EL HOGAR

Todo estado griego tenía un pritaneo […]. En su hogar ardía un fuego perpetuo. El pritaneo estaba consagrado a Hestia, la diosa personificada del hogar […]. El interrogante sigue vigente: ¿por qué se otorgaba tanta importancia al mantenimiento de un fuego perpetuo? […] Su historia se remonta al estado embrionario de la civilización humana.

JAMES GEORGE FRAZER,

The Prytaneum, 1885

Washington, abril de 2003

Me apeé del taxi en M Street, en el corazón de Georgetown, justo cuando las campanas de la iglesia jesuita que había al final de la manzana anunciaban el ocaso del domingo.

Sin embargo, Rodo me había dejado tantos mensajes en el móvil para que empezara a poner en marcha los fuegos que, exhausta como estaba, y aunque sabía que Leda me cubriría, ya había decidido que no iría a casa, sino a las cocinas que quedaban a sólo una manzana de donde vivía para preparar el nuevo ruego de la semana, como de costumbre.

Decir que estaba exhausta era en realidad el eufemismo del milenio. Las últimas horas en Colorado no habían ido exactamente como había previsto.

Cuando los Livingston se marcharon el viernes, después de cenar, el resto estábamos ya derrotados. Lily y Vartan seguían rigiéndose por la hora de Londres. Key dijo que se había levantado antes del amanecer y que necesitaba ir a casa y echar una cabezada. Y con los traumas emocionales y el dolor psíquico a que había estado sometida desde el mismo instante de mi llegada a aquella cumbre montañosa de Colorado, tenía la cabeza tan atestada de movimientos, de ataques y contraataques, que las piezas me impedían ver el tablero.

Lily, al ver nuestros rostros demacrados, afirmó que había llegado el momento de levantar la sesión. Volveríamos a reunirnos a primera hora de la mañana, dijo, cuando estuviéramos en mejores condiciones para elaborar una estrategia.

Su idea se basaba en actuar en múltiples frentes: ella misma indagaría para obtener más información sobre las actividades de Basil Livingston en el mundo del ajedrez, y Vartan exprimiría a sus contactos rusos para sonsacarles cuanto pudiera sobre la sospechosa muerte de Taras Petrosián. Nokomis investigaría las posibles vías de escape que mi madre pudiera haber tomado tras abandonar la casa de Cuatro Esquinas e intentaría trazar su ruta; a mí se me asignó la ingrata tarea de hablar con mi esquivo tío y sonsacarle cuanto supiera de su desaparición y del «regalo» que supuestamente había enviado, como había dicho en su misterioso mensaje. Todos convinimos en que encontrar a mi madre era la prioridad absoluta, y en que yo llamaría a Key el lunes para que me informase de lo que hubiese averiguado.

Key hablaba por teléfono con su equipo para conocer el estado del coche de Lily, que habían enviado a Denver en un tráiler. Fue entonces cuando nos llegó la noticia de que habría un cambio en nuestros planes.

—Oh, no… —exclamó, y me miró con un semblante adusto y el auricular pegado a la oreja—. El Aston Martin ha llegado bien a Denver, pero se acerca un temporal de nieve desde el norte. Ahora está afectando al sur de Wyoming. Es probable que llegue aquí mañana antes del mediodía. El aeropuerto Cortez va a estar cerrado el fin de semana, como todo lo demás.

Ya había tenido que vérmelas antes con esa clase de tormentas, por lo que conocía bien sus consecuencias. Aunque aún era viernes y no tenía reservado el vuelo de vuelta a Washington hasta el sábado, si al día siguiente el temporal dejaba suficiente nieve era probable que perdiera el vuelo de conexión en Denver. Algo aún peor, e inconcebible: podríamos quedarnos todos varados allí, en las montañas, durante días, con un único cuarto de baño y una sola cama, sobreviviendo a base de conservas. De modo que tendríamos que marcharnos a primera hora de la mañana —los tres con Zsa-Zsa y el equipaje— mucho antes de que llegara la nevada, y recorrer algo más de ochocientos kilómetros entre las Rocosas con mi coche de alquiler, que podía devolver en el aeropuerto de Denver.

