DEMASIADAS REINAS

Oscuras conspiraciones, sociedades secretas, encuentros a medianoche de hombres desesperados, conjuraciones imposibles… Todo ello estaba a la orden del día.

DUFF COOPER,

Talleyrand

Sólo en Francia se conoce el verdadero horror de la vida de provincias.

TALLEYRAND

Valençay, valle del Loira, 8 de junio de 1823

Charles Maurice de Talleyrand-Périgord, príncipe de Benevento, iba sentado en la pequeña carreta tirada por un pony, en medio de los dos niñitos, que llevaban puestos unos enormes sombreros de paja y sus batas de lino para zascandilear en el jardín. Estaban siguiendo a los sirvientes y al cocinero de Talleyrand, Carême, quien había regresado hacía poco y que iba al frente de todos ellos, paseándose entre los huertos de hortalizas y plantas aromáticas con cestos y una podadera, dejando que los niños lo ayudaran a escoger las flores y las verduras para la cena de esa noche y la decoración de la mesa, como solían hacerlo todas las mañanas. Talleyrand jamás acostumbraba cenar con menos de dieciséis comensales.

Al tiempo que Carême apuntaba con sus tijeras hacia matas y plantas, capuchinas, ruibarbos morados, pequeñas alcachofas, brazados de aromáticas hojas de laurel y pequeñas y coloridas calabazas iban amontonándose en las cestas de los sirvientes. Talleyrand sonrió cuando los niños aplaudieron con sus manitas.

La gratitud del político hacia Carême no conocía límites después de que este último hubiera accedido a ir a Valençay, y por varias razones. Sin embargo, ninguna de ellas estaba relacionada con el hecho de que ese día fuera el cumpleaños de Carême, coincidencia que sólo se debía a la pura casualidad. El cocinero le había dicho a los niños que estaba preparando una sorpresa especial para el postre de esa noche que todos disfrutarían, él incluido: una piéce montée, una de esas obras de diseño arquitectónico de merengue francés y caramelo hilado por las que había recibido su primer reconocimiento internacional.

Antonin Carême era por entonces el chef más famoso de Europa, y la publicación de su libro Le maître d’hôtel français durante el otoño anterior había ayudado a consolidar su renombre, pues era mucho más que un simple recetario por sus doctos conocimientos culinarios, ya que en él comparaba la cocina antigua y la contemporánea y explicaba la importancia que varias culturas habían otorgado a los alimentos en cuanto a su relación con las cuatro estaciones del año. Extraía muchos de sus ejemplos de los doce años de experiencia que había cosechado como chef en las cocinas de Talleyrand, tanto en París como en Valençay, aunque especialmente en este último lugar, donde había confeccionado un menú distinto para cada día de cada uno de esos años, con la estrecha colaboración de Talleyrand.

Tras servir en los años intermedios como chef de otras personalidades —entre ellas el príncipe de Gales, en Brighton; lord Charles Stewart, el embajador británico en Viena, y Alejandro I, zar de Rusia—, y ante la insistencia de Talleyrand, Carême había regresado para pasar los meses de verano recuperándose en Valençay mientras sus nuevos empleadores acababan de renovar el palacio que tenían en París. Después, a pesar de la grave enfermedad pulmonar que todos los cocineros de su época padecían, volvería a asumir sus obligaciones como chef de las únicas personas que podían permitirse tenerlo empleado a tiempo completo: James y Betty de Rothschild.

La excursión de esa mañana con Carême y los niños por las diez hectáreas de huertos había sido un simple pretexto, pese a que esos paseos matutinos se habían instaurado desde hacía tiempo como uno de los entretenimientos preferidos de Valençay.

No obstante, esa mañana era especial en muchos sentidos. Para empezar, porque a Maurice Talleyrand, casi un septuagenario, le encantaba pasar aquellos momentos con los retoños de sus sobrinos, el pequeño Charles-Angélique, de dos años, hijo de su sobrino Alexandre y de Charlotte, y con la hija de Edmond y de Dorothée, Pauline, la pequeña Minette, quien estaba a punto de cumplir tres años y a quien él llamaba su ángel de la guarda.

Maurice no tenía hijos legítimos. Charlotte, la madre del pequeño Charles-Angélique, era la amada hija adoptiva de «padres desconocidos» que Maurice había traído misteriosamente consigo hacía casi veinte años de su viaje anual al balneario de Bourbon l’Archambault, y a quien madame Talleyrand y él habían tratado como a una hija y malcriado todo lo que habían podido. Disfrazaban a Charlotte con atuendos extravagantes, con vestidos españoles, polacos, napolitanos y cíngaros, y celebraban elegantes fiestas de bals d’enfant, de las que hablaba todo París, donde los niños aprendían a bailar boleros, mazurcas y tarantelas.

