TÁCTICA Y ESTRATEGIA

Pero los hombres, salvajes y civilizados por igual, tienen que comerMientras que la estrategia es abstracta y se basa en objetivos a largo plazo, la táctica es concreta y se basa en encontrar el movimiento correcto ahora.

GARI KASPÁROV,

Cómo la vida imita al ajedrez

La táctica es saber qué hacer cuando se puede hacer algo.

La estrategia es saber qué hacer cuando no se puede hacer nada.

SAVIELLY TARTAKOWER,

gran maestro polaco

La práctica hace la perfección, como diría Key.

Había pasado la mitad de la vida practicando con la cocina en los grandes hornos de leña de mi tío y su hogar abierto de Mountauk Point, en Long Island. Y ahora sumaba ya casi cuatro años más como aprendiza en Sutaldea, con la supervisión rigurosa, e incluso en ocasiones autoritaria, del Bonaparte vasco: monsieur Boujaron.

Así que sería lógico pensar que a esas alturas, al menos en lo referente a la cocina, sería ya capaz de distinguir una llama de una soflama.

Aun así, hasta aquel momento no reparé en que en aquel escenario fallaba algo. Evidentemente, había estado algo preocupada por asuntos como la comida y la falta de sueño, los berrinches impetuosos y los espías de los Servicios Secretos. Pero la primera clave de que algo iba mal debería haber sido el mismísimo méchoui.

Habría resultado evidente para cualquier ojo experto. Al fin y al cabo, el asador, diseñado para girar en el sentido de las agujas del reloj, estaba funcionando en efecto como un mecanismo de relojería: el fuego que había encendido producía un calor constante y regular, y el propio cordero rotaba a una altura idónea sobre el hogar y estaba perfectamente colocado, de manera que todos sus costados recibían el calor por igual. Pero faltaba la bandeja. La grasa líquida, en lugar de verterse a un recipiente con agua, que serviría para rociar con ella después la carne, llevaba horas cayendo al suelo de piedra y cociéndose en una mancha negra. Iba a costar horrores rascar todo aquello.

Ninguno de los chefs habría dejado el asador de aquel modo, menos aún Rodo. Se pondría furioso. Y Leda, aunque fuera lo bastante fuerte para colocarlo bien, no era cocinera. Pero alguien tenía que haberlo hecho, ya que nada de aquello estaba cuando yo me había ido a las dos de la madrugada.

Me juré que llegaría al fondo de todo aquello en cuanto apareciera mi jefe. Mientras tanto, bajé la bandeja de cerámica más larga que encontré y la coloqué debajo del cordero; luego vertí en ella un poco de agua y saqué el sifón que empleábamos para rociar la carne.

El misterio de aquella disposición en el hogar me hizo recordar aquella otra que acababa de dejar en Colorado… En realidad, parecía que habían pasado siglos desde entonces, lo cual también me recordó cómo había quedado con Key: la llamaría el lunes para que me informase de cuanto hubiera averiguado acerca de la desaparición de mi madre.

Nunca sabía dónde encontrar a Key pero, dado que solía realizar su trabajo en rincones remotos, siempre llevaba consigo el teléfono vía satélite. Sin embargo, antes incluso de hacer el amago de sacar mi móvil, recordé que los Servicios Secretos me lo habían confiscado temporalmente.

Había un teléfono con línea exterior cerca de la entrada del restaurante, detrás del atril del maître, así que subí la escalera a toda prisa con la intención de utilizarlo; cargaría la llamada a mi tarjeta de crédito. No me preocupaba que los tipos de los SS me oyeran o grabaran la conversación, aunque estaba claro que habían instalado micrófonos ocultos por todo el restaurante. Key y yo dominábamos desde niñas nuestra propio lenguaje de espías, aunque cuando lo utilizábamos, a veces teníamos problemas para entendernos la una a la otra o incluso a nosotras mismas.

—Key al Reino —contestó a la llamada—. ¿Me recibes? Habla ahora o calla para siempre. —Ése era el código Key, el «código clave», para comunicarme que sabía que era yo quien llamaba y que el panorama estaba despejado.

—Te recibo —dije—, pero sólo por un oído. —Así le informaba de que era probable que otras personas estuvieran escuchándonos—. Y bien, ¿qué hay de nuevo, Minina?

