LAS INSTRUCCIONES ORIGINALES
Dios provee de sus instrucciones a todas las criaturas de acuerdo con su plan para el mundo.
MATHEW KING,
Noble Red Man
[…] en nosotros recae la responsabilidad de seguir las instrucciones originales, las que nos entregó el creador.
Según una concepción indígena, todos los elementos del universo tienen que seguir una serie de instrucciones originales para poder mantener un orden equilibrado […]. Los pueblos vivían con arreglo a sus instrucciones originales, templadas y ordenadas por el mundo natural que los rodeaba.
GABRIELLE TAYAC, hija de Red Flame Tayac,
«Keeping the Original Instructions»,
Native Universe
Definitivamente, aquélla era la ruta panorámica, como Key había prometido. ¿O había sido una amenaza?
A pesar de la distancia, Piscataway imponía por su belleza. Aves de todo tipo se mecían en la corriente al tiempo que las águilas planeaban en el cielo por encima de nuestras cabezas y varios cisnes descendían a punto de posarse sobre las aguas. A lo largo de las márgenes, árboles centenarios hendían sus retorcidas raíces en el río mientras los cañizales se abrazaban a la ribera.
Al doblar el recodo, el piloto viró hacia la orilla, apagó el motor y la embarcación acabó de acercarse impulsada por la corriente. Varios pasajeros de cubierta se volvieron hacia la cabina, ligeramente sorprendidos.
En ese momento vi que en la orilla había dos pescadores sentados en un tronco caído que sobresalía de la rocosa ribera, ataviados con sendos sombreros desgastados y adornados con adminículos de pesca varios. El hilo de las cañas de pescar se perdía en el agua. Uno de ellos se puso en pie cuando el barco empezó a acercarse a ellos empujado por la corriente y empezó a recoger el hilo.
—Amigos, hoy el río está bastante calmado —anunció el piloto por megafonía—, así que vamos a desembarcar a un par de naturalistas en el refugio de la reserva natural.
Un adolescente se acercó por el lado de babor y lanzó el grueso cabo.
—Ahora, si miran hacia la otra orilla en dirección norte —continuó el piloto—, río arriba, disfrutarán de una panorámica poco habitual de Jones Point que muy poca gente tiene la oportunidad de ver desde aquí. Ése es el lugar en que, el 15 de abril de 1791, el topógrafo Andrew Ellicott y el astrónomo afroamericano Benjamín Banneker colocaron el primer hito, el más meridional, con el que se empezó a delimitar la antigua Ciudad Federal, hoy en día Washington. A aquellos de ustedes familiarizados con la historia de los masones y la capital de nuestra nación, les complacerá compartir con sus amigos que este hito fue colocado siguiendo todo el ritual masónico tal como marcaba su tradición: con escuadra, plomada y nivel, y sobre el que posteriormente se derramaba trigo, aceite y vino.
Estaba consiguiendo desviar la atención de los pasajeros hacia otro lado que no fuera la parte posterior del barco con tal maestría que me habría sorprendido que alguien se acordara, o tan siquiera se hubiera percatado, de los pasajeros sin autorización que habían desembarcado en Piscataway. Imaginé que Key le habría prometido una caja de Chivas Regal junto con las horas de vuelo.
Los pescadores que nos esperaban nos atrajeron hacia ellos tirando del cabo y nos ayudaron a saltar al tronco gigante. A continuación, soltaron la cuerda y los cuatro avanzamos por la rocosa ribera hasta el abrigo que ofrecía la densa maleza de la orilla.
—Tal vez sería mejor que nuestros nombres permanecieran en el anonimato —dijo el mayor de los dos pescadores, al tiempo que me daba la mano para ayudarme a superar las rocas—. Puedes llamarme Red Cedar, el nombre indígena con que me bautizó aquí nuestra diosa Luna, y éste es mi ayudante, el señor Tobacco Pouch —concluyó, haciendo un gesto hacia el más joven de los dos, un hombre bajo y fornido a quien se le formaron arruguitas en las comisuras de los ojos al dirigirme una sonrisa.
Cedro Rojo y Tabaquera. Ambos parecían lo bastante robustos para hacer frente a cualquier cosa que pudiera asaltarnos por el camino. No cabía duda de que Key tenía muchos contactos por aquellos pagos. Los seguí, adentrándonos cada vez más en los densos matorrales, aunque continuaba sin tener la más mínima idea de qué estaba sucediendo.