Sin embargo, se habían producido muchos cambios en esas últimas dos décadas, sobre todo en Maurice. Había servido a innumerables gobiernos durante los años de monarquía, revolución, negociación, diplomacia y huida: al Parlamento francés de Luis XVI, al Directorio, al Consulado y al Imperio con Napoleón. Incluso había ejercido de regente de Francia hasta la restauración de Luis XVIII.

Mientras tanto, la partida había sufrido otros tantos reveses de la fortuna. Hacía tiempo que la otrora esposa de Maurice, la princesa de Talleyrand, Catherine Noel Worlée Grand, la Reina Blanca, había quedado fuera de juego. No hacía ni ocho años, en una acción que había cogido a Talleyrand por sorpresa, atrapado como estaba por entonces en el Congreso de Viena con otros cabezas de Estado que creían estar repartiéndose Europa, Napoleón había escapado de su exilio en la isla de Elba y había regresado triunfante a París para dar rienda suelta a sus infames Cien Días de gobierno. Catherine había huido a Londres acompañada de su amante español y Maurice le pagaba una pensión para que nunca volviera a acercarse a menos de veinte kilómetros de París.

El juego había acabado y las negras se habían hecho con la mayoría de las piezas con ayuda de Maurice. Napoleón había sido depuesto y había muerto, y los Borbones —una familia que, tal como decía Maurice, nada había aprendido y nada había olvidado— habían vuelto al poder con Luis XVIII, un rey seducido y controlado por los ultraconservadores, un partido de hombres siniestros que deseaban dar marcha atrás en el tiempo y revocar la Constitución de Francia y todo lo que la Revolución había significado.

También habían jubilado a Maurice; lo habían despachado con el título insustancial de «alto consejero» y una paga, pero había sido apartado de la política. Lo habían relegado a vivir allí, a dos días de viaje de París, en su propiedad palaciega de más de dieciséis mil hectáreas en el valle del Loira, un presente que muchos años atrás le había hecho el emperador Napoleón.

Tal vez estuviera jubilado, pero no estaba solo. Dorothée de Courlande, anterior duquesa de Dino y una de las mujeres más ricas de Europa, a quien había casado con su sobrino Edmond cuando ella tenía dieciséis años, había sido la compañera de Maurice desde el Congreso de Viena. Salvo, claro está, durante la breve y pública reconciliación con Edmond unos meses antes de que naciera Pauline.

No obstante, esa mañana Maurice había acudido a los huertos con los niños por otra razón, una más importante: la desesperación. Estaba sentado en la carreta tirada por el pony, entre las criaturas —Pauline, su «Minette», la hija ilegítima que había tenido con su amada petit marmousin, Dorothée, ex duquesa de Dino, y el pequeño Charles-Angélique, el hijo de su otra hija ilegítima, Charlotte— y experimentaba una emoción que le resultaba difícil de describir, por mucho que escarbara en su cerebro.

Hacía días que lo acompañaba aquella sensación, era como si estuviera a punto de suceder algo terrible, algo que cambiaría su vida, algo extraño. Lo que sentía no era ni dicha ni amargura, lo que sentía se asemejaba más a un vacío. Y, sin embargo, podría acabar siendo justamente lo contrario.

Maurice había experimentado la pasión en los brazos de muchas mujeres, incluidos los de su esposa, y profesaba un amor afectuoso, casi paternal, por la madre de Pauline, Dorothée, quien ya había cumplido treinta años y que había compartido su vida y su lecho durante los últimos ocho. No obstante, Maurice sabía muy bien a quién debía la sensación de vacío que lo perseguía, a la mujer a quien había amado con mayor fervor, a la madre de Charlotte: Mireille.

Había tenido que ocultarle a su adorada Charlotte la existencia de su madre debido a los omnipresentes peligros, incluso ahora que el juego había acabado. Maurice intuía vagamente cómo podría haber sido todo si Mireille se hubiera quedado, si hubiera abandonado esa misión en la que se consumía, si hubiera olvidado el ajedrez de Montglane y aquella sangrienta y temible partida que tantas vidas había destruido. ¿Cómo habría sido su vida si ella se hubiera quedado a su lado? ¿Si se hubieran casado? ¿Si hubieran criado juntos a sus dos hijos?