—Ah, ya me conoces —respondió Key—. Como suele decirse, a piedra movediza, nunca moho en la cobija. Pero el tiempo vuela cuando uno se divierte.

Eso significaba que se había largado de Colorado en su avioneta de coleccionista, la Ophelia Otter, y ya estaba de vuelta en Wyoming, trabajando en el parque nacional de Yellowstone, a donde viajaba a diario durante los años de instituto y universidad. Se había especializado en el estudio de las características geotérmicas (geiseres, cráteres de barro, fumarolas) producidas por el magma en la Caldera de Yellowstone, creada por un inmenso volcán ancestral que ahora dormía a kilómetros de profundidad bajo la corteza terrestre.

Cuando no estaba ligando por ahí con su estrambótica avioneta —yendo de un acto a otro, de ésos en que los pilotos se divertían planeando sobre icebergs medio fundidos—, Key era una de las principales expertas en el ámbito térmico. Y muy solicitada últimamente, dada la creciente cantidad de «puntos calientes» del planeta.

—¿Qué tal tú? —preguntó ella.

—Ah, bueno, ya me conoces tú también —contesté, siguiendo con nuestra cháchara particular—. Salgo del fuego para caer en las brasas. Ése es el problema de los chefs: nos encantan las llamas. Pero mi trabajo es acatar órdenes. Parafraseando a un famoso poeta:

«No era cosa suya replicar, / ni preguntarse el porqué, / sólo cumplir con su deber y morir».

Key y yo habíamos compartido nuestra rutina de hablar «en código navajo» durante tanto tiempo que estaba segura de que reconocería los versos siguientes de La carga de la brigada ligera: «En el Valle de la Muerte / cabalgaron los seiscientos», y deduciría que en aquel momento estaba rodeada de cañones. Y era evidente que Key captó la indirecta relacionada con mi trabajo y mi jefe, pero me tenía reservada su propia sorpresa.

—Ay, ese trabajo tuyo… —dijo, con tono compasivo—. Es una lástima que tuvieras que irte tan deprisa. Deberías haberte quedado. «Pero también sirven aquellos que sólo están de pie y esperan», como diría Milton. Y si hubieras esperado un poco más, no te habrías perdido la reunión del Club Botánico del domingo por la noche. Pero no pasa nada, fui yo en tu lugar.

—¿Tú? —exclamé, conmocionada. ¿Nokomis Key se había codeado con los Livingston después de que yo me marchara de Colorado?

—Bueno, digamos que en un segundo plano —añadió, con brusquedad—. En realidad no estaba invitada. Ya sabes que nunca he congeniado bien con su presidenta, esa tal señorita Brightstone. Nunca fue la bombilla más brillante de la lámpara, como suele decirse, pero a veces sí arroja luz e inspiración[2]. La noche del domingo te habría interesado. Se habló de tus temas favoritos: lirios exóticos y remedios herbales rusos.

¡Santo Dios! ¿Sage se encontró con Lily y Vartan? Key parecía estar diciendo eso, pero ¿cómo era posible? Los dos estaban en Denver.

—El club debió de cambiar su sede —sugerí—. ¿Consiguieron llegar todos?

—Sí, el lugar de encuentro se trasladó a casa de Molly —afirmó Key—. No hubo mucha asistencia, pero el señor Skywalker se las arregló para llegar.

«Casa de Molly» era nuestro código estándar para referirnos a la exuberante millonaria de la era de la fiebre del oro en Colorado, la Irreductible Molly Brown, y su antiguo territorio: Denver. ¡De modo que Sage había ido allí! Y lo del «señor Skywalker» tampoco era para romperse los cuernos: tenía que ser Galen March, el reciente y enigmático comprador de Sky Ranch.

¿Qué demonios estaban haciendo él y Sage Livingston paseando su palmito por Denver —al parecer, justo después de que yo me marchara— con Vartan y Lily Rad? ¿Y cómo se había enterado Key de aquel misterioso aquelarre? Todo sonaba bastante sospechoso.

No obstante, el fondo del mensaje empezaba a complicarse demasiado para mi limitado surtido de aforismos, y Rodo podía aparecer en cualquier momento para aguar la fiesta. Necesitaba saber con urgencia cómo podía relacionarse todo aquello con el motivo por el que había llamado a Key: mi madre. De modo que abandoné la sección Frases Célebres de nuestro repertorio de ocurrencias y fui directa al grano.

