LA DEFENSA INDIA DE REY
[La defensa india de rey] suele considerarse la más compleja e interesante de todas las defensas indias […]. Teóricamente, las blancas deberían tener ventaja, ya que tienen una posición más libre, pero la posición de las negras es sólida y cuenta con numerosos recursos; un jugador tenaz puede conseguir milagros con esta defensa.
FRED REINFELD,
Complete Book of Chess Openings
Las negras […] permitirán a las blancas crear un sólido centro de peones y procederán a atacarlo. Otras características comunes son los intentos de las negras por abrir la diagonal larga de escaques negros y un asalto por parte de los peones del flanco de rey de las negras.
EDWARD R. BRACE,
An Illustrated History of Chess
El ruido de la madera astillándose rompió el silencio. Desde donde estaba, junto al hogar, miré al otro lado de la habitación y vi que Lily había desconectado el contestador de mi madre y había tirado de la maraña de cables de dentro del cajón; estaban esparcidos por todo el escritorio de campaña. Mientras Key y Vartan la miraban, ella usaba el abrecartas en forma de daga para intentar forzar el cajón atascado y sacarlo del escritorio. Por como había sonado, estaba desmantelando el mueble.
—¿Qué haces? —exclamé con alarma—. ¡Ese escritorio tiene cien años de antigüedad!
—Cómo lamento destrozar un auténtico souvenir de las guerras coloniales británicas… Debe de significar mucho para ti —dijo mi tía—. Sin embargo, tu madre y yo encontramos una vez unos objetos de incalculable valor escondidos en unos cajones tan atascados como éste. Cat debía de saber que esto me sonaría de algo.
—Y siguió embistiendo con exasperación.
—Ese escritorio de campaña es demasiado endeble para guardar nada de valor —señalé. No era más que una caja de poco peso con cajones y sostenida sobre patas plegables, o caballetes, como las que solían transportarse sobre mulas de carga en las campañas de las escabrosas regiones montañosas desde el paso de Jyber hasta Cachemira—. Además, que yo recuerde, ese cajón siempre ha estado atrancado.
—Pues ya va siendo hora de desatrancarlo —insistió Lily.
—Amén a eso —convino Key, mientras asía el contundente pisapapeles de piedra que había en el escritorio y se lo pasaba a Lily—. Ya sabes lo que suele decirse: «Más vale tarde que nunca». Lily había alzado el peso de piedra y lo lanzó entonces con fuerza sobre el cajón. Oí la débil madera astillarse más aún, pero mi tía seguía sin poder abrirlo del todo.
Zsa-Zsa, alborotada por tanto ruido y tanta excitación, daba grititos histéricos que recordaban una colonia de ratas lanzándose al mar y saltaba alrededor de las piernas de todos. La levanté y la acomodé bajo mi brazo, consiguiendo hacerla callar temporalmente, allí inmovilizada.
—Permíteme —fue el cortés ofrecimiento de Vartan a Lily mientras le quitaba las herramientas de las manos.
Metió el abrecartas entre el costado del cajón y el escritorio, lo martilleó con el pisapapeles e hizo palanca hasta que la débil madera se rompió y se separó de la base del cajón. Lily dio un buen tirón al pomo y el cajón quedó liberado.
Varían sostuvo las maderas roías en sus manos y estudió los lados y la base mientras Key se arrodillaba en el suelo para meter el brazo estirado hacia donde pudo alcanzar por el agujero abierto. Palpó el interior.
—Aquí no toco nada —dijo, acuclillada y de puntillas—, pero no me llega el brazo hasta el fondo.
—Permíteme —repitió Vartan; dejó el cajón, se acuclilló junio a ella y deslizó la mano por la cavidad abierta del escritorio.
Pareció tomarse un buen rato para palpar el interior. Al final retiró el brazo e, inexpresivo, alzó la mirada hacia nosotras tres, que estábamos de pie, expectantes.
—No encuentro nada ahí atrás —dijo mientras se ponía de pie y se sacudía el polvo de la manga.
Puede que fuera mi suspicacia natural, o tal vez mis nervios crispados, pero no le creí. Lily tenía razón, allí dentro podía haberse ocultado algo. Al fin y al cabo, puede que esos escritorios tuvieran que ser ligeros para transportarlos con facilidad, pero también tenían que ser seguros. Durante décadas los habían usado para guardar planes de batalla y estrategias, mensajes con códigos secretos de cuarteles generales, unidades de campo y espías.
