LA PIRÁMIDE
Las cenizas de Shelley fueron más tarde enviadas a Roma y enterradas donde ahora reposan, en la pendiente del cementerio protestante a la sombra de la gran pirámide gris de Cayo Cestio, ese lugar de peregrinación para los anglófonos de todos los rincones del mundo durante más de cien años.
ISABEL C. CLARKE,
Shelley and Byron
Pirámide de Cayo Cestio: enorme monumento sepulcral de ladrillo y piedra, en Roma, de casi treinta y cinco metros de altura con incrustaciones de mármol blanco. Todos los lados de la base miden unos veintiocho metros […]. La pirámide data de los tiempos de Augusto.
The Century Dictionary
El mausoleo de Cayo Cestio […] inspiró las pirámides de los jardines del siglo XVII, entre ellas la del Désert de Retz y la del Pare Monceau, así como la pirámide masónica que aparece en el billete de un dólar americano.
DIANA KETCHAM,
Le Désert de Retz
Cimetero Acattolico degli Inglesi, Roma, (Cementerio Protestante de los Ingleses, Roma), 21 de enero de 1823
«Maria la Inglesa» aguardaba de pie en la gélida neblina junto al muro de piedra, a la sombra de la inmensa pirámide egipcia de dos mil años de antigüedad, sepulcro del senador romano Cayo Cestio. Ataviada con su atuendo habitual de viaje, vestido y capa grises, observó, algo apartada de las demás plañideras, a quienes apenas conocía, cómo la pequeña urna era introducida en su nicho.
Qué apropiado, pensó, que las cenizas de Percy Shelley fueran a reposar allí, en aquel lugar ancestral y sagrado, precisamente aquel día tan especial. El autor de Prometeo liberado había sido el Poeta del Fuego por antonomasia, ¿no era así? Y aquel día, el 21 de enero, era el día sagrado predilecto de Maria, la festividad de Santa Inés, la santa a la que no consiguieron matar a fuego. Incluso entonces, los ojos de Maria se humedecían, no por el frío sino por las numerosas hogueras que se habían prendido allí, en el monte Aventino, para honrar a la mártir, cuyo humo se mezclaba con la niebla fría y húmeda procedente del Tíber, que fluía a los pies de la colina. En Inglaterra, la noche anterior, la víspera de Santa Inés, las chicas jóvenes se habrían ido a dormir hambrientas, ayunando con la esperanza de atisbar en sueños a sus futuros esposos, como ocurría en el popular poema romántico de John Keats.
No obstante, aunque la propia Maria había vivido mucho tiempo en Inglaterra y conocía sus costumbres, no era inglesa, pese a ser conocida como pittrice inglese, «pintora inglesa», desde los diecisiete años, edad a la que había ingresado en la Accademia del Disegno de Florencia. Era, de hecho, italiana de nacimiento (había nacido en Livorno hacía más de sesenta años), y se sentía más en casa allí, en Italia, de lo que nunca se había sentido en Inglaterra, tierra natal de sus padres.
Y aunque no había regresado a aquel lugar sagrado en más de treinta años, Maria conocía, quizá mejor que nadie, el misterio oculto bajo el suelo «inglés» de aquella colina meridional que se alzaba justo tras las puertas de la antigua Roma. Pues allí, en Roma, donde la santa había sido martirizada, donde pronto se celebraría su festividad, yacía un misterio mucho más antiguo que cualquiera de los huesos de la mártir, o que la pirámide funeraria de Cayo Cestio, un misterio quizá más antiguo incluso que la propia Roma.
Aquel enclave del monte Aventino, donde Cayo Cestio había construido su ostentosa pirámide en la era de Jesús y del emperador Augusto, había sido un lugar sagrado desde los primeros tiempos. Quedaba justo al borde del Pomerium, «la línea de manzanas», una frontera ancestral aunque invisible sita justo cetras de las murallas de la ciudad, tras la cual la auspicia urbana, la adivinación oficial para proteger la ciudad, no podía practicarse. La auspicia (avis specio, «observación de las aves») sólo podía efectuarla el colegio oficial de sacerdotes versados en el estudio de los augurios del cielo, ya fueran truenos o relámpagos, el movimiento de las nubes o la trayectoria de vuelo y el trino de la aves. Pero más allá del Pomerium, un poder diferente había ido adquiriendo hegemonía.
Más allá de esa línea se encontraban los horrea, los graneros que alimentaban a toda Roma. Y allí, en el Aventino, también se hallaba el templo más famoso de culto a la diosa de la agricultura, Ceres. Su nombre, Ker, significaba «crecimiento», y allí la diosa compartía su templo con Liber y Libera, dios y diosa de la libertad, la virilidad y el jugo de la vida. Se correspondían con los más antiguos Jana y Jano, dios de las dos caras, al que debe su nombre la ciudad albana de Janina, sede de uno de los primeros santuarios consagrados a él. Pero las dos grandes festividades de Ceres se celebraban fuera de los límites del control oficial: el feriae sementinae, los «festivales de la sementera», que daban comienzo con la quema de rastrojos en hogueras enormes en el mes que debía su nombre ajano, y el festival de la cosecha, Ceriailia, que tenía lugar en el mes llamado así por Augusto, cuyo nombre de pila, Octavio, significaba «octavo».
Las hogueras prendidas en honor a Ceres en el primer mes del año, según creían los antiguos, presagiarían lo que cosecharían en el octavo. «Quod severis metes», se leía sobre su templo:
«Se cosecha lo que se siembra».
El misterio que esto entrañaba era tan profundo y ancestral que corría en la misma sangre: no se precisaba llevar a cabo auspicios bajo la ley de la Iglesia ni pronósticos estatales; se practicaba fuera de las puertas, fuera de la ciudad.
Era una Orden Eterna.
María sabía que aquel día, el recuerdo del pasado y la adivinación del futuro de algún modo estaban vinculados, como lo habían estado hacía miles de años. Pero aquel día (el día de Santa Inés, el 21 de enero) era el día de la Adivinación por el Fuego.
Y allí, en Roma, la Ciudad Eterna, también podría ser el día en que el secreto que Percy Shelley se había llevado a su tumba de agua seis meses atrás, el secreto de aquella Orden, se alzara de sus cenizas.
Al menos, eso era lo que el amigo y patrón de María, el cardenal Joseph Fesch, trataba de averiguar. Ése era el motivo por el que él y su hermana, Letizia Buonaparte, la habían convocado allí aquel día. Después de más de treinta años, la artista angloitaliana María Hadfield Cosway había vuelto al fin a casa.
Palazzo Falconieri, Roma
He impedido a los hombres ver su suerte mortal […].
He hecho habitar en ellos ciegas esperanzas […].
Y, ante todo, les di el fuego.
ESQUILO,
Prometeo encadenado
George Gordon, lord Byron, se paseaba dolorido por el salón del Palazzo Falconieri del cardenal Joseph Fesch. Pese a las riquezas que él mismo poseía, Byron se sentía fuera de lugar en aquel suntuoso mausoleo dedicado a un difunto emperador. Y es que, aunque el sobrino del cardenal, Napoleón Bonaparte, hacía ya dos años que había fallecido, la opulencia que había derrochado en sus relaciones apenas se había disimulado allí. Las paredes tapizadas de damascos de aquella sala no eran una excepción, cubiertas de extremo a extremo con cuadros de los mejores maestros de Europa; otros tantos estaban apilados en el suelo, entre ellos obras de la ya tradicional protegida del cardenal, la pintora madame Cosway, por deseo de la cual todos habían sido convocados allí aquel día de forma perentoria. O, cuando menos, manifiesta.