Sus dos hijos, sí, por fin lo había dicho.

Ésa era la razón por la que aquella mañana Maurice había insistido en llevarse al pequeño Charles-Angélique y a Minette a dar una vuelta en la carreta del pony para ver las plantas y las flores: una excursión normal y corriente con la familia, algo que Maurice nunca había experimentado, ni siquiera de niño. Se preguntó cómo se sentiría si aquéllos fueran sus hijos, los hijos que había tenido con Mireille.

Sólo una vez creyó haber atisbado lo que podría haber sido, aquella noche de hacía veinte años en que Mireille se había encontrado con él en los baños de vapor de Bourbon l’Archambault, aquella noche de dicha infinita para Maurice en que había visto a sus dos hijos juntos por primera vez.

Aquella noche de hacía veinte años en que Mireille al final había accedido a entregarle a la pequeña Charlotte para que la niña se criara con su verdadero padre.

Aquella noche de hacía veinte años en que Mireille había partido con su hijo de diez años, un niño a quien Maurice había acabado por convencerse de que no volvería a ver jamás.

Sin embargo, hacía dos noches que esa convicción se había desvanecido por completo tras la llegada de una misiva con el correo de la tarde.

Maurice sacó el papel del interior de la blusa, una carta fechada tres días atrás, procedente de París.

Señor:

Debo veros por motivo de extrema importancia para ambos. Acabo de saber que ya no mantenéis residencia en París. Os visitaré en Valencay dentro de tres días.

Vuestro seguro servidor,

CHARLOT

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La lujosa mansión de múltiples cúpulas había sido erigida en la falda más soleada de la montaña para que las cocinas de Valencay, en vez de ser unas mazmorras, estuvieran inundadas de luz y dieran a las rosaledas con sus ensortijadas ramas cargadas de pétalos de tonos pastel.

Maurice Talleyrand solía acomodarse en una silla de jardín, al aire libre, donde podía embriagarse con el perfume de las rosas y observar a la vez lo que ocurría en el interior de la casa. En otros tiempos, había sido testigo tantas veces de la magia que hacía Carême que casi podía describirla con los ojos vendados. Aquél en concreto siempre había sido su número preferido.

Maurice había pasado incontables horas con incontables cocineros en incontables cocinas. Desde siempre, uno de sus grandes placeres había consistido en la concepción y disfrute de un banquete, especialmente en su profesión, pues Maurice consideraba que un convite bien planificado era el mejor lubrificante para mantener engrasada la maquinaria de la diplomacia. Durante el Congreso de Viena, había enviado un único mensaje a su nuevo patrón, Luis XVIII, quien se encontraba en París: «Aquí se necesitan más cazuelas que instrucciones». Y Carême había sido el encargado de suministrarlas.

Sin embargo, tal vez la cena de esa noche acabara demostrándose como la más difícil y delicada de su larga y distinguida carrera, como Maurice bien sabía. Esa noche vería a su hijo por primera vez en casi veinte años. Él y Chariot, quien había dejado de ser un niño, tendrían preguntas trascendentales que hacerse y secretos que revelarse mutuamente.

No obstante, como Maurice sabía, la única persona que quizá estuviera en poder de las respuestas, incluso a las preguntas más vitales, era el hombre que Talleyrand había insistido en traer hasta Valençay en cuanto hubo recibido la carta. Un hombre que significaba mucho para Maurice, que se había ganado su confianza y que conocía muchos de sus secretos. Un hombre que, aun habiendo sido rechazado de niño por su propia familia, había conseguido un éxito abrumador, igual que Maurice; un hombre que, durante todos esos años, había llevado a cabo entre bastidores las misiones encomendadas por Talleyrand, en las cortes europeas; un hombre que había sido lo más parecido a un hijo que Maurice había tenido, si no en carne, al menos en espíritu.

El mismo hombre que en esos momentos estaba entreteniendo al personal de cocina al otro lado de aquellos ventanales mientras preparaba lo que habían planeado para la cena de los niños.

Era la única persona viva, salvo el propio Maurice, que conocía toda la historia.

Era el famoso cocinero Marie-Antoine Carême, Antonin Carême.

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El azúcar derretido bullía en el puchero de cobre que había sobre el fogón. Carême lo removía con suavidad ante la atenta mirada de los niños y el personal de cocina, más de treinta personas, todos fascinados por el aura del gran maître d’hôtel, un maestro entre maestros. Carême espolvoreó un poco de crémor tártaro en el azúcar derretido y en ebullición y las burbujas se inflaron y se volvieron porosas, como si fueran de cristal.

