirigió a mí.
—Cat era más realista —prosiguió—. Sabía lo que se necesitaba para salvarte. Te envió a mí sólo cuando entendió que era a una cocina, y no a un tablero de ajedrez, adonde debías acudir para aprender las lecciones que se requieren de un alquimista. Y se dio cuenta de que todos necesitamos alguna especie de conductor de cuadriga para unir nuestras fuerzas, como aquellos caballos de Sócrates, uno tirando hacia el cielo y el otro hacia la tierra, como la batalla del espíritu y la materia. Lo veis a nuestro alrededor: gente que vuela en unos aviones y los estrella contra edificios porque odian el mundo material y quieren destruirlo antes de marcharse de él; otros que desprecian tanto lo espiritual que quieren bombardearlo para amoldarlo a su idea de normalidad… No es eso lo que llamaríamos un mundo «equilibrado».
Hasta ese momento, yo no tenía ni idea de que Rodo tuviese opiniones formadas respecto a aquél o cualquier otro tema semejante, aunque no estaba segura de adonde quería ir a parar con aquella especie de charla sobre «los opuestos se atraen». Sin embargo, entonces recordé lo que había dicho sobre Carlomagno y la fortaleza de Montglane y le pregunté:
—¿Por eso es por lo que dijiste que el cumpleaños de mi madre y el mío son importantes? ¿Por qué el 4 de abril y el 4 de octubre son opuestos en el calendario?
Rodo nos dedicó una sonrisa radiante a Vartan y a mí.
—Así es como tiene lugar el proceso —dijo—: el 4 de abril se halla entre los primeros signos de la primavera del zodíaco, le Belier y Taurot, el Carnero y el Toro, cuando en todos los libros de alquimia aparece la siembra de las semillas de la Gran Obra. La cosecha es seis meses más tarde, entre Libra, la Balanza, y Escorpio… simbolizado en su forma más baja por el escorpión y en el aspecto más elevado por un águila o pájaro de fuego. Estos dos polos son descritos por el proverbio indio Jaisi Kami, Vaise Bharni: nuestros resultados son el fruto de nuestros actos, «Se cosecha lo que se siembra». De eso es de lo que trata El libro de la balanza de al-Jabir al-Hayan: sembrar la semilla y cosechar significa encontrar el equilibrio, la balanza. Los alquimistas denominan a este proceso la Gran Obra.
»El hombre al que llamamos Galen March —añadió—, ya habéis leído sus papeles así que ya lo sabéis, fue el primero en mil años en resolver la primera fase de este rompecabezas.
Lo miré y dije:
—Ha tenido un papel muy importante en todo esto, pero ¿qué es de Galen ahora?
—Está en retrait durante un tiempo, igual que tu madre —dijo Rodo—. Os envía esto a los dos.
Me dio un paquete, similar al que nos había dado Tatiana sólo que más pequeño.
—Podéis leerlo cuando me vaya esta noche. Me parece que puede resultaros útil en vuestra búsqueda de mañana. Y tal vez incluso después.
Yo tenía miles de preguntas, pero cuando Rodo se levantó, Vartan y yo hicimos lo mismo.
—Puesto que Cat os ha guiado hasta la primera de las piezas ocultas —dijo—, justo aquí en Washington, adivino, aun sin ver el mapa que habéis escondido para que no lo vea, cuál puede ser el lugar donde haréis vuestra cosecha mañana. —Cuando llegó a la puerta, se volvió por encima del hombro para mirarnos—. Vosotros dos juntos, es perfecto. Es el secreto, ¿sabéis? —dijo—. El matrimonio del blanco y el negro, del espíritu y la materia; se conoce desde la antigüedad como «el matrimonio alquímico», el único modo de que el mundo sobreviva y se perpetúe.
Sentí cómo me iba poniendo cada vez más roja. Ni siquiera podía mirar a Vartan.
A continuación, Rodo desapareció por la puerta y en las entrañas de la noche.
Volvimos a sentarnos y nos serví a ambos otros dos tragos de aguardiente mientras Vartan abría el paquete con la carta de Charlot y me la leía en voz alta.
EL RELATO DEL ALQUIMISTA
Corría el año 1830 cuando descubrí el secreto para elaborar la fórmula, como había sido profetizado.
Estaba en el sur, viviendo en Grenoble, cuando Francia cayó una vez más en las garras de otra revolución que comenzó, como siempre, en París. Nuestro país volvía a estar sumido en el caos absoluto, como lo había estado en la época de mi concepción, hacía tanto tiempo, cuando mi madre Mireille había atravesado las barricadas para huir a Córcega con los Bonaparte y mi padre, Maurice Talleyrand, había huido a Inglaterra y luego a América.