La nota de madame Cosway había tardado en llegarle, pues en primer lugar había viajado a Pisa. La misma mañana en que la recibió en su nueva villa de Genova (Casa Saluzzo, con vistas a Portofino y al mar), Byron se apresuró a partir antes incluso de tener tiempo para acabar de instalarse. Había abandonado a su tiró de amante, familia y huéspedes indeseados, y su colección de animales (monos, pavos reales, perros y aves exóticas), apenas descargados de su flotilla de barcos procedente de Pisa.
Era evidente que algo importante había ocurrido. O estaba a punto de ocurrir.
Superando la fiebre y los dolores que le perforaban sin respiro los intestinos, como los que asolaron a Prometeo, Byron había cabalgado con tal premura en la última semana para llegar puntual a Roma que casi no había tenido tiempo de bañarse ni afeitarse en las espantosas posadas en las que él y su ayuda de cámara, Fletcher, habían pernoctado. Cayó en la cuenta de que debía de tener un aspecto horrible; pero, dadas las circunstancias, aquél era un detalle nimio.
Ahora, después de que le hubieran recibido en el palazzo y le hubieran ofrecido una copa de cristal del excelente burdeos del cardenal para asentarle el estómago, Byron contempló por primera vez el salón, magníficamente amueblado, y en ese instante comprendió que no sólo «se sentía» fuera de lugar, sino que también «olía» fuera de lugar. Iba aún ataviado con el traje de montar, cubierto por el polvo del camino: una casaca militar azul, botas salpicadas de barro y bombachos largos de algodón asiático que cubrían su pie deforme. Con un suspiro, dejó la copa de aquel burdeos de color rubí y se quitó la bufanda que llevaba a modo de turbante y que solía ponerse siempre que salía para proteger del sol su tez clara. Por mucho que anhelaba marcharse de allí, hacer llamar a Fletcher, buscar un lugar donde bañarse y cambiarse, sabía que era del todo imposible.
Porque el tiempo era crucial. ¿Y cuánto le quedaba realmente?
Cuando Byron era bastante joven, un adivino predijo que no sobreviviría a su trigesimosexto aniversario, una fecha para la que entonces parecía faltar una eternidad. No obstante, al día siguiente, el 22 de enero, Byron cumpliría treinta y cinco años. En sólo unos meses partiría de Italia hacia Grecia para financiar y participar en la misma guerra de la independencia por cuyo desencadenamiento su amigo, Alí Bajá, había sacrificado su vida.
Pero, por supuesto, Alí había sacrificado también algo más.
Ese algo podía ser el único significado del mensaje.
Y es que, aunque la nota que Letizia Buonaparte había enviado a Byron era una evidente respuesta a su interpelación previa acerca de Shelley, la trascendencia del mensaje que ella expresaba en su mezcla de idiomas no podía ser más obvia:
Á Signor Gordon, Lord Byron
Palazzo Lanfranchi, Lungarno, Pisa
Cher Monsieur,
Je vous invite á un vernissage de la pittrice Inglese, Mme.
María Hadfield Cosway, date: le 21 Janvier, 1823; lieu: Palazzo
Falconieri, Roma. Nous attendons votre réponse.
Les sujets des peintures suivi:
Siste viator
Ecce signum
Urbi et orbi
Ut supra, ut infra
Con esto, se lo invitaba a una exposición de pintura de madame Cosway, una mujer cuya reputación él conocía bien, dada la fama de la que su último esposo había disfrutado como pintor de cámara del príncipe de Gales. Y ella misma era la protegida no sólo del cardenal Fesch sino que también, durante años, en París, lo había sido del famoso pintor francés Jacques-Louis David.
Sin embargo, no era la invitación en sí sino el significado del mensaje lo que había captado la atención de Byron y había precipitado su partida de Genova. En primer lugar, los «temas» de los «cuadros» de madame Cosway difícilmente se encontraban entre los que los artistas solían escoger, pero todos resultaban muy significativos si se leía la invitación entre líneas.
Siste viator, «Detente, viajero»: un epitafio presente en los sepulcros que salpicaban los caminos de la antigua Roma.
Ecce signum, «He aquí la señal»: siempre iba seguida de un pequeño triángulo.
Urbi et orbi, «A la ciudad y al mundo»: un lema de Roma, la Ciudad Eterna.
Ut supra, ut infra, «Así arriba como abajo»: un lema de la alquimia.
Tampoco podía tratarse de una coincidencia que se lo convocara en la misma fecha y el mismo lugar del entierro del pobre Percy Shelley, que, gracias a Dios misericordioso, se había celebrado varias horas antes de que Byron llegara a Roma. No lamentaba no haber podido asistir. Por mucho que lo intentara, era incapaz de olvidar lo que había tenido que soportar el día de la incineración de Shelley, muchos meses atrás, ni los temores que desde entonces albergaba por su propia vida.
El mensaje estaba claro: «Deja de buscar y contempla lo que Hemos encontrado: la señal, el triángulo de la famosa pirámide funeraria de Roma que los carbonarios, los francmasones y otros grupos semejantes adoptaron como signo fraternal. Representaba un nuevo orden que conectaba espíritu y materia, los mundos de arriba y abajo».
Éste era el mensaje que Percy Shelley había intentado enviarle justo antes de que lo mataran. Ahora Byron comprendía su significado, aunque le helaba la sangre. Pues aunque Letizia Buonaparte y sus cohortes supieran algo del misterio, o de la desaparecida Reina Negra (según sugería aquella invitación), ¿cómo podían haber adivinado aquella palabra? La única palabra, sin duda, que habría llevado a Byron a Roma; nada más lo habría conseguido. La palabra que Letizia Buonaparte había empleado para firmar la carta.
El nombre predilecto de Byron, el que había compartido como santo y seña con una única persona en la Tierra: Alí Bajá, que ahora estaba muerto.
Pero, justo cuando pensaba en aquel nombre, oyó cómo la puerta se abría y una voz suave le hablaba desde el otro extremo de la sala.
—Padre, soy vuestra hija. Haidée.
Tenía una hija llamada Haidée,
de las Islas Orientales heredera,
pero tan hermosa su sonrisa era
que a su dote hacía palidecer.
LORD BYRON,
Don Juan, Canto II, CXXVIII
Byron no podía contenerse. Ni siquiera podía pensar en la pieza de ajedrez que seguramente ella llevaba consigo, pues lo abrumaba la dicha. Lloraba, primero estrechándola con fuerza, luego sujetándola frente a sí para contemplarla, sacudiendo la cabeza, incrédulo, mientras sentía las lágrimas calientes surcando el polvo que aún cubría su rostro.
¡Dios misericordioso! Era la viva imagen de Vasiliki, que debía de tener sólo unos pocos años más cuando se enamoró de ella en Janina. Lucía los mismos ojos plateados de Vasia, que parecían espejos luminosos, aunque Haidée también había heredado rasgos de su padre: el mentón hendido y aquella piel pálida, translúcida, que a él le había granjeado el apodo de Alba, que significaba «blanco».