Le endosé Zsa-Zsa a Lily otra vez y abrí de un tirón el otro cajón del escritorio de campaña para rebuscar en él hasta que encontré la linterna que siempre guardábamos allí. Aparté bruscamente a Key y a Vartan a un lado, me incliné y efectué un barrido con la linterna para explorar el interior del escritorio, pero Vartan tenía razón: allí dentro no se veía nada. Entonces, ¿qué había atascado el cajón durante tantos años?
Lo recogí del suelo, donde lo había dejado Vartan, y lo examiné yo misma. Aunque no le vi nada extraño, hice a un lado el contestador automático y las herramientas para dejarlo sobre el escritorio. Saqué también el otro cajón y vacié todo lo que tenía dentro. Al compararlos uno junto al otro, parecía que el panel posterior del cajón roto era ligeramente más alto que el del otro.
Miré a Lily, que seguía con la inquieta Zsa-Zsa en brazos y me hizo un gesto asintiendo con la cabeza, como para confirmar que ella lo había sabido desde el principio. Entonces me volví para enfrentarme a Vartan Azov.
—Parece que aquí hay un compartimiento secreto —dije.
—Lo sé —repuso él con suavidad—. Ya me había dado cuenta, pero me ha parecido mejor no mencionarlo. —Su voz era educada, pero su fría sonrisa había regresado: una sonrisa como una advertencia.
—¿Cómo que no mencionarlo? —dije, sin dar crédito.
—Como tú misma has dicho, el cajón lleva… ¿se dice atascado?… mucho tiempo. No tenemos idea de lo que se oculta ahí —dijo, y añadió con ironía—: A lo mejor algo valioso, como planes de batalla depositados durante la guerra de Crimea.
Eso no era del todo inverosímil, ya que mi padre, de hecho, había crecido en la Crimea soviética, pero sí era altamente improbable. El escritorio ni siquiera era suyo y, aunque yo estaba tan nerviosa como el que más por lo que pudiera contener ese compartimento secreto, también me había hartado de la lógica prepotente y las miraditas duras del señor Vartan Azov. Giré sobre mis talones y me fui hacia la puerta.
—¿Adónde vas? —La voz de Vartan salió disparada como una bala tras de mí.
—A buscar una sierra de arco —espeté por encima del hombro sin dejar de caminar.
A fin de cuentas, razoné, no podíamos aplicar la técnica de apertura a la piedra de Lily. Aunque el contenido no tuviera nada que ver con mi madre, podía haber algo frágil o valioso escondido en ese panel.
Sin embargo, Vartan había cruzado la sala, rauda y silenciosamente, y de pronto estaba a mi lado. Me puso una mano en el brazo y me empujó hacia las puertas del vestíbulo. Una vez dentro de ese armario claustrofóbico, cerró de golpe las puertas interiores y se reclinó contra ellas, bloqueándome la salida.
Encerrados juntos allí, en el minúsculo espacio que quedaba entre la despensa y los colgadores de los abrigos, que estaban cargados de pieles y parkas de plumas, sentí la electricidad estática que encolaba mi pelo a la pared, pero antes de poder protestar por aquel secuestro, Vartan me había agarrado de ambos brazos. Habló deprisa y en voz baja para que no nos oyera nadie desde la sala.
—Alexandra, tienes que escucharme, esto es de vital importancia —dijo—. Sé cosas que es necesario que sepas. Cosas cruciales. Tenemos que hablar, ahora mismo, antes de que vayas por ahí abriendo más armarios o más cajones.
—No tenemos nada de qué hablar —espeté con una amargura que me sorprendió. Me zafé de sus manos—. No sé qué narices estás haciendo aquí, ni siquiera por qué te ha invitado mi madre…
—Pero yo sí sé por qué me ha pedido que viniera —me interrumpió Vartan—. Aunque nunca he hablado con ella, no hacía falta que me lo dijera. Necesitaba información y tú también. Yo soy la única otra persona que estuvo allí ese día y que a lo mejor podía proporcionársela.