No había senderos. Las tupidas plantas trepadoras, la maleza los arbolillos conseguían que pareciera imposible que los cuatro pudiéramos abrirnos camino a través del boscaje, ni siquiera con machetes. Era como si hubiéramos entrado en un laberinto, aunque daba la impresión de que Red Cedar se lo conocía al dedillo, porque era como si el bosque se separara milagrosamente a su paso, ni siquiera tenía que tocarlo, y volviera a cerrarse en cuanto pasábamos detrás de él.
Por fin la espesura empezó a clarear y no tardamos en salir a un camino de tierra desde el que se veía el río, a lo lejos, entre los árboles salpicados de luz, que desplegaban su lozano vercor primaveral moteado de amarillo. Al llegar al sendero, Red Cedar por fin pudo renunciar a la cabeza de la comitiva y por primera vez pudimos abandonar la fila de a uno y charlar entre nosotros.
—Piscataway es una tierra y un pueblo al mismo tiempo —dijo Red Cedar—. Significa «donde se unen las aguas vivas», la confluencia de muchos ríos, tanto de agua como de vida. Nuestro pueblo desciende de los primeros pobladores indígenas, los lenni lenape, nuestros antepasados, que se remontan a más de doce mil años. Los anacostan y otras tribus del lugar rendían homenaje a nuestro primer jefe, el Tayac, mucho antes de la llegada de los primeros europeos. —Mi desconcierto ante la razón que podría haber inspirado aquella inesperada lección de antropología en medio de una ruta ecológica debió de ser muy evidente, pues añadió—: La señorita Luna me dijo que eres amiga suya, que estás en peligro y que por tanto era de vital importancia que te contara algo antes de que llegáramos a Moyaone.
—¿Moyaone? —repetí.
—El osario —dijo—. Donde están enterrados todos los huesos —se explicó en un susurro, guiñándome un ojo.
Tobacco Pouch y él estallaron en carcajadas. ¿Estaba hablando de un cementerio? ¿Qué tenía de hilarante un montón de huesos? Miré a Key, quien seguía esbozando aquella sonrisa tan enigmática.
—Todos los huesos y todos los secretos —intervino Nokomis—. Antes de que lleguemos, ¿por qué no le explicas a mi amiga lo de la ceremonia del grano verde, las dos vírgenes y la festividad de los muertos? —propuso a continuación, dirigiéndose a Red Cedar.
Madre mía, sabía que a Key le iba el esoterismo, pero aquello estaba adentrándose por momentos en el reino de lo paranormal. ¿Iban a hablarme de rituales paganos y sacrificio de vírgenes en el Potomac o a qué venía todo aquello?
Al tiempo que avanzaba a través del bosque salpicado de luz, intentando escudriñar entre los árboles, trataba de no olvidar que teníamos a los Servicios Secretos buscándonos por todo el río, que no llevaba ningún documento encima que acreditara mi identidad y que nadie tenía la más mínima idea de dónde estaba. Aunque sabía que apenas me separaban unos kilómetros de la capital de nuestra nación, me sentía rara. Por extraño que pareciera, daba la impresión de que aquel lugar misterioso estaba apartado de todo lo que conocía, tanto en el tiempo como en el espacio.
Y aquello estaba a punto de embrollarse aún más.
—Se refiere a las instrucciones originales —dijo Red Cedar—. Todo nace con sus propias instrucciones, como si fuera un plano, un patrón o un conjunto de directrices. El agua siempre es circular, el fuego es un triángulo, muchas rocas son cristalinas, las arañas tejen telarañas, los pájaros construyen nidos, el analema que describa la posición del sol dibuja un ocho… —Key le tocó el brazo para que acelerara, ya fuera el paso o la historia, o tal vez ambos—. La historia de las vírgenes se remonta a cuatrocientos años atrás, a la llegada de los colonos ingleses y el establecimiento de una comunidad a la que llamaron Jamestown, bautizada así por el rey Jacobo, quien acababa de subir al poder. Sin embargo, ya antes de esa fecha, en el siglo XVI se habían apropiado de gran parte de las tierras circundantes, a las que habían llamado Virginia por la predecesora de dicho rey: Isabel, la Reina Virgen.