Ya casi estaba listo.

A continuación, el maître hizo algo que siempre maravillaba a quienes no estaban familiarizados con el arte de la pâtisserie. Hundió la mano desnuda en un cuenco de agua helada que había preparado para la ocasión y a continuación la metió en el azúcar volcánico para devolverla una vez más al agua fría. Los niños chillaron horrorizados y muchos de los pinches ahogaron un grito.

Acto seguido, cogió su afilado cuchillo, lo hundió en el azúcar derretido y, después de sumergirlo en el agua helada, una capa crujiente de azúcar se desprendió de la hoja con un chasquido.

¡Bien! —anunció Câreme a su público entregado—. ¡Listos para el hilado!

Durante más de una hora, el grupo observó en silencio cómo el maître, con la ayuda de la joven Kimberly que le tendía presta los utensilios, llevaba a cabo el trabajo de un experto cirujano, un maestro picapedrero y un arquitecto, todo en uno.

El azúcar hirviendo volaba del pico del puchero de cobre al molde que lo esperaba y se arremolinaba en su interior, que había sido untado previamente con un aromático aceite de almendras para que, una vez enfriado el azúcar modelado, se desprendiera con facilidad. Cuando los moldes de distintos tamaños y formas estuvieron llenos, el maestro, utilizando los tenedores giratorios que él mismo había inventado, lanzó relucientes cintas de azúcar al aire como si fuera un soplador de vidrio veneciano, las retorció hasta conseguir los cordones trenzados llamados cheveux d’ange, cabellos de ángel, y las cortó en largas tiras.

Talleyrand observaba a través de los ventanales, desde la rosaleda. Cuando Carême hubo terminado la parte más difícil y peligrosa del proceso, durante la que no debía distraérsele, y el contenido de los moldes se hubo endurecido como si fuera cristal de roca, Maurice entró en la cocina y tomó asiento cerca de los niños.

Después de tantos años a su servicio, Maurice sabía muy bien que el cocinero parlanchín no se resistiría por mucho más tiempo ante un público tan nutrido y que empezaría a pontificar sobre sus aptitudes y conocimientos a pesar del esfuerzo que le había exigido aquella demostración de maestría y del precio que ya se había cobrado en su patentemente delicada salud. Maurice quería oírlo.

Talleyrand se unió a los demás cuando Carême iniciaba el ensamblaje, que consistía en ir fundiendo las puntas de cada pieza sobre los rescoldos del brasero para que éstas se soldaran a las demás partes con su propio pegamento azucarado. Sin embargo, cada vez que se agachaba sobre las brasas y respiraba el humo, apenas conseguía contener los accesos de tos, la maldición de su profesión, ese pulmón negro de resultas de una exposición constante a los gases que desprendía el carbón. Kimberly le servía champán, que Carême iba bebiendo mientras continuaba trabajando. Mientras unía la miríada de piezas, y poco a poco empezaba a emerger una estructura compleja y fascinante, el cocinero se aclaró la garganta para dirigirse al príncipe y a su personal.

—Todos habéis oído la historia de mi vida —empezó Carême—, y sabréis que, igual que Cenicienta, me levanté de entre mis cenizas y llegué a los palacios de Europa. También conoceréis que, siendo un niño pordiosero y abandonado por mi padre a las puertas de París, fui descubierto y puesto al servicio del célebre pâtissier Bailly para acabar sirviendo al lado del cocinero del príncipe Talleyrand, el gran Boucher, quien antes había sido el chef de la casa de los Condé.

La mera mención del nombre de Boucher siempre despertaba un temor reverencial en las cocinas de Europa, pues nadie ignoraba que había sido el famoso maître d’hôtel del príncipe de Condé, descendiente de una de las familias más poderosas de Francia.

Siguiendo la larga línea de los cocineros de los Condé —empezando por el casi legendario Vâtel, quien se había suicidado arrojándose sobre su propia espada al ver que el marisco no llegaba a tiempo para el banquete—, el propio Boucher había adiestrado a pinches, aprendices y sous-chefs (ayudantes de cocina) durante años en las cocinas de los Conde, tanto en París como en Chantilly, hombres que acabaron convirtiéndose en chefs de categoría en las grandes casas de Europa y América. Entre ellos se encontraba el cocinero esclavo de Thomas Jefferson, James Hemings, quien estuvo estudiando bajo la tutela de Boucher durante los cinco años que el diplomático estadounidense estuvo destinado en Francia.