No tuve que preguntar qué había querido decir con «allí», ni cuál era el día en cuestión, pero eso no me preparó para lo que siguió después.
—Xie —dijo—, ¿es que no lo entiendes? Tenemos que hablar del asesinato de tu padre.
Sentí como si me hubieran dado un puñetazo en el estómago; por un momento me faltó la respiración. Nadie me había llamado Xie (el apodo preferido de mi padre, diminutivo de Alexie) en los diez años transcurridos desde mi juventud ajedrecística. Al oírlo, junto con «el asesinato de tu padre», me sentí completamente desarmada.
Allí estaba otra vez aquello de lo que nunca hablábamos, aquello en lo que nunca pensaba. Pero el recuerdo reprimido de mi pasado había logrado penetrar hasta el aplastante y asfixiante espacio del vestíbulo y me miraba a la cara con esa espantosa sangre fría ucraniana. Como de costumbre, me enroqué en la negación absoluta.
—¿Su asesinato? —dije, sacudiendo la cabeza con escepticismo, como si así fuera a ventilar el cargado ambiente—. Pero si las autoridades rusas dijeron en su momento que la muerte de mi padre fue un accidente, que el guardia de aquel tejado le disparó por error, creyendo que alguien se daba a la fuga con algo valioso del tesoro.
Vartan Azov había vuelto de pronto sus ojos oscuros hacia mí con atención. Ese extraño reflejo violeta ardía desde dentro, como una llama que se avivaba.
—A lo mejor es que tu padre estaba huyendo del tesoro con algo de gran valor —dijo, despacio, como si acabara de descubrir una jugada oculta, una apertura soslayada que se le había pasado por alto—. A lo mejor tu padre salía de allí con algo cuyo valor él mismo tan sólo sospechaba en aquel momento. Pero pasara lo que pasase ese día, Alexandra, estoy convencido de que tu madre no me habría pedido que viniera desde tan lejos justamente ahora, hasta este lugar apartado, junto contigo y con Lily Rad, a menos que creyera, igual que yo, que la muerte de tu padre, hace diez años, tiene que estar directamente relacionada con el asesinato de Taras Petrosián en Londres hace apenas dos semanas.
—¡Taras Petrosián! —exclamé, aunque Vartan me hizo callar con una rauda mirada hacia las puertas interiores.
¡Taras Petrosián era el rico empresario y magnate de los negocios que, hacía diez años, había organizado nuestro torneo de ajedrez en Rusia! Había estado allí ese día, en Zagorsk. Poco más que eso sabía sobre él, pero en ese momento Vartan Azov, por muy cretino y arrogante que fuera, obtuvo de pronto toda mi atención.
—¿Cómo han matado a Petrosián? —quise saber—. ¿Y por qué? ¿Qué hacía en Londres?
—Estaba organizando una gran exhibición de ajedrez con grandes maestros de todos los países —dijo Vartan, con una ceja ligeramente enarcada, como si creyese que yo ya debía saberlo—. Petrosián huyó a Inglaterra con mucho dinero hace bastantes años, cuando la oligarquía de capitalistas corruptos que había creado en Rusia fue detenida por el Estado, igual que muchas otras. Pero no logró escapar del todo, como él podía haber imaginado. Hace sólo dos semanas encontraron a Petrosián muerto en su cama, en su suite de hotel de lujo de Mayfair. Creen que fue envenenado, un método ruso de eficacia probada. Petrosián se había manifestado a menudo en contra de los siloviki, pero el brazo de esa hermandad alcanza muy lejos en busca de aquéllos a quienes quiere silenciar…
Como le parecí confundida por el término, Vartan añadió:
—En ruso quiere decir algo así como «individuos con poder».
Es el grupo que sustituyó al KGB justo después de la caída de la Unión Soviética. Hoy son el FSB: el Servicio Federal de Seguridad. Sus miembros y sus métodos siguen siendo los mismos, sólo le han cambiado el nombre. Son mucho más poderosos de lo que llegó a ser el KGB; todo un Estado para ellos solos, sin ningún control exterior. Estos siloviki, creo, fueron los responsables de la muerte de tu padre. Después de todo, el guardia que le disparó estaba sin duda a sus órdenes.