—Conozco la historia —dije, intentando que no se me notara la impaciencia. ¿Adónde llevaba todo aquello?
—Pero no conoces «toda» la historia —repuso Red Cedar—. Unos treinta años después de la llegada de los colonos de Jamestown, un nuevo rey inglés subió al trono: Carlos, de quien se sospechaba que profesaba la fe católica en secreto. Este monarca permitió que lord Baltimore enviara dos cargamentos de colonos católicos y sacerdotes jesuitas en sendos barcos bautizados con los nombres de Ark y Dove.
»En fin, los británicos llevaban siglos discutiendo cuál de las dos fes era la “verdadera” y la única legitimada para representar a la cruz. Pocos años después estallaría una guerra civil por ese motivo y el rey Carlos moriría. Sin embargo, si había algo en lo que todos los europeos estaban de acuerdo, y que sigue vigente, era en la ley de conquista: si descubres un lugar y plantas una bandera en él, a partir de entonces te pertenece. Si hay pueblos vivos que ya vivían antes en ella y los llamas bárbaros, mucho mejor, así puedes convertirlos a la fuerza o esclavizarlos con las bendiciones de la Iglesia.
Aquella historia también la sabía. Los robos de tierras, los acuerdos incumplidos, la matanza de bebés indios, las reservas el genocidio, el camino de lágrimas… Pensé que nunca había habido demasiada comunión entre los pueblos indígenas y los conquistadores.
Sin embargo, aunque creía que lo sabía todo, iba a llevarme una sorpresa.
—Resumiendo, los piscataway acabaron convirtiéndose al catolicismo —dijo Red Cedar— porque la fiesta de la Asunción y la festividad de los muertos comulgaban con las instrucciones originales.
—¿Cómo dice? —exclamé, mirando a Key.
—Sí, el día de los Muertos, fecha en la que nosotros honramos a nuestros ancestros, en noviembre —continuó Red Cedar—, coincide con la víspera del día de Todos los Santos y el día de Difuntos del calendario católico, momento en que ellos también honran a los suyos. Sin embargo, la festividad más importante es la del 15 de agosto. Según el calendario católico, ese día se celebra la ascensión de la Virgen María a los cielos, pero para nosotros también es una ocasión especial pues es el momento de nuestra celebración ancestral, la Ceremonia del Grano Verde, con la que festejamos la «primera cosecha», la cual además señala el inicio de un nuevo año.
—Si no lo he entendido mal, ¿estás diciendo que los piscataway se convirtieron a la fe católica porque así podían mantener sus creencias y rituales mientras fingían que comulgaban con los ritos oficiales de la Iglesia? —pregunté.
—No exactamente —contestó Key—. Lo entenderás cuando lleguemos al cementerio. Lo que Red Cedar está diciendo es que las instrucciones originales son la razón por la cual debías conocerlo a él y a Tobacco Pouch sin la interferencia de los peones. Es este lugar sobre el que recae toda la responsabilidad, sin ir más lejos.
—Muy bien, pues no vayamos más lejos —contesté, exasperada, deteniéndome en seco.
Empezaba a sentirme bastante contrariada por el cariz que estaba tomando aquella «aventura», aunque también me detuve porque habíamos llegado al pie de un puente de madera infinito que cruzaba los inmensos pantanos que se extendían ante nosotros y en los que estábamos a punto de adentrarnos. Recé para no mojarme los pies porque no me había traído más calzado que el que llevaba puesto.
—No entiendo nada —le confesé a Key—. No sé qué relación guarda la historia de ritos, ancestros y religión que tu amigo está contando con el lío en el que tú y yo estamos metidas ahora mismo —protesté—. ¿Qué tienen que ver las vírgenes, el grano y cenar entre los muertos con todo lo demás?
—Los jesuitas bautizaron la tierra en la que desembarcaron con el nombre de Saint Mary —contestó Red Cedar, dirigiéndose a mí—, y más adelante llamaron Mary Land a toda la zona a este lado del río, en principio por la esposa del rey Carlos, aunque en realidad fue por la Virgen María, la madre de Dios. De ese modo nos encontramos con dos vírgenes cara a cara separadas por el río, ¡una protestante y otra católica! Podría decirse que eran como dos islas vírgenes de cristiandad a flote en un mar de pueblos indígenas…
Dos islas vírgenes. ¿De qué me sonaba aquello?
