LA CHIMENEA
MOZART: Confutatis Maledictim… ¿Cómo se traduciría?
SALIERI: «Confiado a las llamas de la aflicción».
MOZART: ¿Crees en ello?
SALIERI: ¿En qué?
MOZART: En el fuego inextinguible en el que ardes para siempre.
SALIERI: Ah, sí […].
PETER SHAFFER,
Amadeus
En el profundo vientre del hogar, el fuego se desparramaba por los lados del tronco gigantesco como si fuera calor líquido.
Me senté en la repisa del murillo de piedra arenisca que rodeaba completamente la chimenea y contenía el fuego, y contemplé las llamas con la mirada perdida. Estaba medio aturdida, intentando no recordar.
Aunque, ¿cómo olvidarlo?
Diez años. Habían pasado diez años, diez años en los cuales creía haber conseguido reprimir, camuflar, enterrar un sentimiento que había estado a punto de enterrarme a mí, un sentimiento que irrumpía una fracción de segundo antes de presentarse. Ese instante detenido en el tiempo en el que todavía crees tener ante ti toda tu vida, tu futuro, todo lo que prometes, cuando todavía imaginas —¿qué era lo que decía mi amiga Key?— que tienes «el mundo a tus pies».
Y luego ves la mano que empuña la pistola. Y luego ocurre. Y luego se acaba. Y luego ya no hay presente, sólo pasado y futuro, sólo el antes y el después. Sólo ese «luego» y… luego ¿qué?
Eso era aquello de lo que nunca hablábamos. Era aquello en lo que nunca pensaba. Ahora que mi madre, Cat, había desaparecido, ahora que había dejado ese mensaje cruel alojado en las entrañas de su piano favorito, comprendí lo que no había dicho, alto y claro: tienes que recordarlo.
Sin embargo, mi pregunta era: ¿cómo quería que me acordara de aquella niña de apenas once años, allí de pie, en aquellos duros y fríos escalones de mármol de aquella dura y fría tierra extranjera? ¿Cómo quería que me recordara a mí misma atrapada entre los muros de piedra de un monasterio ruso a kilómetros de distancia de Moscú y a miles de kilómetros de cualquier lugar o de cualquier persona que conociera? ¿Cómo quería que recordara a mi padre, asesinado por la bala de un francotirador? Una bala que, tal vez, fuera dirigida a mí. Una bala que ella siempre había creído que iba dirigida a mí.
¿Cómo quería que recordara a mi padre, desplomándose en un charco de sangre, sangre que me había quedado mirando horrorizada mientras se mezclaba e iba empapando la sucia nieve rusa? ¿Cómo quería que recordara el cuerpo tendido en los escalones, el cuerpo de un padre al que se le va la vida, con sus dedos enguantados aferrando todavía mi manita enfundada en una manopla?
La verdad era que, ese día de hacía diez años, mi padre no había sido el único que había visto su futuro y su vida truncados en aquellos escalones de Rusia. La verdad era que los míos también se truncaron. Con once años, no fui capaz de ver lo que se me venía encima: Amaurosis Scacchistica. Gajes del oficio.
Y ahora no me quedaba más remedio que admitir la realidad: que no había sido la muerte de mi padre o los miedos de mi madre lo que me había llevado a abandonar el juego. La verdad era…
«Está bien. ¡Vuelve a la realidad!».
La verdad era que no necesitaba la verdad. La verdad era que en esos momentos no podía permitirme aquella introspección. Intenté atajar esa descarga inmediata de adrenalina que siempre acompañaba a cualquier asomo a mi pasado, por breve que fuera. La verdad era que mi padre estaba muerto y que mi madre había desaparecido, y que un juego de ajedrez que alguien había dejado dentro del piano sugería que todo estaba directamente relacionado conmigo.
Sabía que aquella partida mortífera que seguía acechándome en el piano, contando los minutos que pasaban, era algo más que varias piezas dispuestas al azar. Aquélla era la partida. La última partida, la partida que había acabado con mi padre.