Cuando Louis-Joseph, por entonces príncipe de Condé, huyó del país para conducir un ejército austríaco contra la Francia revolucionaria, fue Talleyrand quien rescató a su cocinero, Boucher, del acoso del populacho y quien le dio trabajo. Fue entonces cuando Boucher descubrió al joven tourtier, el repostero, en la pastelería de Bailly y quien lo dio a conocer a monseigneur Talleyrand.

—Sí, como Cenicienta —añadió el gran cocinero—, y llamándome como me llamo, Carême, diminutivo de Cuaresma, los cuarenta días de abstinencia que empiezan con el dies cinerum, el Miércoles de Ceniza, lo lógico habría sido que prefiriera la penitencia, es decir, que me interesara más la antigua tradición del abstinente que el arte del apetente.

»Sin embargo, de cada uno de mis tutores y patrones he aprendido algo en suma misterioso acerca de la relación entre ambas, la abstinencia y la apetencia, y de su vínculo con el fuego. Aunque estoy adelantándome. Primero desearía hablaros de la creación en que estoy trabajando esta noche para el príncipe, sus invitados y su familia.

Carême miró a Talleyrand, quien asintió con un ademán para que continuara. El cocinero desenrolló un pergamino donde aparecían extraños dibujos de arcos y líneas y vació encima uno de los moldes que contenía una figura de azúcar con la forma de un octógono de cerca de un metro de diámetro. A continuación, fue desmoldando el resto de formas octogonales, cada vez más pequeñas, y fue colocándolas una encima de la otra, como una escalera. Acto seguido cogió una de las tiras retorcidas con las tenacillas y la acercó brevemente a las brasas antes de retomar la unión de su obra y la historia.

—Fue Bailly, el maestro pâtissier, quien me introdujo en el maravilloso arte de la cocina arquitectónica —dijo—, pues me permitió estudiar por las noches y copiar los diseños de los edificios antiguos que había sacado prestados de las salas de grabados del Louvre. Descubrí que las bellas artes son cinco: la pintura, la escultura, la poesía, la música y la arquitectura, cuya máxima expresión es la confitería. Aprendí a dibujar con el pulso firme y diestro de un arquitecto y un matemático experimentados las obras arquitectónicas de las grandes culturas de los antiguos, Grecia, Roma, Egipto, India, China, que un día crearía en caramelo hilado, como ésta.

»Es la estructura suprema entre los edificios antiguos, de gran influencia en todo lo que inspiró a Vitruvio. Se llama la Torre de los Vientos, una famosa torre ateniense de planta octogonal que alberga un planetario y un reloj de agua, y que Andrónico de Cirro construyó en el siglo I antes de Cristo. Hoy en día todavía sigue en pie. Vitruvio nos dice: “Algunos han sostenido que sólo existen cuatro vientos, pero estudiosos más aplicados aseguran que en realidad son ocho”. Ocho, un número sagrado, pues se encuentra en el origen de la mayoría de los trazados de los templos ancestrales de la Persia y la India más antiguas.

Todo el mundo observaba embelesado mientras los dedos del maître se paseaban sin descanso por la encimera con aquellas piezas arquitectónicas que había creado como por arte de magia. Cuando la construcción estuvo acabada, ésta se alzaba dos metros por encima de la mesa y se cernía sobre todos ellos, una torre octogonal de increíble detalle, a la que no le faltaban los enrejados de las ventanas y los frescos que rodeaban la parte superior, en los que varios personajes representaban los ocho vientos. Todos aplaudieron, incluido el príncipe.

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Cuando el personal hubo regresado a sus obligaciones, Talleyrand acompañó al gran chef al jardín.

—Has logrado una obra de arte verdaderamente notable, como siempre —fueron las primeras palabras de Talleyrand—, pero me temo que me hallo algo perdido, mi querido Antonin, puesto que justo antes de que comenzaras tu mágica reconstrucción arquitectónica de lo que sin duda alguna es la estructura más notable de la antigua Grecia, has dejado entrever que cierto misterio te empujó a construir la Tour des Vents. Si mal no recuerdo, era algo que tenía que ver con la penitencia y la apetencia, con la Cuaresma y las cenizas, ¿no es así? Aunque debo confesar que aún no consigo ver la relación.