Qué bendición, pensó. Y es que había perdido a sus otras hijas de un modo u otro: por muerte, separación, calumnias, exilio… La pequeña Ada, la hija legítima de su matrimonio con Annabella, que tendría sólo siete años. No había vuelto a verla desde que nació, debido a las habladurías que lady Byron había hecho circular y que habían obligado a Byron a exiliarse todos aquellos años, el rumor de que la hija de su hermana Augusta, Medora, que ahora tenía ocho años, también era hija de Byron.
Y su hija con Claire Clairmont, hermanastra de Mary Shelley, que se había enamorado de Byron hasta el punto de seguirlo desde Londres a lo largo y ancho de Europa hasta que había conseguido su objetivo: un hijo del famoso poeta. Era su querida pequeña Allegra, que había muerto el año anterior a la edad de cinco años.
Pero ahora le llegaba aquel regalo, aquella joya, aquella belleza inverosímil, Haidée, una hija de Vasiliki, quizá la única mujer a quien había amado de verdad. Una mujer que no le había reclamado nada, que no había buscado nada y que, a cambio, se lo había dado todo.
Byron comprendía que aquella chiquilla no era una muchacha corriente. Puede que Alí Bajá sólo hubiese sido su padre adoptivo, pero Haidée parecía poseer aquella fuerza interior que Byron raramente había atisbado y hacía ya tiempo que había olvidado. Como los valientes guerreros independentistas de ojos grises, los palikaria del bajá, en las montañas de Albania. Como rslan el León, el propio Alí Bajá.
El bajá y Vasia debían de haber sido muy fuertes para lograr el aplomo que requería, en esos últimos momentos, enviar a ron a su propia hija para salvaguardar la valiosa Reina y depositarla en sus manos. Byron confiaba en tener la misma fuerza para llevar a término lo que en ese instante supo que tenía que hacer. Pero también conocía, mejor que nadie, el riesgo que ello conllevaba, no sólo para sí mismo, sino también, sin duda, para Haidée.
Ahora que había encontrado a aquella hija, ¿estaba preparado para perderla tan pronto, como había perdido a todas las demás?
Pero Byron vio algo más: que el bajá debía de haber planeado aquel momento hacía mucho tiempo, tanto incluso como el que había transcurrido desde el nacimiento de Haidée. ¿Acaso no le habría puesto aquel nombre a la niña por el código secreto que compartían, el nombre con que sólo Byron llamaba a su madre, Vasiliki? Aun así, nunca había sabido de la existencia de su hija, ni de la función para la que ella había sido escogida, tal vez incluso entrenada, desde el principio.
Pero ¿en qué consistía con exactitud esa función? ¿Por qué estaba Haidée allí, precisamente allí, en aquel palazzo situado en el corazón de Roma, y precisamente aquel día, el día del Fuego? ¿Quiénes eran los demás? ¿Qué función desempeñaban? ¿Por qué habían llevado a aquel lugar a Byron por medio de códigos secretos, en lugar de conducir a Haidée y la pieza del ajedrez hasta él?
¿Era aquello una trampa?
Y con la misma urgencia, en la función de Byron como Alba, necesitaba descubrir, y deprisa, el papel que ahora desempeñaba él en aquel gran juego.
Pues si fallaba, el equipo blanco perdería toda esperanza.
Porto Ostia, Roma, 22 de enero de 1823
Haidée apenas podía sofocar la infinidad de emociones enfrentadas que la embargaban. Había intentado contenerlas desde aquella mañana, hacía varias semanas, en que había visto por primera vez el rostro de Kauri junto a los demás, mirando hacia abajo desde aquel parapeto de Fez, la mañana en que ella supo, contra toda esperanza o expectativa, que él finalmente la había encontrado y que ella se salvaría. Era libre, al fin, y la llevaron a una tierra exótica y extraña que jamás había soñado que existiera, Roma, y a un padre cuya misma existencia le parecía igual de exótica y extraña.
Con todo, la noche anterior, debido a la dureza del largo y penoso viaje, y al efecto que éste había tenido sobre su frágil estado de salud —por no hablar de la proximidad del nutrido séquito del palazzo—, Byron había dormido en la intimidad de los aposentos que su ayuda de cámara Fletcher había reservado. Habían acordado que aquella madrugada, antes del amanecer y de la reunión prevista en la pirámide, Haidée, con Kauri como protector, saldría del palazzo de incógnito para encontrarse con él.
Los tres (Byron aferrado a la mano de su hija) se encaminaron por las desérticas calles entre la neblina plateada que precedía al amanecer. Haidée sabía, dado todo lo que había descubierto durante su encierro en Marruecos y todo lo que Charlot y Shahin le habían referido a bordo del barco, que el propio lord Byron podría ser la única persona con vida que conocía el misterio de la Reina Negra de Alí Bajá. Y sabía que la reunión clandestina de aquella mañana con su recién encontrado padre podría ser su única oportunidad para averiguar lo que con tanta desesperación necesitaba saber.
Mientras se alejaban del centro de la ciudad, dejando atrás los baños públicos en dirección a las afueras de Roma, donde se hallaba la pirámide, los jóvenes, por petición de lord Byron, le narraron cómo la Reina Negra había sido retirada de su escondrijo en Albania, la llegada de Baba Shemimi a través de las montañas, su importante relato sobre la verdadera historia de la creación del ajedrez del tarikat de al-Jabir, y las últimas palabras de Alí Bajá en el monasterio de San Pantaleón, justo antes de la llegada de los turcos.
Byron los escuchó con atención hasta que acabaron. Luego, sin soltar la mano de su hija, le apretó el hombro al chico a modo de agradecimiento.
—Tu madre fue muy valiente —le dijo a Haidée— al enviarte a mí en el momento en que ella y el bajá podían estar enfrentándose a su propia muerte.
—Lo último que mi madre me dijo fue que os había amado mucho —repuso Haidée—, y el bajá afirmó que sentía lo mismo. Por alto que fuera el precio que fueran a pagar, padre, ambos confiaban plenamente en vos como depositario de la pieza de ajedrez, sabedores de que con vos nunca caería en malas manos. Y también el gran Baba Shemimi, que envió a Kauri para protegemos a mí y a la pieza.
»Sin embargo, a pesar de todos estos minuciosos planes —prosiguió—, las cosas no fueron como todos esperaban. Kauri y yo zarpamos en un barco con la intención de reunimos con vos en Venecia. Creíamos que no tardaríamos en alcanzar nuestro destino, pero estábamos equivocados. En el puerto de Pirene, los corsarios capturaron nuestra nave y la desviaron hacia Marruecos; a Kauri lo apresaron en el mismo puerto los comerciantes de esclavos. Desapareció de mi vida, y entonces temí que para siempre. Los hombres del sultán me arrebataron la Reina Negra, y a mí me llevaron a un harén de Fez. Viví sola y aterrada, rodeada de extraños, sin nadie en quien confiar. Me salvé de un destino peor, creo, sólo porque no sabían quién era. No sospecharon que yo, o aquel objeto de oro negro, pudiéramos tener algún valor que no se apreciara a simple vista.
—Y cuánta razón habrían tenido de haberlo sospechado —dijo Byron, desalentado, rodeando con un brazo los hombros de su hija—. Has sido muy fuerte ante semejantes peligros, hija mía. Otros murieron por el secreto que tú protegiste —añadió, pensando en Shelley.
