LA REINA AVANZA

La mujer [la reina] tardó más en aparecer en el ajedrez ruso que en ningún otro país no musulmán, entre ellos China.

MARILYN YALOM,

Birth of the Chess Queen

¿Yo la Reina Blanca? ¿Cómo podía ser yo la Reina Blanca cuando mi madre, si había que creer la versión de la tía Lily, era la Reina Negra? Aunque nunca nos hubiéramos llevado del todo bien, mi madre y yo tampoco éramos bandos opuestos, especialmente en un juego tan peligroso como aquél en el que se pretendía que yo participara. ¿Y qué demonios tenían que ver las fechas de nuestro cumpleaños con él?

Necesitaba hablar con Lily, y pronto, para deshacer aquel nudo inesperado. Pero antes de que pudiera empezar a desenmarañar nada, otra reina apareció en escena, la ultimísima persona en la Tierra que esperaba ver en aquel momento, si bien debía haber sabido que ocurriría. Era nada más y nada menos que la Reina Madre y la Abeja Reina fusionadas en una sola: Rosemary Livingston.

Aunque apenas habían transcurrido unos días desde la última vez que había visto a la madre de Sage envuelta en sus nubes de pelo animal, en Colorado, me quedé igual de perpleja que siempre ante su aparición en aquel lugar y aquella noche. Y no me refiero sólo a su llegada.

Rosemary causó su impresión habitual mientras bajaba a la bodega, rodeada de hombres, por la escalera de piedra. Varios de sus exóticos escoltas iban ataviados con túnicas blancas del desierto, y otros, como Basil, llevaban elegantes trajes de ejecutivo. La propia Rosemary lucía un vestido de cola, de seda y de color bronce brillante, exactamente a juego con el de sus ojos y su pelo, cuyos mechones quedaban parcialmente cubiertos por un chal de seda, tan exquisito y opalino que parecía estar hecho con puro hilo de oro.

El aspecto de Rosemary siempre había parado el tráfico, pero nunca había alcanzado el extremo de aquella noche, en su elemento natural, rodeada de una panda de comensales masculinos que se la comían con los ojos. Pero enseguida comprendí que no se trataba de mirones corrientes; a muchos los reconocí de la revista Fortune 500. Si en aquel momento hubiese caído una bomba en la estela de Rosemary, pensé, la noticia habría hecho bajar en pocas horas la cotización de la Bolsa de Nueva York en doscientos puntos.

La rotunda presencia de Rosemary, como un perfume embriagador, era algo difícil de describir, y mucho más de imitar. Aun así, a menudo yo intentaba definirla mentalmente.

Había mujeres, como mi tía Lily, que desprendían la clase de glamour extravagante que formaba parte inextricable de su celebridad. Había otras, como Sage, que habían pulido su cincelado aspecto hasta la perfección impecable de una reina de la belleza adicta a los concursos. Mi madre siempre había parecido poseer un aura diferente e innata: la belleza y la gracia saludables de una criatura salvaje adaptada de forma natural a la supervivencia en si bosque o en la jungla, quizá a eso se debiera su sobrenombre: Cat, «Gata». Rosemary Livingston, por su parte, se las había arreglado para combinar, casi alquímicamente, retazos de cada uno de esos rasgos para crear una presencia única en ella: una especie de elegancia regia que a primera vista quitaba el aliento y lo dejaba a uno con una sensación de agradecimiento por haber sido tocado por el trémulo resplandor de su dorada presencia.

Hasta que se la conocía bien, claro está.

En aquel instante, mientras Basil le retiraba el chal justo al otro lado de la partición de vidrio que separaba el comedor privado del hogar, Rosemary me miró con una mueca de disgusto, algo a medio camino entre un mohín y un beso.

Aunque Rodo me había contado mucho, al menos lo bastante para que se me erizara el vello de la nuca, sentí el deseo imperioso de haber tenido tiempo para sonsacarle más información sobre lo que fuera que supiera acerca de aquella cena. Me pregunté qué era exactamente lo que se traían los Livingston entre manos ejerciendo, a todas luces, de anfitriones de aquel extraño séquito de millonarios de múltiples procedencias. Pero, teniendo en cuenta las conexiones que acababa de establecer entre el ajedrez, el juego y Bagdad, no me pareció buen presagio que muchos de aquellos comensales pareciesen figuras relevantes de Oriente Próximo.

Y aunque en mi función de camarera en aquella representación no me los habían presentado formalmente, sabía que no se trataba sólo de «peces gordos e influyentes» de alto nivel, como Leda y Erramon habían supuesto: reconocí a algunos de ellos como jeques o príncipes de familias reales. ¡Como para extrañarse del tremendo dispositivo de seguridad que controlaba el puente del canal!