En la planta de arriba, asigné a la tía Lily y a su acompañante Zsa-Zsa la única cama de verdad de que disponíamos, la cama de latón de mi madre, que estaba embutida en uno de los habitáculos de la galería octogonal. Ambas se quedaron dormidas incluso antes de acabar de acomodarse en el colchón. Vartan me ayudó a sacar los futones y los sacos de dormir, y se ofreció a echarme una mano para recoger el desbarajuste resultante de la cena.

Mis huéspedes debían de haber reparado en que las comodidades del octágono de mi madre eran primitivas, pero además yo había olvidado mencionar que la casa sólo disponía de un pequeño cuarto de baño —situado en la planta baja, en el hueco de la escalera—, sin ducha, con una bañera de patas con forma de garras y un lavamanos de hierro grande y antiguo. Como bien sabía por mi larga experiencia, también era allí donde tendríamos que lavar los platos.

Al pasar frente a la puerta abierta, Key echó un vistazo al interior, donde Vartan, con las mangas de cachemir arremangadas por encima de los codos, fregaba los platos en el lavamanos y los enjuagaba en la bañera. Vartan me pasó un plato húmedo por el hueco de la puerta para que lo secara.

—Lamento no poder reclutarte: no hay sitio —dije, haciendo un gesto hacia el abarrotado espacio.

—No hay nada más sexy que ver a un hombre fuerte esclavizado sobre un fregadero lleno de platos calientes y rebosantes de espuma —opinó Key con una amplia y picara sonrisa. Me reí y Vartan hizo una mueca—. Ahora bien, por mucho que os estéis divirtiendo —dijo—, por favor, no os paséis la noche despiertos jugando con las burbujas. Mañana vais a tener por delante una carretera bastante tortuosa.

Y desapareció de la vista.

—Pues en realidad sí es divertido —me dijo Vartan en cuanto Key se hubo marchado. En ese momento me pasaba tazas y vasos por el vano de la puerta—. Cuando era pequeño, en Ucrania, también ayudaba a mi madre —prosiguió—. Me encantaba estar en la cocina, y el olor del pan horneándose. Ayudaba en todo: a moler café, a desgranar guisantes…; era imposible quitárseme de encima. Los demás niños decían que estaba… ¿cómo lo decís vosotros?… pegado a las faldas de mi madre. Incluso en la mesa de la cocina fue donde aprendí a jugar al ajedrez, mientras ella cocinaba.

Admito que me costaba imaginar al mago del ajedrez, aquel muchacho arrogante y despiadado de mi último encuentro, como a un niño enmadrado, según acababa de describirse. Aún más extraña resultaba la disparidad de nuestras culturas, que en ese instante volvían a hacerse patentes.

Mi madre sabía prender un fuego, pero en lo referente al arte de los fogones, apenas era capaz de introducir una bolsa de té en el agua caliente. Las únicas cocinas que yo había conocido de niña distaban mucho de ser acogedoras: un hornillo de dos quemadores en nuestro apartamento de Manhattan, en contraste con los inmensos y viejos hornos de leña de mi tío Slava y la gran chimenea de su mansión de Long Island, donde se podía cocinar para una caterva de vaqueros en la recogida del ganado. Aunque, siendo una persona tan solitaria como era, nunca lo hizo. Y mi aprendizaje del ajedrez difícilmente podía considerarse idílico.

—Tus experiencias en la cocina suenan fantásticas para alguien como yo, una cocinera —le comenté a Vartan—. Pero ¿quién te enseñó a jugar al ajedrez?

—También fue mi madre. Me regaló un pequeño tablero y me enseñó a jugar. Yo era muy pequeño —me dijo, mientras me pasaba los últimos cubiertos de plata—. Fue justo después de que mataran a mi padre.

Cuando Vartan advirtió mi reacción de sorpresa, alargó las manos y las posó sobre las mías, en las que aún sostenía el trapo de cocina y los cubiertos.