—Estoy en el trabajo, mi jefe está a punto de llegar —le dije a Key—. Te estoy llamando desde el teléfono del restaurante, no debería monopolizarlo más. Pero, antes de colgar, cuéntame cómo van tus progresos en el trabajo: ¿ha habido últimamente alguna novedad con… la fuente termal Minerva?

Key estaba en Yellowstone y eso fue lo único que se me ocurrió al vuelo para conectar ambas cosas. Minerva era una famosa fuente termal del parque en forma de terraza, que presumía de albergar más de diez mil accidentes geotérmicos de esa envergadura, el mayor conjunto del mundo. La magnífica cascada humeante del mismo nombre, que reproducía todos los colores del arco iris en tonos sobrecogedores, había sido por sí sola una de las principales atracciones de Yellowstone. Y digo «había sido» porque en los diez años anteriores se había secado de forma inexplicable y misteriosa. La fuente termal y la cascada, ambas inmensas, habían desaparecido sin más, exactamente como mi madre.

—Interesante que lo preguntes —respondió Key al instante—. Precisamente ayer domingo estuve trabajando en ese problema. Todo indica que la temperatura está aumentando en la Caldera de Yellowstone. Podría provocar una nueva erupción donde menos se espera. Al igual que Minerva, podría reaparecer antes de lo que creemos.

¿Significaba eso lo que parecía? Tenía el corazón desbocado.

Estaba a punto de preguntar más, cuando en ese preciso instante la puerta principal del restaurante se abrió de golpe y Rodo entró como un tornado con un pollo grande debajo de cada brazo y uno de los tipos de los Servicios Secretos, gafas de sol puestas, pisándole los talones y cargando con una pila de recipientes.

Bonjour encoré une fois, Errauskine —me espetó Rodo mientras indicaba con un gesto al tipo de los SS, como a un secuaz, que dejara los recipientes con la comida en una mesa próxima.

Cuando el tipo se volvió de espaldas, Rodo pasó por mi lado susurró:

—Ojalá no tengas que lamentar haber usado ese teléfono. —Y luego añadió, alzando la voz—: Bien, mi pequeña Cenicienta, vayamos abajo y echemos un vistazo a nuestro gros mouton

—Vaya, parece que tienes que ir a hablar con un hombre acerca de una oveja —musitó Key al auricular—. Te enviaré por e-mail mis notas sobre el Club Botánico y los resultados de nuestro estudio geotérmico. Te van a parecer fascinantes.

Colgamos.

Obviamente, Key y yo nunca nos comunicábamos por e-mail. Eso sólo significaba que volvería a ponerse en contacto conmigo por algún otro medio y tan pronto como pudiera. Nunca iba a ser demasiado pronto. Mientras seguía a Rodo por la escalera, camino de la mazmorra, no conseguía apartar de mis pensamientos dos preguntas acuciantes.

¿Qué había ocurrido en aquella reunión clandestina en Denver?

¿Había conseguido Nokomis Key dar con el rastro de mi madre?

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Rodo sopesó los grandes pollos, uno después del otro, suspendiéndolos por los cordeles sobre el hogar. A aquellas aves, a diferencia del méchoui, no sería preciso rociarlas con su propia salsa porque se asarían en seco. Las aves se irían cociendo despacio de dentro afuera, sazonadas con sal de roca, y luego se las ataría según el estilo único de Rodo, entrecruzando el hilo como en una celosía, y se insertarían después de forma horizontal en un espetón. Eso permitiría que se balancearan libremente sobre las ascuas, colgadas de recios garfios clavados en el techo de piedra. El calor de las brasas primero asaba el ave en el sentido contrario al de las agujas del reloj, y después en el opuesto, en un balanceo infinito, como el del péndulo de Foucault.

Cuando acabé de rociar el cordero y volví arriba a buscar los recipientes con el resto de la comida, por orden de Rodo, vi que a nuestros adustos guardias del puente les habían impuesto alguna que otra tarea más aparte de la estricta vigilancia. Un amplio despliegue de envases con comida descansaba justo detrás de la puerta, cada uno de ellos con un sello de aspecto oficial. Rodo era de los que nunca desperdiciaban un par de manos libres, pero aquello rozaba el absurdo.