Pero en esa nueva revolución, las cosas no tardarían en ser bien distintas.
En el mes de julio de 1830, nuestro monarca Borbón restaurado, Carlos X, después de permanecer seis años en el poder y tras haber revocado las libertades civiles y disuelto la guardia nacional, había enfurecido al pueblo una vez más deshaciéndose de los magistrados y cerrando todos los periódicos independientes. Ese mes de julio, cuando el rey se fue de París para salir en una partida de caza en una de sus fincas, los burgueses y las masas de París convocaron al marqués de La Fayette, el único noble de la vieja guardia que parecía creer aún que la restauración de nuestras libertades era posible, y le encomendaron la tarea de reconstituir una nueva guardia nacional en el nombre del pueblo y de recorrer la campiña francesa en busca de soldados adicionales y de más municiones. Acto seguido, en una rápida sucesión, el pueblo nombró al duque de Orleans regente de Francia, votó restaurar la monarquía constitucional y envió una misiva al rey Carlos exigiéndole que abdicase.
En cuanto a mí, yo seguía viviendo una existencia apacible en Grenoble, pues ninguno de aquellos acontecimientos políticos significaba para mí lo más mínimo. Al tiempo que era capaz de prever las cosas, era como si mi vida acabase de empezar.
Y es que a mis treinta y siete años, la edad exacta que tenía mi padre cuando conoció a mi madre, estaba exultante de felicidad y a punto de sentirme completamente realizado. Había recuperado mi don de la clarividencia, junto con mis poderes. Y como si el propio destino así lo hubiese dictaminado, las cosas estaban saliendo a pedir de boca.
Y lo que era aún más asombroso: estaba perdidamente enamorado. Haidée, con veinte años de edad a la sazón y más deslumbrantemente hermosa si cabe que cuando la había conocido, se había convertido en mi esposa y esperaba nuestro primer hijo. Tenía la certeza absoluta de que no tardaríamos en poseer esa vida y ese amor idílicos que con tanta ansia había anhelado mi padre para sí a lo largo de su existencia. Y yo me reservaba un gran secreto que no le había confiado a nadie, ni siquiera a Haidée, como sorpresa. Si completaba aquella gran obra, para la que sabía que había nacido y estaba destinado, por imposible que pareciese, el amor de Haidée y el mío podrían sobrevivir más allá incluso de la muerte.
Todo parecía perfecto.
Gracias a los esfuerzos de mi madre, en ese momento nos encontrábamos en posesión del dibujo del tablero del ajedrez de Montglane y del paño guarnecido con joyas preciosas que lo cubría, recuperados ambos por la abadesa de Montglane para nosotros, y teníamos además las siete piezas que antaño pertenecieron a mi madrastra, madame Catherine Grand. También obraba en nuestro poder la Reina Negra que Talleyrand había obtenido de Alejandro de Rusia, la cual, gracias al último comunicado enviado por la abadesa a Letizia Buonaparte y Shahin, ahora sabíamos que era sólo una copia hecha por la abuela del zar Alejandro, Catalina la Grande. Mi madre, con Shahin y Kauri, seguía buscando aún las demás piezas, tal como llevaban haciéndolo desde hacía tiempo.
Pero yo poseía además la verdadera Reina Negra, a la que le faltaba una esmeralda, protegida durante tantos decenios por los bektasíes y Alí Bajá. Con la ayuda de Kauri, Haidée y yo la habíamos rescatado del lugar donde Byron la había escondido, en una isla desierta y montañosa en la costa de Maina.
En Grenoble, pasaba todas las tardes en nuestro laboratorio en compañía de Jean-Baptiste Joseph Fourier, el gran científico al que ya había conocido de niño en Egipto. Su protégé, Jean-François Champollion, acababa de realizar un viaje, a expensas del gran duque de Toscana, visitando las antigüedades egipcias que ya estaban desperdigadas por colecciones de toda Europa, y el año anterior Champollion había regresado de una expedición al propio Egipto, desde donde nos había traído información sumamente valiosa.
Por lo tanto, y a pesar del limitado número de piezas en nuestro poder en esos momentos, preveía que me encontraba a punto de realizar el gran descubrimiento que durante tanto tiempo se me había resistido: el secreto de la vida eterna.
Entonces, hacia finales del mes de julio, La Fayette nos envió a un joven a Grenoble en misión de apoyo al golpe de Estado que todavía se estaba tramando en París. Dicho emisario era el hijo de un gran militar ya fallecido, el general Thomas Dumas quien, a las órdenes de Napoleón, había sido general en jefe del ejército del frente occidental del Pirineo vascofrancés.