Lo que estaba insinuando parecía una locura: francotiradores del KGB con veneno escondido en la manga. Pero sentí que la espantosa gelidez de la comprensión empezaba a reptar por mi columna. Había sido nada menos que Taras Petrosián, como recordé entonces, quien había trasladado aquella última partida nuestra a las afueras de Moscú, a Zagorsk. Si ahora lo habían asesinado, tal vez hubiera que dar más crédito a los miedos que había sentido mi madre todos esos años. Por no hablar de su desaparición y de las pistas que había dejado y que señalaban a esa última partida. Tal vez había estado en lo cierto con sus sospechas. Como diría Key, «que estés paranoico no significa que no vayan a por ti».
Pero había algo más que necesitaba saber. Algo que no encajaba.
—¿Qué querías decir hace un momento —le pregunté a Vartan—, cuando has afirmado que mi padre podría haber «estado huyendo del tesoro con algo de gran valor»… que sólo él podía comprender?
Vartan sonrió enigmáticamente, como si yo acabara de pasar una importante prueba esotérica.
—A mí tampoco se me había ocurrido —admitió— hasta que has mencionado la versión «oficial» de la muerte de tu padre. Creo que es posible que tu padre estuviera saliendo del edificio aquella mañana con algo de un valor enorme, algo que otros tan sólo podían intuir que estaba en su poder, pero que no podían ver. —Como lo miré perpleja, añadió—: Sospecho que esa mañana salía de aquel edificio con información.
—¿Información? —objeté—. ¿Qué clase de información podría ser tan valiosa para que alguien quisiera matarlo?
—Fuera lo que fuese —dijo—, debía de ser algo que, por lo visto, no podían permitir que le comunicara a nadie.
—Aun suponiendo que mi padre tuviera acceso a una información sobre algo tan peligroso como insinúas, ¿cómo podría haberlo descubierto tan deprisa, allí, en el tesoro de Zagorsk? Como tú mismo sabes, no estuvimos dentro de ese edificio más que unos minutos —señalé—. Y en todo ese tiempo mi padre no habló con nadie que pudiera haberle comunicado nada.
—A lo mejor él no habló con nadie —convino Vartan—, pero alguien sí habló con él.
La imagen de aquella mañana que llevaba reprimiendo desde hacía tanto tiempo había empezado a formarse en mi mente. Mi padre me había dejado sola un momento en el tesoro, había cruzado la sala para admirar el interior de una gran vitrina de cristal, y entonces alguien se le acercó y se colocó a su lado…
—¡Tú hablaste con mi padre! —exclamé.
Esta vez Vartan no intentó que bajara la voz. Se limitó a asentir, confirmándomelo.
—Sí —dijo—. Me acerqué a tu padre cuando estaba mirando una gran vitrina. Dentro de ella, él y yo vimos una pieza de ajedrez de oro y cubierta de joyas. Le dije que acababan de redescubrirla en los sótanos del Hermitage de San Petersburgo junto con los tesoros de Troya de Schliemann. Decían que esa pieza había pertenecido en su día a Carlomagno y tal vez a Catalina la Grande. Le expliqué a tu padre que la habían llevado a Zagorsk y la habían exhibido al público para esa última partida. Fue justo en ese momento cuando tu padre se volvió, te cogió de la mano y ambos salisteis de allí.
Habíamos salido a la escalera del tesoro, donde mi padre había encontrado la muerte.
Vartan me miraba con mucha atención mientras yo intentaba no delatar todas esas oscuras emociones que llevaba tanto tiempo reprimiendo y que, para gran pesar mío, volvían a emerger. Pero algo seguía sin cuadrar.
—No tiene sentido —le dije a Vartan—. ¿Por qué querría nadie matar a mi padre sólo para evitar que comunicara una información peligrosa, si parece que todo el mundo, incluido tú, lo sabía todo acerca de esa insólita pieza de ajedrez y de su historia?
Sin embargo, aún no había terminado de soltar esas palabras cuando comprendí la respuesta.
—Porque esa pieza de ajedrez debía de significar algo completamente diferente para él que para todos los demás —dijo Vartan con un rubor de exaltación—. Cualquier cosa que descubriera tu padre al ver esa pieza, su reacción seguro que no fue la que quienes lo estaban vigilando habían esperado, o nunca la habrían expuesto al público para aquella partida. Aunque no pudieran adivinar qué era lo que había descubierto tu padre, ¡tenían que detenerlo antes de que alguien más pudiera comprenderlo!