Cualesquiera que fueran las implicaciones de su misteriosa aparición ese día en ese lugar, esa partida permanecería por siempre grabada a fuego en mi memoria. Si la hubiera ganado diez años antes en Moscú, el torneo ruso habría sido mío, lo habría logrado: me habría convertido en la gran maestra más joven de la historia, lo que mi padre siempre había querido. Lo que siempre había esperado de mí.
Si hubiera ganado la partida de Moscú, nunca habríamos tenido que ir a Zagorsk para jugar la definitiva, esa partida de «prórroga», una partida que, debido a «trágicas circunstancias», estaba destinada a no jugarse.
Era evidente que su presencia en esa casa era un mensaje en sí, como el resto de las pistas que había dejado mi madre, un mensaje que yo debía ser la primera en descifrar.
Sin embargo, de una cosa estaba segura: se tratara de lo que se tratara, aquello no era un juego.
Respiré hondo y, al levantarme de la repisa, estuve a punto de darme en la cabeza con uno de los cacharros de cobre que había colgados. Lo arranqué de la campana y lo dejé de un golpe sobre el aparador de al lado. Luego me acerqué al piano de cola, abrí la cremallera del cojín del banco, recogí todas las piezas de las cuerdas y las metí en la funda, junto con el tablero. Dejé la tapa del piano abierta, como solía estar siempre. Cerré la cremallera de la abultada funda y la arrojé sobre el aparador.
Casi me olvido de la reina negra que faltaba. La saqué del triángulo de las bolas de la mesa de billar y devolví la bola negra a su sitio. El triángulo de bolas de colores me recordó algo, pero en ese momento no supe qué. Además, tal vez sólo se tratara de mi imaginación, y aunque daba la impresión de que la reina pesaba un poco más que las otras piezas, el círculo de fieltro de su base parecía intacto. Estaba pensando si levantarlo con la uña cuando sonó el teléfono. Al recordar que tía Lily estaba a punto de invadirnos, con chófer y perro escandaloso incluidos, me metí la reina en el bolsillo junto con el pedazo de papel que contenía el mensaje «codificado» de mi madre, corrí hacia el escritorio y levanté el auricular al tercer timbrazo.
—Has estado ocultándome secretitos —oí que decía Nokomis Key, mi mejor amiga desde que éramos pequeñas, con voz cristalina.
Sentí un gran alivio. Aunque hacía años que no hablábamos, Key era la única persona que se me ocurría capaz de dar con el modo de sacarme del atolladero en el que me encontraba. Key nunca se enfadaba por nada y en los momentos críticos siempre encontraba la manera de solucionar los problemas con la gracia y la indiferencia mordaz de un hada madrina providencial. Recé para que en esos instantes sacara su varita mágica y practicara su magia una vez más. Por eso le había pedido que fuera a buscar a Lily y la trajera a casa.
—¿Dónde estás? —pregunté—. ¿Has recibido mi mensaje?
—Nunca me habías dicho que tenías una tía —contestó Key—. ¡Y vaya tía! La he encontrado al borde de la carretera, acompañada de un perro de origen genético irreconocible, flanqueada por una montaña de maletas de marca y varada en la nieve en un coche de doscientos cincuenta mil dólares digno de James Bond. Por no hablar de la joven «compañía», quien podría sacarse la misma pasta a la semana con sólo pasearse por el Lido luciendo un bañador de tanga.
—¿Te refieres al chófer de Lily? —dije, sorprendida.
—¿Así los llaman ahora? —contestó Key, echándose a reír.
—¿Un gigoló? No le pega mucho —objeté.
Aunque tampoco encajaba demasiado con la larga sucesión de chóferes estirados y formales que mi tía había empleado toda la vida. Y mucho menos con la Lily Rad que yo conocía desde la infancia, demasiado preocupaba por su imagen internacional como reina del ajedrez para malgastar su tiempo, sus energías o sus montañas de dinero en mantener a un hombre. Aunque tenía que admitirlo, todo lo demás —el coche, el perro y el equipaje— encajaba a la perfección con Lily.