—Lo siento. Creía que ya lo sabía todo el mundo —se apresuró a disculparse. Cogió los cubiertos de mis manos y los apartó—. Ha salido publicado en todas las columnas sobre ajedrez desde que soy gran maestro. Pero la muerte de mi padre no fue como la del tuyo.

—¿Cómo ocurrió? —pregunté. Sentí ganas de llorar. Estaba a punto de desplomarme de agotamiento. Era incapaz de pensar con claridad. Mi padre estaba muerto, mi madre había desaparecido. Y, para colmo, aquello.

—A mi padre lo mataron en Afganistán cuando yo tenía tres años —me explicó Vartan—. Lo habían reclutado como soldado en el punto crítico de la guerra, pero no sirvió durante mucho tiempo, así que a mi madre no le concedieron la pensión. Éramos muy pobres. Por eso acabó haciendo lo que hizo.

Vartan tenía los ojos clavados en los míos. Había vuelto a tomarme de las manos y en ese instante las apretó con fuerza.

—Xie, ¿me estás escuchando? —preguntó con un tono que no le había oído emplear hasta entonces, tan apremiante que más parecía una orden para que le prestase atención.

—Veamos… —dije—. Erais pobres, a tu padre lo mataron en cumplimiento del deber. Hasta aquí te he seguido bien, ¿verdad? —Pero entonces reaccioné—. ¿Qué es lo que hizo quién? —pregunté.

—Mi madre —contestó Vartan—. Tardó varios años en comprender lo bien que se me daba jugar al ajedrez… lo bueno que podía ser. Ella quería ayudarme a cualquier precio. Me costó perdonarla, pero sabía que hizo lo que consideraba correcto casándose con él.

—¿Casándose con quién? —insistí, aunque deduje la respuesta antes de que la verbalizara.

Era evidente: el hombre que había organizado el torneo de ajedrez en el que mataron a mi padre, el hombre que era el socio criminal de Basil Livingston, el hombre al que los siloviki habían apiolado hacía dos semanas en Londres. No era nada más ni nada menos que el mismísimo padrastro de Vartan Azov…

—Taras Petrosián—

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Ni que decir tiene que Vartan y yo apenas dormimos aquella noche. Su accidentada infancia soviética hizo que la de mi padre —cuando menos, lo poco que yo conocía de ella— pareciese feliz en comparación.

El quid de la cuestión era que a Vartan le molestó y le disgustó el nuevo padrastro que le había sido impuesto a la edad de nueve años, pero había dependido de él por el bien de su madre y de su propia formación y entrenamiento en el ajedrez. Tras erigirse en gran maestro —después de que su madre muriese y de que Petrosián decidiera exiliarse de Rusia—, Vartan apenas mantuvo relación con aquel hombre. Es decir, hasta el último torneo de ajedrez celebrado en Londres hacía dos semanas.

Aun así… ¿por qué no nos había hablado de tal vínculo horas antes, mientras barajábamos estrategias? Si había salido publicado en «todas las columnas sobre ajedrez», ¿estaba Lily al corriente?

En ese momento, sentados el uno al lado del otro, hundidos en los cojines junto a la menguante luz del fuego, me sentí demasiado exhausta para protestar o siquiera para hablar, pero también demasiado consternada para subir a la otra planta e intentar dormir un poco. Vartan había servido brandy para los dos de una botella que había en el aparador. Mientras lo tomábamos, alargó una mano y me acarició el cuello.

—Lo siento. Creí que debías saber todo esto —me dijo con la voz más amable de que fue capaz, masajeándome los tensos tendones del cuello—. Pero si realmente estamos implicados en esa gran partida, como ha dicho Lily Rad, creo que tu vida y la mía comparten demasiadas casualidades para que no unamos nuestras fuerzas.

Empezando por varios presuntos asesinatos en la familia, pensé, pero no dije nada.

—Me gustaría inaugurar este espíritu de cooperación —propuso Vartan con una sonrisa— ofreciéndote mi destreza en algo que se me da mejor aún que jugar al ajedrez.