—Haidée fue muy valiente —convino Kauri—. Incluso cuando conseguí escapar y buscar cobijo en las montañas, enseguida comprendí que, pese a mi relativa libertad, la había perdido irremediablemente, como ella a mí. Después, cuando el sultán murió, hace sólo unas semanas, y Haidée se vio amenazada con la esclavitud al igual que el resto del harén, siguió guardando silencio; se negó a revelar nada sobre sí misma ni sobre la misión que le había sido encomendada. Cuando la encontré, estaba ya en la tarima de las subastas.
Haidée no pudo controlar el espasmo que le provocó aquel recuerdo. Byron lo percibió en sus esbeltos hombros.
—Parece un milagro que hayáis sobrevivido los dos, y aún más que consiguierais rescatar el trebejo —dijo con voz grave, estrechándola contra sí mientras caminaban.
—Pero Kauri nunca me habría encontrado —repuso Haidée—, nunca habríamos llegado aquí, nunca habríamos cumplido la misión que nos habían confiado el bajá y Baba Shemimi de no haber sido por el padre de Kauri, Shahin. Y su acompañante, el hombre pelirrojo al que llaman Charlot…
Haidée miró a Kauri con una expresión inquisitiva. El muchacho asintió y dijo:
—Es Charlot de quien Haidée quería hablaros esta mañana, antes de que os reunáis con él y con los demás en la pirámide. Por eso quisimos acordar un encuentro más íntimo antes, para comentar con vos la secreta implicación de ese hombre con la Reina Negra.
—Pero ¿quién es ese Charlot del que habláis? —preguntó Byron—. ¿Y qué tiene que ver con la pieza de ajedrez?
—Kauri y yo no estamos refiriéndonos a la pieza de ajedrez —contestó Haidée—. La verdadera Reina Negra, la de carne y hueso, es la madre de Charlot, Mireille.
Byron se sentía enfermo, y no únicamente por los trastornos estomacales que le aquejaban. Se había detenido, pues había visto que el sol había salido ya, que habían llegado a las puertas del cementerio protestante y que estaban cerca del lugar del inminente encuentro. Se sentó en un murete de piedra y miró muy serio Kauari y a Haidée.
—Por favor, explicaos.
—Según lo que Charlot nos contó en el barco —dijo Haidée—, su madre, Mireille, era una de las monjas originales de Montglane cuando el ajedrez fue sacado de nuevo a la luz después de mil años. Luego la enviaron a donde vivía el padre de Kauri Shahin. Allí nació su hijo Charlot, ante la mirada de la Reina Blanca, como presagiaba una leyenda ancestral.
—Mi padre lo cuidó y lo educó —prosiguió Kauri—. Nos dijo que Charlot poseía el don de la clarividencia, también augurada, para alguien que ayudaría a reunir las piezas y resolver el Misterio.
—Pero Charlot asegura que su madre posee alguna otra cosa de extraordinario poder —añadió Haidée—, algo que hace que nuestra misión parezca… imposible.
—Si una monja de Montglane es su madre —dijo Byron—, no se precisa el don de la clarividencia para adivinar lo que tenéis que decirme. Ese tal Chariot del que habláis cree que él y su madre están en posesión de algo que acaba de saber que en realidad tenemos nosotros. Algo por lo que vosotros dos habéis arriesgado la vida cruzando montañas y mares. ¿No es así?
—Pero ¿cómo puede ser? —preguntó Haidée—. Si su madre ayudó a desenterrar las piezas en la abadía de Montglahe sin más ayuda que sus manos, si desde entonces ha estado recabando las piezas en los confines del mundo, si ha recibido la Reina Negra de manos del zar de todas las Rusias, el nieto de Catalina la Grande, ¿cómo puede haber una segunda reina? Y, si la hay, ¿cómo podría ser la auténtica, la que poseyeron los sufíes bektasíes?
—Antes de intentar dar respuesta a esa pregunta —dijo Byron—, propongo que prestemos una cautelosa y estrecha atención a aquello que estamos por oír, aquello que nos ha traído a este lugar. ¡Y a quien tiene que decirlo!: Letizia Ramolino Buonaparte, el cardenal Fesch e incluso madame Cosway, todos ellos hijos de la Iglesia, la cual, a fin de cuentas, ha retenido esas piezas en manos cristianas desde los tiempos de Carlomagno.
—Pero, padre —repuso Haidée, dirigiendo una mirada fugaz a Kauri en busca de su apoyo—, ésa debe de ser la explicación, ¡la verdadera razón por la que estamos todos aquí! Según Charlot, su madre, la monja Mireille, fue enviada hace treinta años hasta el padre de Kauri, Shahin, que se encontraba en el Sahara, por alguien que debe de ser el vínculo que falta: Angela-Maria di Pietra Santa, amiga íntima de la abadesa de Montglane y también madre de nuestros dos anfitriones, Letizia Ramolino Buonaparte y, aunque de diferente padre, el cardenal Joseph Fesch. ¡Angela-María era la abuela de Napoleón! ¿Acaso no lo veis, padre? ¡Forman parte del equipo contrario!
—Hija mía —protestó Byron, atrayéndola hacia sí y abrazándola—, ahora no importa el asunto de los equipos. Lo que importa es el ajedrez, los poderes que entraña, y no este absurdo juego. Por eso los sufíes han consagrado tanto tiempo a tratar de reunir las piezas y devolverlas a las manos capaces de protegerlo, unas manos que jamás lo explotarían en beneficio propio, individual, sino únicamente por el bien colectivo.
—Charlot no opina lo mismo —insistió Haidée—. ¡Nosotros somos el equipo blanco y ellos son el negro! Y yo creo que Shahin está en nuestro bando.
La pirámide, Roma, 22 de enero de 1823
Una única y débil lámpara de aceite iluminaba la cripta en la que se habían reunido, por requerimiento de Letizia Buonaparte, en la mañana del funeral de Shelley. Todos los presentes en el interior de la enorme pirámide quedaban engullidos por la penumbra, una penumbra que proporcionaba a Charlot la primera ocasión para reflexionar desde que había partido de Fez.
Letizia los había convocado allí, explicó, porque la artista madame Cosway tenía una importante información que comunicarles a todos. ¿Y qué mejor lugar para hacerlo que aquella pirámide, que albergaba la esencia del secreto que Maria, después de tantos años, había accedido a desvelar?
Madame Mère prendió los apliques que había llevado consigo y los colocó junto a la tumba de Cayo Cestio. Su luz titilante arrojó sombras contra el alto y abovedado techo de la cripta.
Charlot contempló el círculo de rostros que lo rodeaba. Las ocho personas a las que Letizia Buonaparte y su hermano habían congregado en Roma, a instancias de Shahin, estaban allí presentes. Y cada una de ellas desempeñaba una función crucial, como Charlot comprendió en ese instante: Letizia y su hermano, el cardenal Fesch; Shahin y su hijo, Kauri; lord Byron y la pintora, madame Cosway, y él mismo, Charlot, y Haidée.
Charlot sabía que ya no necesitaba más luz para identificar los peligros que lo envolvían. Apenas unos días antes, en un mercado de Fez, la visión había regresado a él con fuerza: una situación del todo inesperada, y a la vez tan emocionante y aterradora como si se hubiese encontrado de pronto en medio de una lluvia de meteoritos. El pasado y el futuro volvían a ser sus compañeros de viaje, el contenido de sus pensamientos se alumbró como una girándula de diez mil chispas relumbrantes en el cielo nocturno.