—Créeme, este tipo está tan cañón que el humo le sale por la nariz. Y por el humo se sabe dónde está el fuego. Además, tu tía está hecha unos zorros. —Sólo había una cosa que superaba la pasión de Key por las frases hechas y los coloquialismos: el metal. Del que lleva volante—. Eso sí, ese coche atrapado en la nieve es un Vanquish —me informó, casi sin aliento—, un Aston Martin de edición limitada. —Me empezó a recitar de un tirón números, pesos, cambios de marcha y válvulas hasta que se contuvo y se dio cuenta de con quién estaba hablando. Resumiéndolo para los poco duchos en mecánica, añadió—: ¡Ese monstruo vuela a trescientos kilómetros por hora! ¡Tiene suficientes caballos para llevar a Ophelia de aquí a China!
Ésa debía de ser Ophelia Otter, la avioneta preferida de Key y la única máquina en la que confiaba cuando debía adentrarse en esos parajes donde llevaba a cabo su trabajo. Conociendo a Key, podía seguir hablando de caballos de potencia durante horas si no se le ponía freno. Tenía que tirar de las riendas, y rápido.
—Bueno, y ¿dónde está ahora la extraña pareja y su coche? —la apremié, con urgencia—. La última vez que supe algo de Lily se dirigía hacia aquí para asistir a una celebración, y de eso debe de hacer menos de una hora. ¿Dónde está?
—Tenían hambre, así que mientras mi equipo está desenterrando su coche, tu tía y su esbirro están abrevando y poniéndose como cerdos en el Mother Lode —contestó Key.
Se refería a un restaurante alejado de la carretera, especializado en carne de caza. Conocía bien el sitio. Había tanta cornamenta, asta y cartílago en exposición repartido por las paredes que caminar por la sala sin prestar atención era tan peligroso como correr delante de los toros en Pamplona.
—Por amor de Dios —dije, devorada por la impaciencia—. Tráela aquí de una vez.
—Los tendrás ahí en menos de una hora —aseguró Key—. Están dándole de beber al perro y acabándose sus bebidas, pero el coche es otro cantar: tendremos que enviarlo a reparar a Denver. Ahora mismo estoy en la barra y ellos siguen en su mesa, como uña y mugre, hablando en voz baja y dándole al vodka.
Key soltó una risotada en el auricular.
—¿Qué es tan gracioso? —pregunté, irritada ante aquel nuevo contratiempo.
¿Por qué Lily, que jamás bebía, necesitaba un trago a las diez de la mañana? ¿Y el chófer? Aunque, para ser justos, si el vehículo había sufrido tantos daños como decía Nokomis, no parecía que le quedara mucho coche que conducir por allí. Lo confieso, me costaba imaginar a mi extravagante tía jugadora de ajedrez, con su manicura perfecta y su ropa exótica, almorzando en un lugar como el Mother Lode, con los suelos llenos de churretes de cerveza y cascaras de cacahuetes, probando los platos típicos de la casa: guiso de zarigüeya, filete de serpiente cascabel y «ostras de las Rocosas», un eufemismo que utilizaban en Colorado para referirse a los testículos de buey fritos. Aquello era marciano.
—Es que no me cuadra —dijo Key, en voz baja, como si me leyera el pensamiento—. No tengo nada en contra de tu tía, que conste, pero el tío está muy macizo, parece un actor italiano. El personal y la clientela dejaron de hablar cuando hizo su entrada estelar, y la camarera todavía está babeándose la camisa del uniforme. Lleva tantas pieles encima como tu tía Lily, por no mencionar el elegante traje de diseño, de primerísima calidad y hecho a medida. Este tío podría tener a quien quisiera. Así que, discúlpame, pero ¿podrías explicarme qué hace con tu tía?
—Sí, creo que tienes toda la razón —convine con ella, echándome a reír—, debe de considerarla un tesoro. —Al ver que Key no decía nada, añadí—: De cincuenta millones.
Key se puso a refunfuñar y colgué el teléfono.