Y, ante todo, por supuesto, con un desasosiego profundo tras la reciente disertación de Rodo sobre mi presunto papel, estaba desesperada por saber qué tenía que ver todo aquello con el juego. O, más concretamente, conmigo.

Pero estos pensamientos enseguida quedaron atajados, pues Rodo me había agarrado con fuerza de un brazo y me llevaba a recibir al grupo.

Mademoiselle Alexandra y yo hemos elaborado una cena especial para esta noche —informó a Basil—. Confío en que madame y sus invitados se hayan preparado para degustar algo único. Encontrarán sus respectivos menus du soir en la mesa.

Me apretó levemente el brazo bajo el suyo, una insinuación menos que sutil de que debía mantener nuestra conversación previa bien guardada bajo el gorro de chef y seguir sus instrucciones hasta que me indicara lo contrario.

Tras asegurarse de que todos se sentaban a una distancia que nos permitía verlos desde nuestras bambalinas, Rodo tiró de mí hacia el otro lado del panel de vidrio y me susurró al oído:

Faites attention. Esta noche, cuando sirvas los platos, tendrás que ser la… entzule. ¡No la jongleur des mots, comme d’habitude!

Es decir, que debería ser la «oyente» y olvidarme de mi actitud habitual de «malabarista de las palabras», significara eso lo que significase.

—Si esos tipos son quienes creo que son, también hablarán francés —repuse con un hilo de voz—. Así que, ¿por qué no sigues hablando en euskera? Así nadie te entenderá. Incluida yo, con un poco de suerte.

Dicho esto, Rodo se quedó mudo.

A la bullabesa le seguía el bacalao, una pieza enorme guisada a fuego lento con una salsa vasca de limón y olivas, acompañada de montoncitos de boules humeantes de pan rústico horneado a las brasas.

Había empezado a salivar —la patata rellena parecía haberse evaporado ya—, pero me contuve y llevé de un lado a otro el carrito, sirviendo los platos en cada tanda y retirándolos después a la despensa, donde los colocaría en el lavavajillas a la espera de que llegara el personal del turno de mañana.

Por un momento pensé que aquello era casi el reflejo exacto de la boum de cumpleaños de mi madre, en la que me había esforzado por espigar el máximo de información posible sobre aquel juego mortífero en medio del cual me encontraba de pronto.

Sin embargo, aunque Rodo me había dicho que también en esta ocasión hiciera de oyente, mis obligaciones me impedían seguir la conversación de la cena. Todos parecían observarme.

Fue en el turno del méchoui, otro de sus retos culinarios, cuando Rodo abandonó el hogar y me acompañó al comedor.

Tradicionalmente, el cordero debe servirse en el asador, con todos los comensales de pie alrededor para poder pellizcar directamente pedazos de la suculenta y aromatizada carne.

Estaba impaciente por ver a Rosemary Livingston abordando tal proeza con su lujoso vestido de seda parisina, pero uno de los príncipes del desierto se había apresurado a solventar el apuro.

—Permítame —dijo—. ¡A las mujeres nunca se las debería hacer levantar en presencia de hombres frente a un méchoui! —Indicándole con un gesto que permaneciera sentada, le sirvió un poco de cordero en un plato que, cortésmente, Basil le acercó.

Por lo visto ésta era la oportunidad perfecta que la Abeja Reina había estado esperando. En cuanto la dejaron sola en la mesa, con Rodo haciendo rotar el cordero en el asador para los hombres que se habían congregado a su alrededor, me pidió por señas que le llevara la jarra de agua.

Aunque, por la mirada de advertencia que me dirigió Rodo, sospechaba que se trataba de una treta, me incliné sobre la mesa y la serví. A Rosemary, pese a su esnobismo, no la amilanaban las convenciones cuando quería algo. Sorteando hábilmente la mesa para acercarse a mí y besarme en ambas mejillas con su característico «beso al aire», me cogió por los hombros y me colocó frente a ella.

—¡Querida! Después de saber que se avecinaba aquella terrible tempestad, Basil y yo no confiábamos en que consiguieras llegar aquí tan deprisa desde Colorado. ¡Estamos encantados! Y esperamos que tu madre superara la crisis… o lo que fuera que la indispuso. Nosotros, por descontado, ¡vinimos a la costa Este en el Lear aquella misma noche!