Conté los envases y vi que había treinta, como él había anunciado; luego pasé los cerrojos de las puertas exteriores siguiendo sus instrucciones y me dispuse a llevar los envases abajo, al Dictador de la Mazmorra.

Durante más de una hora trabajamos en silencio, pero eso ya formaba parte del ritual. La cocina de Rodo siempre se manipulaba en silencio. Todo funcionaba con limpieza, detalle y precisión, la esmerada precisión que yo sabía que necesitaba: como la que se precisa en una partida de ajedrez. En una noche cualquiera en El Hogar, por ejemplo, con docenas de trabajadores en las cocinas, el único sonido que se percibía era el del leve repiqueteo del cuchillo al cortar las verduras o, de cuando en cuando, el susurro del jefe de servicio o del sumiller transmitiendo un pedido procedente del comedor principal, el de la planta de arriba, por el interfono.

Aquel día, afortunadamente, ya se habían encargado otros de todos los preparativos, porque de no haber sido así no habríamos tenido la cena lista a tiempo. Antes incluso de que acabara de bajar la última remesa de envases, Rodo ya tenía las alcachofas baby; las diminutas berenjenas de color morado y blanco; los pequeños calabacines, verdes y amarillos, y los tomates de pera sofriéndose en la bandeja de barro, como una espléndida cornucopia de estación.

No obstante, no pude evitar preguntarme cómo nos las íbamos a arreglar con el servicio de los platos estando él y yo solos. Los lunes como aquél, cuando el restaurante solía estar cerrado, eran días de prácticas para los camareros. Aprendían a disponer correctamente los cubiertos y las copas, y a saber qué hacer cuando un comensal —jamás se los llamaba «clientes»— derramaba la bebida o un poco de salsa sobre el mantel. Si eso ocurría, incluso estando los comensales en mitad de un plato, media docena de camareros y ayudantes se presentaban de inmediato junto a la mesa, lo retiraban todo sin molestar, reemplazaban rápidamente el mantel y lo devolvían todo a su sitio, cada copa y cada plato a su comensal correspondiente, como por arte de birlibirloque.

Rodo los cronometraba: el proceso completo no debía prolongarse más de cuarenta segundos.

Observar a Rodo en aquellos momentos, moviéndose en silencio entre los hogares, encomendándome sin palabras tareas de segundo orden, suponía una lección en sí misma que jamás podría impartirse en ninguna escuela. Había que presenciarlo. Y sólo un auténtico perfeccionista con una larga experiencia a sus espaldas podía demostrar la veracidad del lema predilecto de Key Por difícil que Rodo fuera, nunca había lamentado entrar a trabajar de aprendiza para él.

Hasta aquella noche, claro está.

Neskato! —me llamó Rodo cuando yo, arrodillada, daba la vuelta a las verduras con unas pinzas—. Quiero que subas ahora mismo, desconectes el interfono y el teléfono, y me los traigas.

Al mirarlo extrañada, él asestó una fuerte palmada a la pared de piedra de la bodega y me brindó una insólita sonrisa.

—¿Ves estas piedras? —dijo.

Por primera vez, observé con detenimiento las rocas talladas a mano de la pared, probablemente cortadas y colocadas allí hacía más de doscientos años. Eran de un blanco lechoso, mechado por una extraña veta de color albaricoque.

—Cristal de cuarzo, extraído de esta zona —informó Rodo—. Posee excelentes propiedades como transmisor de las ondas sonoras, pero interferirá en la comunicación a menos que esté… ¿cómo lo decís?… Integrado.

Manos a la obra, a desmantelar el teléfono y el interfono. Y a echar el cerrojo de las demás puertas. Rodo no era tonto. Estaba claro que tenía que decirme algo y, aunque yo me moría por oírlo, no era capaz de calmar el cosquilleo que sentía en el estómago sabiendo que las más altas esferas de los servicios de seguridad del gobierno revoloteaban justo detrás de aquella puerta principal.

Cuando volví con el equipo, él lo cogió y lo guardó dentro de la nevera gigante. Luego se volvió hacia mí y me tomó de las dos manos.