Estaba convencida de que conocía a Lily Rad mejor de lo que nadie podría llegar a conocer a una excéntrica como ella. A pesar de la diferencia de edad, teníamos mucho en común. Para empezar, era consciente de que todo se lo debía a Lily. Por ejemplo, Lily fue quien descubrió mis dotes ajedrecísticas cuando yo sólo tenía tres años y quien convenció a mi padre y a mi tío de que aquellas aptitudes debían ser pulidas y explotadas, pasando por encima de la firme, y al final incluso furiosa, oposición de mi madre.
Aquel vínculo con Lily era lo que hacía que me pareciera tan rara la conversación telefónica que había mantenido con Key. A pesar de los años que llevaba sin ver a mi tía y de que ella, además, había abandonado el mundo del ajedrez, no me tragaba que de repente las hormonas le hubieran hecho perder el norte por un guaperas a una persona que para mí había sido como una hermana mayor, al tiempo que una maestra y una madre. No, algo no encajaba en todo aquello. Lily no era así.
Hacía tiempo que Lily Rad se había ganado el sobrenombre de la Elizabeth Taylor del ajedrez. Con sus curvas voluptuosas, sus joyas, sus pieles, sus flamantes coches y una liquidez que rayaba en lo obsceno, Lily había llevado el glamour al ajedrez profesional sin la ayuda de nadie, ella sola había llenado ese enorme agujero negro de lasitud soviética, todo lo que quedaba allá por los setenta, después de que Bobby Fischer dejara de jugar.
Sin embargo, Lily era algo más que una cara bonita con estilo. La gente acudía a sus partidas en tropel, y no sólo para mirarle el canalillo. Hacía treinta años, en el momento cumbre de su carrera, mi tía Lily podía presumir de una puntuación Elo que rozaba la de los prodigios del ajedrez de los últimos tiempos, las hermanas húngaras Pólgar. Y durante veinte años, el mejor amigo y entrenador de Lily, mi padre, Alexander Solarin, había perfeccionado sus magníficas defensas y la había ayudado a mantener su estrella en lo más alto del empíreo del ajedrez.
Tras la muerte de mi padre, Lily había recurrido a su antiguo maestro y entrenador: el brillante especialista e historiador de este arte ancestral, que al mismo tiempo resultaba ser su abuelo y su único pariente vivo, Mordecai Rad.
Pero un buen día, la mañana del quincuagésimo aniversario de mi tía, las luces de la carpa de ajedrez de Lily se apagaron de manera súbita e inesperada.
Cuenta la leyenda que, la mañana de su cumpleaños, Lily llegaba con retraso a la cita, para desayunar con su abuelo. El chófer de la limusina había recogido a Lily delante del bloque de apartamentos donde vivía, había enfilado la calle hacia Central Park South y, tras unas hábiles maniobras para sortear el denso tráfico de la mañana, había conseguido tomar la West Side Highway. Acababan de dejar atrás Canal Street cuando, en lo alto, en el cielo, vieron cómo el primer avión impactaba contra la primera torre.
Miles de coches frenaron en seco y el tráfico quedó detenido al instante. Todos los conductores tenían la mirada puesta en aquella larga y oscura columna de humo que se extendía como la cola de un enorme pájaro negro, un augurio silencioso.
En el asiento trasero de la limusina, presa del pánico, Lily intentó sintonizar la televisión en el canal de noticias, tanto daba la cadena, pero en vano fue pasando de una emisora a otra. Sólo se veían interferencias. La desesperación se apoderó de ella.
Su abuelo estaba en lo alto de aquel edificio. Habían quedado a las nueve de la mañana en un restaurante llamado Windows on the World. Mordecai tenía un presente especial para Lily, algo que deseaba revelarle a su único descendiente aquel día especial, el día del quincuagésimo aniversario de su nieta: el 11 de septiembre de 2001.