—Sí, alteza —contestó Carême, deteniéndose apenas un segundo para mirar a los ojos a su patrón y mentor, pues ambos sabían qué estaba preguntándole Talleyrand en realidad—. El propio Vitruvio nos enseña que, construyendo un nomon para seguir el curso del sol y utilizando un compás para dibujar un sencillo círculo, podemos dar vida al octógono, la estructura sagrada por excelencia, como sabían los antiguos, pues es el intermediario divino entre el círculo y el cuadrado.

»En China, el octógono corresponde al Bagua, la forma más antigua de adivinación. En India, el tablero de ocho casillas por lado se llama Ashtapada, la araña, el juego de mesa más antiguo del que se tiene conocimiento. También es la base del mándala sobre el que construyen los templos del fuego hindúes y persas. Menos conocido, aunque seguro que no para Vitruvio, es que estos representan las formas más antiguas del altar donde se llevaban a cabo los sacrificios, donde las cosas podían “alterarse”, donde, en la antigüedad, el cielo se unía a la tierra, como un rayo caído del cielo. Durante las ocho festividades del fuego celtas que se realizaban anualmente, el sacrificio de fuego a su dios y la celebración del pueblo eran una sola cosa.

»Ésa es la razón por la que el centro de la casa, el centro del templo y el centro de la ciudad se llamaban focus —añadió—, es decir, el hogar. Los cocineros somos los bienaventurados de nuestra época porque hubo un tiempo en que ser cocinero o mago, un maestro del fuego, de la fiesta y el sacrificio, estaba considerada como la labor más sagrada.

Sin embargo, Carême no pudo proseguir. A pesar del aire fresco del jardín, o tal vez a causa de ello, su tos crónica regresó para atenazar su garganta una vez más.

—Te has sacrificado a tu sagrada profesión y a tus brasas, amigo mío —observó Talleyrand, alzando una mano para llamar a un sirviente, quien salió corriendo de la casa con otra copa de champán, que le tendió al cocinero. Cuando el sirviente se hubo ido, Talleyrand añadió—: No dudo de que conoces la razón por la que te he hecho venir hasta aquí.

Carême asintió con la cabeza, dándole sorbos al champán mientras trataba de recuperar la respiración.

—Por eso me he apresurado a venir, señor, aunque tal vez no debiera haberlo hecho, pues como veis, estoy enfermo —consiguió decir al final, casi sin aliento—. Es por la mujer, ¿verdad? La mujer que se presentó en París en medio de aquella noche de hace tantos años, cuando yo era el primer sous-chef de Boucher en vuestro palacio de la rue de Bac, el Hôtel Galliffet. Ha vuelto. La mujer que luego apareció en Bourbon l’Archambault con Charlotte. La mujer por la cual me habéis hecho reunir todas esas piezas. Mireille…

—No debemos hablar de ello tan abiertamente, mi leal amigo —lo interrumpió Talleyrand—. Tú y yo somos las únicas personas sobre la faz de la tierra que conocen la historia, y aunque pronto tendremos que compartirla con alguien, de hecho, esta misma noche, deseo que conserves las fuerzas para ese encuentro. Eres el único que podría estar en posición de ayudarnos, pues como bien sabes, eres el único a quien he confiado toda la verdad.

Carême asintió para indicarle que volvía a estar preparado para servir al hombre a quien siempre había considerado su mejor patrón. Y muchas otras cosas.

—Entonces, ¿es a esa mujer a la que se espera esta noche en Valençay? —preguntó Carême.

—No, es a su hijo —contestó Talleyrand, apoyando una mano sobre el hombro del cocinero con desacostumbrada familiaridad. Luego, tras un profundo suspiro, añadió en voz baja—: Es decir, a su hijo y el mío.

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Maurice sintió deseos de echarse a llorar al ver a su hijo por segunda vez en su vida, abrumado por los amargos recuerdos de aquella ahora tan lejana separación en Bourbon l’Archambault, que súbitamente habían asaltado su memoria.

Después de que el personal de la casa hubiera cenado y los niños se hubieran ido a dormir, Maurice se sentó en el jardín y estuvo contemplando el horizonte hasta que la puesta de sol se diluyó en un crepúsculo de color lavanda, su momento preferido del día. Sin embargo, en su mente batallaban un millar de emociones enfrentadas.

Carême los había dejado solos para que hablaran, pero había accedido a reencontrarse con ellos después, junto con un barrilete de un madeira de crianza y algunas de las respuestas que ambos buscaban.

Maurice miraba al joven que se sentaba al otro lado de la pequeña mesa de jardín que el cocinero había preparado para ellos bajo las ramas de un enorme tilo. Estudiaba al joven de aspecto romántico, fruto de la pasión que lo había arrebatado hacía más de treinta años, y debía admitir que jamás había creído sentir tanto dolor.