—Quiero que te sientes en este taburete y que escuches la breve historia que voy a contarte —dijo.

—Espero que vaya a dar respuesta a alguna de las preguntas que te he hecho esta mañana —le contesté—. Bueno, si estás completamente seguro de que nadie va a oírnos.

—No, nadie va a oírnos, motivo también por el que decidí que la cena de esta noche se celebrara aquí abajo. En cualquier caso, es posible que ese teléfono por el que hablabas antes y mi casa, Euskal Herria, sean harina de otro costal. Ya te hablaré de eso después —añadió—. Hay algo más urgente, más importante: el motivo por el que estamos aquí. ¿Conoces la historia del Olentzero? —Al verme negar con la cabeza mientras tomaba asiento en la trona, dijo—: Con un nombre como Olentzero, obviamente era vasco. Es una leyenda que representamos todos los años la víspera de Navidad. Yo mismo suelo encarnar en la danza al famoso Olentzero, para lo cual hay que conocer bien los pasos. Ya te lo enseñaré algún día.

—Vale —dije, pensando: «¿Adonde demonios quiere ir a parar?».

—Como ya sabrás —prosiguió Rodo—, la Iglesia Católica Romana sostiene que el Niño Jesús fue descubierto por los tres Reyes Magos, aquellos adoradores zoroastrianos del fuego procedentes de Persia. Pero nosotros creemos que esa historia no es del todo cierta. Fue Olentzero, un vasco, el primero en ver al Niño Jesús. Olentzero era un… ¿cómo lo decís?… Un charbonnier, un carbonero; ya sabes, uno de esos que viajaban de tierra en tierra, cortando y quemando madera para venderla como carbón para cocinar y calentarse. Era nuestro antepasado. De ahí que los vascos seamos famosos por ser grandes cocineros…

—¡Uau! —exclamé—. ¿Me has hecho venir corriendo de Colorado, atravesar una tempestad y bajar a esta bodega sin haber comido ni bebido nada para quedarte a solas conmigo y contarme la historia de un vasco mítico que bailaba por las calles y vendía carbón hace dos mil años?

Estaba fuera de mí, pero intentaba contener la ira porque no tenía la certeza de que nadie pudiera oírnos.

—No exactamente —contestó Rodo, impertérrito—. Estás aquí porque es la única manera de que podamos hablar a solas antes de la cena de esta noche. Y es crucial que lo hagamos. ¿Entiendes que corres un grave peligro?

Peligro.

Ahí estaba. De nuevo esa palabra. Me sentí como si me hubieran vaciado los pulmones de golpe. Lo único que podía hacer era seguir mirándolo petrificada.

—Mucho mejor así —dijo—. Por fin consigo que me prestes un poco de atención.

Se acercó al hogar y removió la bullabesa unos instantes antes de volver hasta mí con un semblante grave.

—Adelante, vuelve a hacerme esas preguntas —me invitó—. Las responderé.

Supe que tenía que serenarme; daba la impresión de que era entonces o nunca. Apreté las mandíbulas.

—De acuerdo. ¿Se puede saber cómo te enteraste de que me había ido a Colorado? —le pregunté—. ¿De qué va la boum de esta noche? ¿Y por qué crees que corro peligro en relación con ella? ¿Qué tiene que ver todo esto conmigo?

—¿De verdad no sabes quiénes son exactamente los carbonarios? —Rodo cambió de tema, aunque reparé en que esta vez utilizó un concepto ligeramente distinto al de «carbonero» y otro tiempo verbal: ya no había dicho «eran» sino «son»—. Sean quienes sean —insistí—, ¿cómo va a responder eso ninguna de mis preguntas?

—Podría responder todas tus preguntas. Y otras que aún ni siquiera conoces —me informó Rodo bastante serio—. Los charbonniers, a los que en Italia llamaban carbonari, son una sociedad secreta que lleva existiendo más de doscientos años, aunque ellos afirman que es mucho más antigua. Y aseguran tener un poder tremendo. Como los rosacruces, los francmasones y los illuminati, estos carbonarios también dicen estar en posesión de un saber secreto que sólo conocen los iniciados, como ellos mismos. Pero no es verdad. Ese secreto se desveló en Grecia, Egipto, Persia, e incluso antes en la India…

—¿Qué secreto? —pregunté, aunque temía saber ya qué era lo que iba a oír a continuación.