Menuda sorpresa. Sabía que los Livingston contaban con una plantilla fija de pilotos y avionetas de diseño a su disposición a todas horas, en su pista de aterrizaje privada de Redlands, por si se daba la eventualidad de que a Rosemary le entrara el antojo irrefrenable de ir a algún sitio a comprar hasta reventar; aunque, claro está, podrían haberse ofrecido a traernos en lugar de dejarnos tirados ante la inminente tormenta.

Como si me hubiese leído el pensamiento, Rosemary añadió: —Por cierto, que de haber sabido que os dirigíais a Denver, podríamos haberos llevado a ti y a los demás, junto con Sage y nuestro vecino, el señor March.

—Vaya, ojalá lo hubiera sabido —le dije con el mismo tono altivo—, pero no quiero entorpecer su cena. El méchoui es una especialidad de Sutaldea. Rodo lo prepara sólo en raras ocasiones; se disgustará si por culpa de mi cháchara su ración se enfría antes de que la haya probado siquiera.

—Entonces, siéntate conmigo un momento —dijo Rosemary con el tono más obsequioso que nunca la había oído emplear. Ocupó de nuevo su asiento y, sonriente, dio unas palmadas en la silla vacía que tenía a su lado.

Me sorprendió aquel lapsus en el protocolo, allí, delante de todos aquellos dignatarios, sobre todo viniendo de la esnob más recalcitrante que había conocido en la vida. Pero sus siguientes palabras me dejaron aún más atónita.

—Estoy segura de que a tu jefe, monsieur Boujaron, no le importará que charlemos un poco —me dijo—. Ya le he dicho que eres amiga de la familia.

¡Amiga! ¡Vaya concepto!

Rodeé la mesa en su dirección; por el camino llené varios vasos de agua y dirigí una mirada rápida a Rodo. Él arqueó levemente una ceja como preguntándome si estaba bien.

Cuando llegué a su lado, dije:

—Bien, el señor Boujaron nos está mirando. Será mejor que vuelva a la cocina. Como habrá visto en la carta, aún quedan tres platos después de éste. Y, tratándose de una cocina tan exquisita, no queremos que se estropee por culpa de una espera excesiva. Además, imagino que tampoco querrá pasarse aquí toda la noche.

Rosemary me agarró de un brazo en una llave mortal y tiró de mí hasta sentarme en la silla contigua. Yo me quedé tan perpleja que a punto estuve de derramar el agua en su regazo.

—He dicho que me gustaría hablar contigo —insistió casi en un susurro pero con un tono equiparable al de una orden imperial.

Se me aceleró el corazón. ¿Qué demonios creía que estaba haciendo? ¿Podía alguien morir asesinado durante la celebración de una cena privada en un restaurante famoso, con los de los Servicios Secretos merodeando fuera? Y en ese instante recordé el comentario de Rodo sobre la interrupción de la comunicación de la bodega, y se me cayó el alma a los pies. De modo que dejé la jarra en la mesa y asentí.

—Claro. Supongo que no vendrá de un momento —dije con toda la calma que pude reunir y retirando sus dedos con cuidado de mi brazo—. ¿Qué llevó a Sage y a Galen a Denver?

El semblante de Rosemary se tornó férreo.

—Sabes perfectamente lo que hacían allí —contestó—. Seguro que tu amiguita mestiza Nokomis Key ya te lo ha soplado, ¿no es así?

Había espías en todas partes.

Entonces, con sus acerados ojos, dio rienda suelta a la persona que yo conocía.

—¿Con quién crees que estás tratando, muchachita? ¿Acaso tienes la menor idea de quién soy yo?

Sentí la tentación de contestarle que bastantes problemas estaba teniendo ya para saber quién era yo, pero considerando la última reacción de Rosemary, por no hablar de la composición de aquel misterioso grupo, pensé que a todos nos iba a ir mejor si, al igual que el móvil, dejaba la frivolidad tras la puerta.

—¿Y quién es usted? —pregunté al fin—. Quiero decir… aparte de Rosemary Livingston, mi antigua vecina.

Rosemary suspiró con infinita impaciencia y repiqueteó con una uña en el plato de méchoui que tenía delante y que seguía intacto.

—Le dije a Basil que esto era una estupidez. Una cena, ¡por el amor de Dios! Pero no quiso escucharme —dijo casi para sí misma. Luego volvió a mirarme con los ojos entornados—. Sin duda, sabrás quién es en realidad Vartan Azov —dijo—. Me refiero al margen de esa afición suya de hacerse maestro de ajedrez de talla mundial. —Al verme negar con la cabeza, confusa, añadió—: Obviamente, conocemos a Vartan desde que era niño. En aquel entonces era hijastro de Taras Petrosián, el socio de Basil, que acaba de fallecer en Londres. A Vartan no le gusta hablar de su relación, ni del hecho de que sea el único heredero del patrimonio de Petrosián, que es ciertamente abundante.