En cierto modo, Lily y yo éramos huérfanas. Ambas habíamos perdido al familiar al que estábamos más unidas, la persona que lo había dado todo para instruirnos en el campo que habíamos elegido. Jamás me había detenido a pensar por qué Lily había cerrado el gigantesco apartamento de Central Park South la misma semana de la muerte de su abuelo, por qué había hecho una única maleta —como luego me informó por carta— y se había ido a Inglaterra. Aunque no sentía un gran aprecio por los ingleses, Lily había nacido allí y su difunta madre era inglesa, por lo que tenía doble nacionalidad. No podía enfrentarse a Nueva York.
Desde entonces, apenas había tenido noticias de ella. Hasta hoy.
Aun así, sabía que la persona a quien tenía que ver en esos momentos, tal vez la única que conocía a todos aquellos que habían desempeñado un papel importante en nuestras vidas, la única que podría poseer la clave de la desaparición de mi madre, Cat, puede que incluso de los mensajes cifrados que de algún modo parecían estar relacionados con la muerte de mi padre, era Lily Rad.
Oí sonar un teléfono.
Tardé unos instantes en comprender que no se trataba del teléfono del escritorio, sino del móvil que llevaba en el bolsillo. Me sorprendió que siguiera funcionando en aquella zona tan remota de Colorado. Además, sólo le había dado el número a un par de personas.
Saqué el teléfono del bolsillo y leí en la pantallita el nombre de quien llamaba: Rodolfo Boujaron, mi jefe en Washington. Seguramente Rodo habría acabado de llegar a trabajar a su famoso restaurante, Sutaldea, y se habría enterado de que el pajarillo que debía de estar haciendo el turno de noche había ahuecado el ala.
Sinceramente, si se me hubiera ocurrido pedirle permiso a mi jefe, lo más probable era que jamás me hubiera concedido unos días libres. Rodo era un adicto al trabajo convencido de que los demás también tenían que serlo. Le gustaba mantener una estrecha vigilancia de «veinticuatro horas al día, siete días a la semana» sobre sus empleados porque «A los fuegos hay que atizarlos a todas horas, pero “con cariño”», como diría él con ese acento tan cerrado que para abrirse camino a través de él se necesitaba una cuchilla de carnicero.
Sin embargo, en esos momentos no estaba de humor para aguantar los sermones de Rodo, así que esperé hasta que vi aparecer el aviso de «mensaje de voz» en la pantallita del teléfono y luego escuché lo que había dejado grabado: «Bonjour, Errauskine sugeldo!». «Cenicienta» era el apodo que me había puesto en vasco, su lengua materna, en alusión a mi trabajo como pájaro del fuego: yo era la persona encargada de atizar las ascuas. «¿Y eso? ¡Te escabulles en medio de la noche y por la mañana descubro al Cisne en tu lugar! Espero que no nos ponga… arrautzak. ¿Cómo lo decís vosotros? Oeufs? Si comete ese error, ¡lo limpias tú! Según me ha dicho el Cisne, abandonas tu puesto sin avisar a nadie por una boum d’anniversaire. Muy bien, pero te quiero de vuelta en los fogones antes del lunes para encender un nuevo fuego. ¡Qué ingrata! ¡Espero que recuerdes por qué tienes trabajo! ¡Que fui yo quien te rescató de la CIA!». Rodo colgó, estaba claro que había tenido uno de sus típicos arrebatos hispanovascofranceses, aunque tanta incoherencia cobraba sentido cuando se aprendía a descifrar sus «multilengualismos»: con el Cisne (de quien había sugerido que podría poner un huevo durante el turno de noche), en mi ausencia, se refería a mi compañera de trabajo, Leda la Lesbiana, quien había accedido con mucho gusto a sustituirme hasta mi regreso, si era necesario.
Cuando se trataba de mantener encendidos esos enormes hornos de leña por los que era conocido el restaurante Sutaldea (de ahí su nombre en vasco: El Hogar), Leda —tan elegante como era ella cuando debía exhibirse (que era casi siempre)— tampoco se quedaba atrás en las cocinas. Sabía utilizar una pala, conocía la diferencia entre un fuego medio apagado y unas brasas y prefería hacerse cargo de mi retén nocturno y solitario del viernes a hacer frente a sus obligaciones habituales a la hora del cóctel en el salón del restaurante, donde miembros de grupos de presión de K Street demasiado animados y demasiado bien pagados no dejaban de intentar ligársela.