—Un secreto que finalmente fue plasmado por escrito hace mil doscientos años —contestó—. Entonces corrió el peligro de que dejara de ser secreto. Aunque nadie consiguió descifrar su significado, fue ocultado en un juego de ajedrez que se creó en Bagdad. Luego, durante mil años, permaneció enterrado en los Pirineos, en las Montañas de Fuego de Euskal Herria, hogar de los vascos, que ayudaron a protegerlo. Pero ahora ha vuelto a emerger, hace sólo dos semanas, lo que podría suponer un gran peligro para ti… a menos que seas capaz de comprender quién eres y qué función deberás desempeñar esta noche.

Rodo me miraba como si eso hubiese dado respuesta a todas mis preguntas. Ni de lejos.

—¿Qué función? —pregunté—. ¿Y quién soy?

Me sentía mareada, enferma. Quería acurrucarme debajo de la trona y llorar.

—Como siempre te he dicho —respondió Rodo con una extraña sonrisa—, eres Cendrillon, o Errauskine, la Cenicienta, la que duerme entre las cenizas detrás del hogar. La que luego se alza de esas cenizas para convertirse en reina, como descubrirás en sólo unas horas. Pero yo estaré contigo, porque son ellos quienes van a cenar aquí, con todo este secretismo, esta noche. Son ellos quienes pidieron que estuvieras presente, y son ellos quienes sabían que te habías ido a Colorado. Yo me enteré de tu escapada demasiado tarde.

—¿Por qué yo? Creo que sigo sin entenderlo —dije, aunque más que miedo era terror lo que me producía la sospecha de, en efecto, estar entendiéndolo.

—La persona que organizó esta cena te conoce bastante bien, eso me ha parecido —contestó Rodo—. Se llama Livingston.

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Basil Livingston.

Por supuesto que era un jugador. ¿Por qué iba a sorprenderme? Pero ¿acaso podría ser algo más que eso, teniendo en cuenta sus sospechosas y duraderas conexiones con el recientemente asesinado Taras Petrosián?

Con todo, me sentía perpleja por estar allí, sepultada en aquella bodega-mazmorra con mi loco jefe vasco, que parecía saber más que yo de los peligros que representaba aquél aún más loco juego. Decidí seguir escuchando. Y, por muy excepcional que fuera, por una vez Rodo parecía más que dispuesto a abrirse.

—¿Te suena la Chanson de Roland —empezó a preguntar, mientras colocaba cerca de media docena de cazuelas de cerámica en el hogar—, ese relato medieval sobre la famosa retirada de Carlomagno por el desfiladero de Roncesvalles, en los Pirineos? Contiene la clave de todo. ¿La conoces?

—Me temo que no la he leído —admití—, pero sé de qué va: la derrota de Carlomagno frente a los sarracenos, o, como se los suele llamar, los moros. Aniquilaron a toda la retaguardia cuando su ejército retrocedía de vuelta a Francia desde España. A su sobrino Roland, el héroe de la canción, lo mataron en el desfiladero, ¿no?

—Sí, ésa es la historia que han contado —contestó Rodo—. Pero oculto en ella está el verdadero misterio, el verdadero secreto de Montglane. —Había sumergido los dedos en aceite de oliva y untaba el interior de las cazuelas.

—¿Y qué tienen que ver la retirada de Carlomagno y ese «secreto de Montglane» con el misterioso aquelarre de esta noche? ¿O con ese ajedrez del que has hablado? —le pregunté.

—Comprenderás, Cenicienta, que no fueron los musulmanes quienes destruyeron la retaguardia de Carlomagno y mataron a su sobrino Roland —contestó Rodo—. Fueron los vascos.

—¿Los vascos?