Sin duda, las figuras y los peones parecían estar apiñados en el centro del tablero. Vartan quería llegar a algún sitio, pero a mí los árboles seguían impidiéndome ver el bosque.
—Mi madre siempre ha creído que la muerte de mi padre no fue un accidente —admití, dejando de lado el pequeño detalle de que también imaginaba que esa bala podía haber ido dirigida a mí—. Siempre ha creído que el ajedrez tuvo algo que ver. Pero si tienes razón, y la muerte de mi padre está relacionada de alguna forma con la de Taras Petrosián, ¿qué relación tendría todo eso con la pieza de ajedrez de Zagorsk?
—No lo sé, pero alguna tiene que haber —dijo Vartan—. Aún recuerdo la expresión de la cara de tu padre aquella mañana, mirando esa pieza de la vitrina de cristal… Casi como si no oyera una palabra de lo que le decía. Cuando se volvió para irse, no parecía en lo más mínimo un hombre que está pensando en una partida de ajedrez.
—¿Qué parecía? —pregunté con apremio.
Pero Vartan me miraba como si intentara aclararse él mismo.
—Yo diría que parecía asustado —dijo—. Más que asustado. Aterrorizado, aunque enseguida me lo ocultó.
—¿Aterrorizado?
¿Qué podría haber asustado tanto a mi padre después de tan sólo unos instantes en el tesoro de Zagorsk? Sin embargo, con las siguientes palabras de Vartan me sentí como si alguien me hubiera atravesado el corazón con una cuchilla helada.
—Yo mismo no sé explicármelo —admitió—. A menos que, por algún motivo, para tu padre hubiese significado algo en especial que la pieza de la vitrina fuera la reina negra.
Vartan abrió las puertas y volvimos a entrar en el octógono. Cómo iba a decirle lo que significaba para mí la reina negra… No podía. Sabía que, si todo lo que acababa de contarme era cierto, era muy probable que la desaparición de mi madre estuviera relacionada tanto con la muerte de mi padre como con la de Petrosián. Todos podíamos estar en peligro. Pero antes de haber dado tres pasos me detuve en seco. Me había quedado tan absorta con las revelaciones de Vartan, que me había olvidado completamente de Lily y de Key.
Las dos estaban en el suelo, delante del escritorio de campaña y con el cajón vacío ante sí, mientras Zsa-Zsa, no muy lejos, babeaba en la alfombra persa. Lily le estaba diciendo algo a Key en voz baja, pero las dos se levantaron en cuanto entramos; mi tía aferraba lo que parecía una afilada lima de uñas de acero. Vi pedacitos de madera astillada esparcidos aquí y allá.
—«El tiempo no espera a nadie» —dijo Key—. Mientras vosotros dos estabais ahí enclaustrados, escuchando vuestras confesiones mutuas sobre lo que sea que estéis tramando, mirad lo que hemos encontrado. —Agitó en el aire algo que parecía un trozo de papel viejo y arrugado.
Al acercarnos, Lily me miró con seriedad. Sus claros ojos grises parecían extrañamente velados, casi como advirtiéndome de algo.
—Se mira —me avisó—, pero no se toca, por favor. Ya basta de impulsos extravagantes cerca del fuego. Si lo que acabamos de descubrir en este cajón es lo que yo creo, se trata de algo extraordinariamente excepcional, como tu madre sin duda atestiguaría si estuviera aquí. De hecho, sospecho que este documento puede ser la razón misma de su ausencia.
Key desdobló con cuidado el papel quebradizo y lo sostuvo en alto ante nosotros.
Vartan y yo nos inclinamos hacia delante para verlo mejor. Al observarlo con detenimiento, parecía un trozo de tejido tan antiguo y manchado que con la edad se había endurecido como el pergamino. En él habían realizado una ilustración con una especie de solución de color rojo herrumbre que se había desangrado en algunos lugares de la tela dejando manchas oscuras, aunque los dibujos todavía se distinguían. Era la representación de un tablero de ajedrez de sesenta y cuatro escaques en el que cada casilla contenía un extraño símbolo esotérico diferente. No lograba encontrarle pies ni cabeza a lo que aparentemente significaba.