Una única cosa seguía oculta en la oscuridad para él: Haidée.
«Hay una cosa que ningún profeta, pese a lo grande que sea, puede llegar a ver jamás… —le había dicho Shahin aquella noche en la cueva, con la ciudad de Fez a sus pies—. Y eso es, nada más y nada menos, que su propio destino».
Pero cuando Charlot miró abajo desde aquel parapeto de la medina y vio a la chica en el mercado de esclavos —si bien desde entonces no había hablado de esto con nadie, ni siquiera con Shahin—, atisbo por un atroz instante adonde podría conducir aquel destino.
Aunque no conseguía ver con exactitud de qué modo su destino y el de ella estaban entrelazados, Charlot sabía que su premonición sobre Haidée era cierta, de igual modo que había sentido la urgencia de partir de Francia tres meses antes para recorrer mil quinientos kilómetros hasta los cañones del Tassili en busca de la Reina Blanca, aquella diosa ancestral cuya imagen estaba pintada en lo alto de los precipicios, en la concavidad de una gran pared de piedra.
Y ahora que la había encontrado en persona, encarnada en aquella joven muchacha, comprendió algo más: cualquier cosa que madame Cosway tuviera que revelarles, fuera cual fuese la función que aquellos otros desempeñaban, era Haidée quien estaba en el centro del tablero, sujetando la Reina Negra, y Charlot debía permanecer con ella, a su lado.
El cardenal Joseph Fesch paseó la mirada por los presentes en la cripta alumbrada con las velas, y pensó que parecían dolientes en un funeral.
—Madame Maria Hadfield Cosway es conocida por muchos de vosotros por su reputación, si no en persona —dijo, inaugurando la reunión—. Sus padres, Charles e Isabella Hadfield, regentaban el famoso grupo de posadas inglesas de Florencia, Cario, que alojaban y alimentaban a los viajeros británicos que realizaban el Grand Tour, como el historiador Edward Gibbon y el biógrafo James Boswell. Maria creció rodeada de la aristocracia de las artes y acabó siendo una gran artista. Tras la muerte de Charles, Isabella cerró las posadas y se llevó a Maria y a sus hermanos a Inglaterra, donde Maria contrajo matrimonio con el famoso pintor Richard Cosway.
»Pese a ello, mi hermana Letizia y yo no conocimos a Maria Cosway hasta que Napoleón llegó al poder, momento desde el cual hemos mantenido una estrecha amistad. Yo mismo soy actualmente mecenas de la escuela femenina que ella fundó en Lodi, al norte de donde nos encontramos. Hemos pedido a Maria que os relate una historia en la que participa esta misma pirámide en la que hoy nos sentamos, y su conexión con su difunto esposo, Richard Cosway, que falleció recientemente en Londres. La historia que os referirá nunca ha sido revelada por completo a nadie, ni siquiera a nosotros. Tuvo lugar hace más de treinta años, en 1786, cuando ella y su esposo fueron a París. Y algo ocurrió allí que podría resultar de enorme interés para todos los aquí presentes.
El cardenal se sentó y cedió la palabra a Maria.
Algo insegura de cómo proceder, ella se quitó los guantes de piel de topo y los dejó a un lado. Con la yema de un dedo tomó una gota de cera blanda del aplique que tenía más próximo y la moldeó en una bola con el pulgar y el índice. Luego sonrió y asintió.
—Fue en septiembre de 1786 —empezó a relatar con su voz suave y de leve modulación italiana—, y mi esposo, Richard Cosway, y yo acabábamos de cruzar La Mancha, el Canal Inglés, procedentes de Londres. Nuestra reputación nos precedía. Ambos éramos pintores galardonados y nuestra sala de Londres era conocida como la más solicitada. Richard tenía un importante encargo en Francia para pintar a los hijos del duque de Orleans, primo de Luis XVI y gran amigo del patrón inglés de mi esposo, el príncipe de Gales, el actual rey Jorge IV. En París nos agasaja a artistas y nobles por igual. Nuestro amigo y colega, el pintor Jacques-Louis David, dispuso nuestra presentación en la corte francesa al rey y María Antonieta.
»Debo comentar aquí algo acerca de mi esposo. Muchas personas envidiosas de Londres durante largo tiempo pensaron mal de él, pues había nacido en la pobreza y había llegado muy lejos. Richard apenas hizo nada por mitigar a aquellos enemigos, sino que se comportaba con extravagancia y ostentación en todo momento. Gustaba de llevar un abrigo morado con fresas bordadas, una larga espada que arrastraba por el suelo, sombreros profusamente decorados con plumas y zapatos de tacón rojo. En la prensa lo llamaban macaroni, “petimetre”, y se comparaba su apariencia con la del mono que tenía, al que algunas lenguas viperinas se referían como su “hijo natural”.
»Eran muy pocas las personas que sabían que Richard era también uno de los grandes virtuosos del arte, o arbeiter del buen gusto, un conneisseur y coleccionista de antigüedades raras y valiosas. No sólo de los famosos tapices de los gobelinos, sino que también poseía veintiséis salas repletas de rarezas: una momia egipcia, reliquias de santos, marfiles chinos, obras esotéricas de Arabia y la India, e incluso lo que creía que era la pluma de la cola de un ave Fénix.
»De hecho, Richard sentía inclinación por la mística, era seguidor de tempranos visionarios como Emmanuel Swedenborg. En Londres, junto con mi hermano George, estudiante de arquitectura, asistimos a conferencias privadas de Thomas Taylor, el Platonista, que recientemente había traducido doctrinas secretas de los primeros autores esotéricos griegos para ávidos amantes de tales misterios, como Ralph Waldo Emerson y William Blake.
»Este telón de fondo es importante, pues, al parecer, mi esposo, sin que yo lo supiera, había descubierto por mediación del duque de Orleans algo relacionado con un gran misterio que llevaba enterrado cerca de mil años en Francia, un misterio que estaba a punto de volver a emerger, no mucho tiempo después de aquella mañana, hace treinta años, cuando llegamos a Francia por primera vez.
»Recuerdo aquel día. Era domingo, el 3 de septiembre de 1786, una mañana soleada que nos motivó a Richard y a mí a salir a pasear por el Halle au Ble, el famoso mercado de grano de París, una enorme plaza redonda donde se vendía trigo, guisantes, centeno, lentejas, avena y cebada. Con el tiempo fue apagándose, pero en aquel entonces era conocido como uno de los edificios más hermosos de París, con escaleras curvadas, una cúpula majestuosa con tragaluces que inundaban de luz todo el lugar, como si fuera un palacio de hadas flotando en el cielo.
»Fue allí, bajo aquella luz plateada, mágica, donde nos encontramos con una persona que pronto lo alteraría todo. En aquel momento, sin embargo, hace tanto tiempo, difícilmente habría sido yo capaz de prever cómo mi vida y la de mi familia cambiarían por completo a consecuencia de los acontecimientos que empezaban a desatarse.