Desplazó su mano del cuello hasta la barbilla y ladeó mi cara para que lo mirase. Yo estaba a punto de protestar cuando añadió:

—Esta destreza es otra de las cosas que mi madre me enseñó cuando era muy pequeño. Algo que creo que necesitarás antes de que nos marchemos de aquí mañana.

Se puso en pie y se dirigió al vestíbulo; regresó con mi muñida parka y la dejó sobre mi regazo. Luego se encaminó hacia el piano. Alarmada, me incorporé sobre los cojines mientras él abría la tapa, introducía una mano y sacaba el dibujo del ajedrez, el paño que, en mi estupor, de algún modo, había olvidado por completo.

—Tenías previsto llevarte esto, ¿verdad? —preguntó Vartan. Cuando asentí, prosiguió—: Entonces, agradecerás que tu parka sea lo bastante gruesa para ocultarlo en ella todo el camino.

¡Y agradécele también al cielo que mi madre me enseñara a coser!

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Ya había cubierto muchas veces aquel extenuante trayecto de diez horas de coche, pero, aun así, tuve que bregar con el volante todo el sábado, sorteando con dificultad los fuertes vientos del temporal que ya se aproximaba. No obstante, disfrutaba del abrigo adicional que me proporcionaba un tablero de ajedrez de doscientos años de antigüedad escondido en el relleno de mi parka. Y de la tranquilidad adicional de haber decidido en el último momento coger la funda de cojín en la que había guardado el ajedrez y meterla en mi mochila. Sólo por si contenía algún otro mensaje que hubiera pasado por alto.

Justo cuando el temporal alcanzaba Denver, dejé al séquito de Lily y su equipaje frente a la entrada principal del Brown Palace; el portero se hizo cargo del coche. Disfrutamos de nuestro primer ágape del día en la Ship’s Tavern cuando el restaurante estaba a punto de cerrar. Acordamos que todos nos pondríamos en contacto esa misma semana. Y conseguí dormir varias horas, derrumbada en el sofá de la suite de Lily. Entonces aún no sabía que aquéllas serían la última comida y la última cabezada de las que iba a disfrutar en veinticuatro horas.

Hacia la medianoche, en Georgetown, mientras bajaba la empinada escalera de piedra y cruzaba el puente peatonal de madera que se extendía sobre el canal, cristalino y reluciente, vi el mundialmente famoso restaurante de Rodo: Sutaldea, «El Hogar», en lo alto del pequeño talud que quedaba a mis pies, frente al río.

Sutaldea era único incluso estando situado en un lugar rebosante de historia como era Georgetown. Sus edificios de piedra erosionada, que databan de principios del siglo XVIII, se contaban entre los más antiguos conservados en Washington, y rezumaban carisma por los cuatro costados.

Abrí la cerradura de la puerta principal del restaurante y desconecté la alarma antirrobo. Aunque las luces del interior eran pequeños cañones de luz automáticos, nunca me molestaba en encenderlos al entrar en Sutaldea, aunque lo hiciera a horas tan intempestivas. En el otro extremo del amplio salón, donde habían estado las puertas de granero originales, se alzaba una gran cristalera con parteluces y vistas al canal y al río. Al avanzar entre las mesas cubiertas con manteles de damasco y envueltas en una penumbra fantasmagórica, se disfrutaba de una vista panorámica de la curva del puente Key, que desprendía un tono verdeceladón pálido a la luz de los altos y esbeltos faroles que lo flanqueaban. En la otra orilla, las luces de los edificios de apartamentos de Rosslyn se reflejaban en las destellantes aguas nocturnas del caudaloso Potomac.

Desde aquellas ventanas y hasta el atril del maître se extendía una estantería de separación, casi tan alta como yo, que corría paralela a la pared izquierda y en la que había expuestas jarras artesanales de sidra procedentes de todas las provincias vascas. Delimitaba una especie de pasillo que permitía al servicio y a los comensales predilectos de mi jefe llegar a su destino sin verse obligados a navegar entre el bosque de mesas. Rodo estaba bastante orgulloso de todo ello: la sidra, la exposición, y el toque de intimidad y clase que ambos proporcionaban. Rodeé la estantería y bajé a las cocinas por la escalera curvada de piedra. Allí estaba la mazmorra mágica de roca creada por Rodolfo Boujaron, donde la mayoría de las noches los clientes más privilegiados, si en sus manos no tenían más que tiempo y beacoup d’argent, podían contemplar a través de una inmensa pared de vidrio cómo un ajetreado personal y chefs de alta cocina con varios premios en su haber preparaban sobre fuego y brasas su menú de degustación de ocho platos.