Rodo retiró los paños húmedos que envolvían las boules de masa rellena de carne y colocó una en cada cazuela. Le tendí la pala de mango largo para que acercara más las cazuelas a las brasas. Cuando hubo amontonado la ceniza alrededor, se volvió hacia mí y prosiguió:

—Los vascos siempre habían controlado los Pirineos, pero la Chanson de Roland se escribió siglos después de que ocurrieran los acontecimientos que narra. Cuando tuvo lugar la retirada por el desfiladero de Roncesvalles, en el año 778, Carlomagno aún no era poderoso ni célebre. Todavía era, sencillamente, Kart, rey de los francos, unos meros e incultos campesinos del norte. Tendrían que pasar más de veinte años para que el Papa lo ungiera como emperador del Sacro Imperio Romano, Carolus Magnus o Karl der Grosse, como lo llamaban los francos, Defensor de la Fe. Carlos el Franco se convirtió en Carlomagno porque para entonces ya tenía en su poder y defendía el juego de ajedrez conocido como «ajedrez de Montglane».

Sabía que al fin estábamos llegando a algo. Esto corroboraba la teoría de mi tía Lily sobre el legendario ajedrez y sus fabulosos poderes. Pero las aportaciones de Rodo aún no habían contestado a todas mis preguntas.

—Creía que el Papa nombró a Carlomagno emperador del Sacro Imperio con la intención de conseguir su ayuda en la defensa de la Europa cristiana contra las incursiones musulmanas —dije, rebuscando en mi cerebro todas las trivialidades medievales que pudiera haber retenido—. Sólo en el cuarto de siglo anterior a la llegada de Carlomagno, ¿no había conquistado ya la fe islámica la mayor parte del mundo, incluida la Europa occidental?

—Exacto —convino Rodo—. Y sólo cuatro años después de la retirada forzada de Carlomagno por Roncesvalles, la posesión más poderosa del islam había caído en las manos del peor enemigo del islam.

—Pero ¿cómo consiguió Carlomagno hacerse tan deprisa con ese juego de ajedrez? —pregunté.

Absorta por la conversación, había olvidado que tenía un trabajo por hacer y que pronto se abatiría sobre nosotros una bandada de «comensales» indeseables. Pero Rodo no. Me pasó la caja con los huevos y una pequeña pila de cuencos mientras seguía hablando.

—Se dice que el gobernador musulmán de Barcelona le envió el ajedrez, aunque por motivos que no están muy claros —me explicó Rodo—. Desde luego, no lo hizo para que Carlomagno «ayudara» contra los vascos, a los que nunca había derrotado y que, de todos modos, tampoco actuaban cerca de Barcelona.

»Es más probable que el propio gobernador, Ibn al-Arabi, tuviera alguna razón importante para querer esconder el ajedrez lo más lejos posible del islam, y la corte franca de Aix-la-Chapelle, o Aquisgrán, estaba a más de mil kilómetros al norte en línea recta.

Rodo hizo una pausa para inspeccionar mi técnica de separación de claras y yemas. Siempre insistía en que se hiciera con una sola mano, vertiendo las yemas y las claras en cuencos separados, y dejando las cascaras en un tercero, para el abono orgánico. «Quien no malgasta no pasa necesidades», como diría Key.

—Pero ¿por qué un jefe andalusi iba a querer enviar algo a un monarca cristiano a mil kilómetros de distancia, sólo para alejarlo de manos islámicas? —pregunté.

—¿Sabes por qué llaman a ese juego «el ajedrez de Montglane»? —contestó—. Es un nombre revelador, pues en aquel entonces no existía ningún lugar con ese nombre en los Pirineos vascofranceses.

—Creía que era una fortaleza y después una abadía —dije, y al instante me mordí la lengua, pues recordé que había sido Lily quien me había dicho eso, no Rodo.

Me recompuse justo a tiempo. Con la distracción, estuve a punto de dejar caer una gota de yema en el cuenco de las claras y estropear todo el preparado. Tiré la cascara, yema incluida, en el cuenco del abono y me sequé las manos, sudorosas, en el delantal antes de reanudar la tarea. Cuando miré de soslayo a Rodo para comprobar si había reparado en mi paso en falso, me alivió ver que me miraba con aprobación.

—Dicen que las mujeres no pueden concentrarse en dos cosas a la vez —me dijo—. ¡Y tú acabas de hacerlo! Me alegro por el bien de la perpetuidad de mi famoso merengue.

Rodo era la única persona que conocía, o incluso que había imaginado, que se atrevía a preparar un suflé o un merengue en un horno de leña abierto. Pero esa pièce de résistance, el Béret Basque, aquel delicioso gâteau de chocolat, daban fe de ambos.