»El pintor norteamericano John Trumbull había llegado en compañía de su amigo, un hombre alto y pálido, de pelo cobrizo, en cuya residencia de los Campos Elíseos se alojaba Trumbull. El anfitrión de Trumbull, como pronto supimos, era el delegado de la nueva República Americana en la corte francesa, un nombre de Estado cuya fama en breve eclipsaría la nuestra. Se llamaba Thomas Jefferson.
»Todo daba a entender que el señor Jefferson estaba absolutamente cautivado por el Halle au Ble; estaba extasiado y se deshacía en elogios hacia las maravillas de aquel diseño, y se emocionó sobremanera cuando John Trumbull mencionó las obras arquitectónicas de mi hermano George, miembro de la Real Academia de Londres.
»El señor Jefferson insistió en acompañarnos el resto del día. Pasamos los cuatro la tarde en la campiña de Saint-Cloud, donde cenamos. Cancelamos los planes para la velada y nos dirigimos a Montmartre, al jardín de los Ruggieri, la familia de pirotécnicos que había creado esplendidos fuegos artificiales; allí se representó la obra Le triomphe de Vulcain, que narra los misterios de la gran figura del inframundo a quienes los griegos llamaban Hefesto, dios de la fragua.
Fue esta extravagante representación de los misterios del inframundo, por lo visto, lo que espoleó a mi esposo Richard para hablar de forma tan franca con el señor Jefferson acerca de los templos del fuego y las grandes pirámides, semejantes a las de Egipto, que se estaban construyendo en los jardines y parques paisajistas de las afueras de París, como el Pare Monceau, la famosa hacienda de nuestro patrón francés, el duque de Orleans. Mi esposo compartía con el duque un profundo interés por los temas ocultos.
»Del mismo modo en que Jefferson había sucedido a Benjamín Franklin como emisario en Francia, el duque de Orleans sucedió a Franklin como gran maestro de los francmasones de París. Sus iniciaciones secretas a menudo tenían lugar entre las grutas y las ruinas clásicas de estos jardines.
»Pero más intrigante le pareció a Thomas Jefferson la alusión de Richard a otro enclave misterioso, más alejado de París, camino de Versalles, que había creado un amigo íntimo del duque, Nicolás Racine de Monville. Según el duque, por lo que mi esposo nos reveló aquella noche, su parque, de más de treinta y seis hectáreas, repleto de extraños símbolos místicos, ocultaba un secreto tan antiguo como las pirámides; de hecho, alardeaba de una pirámide que era una réplica exacta a ésta en la que nos encontramos. Allí se había representado La flauta mágica, de un músico austríaco, el señor Mozart.
»Había algo aún más intrigante relacionado con aquel lugar; tanto, que el señor Jefferson no perdió tiempo en abandonar su trabajo ministerial y disponer una excursión, sólo unos días después, a la campiña para visitar juntos aquel jardín escondido.
»Desde el relato de aquel primer jardín perdido bíblico, los seres humanos siempre hemos parecido valorar más las cosas cuando las hemos perdido. En el caso de monsieur Racine de Monville, con el albor de la Revolución francesa ya cerca, pronto perdería su fortuna y también sus jardines. El duque de Orleans tendría aún peor suerte: apodado a sí mismo Philippe Égalité, apoyó la Revolución, votó por condenar a su primo, el rey, y sin embargo acabó guillotinado por los revolucionarios.
»En cuanto a Thomas Jefferson y a mí, aquel día encontramos algo en el jardín de Monville, algo que ninguno de los dos esperaba encontrar: la clave de una sabiduría ancestral. El mismo jardín proporcionaba esa clave.
»Se llamaba el Désert de Retz. En el hablar antiguo, significaba “el páramo del rey”: el Dominio Perdido.
EL RELATO DEL ARTISTA Y EL ARQUITECTO
Pero los jardines también existen en el inconsciente colectivo. El jardín fue el primer dominio del hombre, y en el transcurso de los siglos este le dio numerosos nombres que significaban «el paraíso terrenal», el Edén. Los jardines colgantes de Babilonia fueron una de las Siete Maravillas del Mundo […]. Nuestros esfuerzos por recrearlo siempre se quedan en obras de la imaginación.
OLIVIER CHOPPIN DE JANVRY,
Le Désert de Retz
Sólo se me ocurre que intentaba imitar la Torre de Babel.
THOMAS BLAIKIE, jardinero de la corte, hablando del Désert of Retz
Partimos de París aquel viernes, el 8 de septiembre, en el elegante carruaje de caballos del señor Jefferson; cruzamos el río y enfilamos hacia la gloriosa campiña. Pero nada iba a resultar más glorioso que nuestro destino, el Désert de Retz.
Nos apeamos del carruaje y accedimos al parque a pie a través de una abertura entre las rocas, en un paisaje encantado, semejante a un cuadro de Watteau de colores otoñales, de malva y violeta brumosos, y tonos de herrumbre. Las suaves colinas y los senderos sinuosos que cruzaban el parque estaban salpicados de bosquecillos de hayas rojas, granados y mimosas, junto con otros árboles bicentenarios: sicómoros, arces, tilos y carpes; todos ellos con especial significado para el ojo iniciado.
A cada vuelta del camino y por todo aquel paisaje había interesantes edificaciones que daban la impresión de aparecer como por un truco de prestidigitación, asomando desde el seno de alguna arboleda o alzándose de un lago por arte de magia.
La pirámide de piedra fue la que Jefferson observó con la misma emoción que había manifestado al ver por vez primera el Halle au Ble.
—Una réplica de la tumba de Cayo Cestio —dijo—. La reconozco por el prototipo, aquella famosa edificación romana con forma de pirámide egipcia, una «montaña de fuego», de la cual su compatriota, Piranesi, efectuó infinidad de grabados, muy populares.
»La original, la de Roma —añadió—, posee propiedades insólitas. La base cuadrangular mide nueve por nueve, un número de gran relevancia, pues su suma da trescientos sesenta, el número de grados de un círculo. ¡“Cuadrar el círculo”! Ése era el enigma más desafiante y trascendental de la antigüedad, algo que entrañaba varios significados. Eran incontables los hombres que en el pasado no sólo habían intentado dar con alguna fórmula matemática exacta que los capacitara para convertir el área de un círculo en la de un cuadrado, sino mucho, mucho más. Para ellos, cuadrar el círculo significaba una clase de transformación muy profunda: transformar el círculo que representa el reino celestial en el cuadrado, es decir, el mundo material. Traer el cielo a la tierra, podría decirse.
—El «Matrimonio Alquímico», el maridaje del espíritu y la materia —convine—. O también podría considerarse la unión de la cabeza y el corazón. Mi esposo, Richard, y yo hemos estudiado misterios ancestrales como éste durante muchísimos años.
Jefferson se rió; parecía algo abochornado por su propia diatriba gratuita.
—¿Tantos? —preguntó con una sonrisa triunfal—. No aparentáis tener más de veinte, una edad improbable para que una joven mujer se impresione con el presuntuoso pontificar de un anciano estadista como yo.
—Veintiséis —repuse, y le devolví la sonrisa—. Pero el señor Cosway tiene vuestra misma edad, por lo que me he habituado a los beneficios cotidianos de semejante sabiduría, que incita a la reflexión. Confío en que siga confiándomela.
Jefferson pareció complacerse al oír esto, pasó mi mano bajo su brazo y seguimos internándonos en el parque.