Junto a los grandes hogares de piedra encontré a Leda la Lesbiana sentada en la especie de trona que utilizábamos para controlar los fuegos. Parecía serena y relajada: leía un libro, fumaba uno de los cigarrillos de tabaco turco de liar que llevaba en su pitillera lacada negra y tomaba un pastis Pernod, su bebida favorita.

Los hornos, advertí agradecida, ya se habían enfriado y ella los había limpiado a conciencia, preparándolos para la tarea que me deparaba la semana, lo cual me ahorraría bastante tiempo aquella noche.

Rodo tenía razón en algo: Leda era un cisne, una criatura soignée, tan distante como fuerte; pero ella prefería que la llamaran Leda la Lesbiana, una insignia de orgullo, creo, y una eficaz medida para mantener a los clientes a, como mínimo, un brazo de distancia. Comprendía su inquietud. A mí también me abría preocupado la longitud de ciertos brazos indeseados si hubiese tenido un aspecto tan disoluto e insinuante como ella.

La esbeltez de su cuello de cisne quedaba aún más acentuada por su pelo, rubio platino y cortado al rape, al estilo militar. Su piel blanca translúcida, sus cejas de arco artificial, sus labios perfectamente perfilados con carmín de color rojo sangre y su pitillera lacada negra se confabulaban para conferirle el aspecto de una estilizada ilustración de art nouveau. Por no hablar de su atuendo predilecto, que, permitiéndolo el tiempo, era el que llevaba aquella noche —incluso a horas intempestivas y junto al hogar frío—: nada más y nada menos que unos patines en línea centelleantes, una camiseta tachonada con diamantes de imitación y unos calzones de raso. Era, como dicen los franceses, «un caso aparte».

Leda se volvió aliviada cuando me oyó en la escalera. Dejé la mochila en el suelo, me quité la chaqueta, la doblé con cuidado y la puse encima de la mochila.

—La pródiga vuelve, gracias al cielo —dijo—. Justo a tiempo. Bwana Rodolfo nos ha estado volviendo locos desde el mismo instante en que te marchaste.

El concepto que Leda tenía de Rodo, el de un amo esclavista, lo compartían todos aquellos que alguna vez hubiesen tenido que ocuparse de los fogones bajo su mando. Como en una instrucción militar, la obediencia se volvía un acto reflejo.

Para muestra, un botón: pese a lo cansada y hambrienta que estaba, ya me había encaminado al montón de leña. Leda apagó el cigarrillo y apuró la copa, se levantó y me siguió; siseó tras de mí sobre sus silenciosos patines hasta la pared del fondo, ambas cogimos sendos haces de madera noble para que yo pudiera empezar a encender un fuego en cada uno de los cuatro grandes hogares de piedra.

—Rodo me dijo que si llegabas esta noche, me quedara para ayudarte —me informó—. Dijo que hoy teníamos que hacer muy bien el fuego… que era importante.

Como si esa recurrente advertencia fuera a aliviar mis agotados ojos o a despejar mi cerebro, aturdido por el viaje, pensé. Por no hablar de mi rugiente estómago…

—¿Alguna otra novedad? —dije mientras Leda me ayudaba a colocar dos grandes «leños morillo» en el interior del primer hogar, que servirían de sostén para los otros—. Leda, llevo días casi sin pegar ojo. Pondré en marcha todos los hogares, pero tardarán varias horas en estar preparados para que podamos cocinar. Si te quedas a cuidar de los fuegos, podría ir a casa y echar una cabezadita. Te prometo que volvería antes del amanecer para empezar a hacer el pan. —Acabé de apilar el triángulo superior de leños sobre los morillos y de poner papel arrugado debajo. Luego añadí—: Además, esta noche no es tan importante que lo hagamos todo según el programa de nuestro adiestrador. Ya sabes que el restaurante siempre cierra los lunes…