En cuanto al comentario de Rodo sobre la gratitud, «la CIA», de la que me había «rescatado» no era la Agencia Central de Inteligencia del gobierno de Estados Unidos, sino el sencillo Culinary Institute of America, una escuela para chefs de alta cocina alejada del bullicio de la Gran Manzana y la única institución educativa en la que me habían suspendido. Allí pasé seis infructuosos meses después del instituto. Como no acababa de decidirme acerca de qué estudiar ni en qué universidad, mi tío Slava, Ladislaus Nim, pensó que debía formarme para poder conseguir un trabajo en aquella otra única cosa que siempre se me había dado bien además del ajedrez, algo para lo que el propio Nim me había estado preparando desde pequeña: la cocina.
No tardé en encontrar el ambiente de la escuela ligeramente parecido al de un campamento de entrenamiento para tropas de asalto: clases de contabilidad y gestión empresarial que se me hacían eternas, memorización de listas interminables de términos culinarios y poca práctica. Cuando abandoné los estudios, decepcionada y con la sensación de no servir absolutamente para nada, Slava me animó a someterme a un período de aprendizaje mal pagado —durante el que no se me permitiría saltarme las clases, hacer el vago, tomarme descansos o irme por las ramas— en el único establecimiento de cuatro estrellas del mundo especializado en cocina a la lumbre, es decir, cocina sobre brasas, rescoldos, cenizas y fuego.
En esos momentos, después de casi cuatro de los cinco años que estipulaba mi contrato, si debía ser sincera conmigo misma, no me quedaba más remedio que confesar que me había convertido en una persona tan solitaria —aun viviendo en el mismo centro de la capital de nuestra nación— como mi madre en su completo retiro en lo alto de su montaña de Colorado.
En mi caso no era difícil encontrar una explicación convincente; después de todo estaba atada contractualmente a la obsesiva agenda esclavista de monsieur Rodolfo Boujaron, el empresario restaurador que se había convertido en mi jefe, mi maestro e incluso en mi casero. Aquellos últimos cuatro años no había tenido tiempo para la vida social con Rodo vigilándome y haciendo restallar el famoso látigo.
De hecho, el absorbente trabajo en Sutaldea, donde mi tío me había encerrado con tan buen criterio, le proporcionaba a mi vida exactamente la misma organización —el ejercicio, la tensión, el mareaje del tiempo— que por desgracia me había faltado desde la muerte de mi padre y el abandono obligado de la práctica del ajedrez. La tarea de preparar y mantener vivo el fuego durante una semana entera de cocina, un día tras otro, requería de la diligencia que se necesitaba para el cuidado de un niño o la atención de un rebaño de animales jóvenes: no podía permitirme ni pestañear.
Con todo, siendo completamente sincera conmigo misma, estaba obligada a admitir que mi trabajo me había aportado mucho más que organización, diligencia o disciplina durante esos últimos cuatro años. La convivencia con el fuego —la contemplación de las llamas y las ascuas un día tras otro hasta dominar su altura, su calor y su fuerza— me había enseñado a tener una nueva «visión» de las cosas. Y gracias al último rapapolvo injurioso de Rodo, acababa de ver algo nuevo: acababa de ver que mi madre podría haberme dejado otra pista, una en la que debería de haber reparado nada más entrar por la puerta.
El fuego. Dadas las circunstancias, ¿cómo podía estar encendido?
Me agaché junto al hogar para estudiar el leño de la chimenea con mayor detenimiento. Era un tronco de pino blanco seco de casi ochenta centímetros de diámetro, una madera que quema mucho más rápido que la de un árbol de hoja ancha, más dura y menos porosa. Aunque estaba claro que mi madre, como buena montañesa que era, sabía de sobra cómo hacer un fuego, ¿cómo había encendido aquél sin una planificación previa? Por no hablar de la ayuda que obligatoriamente habría necesitado.