Por mucho que intenté disimular lo que sentí al oír aquella revelación, no pude evitar escrutarla fijamente y enseguida desvié la mirada. Era evidente que Petrosián había sido rico. Había sido un «oligarca» durante el apogeo del capitalismo ruso, ¿no? Y, además, Basil Livingston difícilmente habría tenido tratos con nadie que no lo fuera.

Pero Rosemary no había acabado. De hecho, parecía regodearse en su venenosa perorata con una fruición sin precedentes.

—Me pregunto si podrías explicarme —dijo manteniendo la voz baja— cómo exactamente se las arregló Vartan Azov, siendo ucraniano, para conseguir con tan poco margen de tiempo un visado para viajar a Estados Unidos, sólo para asistir a una fiesta de cumpleaños. O por qué él y Lily Rad, si realmente tenían tanta prisa por llegar a Colorado, decidieron ir a la casa por carretera en un coche de alquiler.

Me maldije por ser tan lerda. Si Rosemary intentaba arrojar sospechas sobre mis amigos, lo estaba haciendo de maravilla. ¿Por qué no se me había ocurrido hacerme esas preguntas?

Pero bastó hacérmelas para notar en un instante cómo el terror acababa de arraigar en lo más hondo de mi ser. Me alegré de seguir sentada. Mi sistema límbico empezaba a causar estragos en mis reacciones viscerales; estaba empapada en sudor frío.

Pero no había podido evitar oír aquella frase en particular, como un choque de símbolos en mi mente; la frase que lo resumía todo de un modo que realmente me hería: «Obviamente, conocemos a Vartan desde que era niño…».

Si los Livingston conocían a Vartan Azov desde que era niño, si lo conocían desde que era el hijastro de Taras Petrosián y habían tenido tratos con el propio Petrosián todo aquel tiempo, eso significaba que todos ellos habían estado íntimamente relacionados… Incluso desde el mismo instante en que mi padre y yo pusimos un pie en Rusia.

Lo cual significaba que todos ellos debían de haber estado implicados en aquella última partida, la que le arrebató la vida a mi padre.

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El juego ciertamente había avanzado. Enseguida comprendí que en aquellas pocas palabras que Rosemary Livingston me había dedicado en un aparte no sólo había dejado ver su verdadera esencia, sino que probablemente me había proporcionado mucha información sobre la que meditar.

Mientras servía los siguientes tres platos (la carne guisada con setas silvestres, el pollo con verduras, las hortalizas estofadas con la grasa del cordero y el gâteau au chocolat acompañado con cerezas maceradas en brandy, intenté distanciarme un poco y obtener una visión más amplia del tablero en el que estaba jugando. Y averigüé mucho, si bien sólo a partir de insinuaciones.

Aunque Rodo me había rescatado enseguida de las garras de nuestra anfitriona y me había devuelto a mi más apacible hábitat consistente en remover ascuas y servir vituallas, no conseguía detener la cantinela que resonaba en mi cabeza: que la mayoría de las personas a quienes mi madre había invitado hacía apenas unos días, en las Rocosas, también resultaban estar, de un modo u otro, íntimamente relacionadas entre sí, una clase de conexión que sugería que, por consiguiente, también estaban sospechosamente relacionadas con la muerte de mi padre.

Eso significaba que sin duda todos ellos participaban en el juego.

Lo único que necesitaba era averiguar de qué modo estaban relacionados conmigo. ¿Qué papel desempeñaba yo? La Pregunta de los Sesenta y Cuatro Escaques, como habría dicho Key, y como Rodo, a su manera, había intentado señalar un rato antes. Estaba impaciente por quedarme a solas con él después de cerrar el restaurante, para interrogarlo sobre el verdadero origen de aquella cena de gala. ¿De quién había sido la idea? ¿Cómo se había decidido? ¿Cómo se había organizado a todos aquellos dignatarios de alto nivel y a las hautes fuerzas de seguridad?

Sin embargo, pese a todas esas preguntas sin responder flotando en el primer plano de mi conciencia, había algo que estaba segura de haber descifrado, algo que había estado acechando en los recovecos de mi mente.

Algo más había ocurrido hacía diez años. Algo más, aparte de la muerte de mi padre y la decisión de mi madre de sacarme de la escuela de Nueva York en la que estudiaba y llevarme a vivir al Octógono, en medio de las Rocosas, algo que casi parecía un inexplicable movimiento de ajedrez en un juego de mayores dimensiones.