—No tienes idea de lo que ha estado pasando por aquí —me interrumpió Leda, con un aire insólitamente consternado, mientras me daba más papel—. Rodo está organizando una gran boum para un puñado de dignatarios, aquí, en la bodega, mañana por la noche. Es algo muy privado. Ninguno estamos invitados a servir las mesas. Rodo dijo que sólo quiere que le ayudes tú a cocinar y servir.

Sentí esos primeros pálpitos de que algo podía ir terriblemente mal. Intenté relajarme mientras seguía introduciendo papel arrugado bajo los incipientes fuegos. Pero la fecha de esa anunciada soirée de Rodo me preocupaba: a sólo un fin de semana de la de mi madre en Colorado, una fiesta de la que Rodo estaba al corriente, según recordé de su mensaje de voz.

—¿Qué sabes exactamente de esa fiesta? —pregunté a Leda—. ¿Tienes alguna idea de quiénes pueden ser esos «dignatarios»?

—He oído que podrían ser peces gordos, arrogantes y de alto nivel, del gobierno. Nadie lo sabe a ciencia cierta —contestó. Se había acuclillado sobre los patines mientras me pasaba más hojas de papel arrugado—. Lo han acordado todo directamente con Rodo, no con el responsable de las reservas. Van a hacerlo presamente la noche en que el restaurante ni siquiera abre. Todo es secretísimo.

—Entonces, ¿cómo es que sabes tanto? —le pregunté.

—Cuando se enteró de que te habías ido a pasar el fin de semana fuera, a Rodo le dio un síncope; fue entonces cuando supe que te quería a ti y sólo a ti mañana por la noche —explicó Leda—. Pero en lo referente a la boum, todos sabíamos que se estaba cociendo una función privada. La bodega lleva dos semanas reservada…

—¿Dos semanas? —la interrumpí.

Puede que estuviese sacando conclusiones precipitadas, pero aquello parecía demasiada sincronía. No había podido evitar oír el comentario de Varían: «Tu vida y la mía comparten demasiadas casualidades». Empezaba a estar horriblemente segura de que el derrotero que había tomado mi vida en los últimos días nada tenía que ver con la casualidad.

—Pero ¿por qué iba Rodo a elegirme para esta juerga en particular? —le pregunté a Leda, que se había arrodillado a mi lado e introducía papel de periódico bajo el fuego—. Me refiero a que ni siquiera tengo demasiada experiencia en servir, sólo soy aprendiza de chef. ¿Ha pasado algo últimamente que pueda haberle despertado ese repentino interés por mi trayectoria profesional?

Leda alzó la mirada. Sus siguientes palabras confirmaron mis peores sospechas.

—Pues la verdad es que este fin de semana ha venido varias veces un hombre preguntando por ti —contestó—. Quizá eso tenga algo que ver con la función de mañana.

—¿Qué hombre? —pregunté, tratando de sofocar ese aflujo de adrenalina que tantas veces venía asaltándome últimamente.

—No dijo cómo se llamaba ni dejó ninguna nota —dijo Leda mientras se ponía en pie y se limpiaba las manos en los calzones—. Era de porte bastante distinguido, alto y elegante, con una gabardina cara; pero también parecía misterioso. Llevaba unas gafas de sol con cristales azulados que casi no dejaban verle los ojos.

Fantástico. Aquello era precisamente lo último que necesitaba: un hombre misterioso. Intenté centrarme en Leda, pero se me desenfocaba la vista. Apenas me tenía en pie tras cuatro días de falta de comida, bebida y sueño. Me importaban un bledo la sincronía, el torrente de noticias y los desconocidos; necesitaba llegar a casa. Necesitaba tenderme en una cama.

—¿Adónde vas? —exclamó Leda al verme renquear de pronto hacia la escalera.