En cerca de la hora que llevaba allí, nadie había añadido más leña ni había avivado las ascuas con ningún tipo de fuelle, no se había hecho nada para aumentar la intensidad del calor. Sin embargo, el fuego ardía bien y las llamas tenían más de diez centímetros de altura, lo que significaba que llevaba tres horas encendido. Dada la naturaleza constante y uniforme de la llama, alguien había tenido que estar atendiendo el fuego durante más de una hora, hasta asegurarse de que había prendido bien.
Miré el reloj. Eso quería decir que mi madre, Cat Velis, tenía que haber desaparecido bastante después de lo que yo había creído en un principio, tal vez sólo una media hora antes de que yo llegara. Sin embargo, si era así, ¿adonde había ido? ¿Estaría sola? Y si ella, o ellos, habían salido de la casa por una puerta o una ventana, ¿por qué no había ni una sola huella en la nieve?
Las interferencias de unas pistas con las otras estaban formando tal ruido de fondo que acabó doliéndome la cabeza. De repente, una nueva nota discordante se sumó a todo ese jaleo: ¿cómo sabía mi jefe, Rodo, que me había ido para asistir a una fiesta de cumpleaños, una boum d’anniversaire, como él la había llamado? Teniendo en cuenta la proverbial reticencia de mi madre a ni siquiera mencionar su fecha de nacimiento, no le había dicho a nadie por qué o adónde iba, ni siquiera al cisne de Leda, como decía el mensaje de Rodo. Por contradictorias que parecieran las cosas, estaba convencida de que tenía que haber algo relacionado con la desaparición de mi madre oculto en alguna parte, y sólo había un lugar en el que todavía no había mirado.
Metí la mano en el bolsillo y saqué la reina de madera que había rescatado de la mesa de billar. Despegué el círculo de fieltro de la base con la uña del pulgar y vi que alguien había metido algo duro y rígido en el interior de la reina hueca. Lo extraje haciendo palanca. Era un trozo de cartulina muy pequeñito. Me acerqué a la ventana para verlo mejor y lo desdoblé. Casi me dio un síncope cuando leí las tres palabras que había escritas.
Al lado se veían los trazos desvaídos del ave Fénix tal como lo recordaba de aquel sombrío y funesto día en Zagorsk. También recordaba que lo había encontrado en el bolsillo. El pájaro parecía alzarse volando hacia el cielo, encerrado en una estrella de ocho puntas.
Me había quedado sin respiración, pero antes de que pudiera asimilar qué estaba ocurriendo, antes de que ni siquiera pudiera imaginar qué podía querer decir aquello, oí el claxon de un coche en el exterior.
Miré por la ventana y vi el Toyota de Key aparcando en la explanada cubierta de nieve, detrás de mi coche. Key bajó del asiento del conductor al mismo tiempo que un hombre vestido con pieles se apeaba del asiento trasero y ayudaba a salir del coche a mi tía Lily, ataviada de manera similar. Los tres se dirigieron a la puerta de casa.
Presa del pánico, volví a meterme la tarjeta en el bolsillo, junto con la pieza de ajedrez, y llegué corriendo al vestíbulo justo cuando se abría la puerta exterior. Ni siquiera me dio tiempo a abrir la boca cuando mis ojos ya habían sobrevolado a las dos mujeres y se habían lanzado en picado sobre el «gigoló» de mi tía Lily.
Éste cruzó el umbral de la puerta, sacudiéndose la nieve del alto cuello de piel del abrigo. Nuestras miradas coincidieron y sonrió. Fue una sonrisa fría, cargada de peligro. No necesité más que un instante para comprender por qué.
Delante de mí, en el aislado retiro de montaña de mi madre, como si ambos estuviéramos completamente solos en el tiempo y el espacio, se encontraba el hombre que había matado a mi padre.
El jugador que había ganado la última partida: Vartan Azov.