—¿Un matrimonio de la cabeza y el corazón, decís? —Repitió mi comentario sin dejar de sonreírme, con aire más bien irónico, desde su majestuosa estatura—. Sabiduría ancestral, tal vez, mi apreciada dama. Sin embargo, ¡yo a menudo sorprendo a mi cabeza y a mi corazón contendiendo en lugar de prepararse para recorrer el pasillo hasta el altar de la dicha marital!
—¿Qué clase de consternación podrían albergar esos órganos vuestros para llevarse tan mal? —le pregunté, divertida.
—¿No os lo imagináis? —me preguntó, por sorpresa.
Negué con la cabeza y confié en que la sombra del sombrero eclipsara el rubor que noté aflorar en mi rostro. Afortunadamente, las siguientes palabras que pronunció me aliviaron de forma considerable.
—En tal caso os prometo que algún día, muy pronto, pondré por escrito para vos todos mis pensamientos acerca de este asunto. Pero de momento, cuando menos —añadió—, dado que la cabeza está a cargo de todos los problemas matemáticos y ararquitectónicos como la descarga del peso de un arco o la cuadrarara del círculo, me informa de que el cuadrado de nueve por nueve de esta pirámide entraña un significado distinto, más importante. Si consultáramos a Herodoto, sabríamos que esa misma proporción aparecía en el trazado de la antigua Babilonia, una ciudad de nueve por nueve millas. Esto evoca un enigma matemático fascinante del que tal vez no haya oído hablar: el «cuadrado mágico», en el que en cada recuadro de esta matriz de nueve por nueve debe anotarse con un número, de tal modo que todas las hileras, todas las columnas y todas las diagonales sumen el mismo total.
Mi predecesor como delegado americano en Francia, Benjamin Franklin, era experto en cuadrados mágicos. Eran comunes a las culturas de China, Egipto y la India, tengo entendido. Se divertía completándolos sentado en el Congreso. Era capaz de crear uno, afirmaba, y sólo le llevaba el tiempo en que tardaba en anotar los números en los recuadros, y también descubrió muchas soluciones ingeniosas a las fórmulas.
—¿Descubrió el doctor Franklin una fórmula para el cuadrado de Babilonia? —pregunté, aliviada por habernos desviado hacia un sendero más seguro que el que parecía haber enfilado nuestro último intercambio.
Confieso, no obstante, que me sentía reticente a mencionar el verdadero motivo de mi interés. Yo misma había hecho copias, para la colección de obras extrañas y esotéricas de Richard, de una famosa pieza de Alberto Durero, un grabado en cobre de un cuadrado mágico que hizo en 1506 y que ilustraba su relación con la sección áurea de Pitágoras y los Elementos de Euclides.
—¡Franklin descubrió mucho más que eso! —Jefferson parecía encantado de que se lo hubiese preguntado—. El doctor Franklin creía que recreando fórmulas ancestrales para todos estos cuadrados podía demostrar que cualquier ciudad construida sobre ese patrón había sido creada para invocar los poderes específicos de esa fórmula, junto con su número, planeta o dios determinado.
»Franklin era, obviamente, francmasón, como nuestro general Washington, y algo místico. Pero, a decir verdad, poco misticismo hay en esa idea. Todas las grandes civilizaciones de la antigüedad, desde la china hasta las americanas, construían una ciudad en cuanto establecían un nuevo gobierno. Al fin y al cabo, es lo que significa el término “civilización”, civitas, “de la ciudad”, del sánscrito çi, “establecer, yacer, enraizar”, en oposición al salvaje o al nómada que construía estructuras que pudiera desmontar y transportar con él, y que solían ser circulares. Creando ciudades con forma cuadrangular y con esas propiedades mágicas, los antiguos confiaban en invocar un nuevo orden mundial, un orden que sólo pueden crear los pueblos sedentarios, los arquitectos del orden, si así lo prefiere.
—Pero ¿qué hay de esas ciudades diseñadas sobre un plano circular, como Viena, Karlsruhe o Bagdad? —pregunté.
Mi pregunta iba a recibir una respuesta inesperada, pues, justo en ese instante, mientras cruzábamos una arboleda de tilos, apartamos la maleza y vimos la torre. Jefferson y yo nos detuvimos atónitos, casi sin aliento.
La Colonne Detruite (o «columna en ruinas», como se la conocía) solía aparecer en los escritos, las ilustraciones y los grabados de aquellos que la habían visto. Pero ninguno de ellos hacía justicia al tremendo efecto que producía encontrársela en medio de un bosque como aquél.
Era una casa construida con forma de columna, un pilar enorme, almenado y de color crema, de casi veinticinco metros de altura, con un tejado irregular que daba la impresión de haber sido alcanzado por un rayo y partido en dos. En todo su perímetro tenía ventanas cuadradas, rectangulares y ovaladas. Cuando entramos, vimos que el centro de aquel amplio espacio estaba dominado por una escalera de caracol, inundada de luz natural, que parecía elevarse hacia el cielo. Del pasamanos colgaban cestos con flores exóticas de invernadero y parras silvestres.
Precedí a Jefferson por la escalera y ambos nos maravillamos ante la astucia de los espacios interiores. Cada planta circular estaba dividida en estancias ovaladas, intercaladas con salones en forma de abanico. Dos de las plantas quedaban bajo tierra, sumidas en la penumbra, y las otras cuatro sobre el nivel del suelo, rodeadas de ventanas. Coronándolas todas, un ático rodeaba el tragaluz cónico, por el que entraba una luz plateada que inundaba las plantas inferiores. Mientras subíamos pudimos apreciar las vistas que tenían las ventanas ovaladas, amplios panoramas del paisaje y la pirámide, ruinas góticas, templos consagrados a dioses, un pabellón chino y una tienda tártara. No intercambiareos palabra en todo aquel tiempo.
—Asombroso —dijo Jefferson al fin, cuando acabamos la visita regresamos a la planta baja… de nuevo a la tierra, según parecía—. Justo como las ciudades circulares por las que preguntaba antes, pero más como una ciudadela, una fortaleza… «La fortaleza», ya que es una torre de siete plantas en ruinas como la torre bíblica que se construyó como un altar, una escalera hacia Dios.
—Toda esta excursión parece cargada de simbolismo —convine—. A ojos de un artista, es como un relato pintado sobre la tierra: el relato de Babilonia a lo largo de la Biblia. En primer lugar, su legendaria historia como una sucesión de magníficos jardines, el Edén en el Tigris y el Eufrates, o los Jardines Colgantes de Babilonia, una de las siete maravillas del mundo. Luego su conjunción con los cuatro elementos. La tierra, el cuadrado mágico que ha descrito en la pirámide. Después esas catástrofes gemelas de la Biblia, la destrucción de la Torre de Babel, que simboliza el aire, el cielo, la lengua, la voz… Y el gran diluvio de Mesopotamia, que significa el agua. Y, por último, claro está, en el Apocalipsis, la destrucción final de una gran ciudad que acaba consumida por el fuego.
—En efecto —convino Jefferson—. Cuando el Edén del Este, Babilonia, es destruido, no obstante, lo reemplaza, según san Juan en el Apocalipsis, otro cuadrado mágico, una matriz de doce por doce que desciende del cielo: la Nueva Jerusalem
Cuando Maria Cosway concluyó su relato, miró a los demás y agachó la cabeza en un gesto reflexivo. Nadie habló en mucho rato.