Chariot, recién llegado de París y todavía ataviado con la ropa de montar, sólo había tenido tiempo de sacudirse el polvo del camino y ponerse una camisa y un pañuelo limpios. Llevaba el cabello cobrizo retirado hacia atrás, recogido en la nuca en una perfecta coleta de la que sólo unos cuantos mechones rebeldes conseguían escapar. Incluso aquel detalle insignificante conseguía evocar con fuerza la fragante melena de rizos bermejos de su madre, en la que Maurice todavía recordaba haber hundido la cara cuando hacían el amor.

Antes de que ella lo dejara.

Sin embargo, mientras intentaba mantener a raya los recuerdos, Maurice comprobó que en Charlot se reconocía a su verdadero padre en cuanto a todo lo demás. Esos fríos ojos de color azul que parecían asegurar que no revelarían los pensamientos más íntimos de su dueño. La frente despejada, el mentón pronunciado y hendido y la nariz respingona, todos ellos rasgos característicos de la larga y noble línea de los Talleyrand de Périgord. Y esos labios sorprendentemente sensuales… Una boca que delataba al entendido nato en vinos selectos, mujeres bellas y todos los deleites del hedonista.

Aunque Maurice tampoco había tardado en comprender que su hijo no podía ser ninguna de aquellas cosas.

Ésa había sido la razón por la que Maurice había atendido la petición de Charlot, cuando apenas siendo éste un niño le había sugerido que casara a Charlotte con alguien de la familia Talleyrand, para que ella no compartiera el mismo destino que él, su hermano. Debido en buena parte a la insensatez que cometieron sus padres al no casarse, Charlot jamás podría ostentar ningún derecho de primogenitura por ser hijo ilegítimo, ni siquiera podría heredar las propiedades de su padre. En realidad, y teniendo en cuenta que Maurice no podía hacer nada contra la ley francesa, era probable que los atributos físicos fueran la única herencia que Charlot recibiría del noble linaje de los Talleyrand-Périgord.

Aun así, Maurice reparó en que la fisonomía de Charlot parecía rebelarse contra su disposición innata. Tal vez su boca sugiriera una sensualidad manifiesta, pero su expresión revelaba la fuerza interior que lo había llevado hasta allí procedente de sabe Dios qué tierras remotas, con un propósito que no admitía aplazamientos. Un propósito que, por el semblante de Charlot, no estaba relacionado con su madre, sino con él mismo.

Y esa mirada que a primera vista le había parecido tan fría y reservada… En el fondo de aquellos ojos de tintes añiles, Maurice había atisbado un secreto, un misterio que había empujado a Charlot a atravesar aquella distancia para compartirlo únicamente con su padre.

Aquello fue lo único que le permitió a Maurice aferrarse por primera vez a la esperanza de que, después de todo, tal vez aquella visita, aquella reunión no acabaría siendo lo que él había imaginado y había estado temiendo los últimos veinte años. Además, era consciente de que había llegado el momento de que él también revelara algo.

—Hijo mío, Antonin Carême pronto se reunirá con nosotros, como ha de ser —empezó—, pues durante esos años en que tuve que llevar a cabo ciertas tareas de suma importancia que me encomendó tu madre, Antonin fue el hombre a quien le confié mi vida, todas nuestras vidas.

»Sin embargo, antes de que regrese, y mientras todavía estamos solos, desearía que habláramos con franqueza. Hace mucho tiempo que deberíamos haberlo hecho. Como tu padre que soy, te pido y te suplico tu perdón. Si no tuviera la edad que tengo, que no por falta de predisposición, me arrodillaría ante ti, en este mismo instante, y te besaría la mano para implorarte…

Se detuvo, pues Chariot se había levantado como impulsado por un resorte y había rodeado la mesa para ayudar a su padre a ponerse en pie y besarle ambas manos. Luego, lo abrazó.

—Veo cómo os sentís, padre —dijo—, mas podéis estar seguro de que no estoy aquí por lo que creéis.

Al principio, Talleyrand lo miró sorprendido, pero luego una sonrisa cauta afloró a sus labios.

—Había olvidado por completo el don que posees —admitió—, esa facultad para leer los pensamientos y las profecías.