Lily, no obstante, estaba a punto de iluminarnos a todos.
—No sé cómo ni cuándo pudo hacerse tu madre con este dibujo —dijo—. Pero, si mis sospechas son correctas, este paño es la tercera y definitiva pieza del enigma que nos faltaba hace casi treinta años.
—¿Una pieza de qué enigma? —pregunté, extremadamente contrariada.
—¿Has oído hablar —dijo Lily— del ajedrez de Montglane?
Lily tenía una historia que contarnos, pero para relatarla antes de que llegaran los demás invitados me rogó que no hiciera preguntas hasta que la hubiera terminado, sin distracciones ni interrupciones. Y para poder hacerlo, nos informó de que necesitaba sentarse en algo que no fuera el suelo ni un murete de piedra, que era lo único de lo que parecía disponer nuestra casa, abarrotada pero con escasez de sillas.
Key y Vartan subieron y bajaron la escalera de caracol en una expedición para recopilar cojines, otomanas y taburetes, hasta que Lily quedó cómodamente instalada con Zsa-Zsa en una montaña de mullidos almohadones junto al fuego, Key encaramada en la banqueta del piano y Vartan sentado en un alto taburete de biblioteca, dispuestos ambos a escucharla.
Entretanto, yo me había aplicado a la tarea que mejor se me daba: cocinar. Siempre me ayudaba a despejar la mente y, así, al menos tendríamos algo que dar de cenar a todo el mundo si los demás se presentaban, tal como habían anunciado. Contemplé entonces la olla de cobre que colgaba a poca distancia sobre el fuego, los puñados de alimentos ultracongelados que había saqueado de la despensa —chalotas, puerros, zanahorias, rebozuelos y dados de ternera— y que iban recuperando su aspecto original en una sopa de caldo, un poco de vino tinto fuerte, una pizca de salsa Worcestershire, zumo de limón, coñac, perejil, laurel y tomillo: el infalible boeuf bourguignonne de fuego de campamento de Alexandra.
Dejarlo cocer unas cuantas horas mientras también mi mente se convertía en un hervidero, razoné, podía ser la receta que necesitaba. Reconozco que sentía que ya había tenido suficientes sobresaltos a lo largo de la mañana como para que me duraran al menos hasta la cena, pero la confesión de Lily estaba a punto de poner la guinda.
—Hace casi treinta años —dijo—, todos prometimos solemnemente a tu madre que jamás volveríamos a hablar del juego. Pero ahora que ha aparecido este dibujo, sé que debo contar la historia. Creo que también era lo que pretendía hacer tu madre —añadió—, o jamás habría escondido algo de una importancia tan fundamental aquí, en ese cajón atrancado del escritorio. Y, aunque no tengo ni idea de por qué se le habrá ocurrido invitar a todas esas otras personas a venir hoy, jamás habría invitado a nadie en una fecha tan significativa como su cumpleaños a menos que tuviera algo que ver con el juego.
—¿El juego? —Vartan me quitó las palabras de la boca.
Aunque me sorprendía saber que la obsesión de mi madre por su cumpleaños pudiera estar relacionada con el ajedrez, seguía suponiendo que, si Lily había hablado de hacía treinta años, no podía tener que ver con la partida que mató a mi padre. Entonces se me ocurrió algo.
—Sea lo que fuere ese juego sobre el que jurasteis mantener silencio —le dije a Lily—, ¿es eso por lo que mi madre siempre intentó evitar que yo jugara al ajedrez?
Justo entonces caí en la cuenta de que nadie fuera de mi familia más cercana había sabido nunca que yo había sido una importante campeona de ajedrez, y mucho menos que por ello habíamos tenido altercados familiares durante mucho tiempo. Key, pese a enarcar una ceja, intentó no parecer sorprendida.
—Alexandra —dijo Lily—, has malinterpretado los motivos de tu madre durante todos estos años, pero no es culpa tuya. Siento muchísimo confesarte que todos nosotros, Ladislaus Nim y yo, e incluso tu padre, acordamos que era mejor mantenerte al margen. Creíamos sinceramente que cuando hubiéramos enterrado las piezas, cuando estuvieran ocultas donde nadie pudiera encontrarlas, cuando el otro equipo fuera destruido, la partida habría terminado y todo habría acabado por una larga temporada, quizá para siempre. Y para cuando naciste tú y descubrimos tu precoz pasión y tu habilidad, habían pasado ya tantos años que todos nos sentimos seguros de que no te pondrías en peligro jugando al ajedrez. Sólo tu madre, por lo que parece, sabía que no era así.