Tobacco Pouch había comprobado el puente y parecía que no se hundía demasiado y que conservaríamos los pies secos, así que reemprendimos la marcha, de nuevo en fila india, a través de un ondulante mar de altos cañizales.
Por lo visto, Key tenía algo que añadir, porque se puso a mi altura.
—Fueron las tribus potomac de esta zona, igual que los piscataway, los primeros que lanzaron la teoría de las dos vírgenes: que una sola semilla no es suficiente. Comprendieron que plantando dos semillas juntas en un mismo surco, el maíz poliniza con mayor facilidad, y así llevan haciéndolo desde el principio de los tiempos, tal como dictan las instrucciones originales.
Aunque seguro que a Leda la Lesbiana le encantaría aquella teoría, la idea de que dos mujeres vírgenes pudieran equipararse al yin y el yang, yo seguía muy perdida.
No obstante, todo aquello seguía sonándome de algo, y cada vez con más fuerza. Hasta que por fin caí en la cuenta.
—Fuiste tú quien creó las claves del mensaje que mi madre dejó encima del piano —dije, con un hilo de voz—. ¿De ahí lo de las «islas Vírgenes»?
Key sonrió complacida y asintió con la cabeza.
—Exacto, por eso primero hemos venido aquí antes que a ningún otro lugar —contestó—. «Islas Vírgenes» es el nombre en clave indígena para referirse a la ciudad de Washington. En este lugar, en Piscataway, es donde se escribieron las instrucciones originales de la capital de nuestra nación.
—Creía que había sido George Washington quien había redactado las instrucciones originales de la capital —observé—. Al fin y al cabo, fue él quien compró la tierra, quien contrató a quienes dibujaron el trazado de la ciudad siguiendo el rollo ese del rito masónico que tu amigo, el piloto del ferry, nos ha contado…
—¿Y de dónde crees que sacó él las instrucciones? —preguntó Key.
Al ver que no respondía, señaló al otro lado de los pantanos, más allá del río. Allí, a lo lejos, alzándose bajo el radiante sol de la mañana sobre su verde risco despuntaba Mount Vernon, el hogar de George Washington.
—La tierra destinada a la ciudad no fue elegida o entregada al azar —dijo Red Cedar, volviéndose hacia mí—. El presidente tuvo que hacer gala de un gran secretismo y de sus dotes de avezado estratega, pero supo desde el principio que este lugar en el que ahora nos encontramos, Piscataway, era la clave de todo, tal como dictaba la tradición. Una tradición que no sólo se extraía de las creencias nativas, sino también de la Biblia. La llaman la Ciudad de la Colina, el Lugar Elevado. La Nueva Jerusalén. Todo está en el Apocalipsis de san Juan. Para poder invocar el poder, la tierra escogida como lugar sagrado debía encontrarse en la confluencia de muchos ríos.
—¿Qué poder? —pregunté, aunque estaba empezando a atar cabos.
Dejamos atrás los pantanos y salimos a un campo abierto donde los dientes de león y las flores silvestres empezaban a despuntar con la llegada de la primavera, rodeados por el trinar de los pájaros y el zumbido de los insectos.
—El poder por el que hemos venido hasta aquí —contestó Key, señalando algo en dirección a la pradera—. Eso es Moyaone.
Al tiempo que cruzábamos el prado, vi un enorme árbol de hoja perenne que dominaba el centro del campo. Si no estaba equivocada, y no lo estaba, aquel árbol era…
—El cedro rojo —dijo Key—, un árbol sagrado. La madera y la savia del tronco son rojas, como la sangre. Éste lo plantó el último jefe de los piscataway, Turkey Tayac, cuya sepultura también se encuentra aquí.
Cruzamos el prado y nos acercamos a la tumba, donde había una pequeña imagen del propio Tayac, un hombre apuesto y bronceado, engalanado con su penacho de plumas, colocada en una placa señalizadora de madera donde se decía que había sido enterrado allí en 1979, tras la aprobación de una ley ratificada por el Congreso.
La tumba estaba flanqueada por cuatro altos postes clavados en la tierra de los que colgaban varias coronas. El árbol, detrás de la sepultura, también estaba adornado con saquitos rojos atados con cintas rojas, centenares de ellos.
—Tabaqueras —dijo Key—. Ofrendas para honrar a los Muertos.