El hijo, de veintiocho años, se llamaba Alexandre Dumas y era un dramaturgo de gran éxito en París. Lucía un porte romántico, muy al estilo de Byron, con sus exóticos rasgos criollos y la maraña de pelo de algodón, con la chaqueta de corte militar conjuntada de forma harto elegante con un fular largo que le rodeaba el cuello. Supuestamente, La Fayette lo había enviado allí con el propósito de reunir armas, pólvora y munición del sur, pero en realidad, lo había enviado para recabar información.
El científico monsieur Fourier era ya famoso en el mundo entero como autor de la Teoría analítica del calor, que con los años ya había llevado a mejores diseños en la fabricación de cañones y otras armas de pólvora. Pero al parecer, a su viejo amigo y aliado La Fayette le habían llegado rumores acerca de otro proyecto. El general, viendo ya a Francia a las puertas de una renovada esperanza de restaurar la república o una monarquía constitucional, también albergaba él mismo esperanzas renovadas respecto a otro acontecimiento de muy distinta índole, uno que nada tenía que ver con la guerra ni sus armas, un descubrimiento del que llevaba hablándose desde tiempos inmemoriales-Sin embargo, Alexandre, el joven emisario de La Fayette, no esperaba encontrarse con lo que se encontró a su llegada a Grenoble. ¿Cómo iba a haberlo imaginado siquiera? Nadie podía saber qué era lo que el futuro nos depararía a todos muy pronto… es decir, nadie salvo yo.
Sin embargo, había una cosa que mi clarividencia seguía sin poder abarcar del todo: la propia Haidée.
—¡Haidée! —exclamó el joven Dumas en cuanto vio a mi extremadamente hermosa y embarazada esposa—. Ma foi! ¡Qué nombre tan adorable! Entonces, ¿de veras existen mujeres que llevan el nombre de Haidée fuera de los poemas de Byron?
En resumidas cuentas, el joven Dumas cayó bajo el hechizo de los encantos de mi esposa, como les ocurría a todos, y no sólo a los admiradores de los versos de su padre. Alexandre se pasó días, semanas enteras, adorando a mi encantadora Haidée y pendiente de cada una de sus palabras. Ella compartió su vida con él y llegaron a quererse muchísimo como amigos.
Había pasado poco más de un mes desde la llegada de Alexandre, cuando Fourier, un añoso revolucionario de sesenta y dos años, pensó que había llegado el momento de compartir con el joven nuestro secreto, explicándoselo todo, incluso la implicación de Byron, para que Alexandre regresase y lo compartiese a su vez con La Fayette.
Estábamos tan próximos a descubrir la verdad…
Habíamos completado la primera fase, la Piedra Filosofal, tal como se la conocía en la alquimia, el residuo de polvo negro rojizo que conducía a todo lo demás, tal como llevaba creyendo desde que tenía diez años de edad. Aquello crearía el ser humano perfecto, acaso el primer paso en la manifestación de la civilización perfecta para cuya creación había sido diseñado aquel juego de ajedrez. Habíamos envuelto la piedra en cera de abeja y habíamos recogido el agua densa en el momento propicio del año.
Sabía que había llegado la hora. Me hallaba en la antesala de extender mi presente perfecto hacia un futuro infinitamente perfecto.
Tomé el polvo en mis manos.
Me bebí el elixir.
Y luego algo salió terriblemente mal.
Levanté la vista y vi a Haidée de pie en la puerta del laboratorio, con la mano en el corazón. Tenía los ojos plateados enormes y luminosos. Junto a ella, agarrando su mano con fuerza entre las suyas, se hallaba la última persona a la que esperaba ver allí: Kauri.
—¡No! —gritó mi esposa.
—Es demasiado tarde —dijo Kauri.
Nunca olvidaré aquella expresión de horrible angustia en el rostro de mi amigo. Me quedé mirándolos a los dos al otro lado de la sala. El tiempo que tardé en armarme de valor para hablar se me antojó una eternidad.
—¿Qué he hecho? —exclamé con voz entrecortada, al tiempo que el horror por mi acto egoísta empezaba a calar en mí.
—Has destruido toda esperanza —dijo Haidée.
Antes de poder darme cuenta de lo que había querido decir con sus palabras, mi esposa puso los ojos en blanco y se desmayó. Kauri la tomó en sus brazos para dejarla en el suelo y eché a correr para cruzar el laboratorio y ayudarlo, pero en cuanto llegué hasta ellos, el efecto de la poción se apoderó de mi organismo. Mareado, me senté en el suelo junto al cuerpo yacente de mi postrada esposa. Kauri, con su larga túnica, se agachó a nuestro lado.