Pero había algo extraño en aquel relato, y Haidée lo sabía. Miró a Kauri, que estaba sentado a su lado, y él asintió una sola vez para transmitirle su conformidad. Al fin Haidée, situada entre Kauri y Byron, se puso en pie y cruzó la estancia hasta situarse al lado de la anciana Maria, sobre cuyo hombro apoyó una mano.
—Madame Cosway —dijo Haidée—, nos habéis referido una historia muy diferente de aquélla a la que a la mayoría de los aquí presentes nos han llevado a creer. Todos comprendemos que vuestro relato pretende aludir a esa otra matriz, la de ocho por ocho. El tablero del ajedrez. Antes incluso de que el señor Jefferson pudiera saber de la existencia del ajedrez de Montglane, antes incluso de que éste fuera extraído de la tierra, él albergaba la idea de que en realidad era el tablero («la matriz», según la llamaba) y no las piezas la parte que podría ser más importante. ¿Dijo de dónde había sacado esa idea?
—Todo el mundo sabe —contestó María— que después de su estancia en Europa, Thomas Jefferson fue secretario de Estado de su país, después vicepresidente y por último el tercer presidente de Estados Unidos. Hay quien cree que también fue francmasón, pero yo sé que no es el caso. No estaba interesado en ingresar en órdenes inventadas por otros; siempre había preferido crear una orden propia.
»Es también de todos sabido que Jefferson era un gran erudito y que estudió arquitectura, especialmente la de aquel veneciano del siglo XV, Andrea della Góndola, apodado Palladio por Palas Atenea, patrona de Atenas. El hombre que durante el Renacimiento había revivido la arquitectura all’antica, reconstrucciones de formas de la antigua Roma. Lo que se sabe en menor medida es que Jefferson también estudió las obras del gran maestro de Palladio, Vitruvio Polión, el arquitecto del siglo I cuya obra, Los diez libros de arquitectura, acababa de descubrirse en los tiempos de Palladio. Este libro es crucial para comprender las raíces de la arquitectura antigua y su significado, tanto para Palladio como para Jefferson, y su influencia está patente en todo cuanto ambos construyeron.
»Vitruvio explica la importancia de la simetría y la proporción en la construcción de un templo con respecto al cuerpo humano, de la disposición de una ciudad y la previsión de las direcciones de las calles con respecto a las ocho direcciones de los vientos. Los efectos del zodíaco, el sol y los planetas en la construcción de un nuevo enclave religioso o civil.
—No acabo de captar cómo esto responde a la pregunta de mi hija —dijo Byron—. ¿Qué relación existe entre las obras de Palladio, y aún menos de Vitruvio, de hace dos mil años, con la importancia del tablero de ajedrez del que hemos venido a hablar? ¿Tenéis una respuesta?
—El tablero no proporciona la respuesta —contestó María de forma críptica—. Proporciona la clave.
—Ah —dijo Haidée, dirigiendo una mirada fugaz a Byron—. El arquitecto Vitruvio vivió en Roma en los tiempos de Jesús y Augusto, y también de Cayo Cestio. Os referís, madame, a que fue Vitruvio quien diseñó esta pirámide con sus proporciones cósmicas. «Cuadrar el círculo», ¡traer el cielo a la tierra aquí, en Roma!
—En efecto —confirmó Maria Cosway con una sonrisa—. Y Jefferson, como el brillante estudioso de la arquitectura que era, comprendió el significado de todo ello en el mismo instante en que visitó el Désert. Tan pronto como le fue posible, Jefferson viajó a todas las ciudades europeas que pudo, estudió su trazado y compró grabados, caros pero precisos, de los planos de cada una de ellas. Al albor de la Revolución francesa, regresó a casa desde Europa y nunca volví a verlo, aunque mantuvimos una correspondencia intermitente.
»No obstante, alguien más compartió esta confidencia íntima —explicó—. Un galardonado arquitecto italiano, miembro de la Real Academia y que había estudiado en Londres y Roma, un estudioso de las obras de Palladio y Vitruvio y experto en disegno all’antica. Y compañero y amigo íntimo de nuestro colega John Trumbull, que nos presentó a Jefferson aquel día en el Halle au Ble. Jefferson y Trumbull consiguieron que este hombre fuera a Estados Unidos con un importante encargo arquitectónico. Se quedó allí hasta el día de su muerte. Es él por quien sé gran parte de lo que os he referido hoy aquí.
—¿Quién era ese arquitecto de quien Jefferson era tan íntimo, en quien depositó semejante confidencia? —preguntó Byron.
—Mi hermano, George Hadfield —contestó Maria.
A Haidée se le desbocó el corazón de tal modo que creía que los demás oirían sus latidos. Sabía que estaba cerca de la verdad. Aun al lado de Maria, vio que Kauri le lanzaba una mirada de advertencia.
—¿En qué consistía el encargo que había recibido vuestro hermano? —preguntó Haidée a la anciana.
—En 1790 —dijo Maria—, en cuanto Jefferson regresó de Europa, y coincidiendo con la elección de George Washington como primer presidente, Jefferson persuadió a este de que el Congreso adquiriese un terreno con forma de cuadrado pitagórico, es decir, basado en el número diez.
»Tres ríos surcaban ese terreno, tres ríos que confluían en el centro formando la letra Y, un símbolo pitagórico. En cuanto se eligió al profesional que diseñaría los planos, Pierre L’Enfant, jefferson le entregó todos los planos que había recabado en las ciudades europeas que había visitado. Pero en la carta que le envió a L’Enfant, había una advertencia: “Ninguno de ellos es comparable al de la antigua Babilonia”. Mi hermano, George Hadfield, fue contratado por Jefferson y Trumbull para que completase el plano, además del diseño y la construcción del edificio del Capitolio, de aquella nueva gran ciudad.
—¡Asombroso! —exclamó Byron—. ¡El tablero de ajedrez, la ciudad bíblica de Babilonia y la nueva ciudad creada por Jefferson y Washington están basados en el mismo plano! Ha explicado la relevancia de su diseño como «cuadrados mágicos», y el significado más profundo que eso podría entrañar. Pero ¿qué hay de sus diferencias? También podrían ser importantes.
Y sin duda lo eran, como Haidée había captado de inmediato.
Ahora comprendía la importancia de la historia de Baba Shemimi. Comprendía el significado de la mirada de advertencia de Kauri, pues aquello era lo que sin duda habían temido más desde siempre: el tablero tenía la clave.
El tablero del ajedrez de al-Jabir, de ocho por ocho, como incluso el baba había señalado desde el principio, tenía veintiocho cuadrados de perímetro, el número de letras del alfabeto árabe.
El cuadrado de nueve por nueve de la pirámide egipcia, de la antigua ciudad de Babilonia, tenía un perímetro de treinta y dos cuadrados: las letras del alfabeto persa.
Pero un cuadrado de diez por diez contendría treinta y seis cuadrados de perímetro, que no representarían las letras de un alfabeto sino los 360 grados de un círculo.
La nueva ciudad que Jefferson había construido sobre los tres ríos, la ciudad que él había inaugurado como presidente electo de Estados Unidos, había sido diseñada para traer el cielo a la tierra, para unir la cabeza y el corazón… para cuadrar el círculo.
Esa ciudad era Washington.