—Ya hablaremos de todo esto por la mañana —conseguí decir mientras recogía la chaqueta y la mochila camino de la salida—. Los fuegos prenderán bien. Rodo sobrevivirá. El extraño enigmático volverá. Y los que van a morir te saludan.

—De acuerdo, aquí estaré —dijo Leda—. Por favor, cuídate.

Subí la escalera con las piernas trémulas y enfilé tambaleante el pasaje desierto. Consulté mi reloj: eran ya casi las dos de la madrugada y no se veía rastro de vida; el callejón, angosto y enladrillado, parecía una tumba. El silencio era tan denso que se oían las aguas del Potomac en la distancia, lamiendo a lengüetazos los caballetes del puente Key.

Al final del callejón, torcí hacia la pequeña terraza de pizarra desde la que entraba en mi casa, que lindaba con el canal. Rebusqué en la mochila la llave de la puerta principal, iluminada por la luz dorada y rosácea de la única farola que señalizaba el acceso al umbrío sendero que descendía hacia el parque Francis Scott Key. La baja baranda para bicicletas que cercaba la terraza era lo único que le impedía a uno caer por el escarpado muro de contención de roca que se desplomaba casi veinte metros hasta la superficie inmóvil del canal Chesapeake & Ohio.

Mi casa en el risco tenía unas vistas sobrecogedoras de la inmensa amplitud del Potomac. La gente mataría por una panorámica como aquélla, y probablemente lo hubieran hecho en el pasado. Pero, con los años, Rodo había rehusado vender aquella maltrecha edificación por su proximidad con Sutaldea. Exhausta, inhalé una profunda bocanada de aire del río y saqué la llave.

En realidad, había dos puertas, dos entradas independientes. La de la izquierda daba a la planta principal, con sus ventanas con barrotes de hierro y postigos, en la que Rodo guardaba documentos y archivos importantes para su titilante imperio de lumbre. Abrí la cerradura de la otra, la de la planta superior, donde la esclava obrera dormía, siempre disponible a un tiro de piedra de los fuegos.

Cuando estaba a punto de entrar, tropecé con algo que no había visto y que estaba en el último escalón. Era una bolsa de plástico transparente que contenía un ejemplar de The Washington Post. Nunca había estado suscrita al Post y no había otros residentes en el callejón a quienes pudiera pertenecer. Estaba a punto de tirar la bolsa, periódico incluido, en el contenedor de basuras más próximo, cuando a la cristalina luz rosácea de la farola advertí la nota adhesiva amarilla que alguien había escrito y pegado allí: «Mira la página A».

Encendí las luces de casa y entré. Dejé caer la mochila al suelo del recibidor, saqué el periódico de la bolsa y lo abrí.

Los titulares parecían gritarme desde otro tiempo y otro espacio. Oía el palpitar de la sangre en las sienes. Apenas podía respirar.

7 de abril de 2003

TROPAS Y TANQUES ATACAN EL CENTRO DE BAGDAD…

Habíamos tomado la ciudad a las seis de la mañana, hora iraquí… sólo unas horas antes, apenas tiempo suficiente para que la noticia pudiera recogerse en aquel periódico. Aturdida y sumida en el estupor, tuve dificultades para asimilar el resto.

Lo único que oía era la voz de Lily Rad acechando en los recovecos de mi mente: «Nunca fue el ajedrez a lo que Cat temía, sino a un juego muy diferente… El juego más peligroso que se pueda imaginar… Basado en un extraño y valioso ajedrez mesopotámico…».

¿Cómo no lo había visto de inmediato? ¿Estaba ciega?

¿Qué acontecimiento había tenido lugar dos semanas antes? ¿Dos semanas antes, cuando Taras Petrosián había muerto de forma misteriosa en Londres? ¿Dos semanas antes, cuando mi madre había enviado todas aquellas invitaciones para su fiesta de cumpleaños?

Dos semanas antes, en la madrugada del 20 de marzo, las tropas estadounidenses habían invadido Irak. Lugar de nacimiento del ajedrez de Montglane. Dos semanas antes se había efectuado el primer movimiento: el juego había empezado de nuevo.