—Nadie imaginó nunca que harías una cosa así —me dijo en tono solemne—. Tú eras el que había sido profetizado, como hasta mi padre sabía. Él creía que tú y tu madre, el Rey Blanco y la Reina Negra, tal vez podríais cumplir el cometido que invoca El libro de la balanza. Pero ahora me temo que lo máximo que podemos hacer es dispersar las piezas, protegerlas escondiendo de nuevo las que tenemos al menos, hasta que aparezca alguien más capaz de poner fin a este juego. Pero ahora ni siquiera tú puedes resolverlo, ahora que has bebido, ahora que has sucumbido a la sed interior que domina a la razón. Debe ser alguien que esté preparado para protegerlas para toda la eternidad si es necesario, sin la esperanza de cosechar la recompensa del ajedrez para su propio beneficio.
—¿Para toda la eternidad? —pregunté, confuso—. ¿Quieres decir que si Haidée se bebe el elixir como he hecho yo, tendremos que vagar por la tierra para siempre, protegiendo estas piezas hasta que aparezca otra persona capaz de averiguar la respuesta más profunda del enigma?
—Haidée no —me dijo Kauri—. Ella nunca lo beberá. Desde el momento en que aceptó esta misión, cuando éramos sólo unos niños, no ha realizado ningún acto que sirviese sus propios intereses ni los de aquéllos a los que amaba. Todo ha sido puesto al servicio de esa otra misión de rango más elevado para la que el propio ajedrez fue diseñado originalmente.
Lo miré a medida que el horror más absoluto iba apoderándose de mí. El mareo ya casi me producía náuseas. ¿Qué había hecho?
—¿Acaso lo desearías para ella —me preguntó Kauri con dulzura—, ese futuro al que tú mismo te enfrentas ahora? ¿O lo dejarás en manos de Alá?
Ya fuese Alá, el destino o el kismet, lo cierto es que no fui yo quien hizo esa elección, porque al cabo de menos de un mes, mi madre y Shahin regresaron tras recibir un aviso urgente.
Nació mi hijo, Alexandre Dumas de Rémy.
Y tres días más tarde, murió Haidée.
El resto, ya lo conocéis.
Cuando hubo terminado de leer aquello, Vartan dejó la carta en la mesa con cuidado, como si temiera lastimar al pasado de algún modo. Me miró.
Yo seguía en estado de shock.
—Dios, qué cosa tan horrible… —exclamé—. Descubrir en el momento más feliz de tu existencia que en realidad has creado una fórmula abocada a la tragedia. Pero se ha pasado una vida muy, muy larga tratando de enmendar ese error.
—Por eso es por lo que Mireille también bebió el elixir, claro —dijo Vartan—. Eso es lo que Lily nos dijo desde el principio en Colorado, que esto es lo que Minnie había dicho en su carta a tu madre, que causaba tristeza y sufrimiento. Tu madre lo llamó una obsesión que había destrozado la vida de todo aquel que Minnie había conocido o con quien se había cruzado. Pero sobre todo destrozó la vida de su propio hijo, al que había guiado durante treinta años, desde que sólo era un niño, hacia la solución de la fórmula equivocada.
Negué con la cabeza y abracé a Vartan.
—Yo que tú me andaría con mucho cuidado —le dije—. Puede que te estés liando con la chica equivocada; después de todo, parece ser que estoy emparentada con esa gente tan obsesa. Puede que esas compulsiones se transmitan genéticamente.
—Entonces, ¿nuestros hijos las heredarían? —dijo Vartan con una sonrisa—. Propongo entonces que cuanto antes intentemos averiguarlo, mucho mejor. —Me alborotó el pelo.
Recogió los platos de espaguetis y yo llevé los vasos a la cocina. Cuando lo hubimos lavado y recogido todo, se volvió hacia mí con una maravillosa sonrisa en los labios.
—Jaisi Karni, Vaise Bharni —dijo—. Tendré que recordarlo: «Nuestros resultados son el fruto de nuestros actos». —Consultó su reloj—. Es casi medianoche. Si queremos seguir ese mapa de tu madre, tendríamos que estar levantados y en marcha al amanecer, y sólo faltan seis horas. Exactamente, ¿cuántas semillas crees que podemos sembrar esta noche, antes de tener que levantarnos y empezar a cosechar?
—Unas cuantas —respondí—. Si no recuerdo mal, el lugar al que tenemos que ir ni siquiera abre hasta las dos de la tarde.