—Yo también casi lo había olvidado —dijo Chariot, correspondiendo a su sonrisa—, pero no he venido hasta aquí en busca de mi hermana Charlotte, como parecíais temer hace unos instantes. No; por lo que a mí respecta, no es necesario que sepa nada sobre nosotros, pues veo que la amáis profundamente y deseáis protegerla. Ni tampoco es necesario que, en el futuro, se relacione con el ajedrez de Montglane o el juego.

—¡Pero creía que el juego había terminado! —se horrorizó Talleyrand—. Es imposible que haya vuelto a empezar. Mireille accedió a que fuera yo quien criara aquí a la pequeña Charlotte para evitarlo, donde estaría a salvo. Lejos del juego, lejos de las piezas, ¡lejos de la partida! Y lejos de la Reina Negra, su madre, pues esa era la profecía.

—La profecía estaba equivocada —dijo Charlot; la sonrisa había desaparecido, aunque todavía conservaba las manos de su padre entre las suyas— y parece ser que la partida ha vuelto a iniciarse.

—¡Otra vez! —exclamó Talleyrand, aunque enseguida bajó la voz, a pesar de que no había nadie que pudiera oírlos—. Pero, Charlot, si fuiste tú el primero en lanzar la profecía. Dijiste que «la partida sólo volverá a empezar cuando el contrario nazca de las cenizas». ¿Cómo puedes asegurar que tu hermana está a salvo si ha empezado de nuevo? Sabes que el cumpleaños de Charlotte, el 4 de octubre, es la fecha contraria al de tu madre, la Reina Negra. ¿Acaso no significa eso que, si empezara una nueva partida, Charlotte sería la Reina Blanca tal como hemos creído todos estos años?

—Me equivoqué —dijo Charlot, en voz baja—. La partida ha vuelto a empezar. Las blancas han hecho el primer movimiento y ha aparecido una pieza negra importante.

—Pero… —musitó Talleyrand—. No lo entiendo. —Al ver que Carême cruzaba el jardín en su dirección, se dejó caer de nuevo en la silla, miró a Charlot y añadió—: Hemos recuperado casi todas las piezas con la ayuda de Antonin Carême, gracias a su presencia en esos hogares y palacios, ¡desde Rusia a Gran Bretaña! Mi esposa, madame Grand, la Reina Blanca, está fuera de juego, sus fuerzas se han disuelto o han muerto. Mireille lleva años oculta donde nadie pueda encontrarla, ni a ella ni las piezas. ¿Y aun así insistes en que ha vuelto a empezar? ¿Cómo es posible que las blancas hayan iniciado el movimiento y que Charlotte no corra peligro? ¿Qué pieza negra importante puede tener el otro equipo que no hayamos recuperado?

—Eso es precisamente lo que he venido a descubrir, con vuestra ayuda y la de Carême —contestó Charlot, arrodillándose en la hierba, junto a su padre—. Sin embargo, sé que es cierto, porque lo he visto con mis propios ojos. He visto a la nueva Reina Blanca. Apenas es una chiquilla, pero tiene un gran poder. He tenido en mis manos la valiosa pieza de ajedrez con la cual se ha hecho la Reina Blanca y de la que ahora es dueña. Esa pieza es la Reina Negra del ajedrez de Montglane.

—¡Imposible! —gritó Talleyrand—. ¡Ésa es la figura que Antonin trajo consigo, la que le entregó el propio Alejandro de Rusia! Pertenecía a la abadesa de Montglane. Alejandro prometió protegerla por tu madre, Mireille, mucho antes de que se convirtiera en zar. ¡Y mantuvo su promesa!

—Lo sé —dijo Charlot—. Ayudé a mi madre a esconderla cuando regresó de Rusia, pero parece que la figura que tiene la Reina Blanca llevaba oculta mucho más tiempo. Eso es lo que he venido a averiguar… con la esperanza de que Carême pudiera ayudarnos a encontrar la explicación al hecho de que existan dos Reinas Negras.

—Pero si la partida ha vuelto a empezar tal como dices, si las blancas han resurgido de súbito con su poderosa pieza y han hecho el primer movimiento, ¿por qué se han confiado a ti? —preguntó Talleyrand—. ¿Por qué te la han mostrado precisamente a ti?

—¿No lo entendéis, padre? —dijo Charlot—. Por eso no fui capaz de interpretar correctamente la profecía. Es cierto que las blancas se han alzado de las cenizas del contrario, pero no como había imaginado. No pude verlo porque estaba relacionado conmigo. —Al descubrir la expresión de desconcierto en el rostro de Talleyrand, Charlott añadió—: Padre, soy el nuevo Rey Blanco.