Rodo seguía impertérrito, incluso deleitado, ante esos «pequeños retos».

Y ahora yo también tenía mi propio reto: volver al tema, pero Rodo se me adelantó.

—De modo que conoces algo de la historia —dijo—. Sí, Carlomagno llamó Montglane al lugar en cuestión, y también creó la fortaleza y un título nobiliario vinculado a ella. Pero todo estaba situado bastante lejos de Barcelona y del Mediterráneo, en el sur, y también de su capital en el norte, Aquisgrán.

»Así que optó por un terreno impenetrable de los Pirineos, en lo alto de una montaña. Y, curiosamente, ese enclave no estaba demasiado lejos del escenario exacto de su desastrosa retirada. Y al lugar donde erigió su fortaleza, en efecto, lo llamó Montglane, que significa “le mont des glaneurs”, “la montaña de…”, ¿cómo lo llamáis?, “los cosechadores”. Como el famoso cuadro de Millet.

Rodo imitó con las manos el gesto de segar con una guadaña.

—¿Te refieres a los espigadores? —pregunté—. ¿La Montaña de los Espigadores? ¿Por qué iba a llamarla así?

Dejé a un lado el cuenco con las yemas y me dispuse a batir las claras, pero Rodo se adelantó, lo cogió, introdujo un dedo y sacudió la cabeza: aún no estaban listas. Se precisaba la temperatura adecuada. Devolvió el cuenco a su sitio.

—«Cada cosa en su momento» —me dijo—. Procede de la Biblia y es aplicable a todo, incluso a las claras de los huevos. Y también a lo otro, lo de los espigadores. Dice así: «Se… ah… récolte… recoge lo que se siembra». Pero lo recuerdo mucho mejor en latín: Quod severis metes.

—¿«Se cosecha lo que se siembra»? —deduje.

Rodo asintió. Algo relacionado con eso resonaba débilmente en las profundidades de mi memoria, pero tuve que dejarlo.

—Aclárame una cosa —le pedí—. ¿Qué tiene que ver la siembra y la cosecha con Carlomagno y ese ajedrez? ¿Por qué iba a quererlo nadie si es tan peligroso? ¿Qué tiene que ver nada de esto con los vascos, con esta noche o con el motivo por el que tengo que estar aquí? Es que no consigo entenderlo.

—Sí, sí lo «entiendes» —me aseguró Rodo—. ¡No eres complètement fou!

Luego, tras probar una vez más las claras de huevo con un dedo, asintió, vertió un poco de crémor tártaro, y me pasó el cuenco y el batidor.

—¡Piensa un poco! —añadió—. Hace más de cien años ese ajedrez fue enviado a un lugar remoto; quienes lo recibieron, quienes comprendieron y temieron su poder, lo guardaron con extremo celo. Lo enterraron como si fuera una semilla, pues sabían que era algo que algún día daría fruto, de naturaleza buena o mala. —Cogió una cascara de huevo y la levantó frente a mis ojos—. Y ahora el huevo ha eclosionado. Pero, al igual que esa cosecha espigada en la montaña de Montglane, ahora se ha alzado de sus cenizas como un ave Fénix —concluyó.

Dejé que aquella mixta metáfora se diluyera sola.

—Pero ¿por qué yo? —repetí, aunque tuve que hacer un esfuerzo inhumano por mantener la calma. Todo aquello empezaba a resultarme demasiado conocido.

—Porque, mi querido pájaro de fuego —contestó Rodo—, te guste o no, tú has emergido, desde ese momento, hace dos semanas, junto con el ajedrez. Sé en qué día naciste, ya ves, y también lo saben los otros: el 4 de octubre, exactamente la fecha opuesta a la boum de cumpleaños de tu madre, que delata la suya.

»Eso es lo que te ha colocado en esta situación de peligro.

Eso es lo que los ha convencido de que deben examinarte esta noche, de que creen saber quién eres en realidad.

De nuevo esa expresión. Pero esta vez inoculó en mí un gran terror, como una estaca atravesándome el corazón.

—¿Y quién soy? —repetí.

—No lo sé —contestó mi jefe, que en absoluto parecía ya un loco—. Lo único que sé es lo que los otros creen. Y lo que creen es que eres la nueva Reina Blanca.