Diez años antes, como en ese instante recordé, la familia Livingston había arrancado sus raíces de Denver y se había instalado como vecinos a tiempo completo: se habían mudado al rancho que tenían en Redlands, en la meseta de Colorado.

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Pasaba de la medianoche cuando los Livingston se marcharon con el último de sus invitados. Tanto Rodo como yo estábamos demasiado cansados para mantener una larga charla. Dijo que quería verme al día siguiente, por la mañana, y llevarme a algún lugar discreto donde pudiéramos hacer balance de lo que había tenido lugar aquella noche.

Me pareció bien. Una excursión con Rodo me ahorraría de paso la ira que sin duda iba a arrebatar a los chefs y a Leda —por no hablar de la tropa de fregado— cuando vieran lo que les dejábamos por lavar y limpiar.

Estaba llevando las cazuelas y las sartenes a la despensa, donde pasarían en remojo varias horas, cuando, al mover la bandeja en la que había ido vertiéndose la grasa del cordero, vi aquellas manchas negras y funestas en el suelo. Se las mostré a Rodo.

—¿Quién montó el asador del mouton? —le pregunté—. Quienquiera que fuera, se lució. Mira qué desastre. Tendrías que habérmelo encargado a mí o haberlo hecho tú mismo. ¿A quién enviaste aquí abajo esta mañana? ¿A la Brigada Vasca?

Rodo sacudió la cabeza, compungido, al ver el pringue carbonizado. Vertió un poco de agua sobre él con la jarra y luego lo espolvoreó con un poco de bicarbonato sódico.

—A un amigo —contestó—. Mañana lo solucionaré. Voy a recuperar nuestros móviles. Y tú será mejor que vayas a casa y duermas un poco.

Era algo tan insólito en mi jefe (al que los chefs llamaban el Exterminador Euskaldun) que casi me quedé sin aliento. El auténtico Rodo habría equiparado su desprecio con un rifle de asalto AK-47 ante cualquiera que hubiese cometido una transgresión la mitad de grave que aquélla. Debía de estar derrotado por el cansancio de la noche, concluí.

Yo también estaba, más que derrotada, exhausta, al borde del coma, cuando Rodo regresó de su visita a la patrulla del puente con nuestros móviles. Volvían a ser las tantas cuando echó la llave de la puerta principal a nuestro paso; empezaba a volverse una costumbre para mí. El puente peatonal estaba abierto, los sabuesos se habían marchado, y su garita y las barreras de cemento habían sido convenientemente retiradas.

Nos separamos al final del puente, donde Rodo me deseó felices sueños y me dijo que me llamaría al día siguiente para acordar la hora a la que pasaría a recogerme. Era más de la una de la mañana cuando enfilé el callejón hacia mi pied à terre con vistas al canal.

Al llegar a la terraza, en la habitualmente penumbrosa entrada del Key Park, todo estaba tan negro como el interior de un calcetín de lana. La bombilla de la farola se había fundido, algo que ocurría con más frecuencia de la que me gustaba recordar. La oscuridad impedía ver nada, así que busqué las llaves a tientas y al fin palpé la correcta. Pero, cuando abrí la puerta de mi recibidor, algo me chocó. Atisbé una tenue luz que parecía brotar de lo alto de la escalera.

¿Me habría dejado una lámpara encendida sin darme cuenta?

Después de todo lo que me había pasado en los últimos cuatro días, tenía derecho a preocuparme. Saqué el móvil y marqué el número de Rodo. No podía estar a más de una o dos manzanas de allí, probablemente aún no hubiera llegado ni al coche, pero no contestó, de modo que colgué. Podía volver a llamarlo apretando una sola tecla si me encontraba con algo realmente desagradable ahí arriba.

Empecé a subir con sigilo y llegué a la puerta de mi apartamento. No tenía cerradura, pero siempre la cerraba cuando salía de casa. La encontré entornada. Y no había duda: dentro había una lámpara encendida. Estaba a punto de pulsar la tecla de rellamada cuando oí una voz conocida.

—¿Dónde has estado, querida? Llevo horas esperándote.

Empujé la puerta y la abrí del todo. Allí, sentado en mi cómodo sillón de cuero, como si fuera el amo del lugar, con la luz de la lámpara derramándose sobre su pelo rizado y cobrizo, un vaso de mi mejor jerez en una mano y un libro abierto sobre el regazo, estaba mi tío Slava.

El doctor Ladislaus Nim.