Tobacco Pouch habló por primera vez en toda la mañana.
—Por tu padre —dijo, tendiéndome una pequeña tabaquera de tela roja que me cabía en la mano, mientras señalaba hacia el cedro. Debía de habérselo dicho Key.
Me acerqué al árbol, con un nudo en la garganta, y me entretuve unos segundos buscando una rama vacía a la que poder atar mi presente. Luego inhalé la fragancia del árbol. Era una tradición muy bonita, era como enviar señales de humo al cielo.
Key me había seguido.
—Esos postes espíritu con las coronas sirven para protege: este lugar del mal —dijo—. Señalan las cuatro cuartas principales, los cuatro puntos cardinales. Como ves, todo cobra sentido aquí, en este mismo lugar.
Se refería, por descontado, al trazado de Washington, una ciudad cuya primera piedra había sido colocada al norte de allí. No podía negar que algunas cosas empezaban a encajar: las Cuatro Esquinas, las cuatro cuartas, los cuatro puntos cardinales, la forma en tablero de ajedrez de los altares antiguos, los ritos ancestrales…
Sin embargo, todavía quedaba algo que necesitaba saber.
—Has dicho que «islas Vírgenes» es un nombre en clave para la ciudad de Washington —les dije a Key y a los demás—. Entiendo por qué George Washington, como fundador de un nuevo país, como hombre profundamente religioso y tal vez incluso como masón, querría crear una nueva capital como la de la Biblia, por qué la diseñaría de este modo y construiría el puente para unir a las dos cristiandades. Como habéis dicho: dos reinas vírgenes tendiéndose la mano a través del río, dos granos de maíz como dos gotas de agua.
»Pero hay una cosa que no entiendo: si vuestra misión es seguir las “instrucciones originales”, seguir la corriente natural entonces, ¿qué sentido tiene pasarse al enemigo? Es decir, como vosotros mismos habéis dicho, esas religiones han estado peleándose por sus símbolos y sus ritos durante siglos. ¿Cómo puede ayudar a la madre naturaleza a tejer telarañas o a cultivar el grano el sumarse a esas facciones en guerra constante? ¿O acaso se trata de que “si no puedes con el enemigo, únete a él”?
Key se detuvo y me miró con expresión seria por primera vez.
—Alexandra, ¿es que no te he enseñado nada en todos estos años? —dijo.
Sus palabras pusieron el dedo en la llaga. ¿No me había preguntado Nim exactamente lo mismo?
Red Cedar me asió del brazo.
—Son ésas las instrucciones originales —aseguró—; el «orden natural», como prefieres llamarlo, demuestra que las cosas sólo crecen y cambian desde el interior a través de la consecución de un equilibrio natural, no mediante una fuerza externa.
Estaba claro que mis tres acompañantes habían borrado de su memoria algunos recuerdos del pasado.
—Entonces, ¿estáis atribuyendo a la Iglesia las creencias indígenas sobre el orden natural?
—Sólo nos limitamos a demostrar que tanto la Madre Semilla como la Madre Tierra existían mucho antes que otras vírgenes y madres —dijo Red Cedar—. Y con nuestra ayuda, las sobrevivirá a todas. Plantamos semillas y recogemos cosechas del modo en que lo hacemos porque es el modo en que la semilla es más feliz y produce las mejores cosechas.
—Como suele decirse: se cosecha lo que se siembra.
¿Dónde había oído aquello?
Tobacco Pouch, que había estado estudiando el cielo, se volvió hacia Key.
—Está a punto de llegar —le dijo, señalando hacia el prado.
Key consultó la hora y asintió con la cabeza.
—¿Quién está a punto de llegar? —pregunté, mirando hacia donde había indicado.
—Nuestro coche —contestó Key—. Al otro lado de la carretera secundaria hay un aparcamiento. Alguien vendrá a buscarnos para llevarnos al aeropuerto.
Vi que un hombre asomaba entre una arboleda al otro lado del prado, por el lado contrario al que nosotros habíamos llegado.
A pesar de la enorme distancia que nos separaba, lo reconocí en cuanto empezó a abrirse paso entre los pastos por su alta y esbelta figura y sus andares desgarbados, por no mencionar aquella inconfundible cabellera de rizos negros azotada por el viento.
Era Vartan Azov.