Lily se detuvo y, en voz baja, casi como hablando para sí, añadió: —Nunca fue el ajedrez a lo que Cat temía, sino a un juego muy diferente. Un juego que destruyó a mi familia y que tal vez matara a tu padre. El juego más peligroso que se pueda imaginar.
—Pero ¿qué juego es ese? —pregunté—. ¿Y qué clase de piezas enterrasteis?
—Un juego ancestral —dijo Lily—. Un juego que estaba basado en un extraño y valioso ajedrez mesopotámico con incrustaciones de piedras preciosas que una vez perteneció a Carlomagno. Se creía que tenía peligrosos poderes y que estaba poseído por una maldición.
Vartan, a mi lado, me había aferrado el codo con firmeza. De repente, un destello alumbró mi memoria, algo se puso en funcionamiento en los recovecos de mi mente, pero Lily aún no había terminado.
—Las piezas y el tablero permanecieron enterrados durante mil años en una fortificación de los Pirineos —prosiguió explicando—, una fortaleza que más adelante se convirtió en la abadía de Montglane. Después, durante la Revolución francesa, las monjas desenterraron el juego, que para entonces ya era llamado el ajedrez de Montglane, y lo dispersaron por seguridad. Desapareció durante casi doscientos años. Muchos intentaron encontrarlo, pues se creía que cuando todas las piezas fueran reunidas, el ajedrez desataría un poder incontrolable en el mundo, como una fuerza de la naturaleza, una fuerza que podía determinar incluso el auge y la caída de civilizaciones.
»Sin embargo —dijo—, al final, gran parte del ajedrez logró reunirse: veintiséis figuras y peones de los treinta y dos iniciales, junto con un paño bordado con joyas que había cubierto originariamente el tablero. Sólo faltaban seis piezas y el tablero en sí.
Lily se detuvo para observarnos a cada uno por turno, y sus ojos grises se posaron finalmente en mí.
—La persona que, después de doscientos años, logró al cabo cumplir la desalentadora misión de reunir el ajedrez de Montglane y derrotar al equipo contrario fue también la persona responsable de hacerlo desaparecer de nuevo, hace treinta años, cuando creímos que la partida había terminado: tu madre, Cat Velis.
—¿Mi madre? —Eso fue todo lo que pude decir.
Lily asintió.
—La desaparición de Cat hoy sólo puede querer decir una cosa. Lo sospeché nada más oír el mensaje de teléfono en el que me invitaba a venir. Ahora parece que no ha sido más que el primer paso para atraernos a todos al centro del tablero. Me temo que mis sospechas eran correctas: el juego ha empezado de nuevo.
—Pero si ese juego existió de verdad una vez, si tan peligroso era —protesté—, ¿por qué se arriesgaría a ponerlo de nuevo en marcha, como dices, invitándonos aquí?
—No tenía otra opción —dijo Lily—. Igual que en todas las partidas de ajedrez, las blancas deben de haber realizado el primer movimiento. Las negras sólo pueden contraatacar. Tal vez su jugada haya sido la repentina aparición de la tan buscada tercera parte del enigma que tu madre ha dejado aquí, para que la encontremos. Tal vez descubramos pistas diferentes sobre su estrategia y su táctica…
—¡Pero si mi madre en su vida ha jugado al ajedrez! —exclamé.
—Alexandra —dijo Lily—, hoy, el cumpleaños de Cat, el cuarto día del cuarto mes, es una fecha fundamental en la historia del juego. Tu madre es la Reina Negra.
La historia de Lily empezaba con un torneo de ajedrez al que había asistido con mi madre hacía treinta años y en el que las dos conocieron a mi padre, Alexander Solarin. Durante un descanso de ese encuentro, el contrincante de mi padre murió en misteriosas circunstancias; más adelante se demostró que había sido asesinado. Ese suceso aparentemente aislado, esa muerte en una partida de ajedrez, sería el primero de una serie de crímenes que no tardarían en arrastrar a Lily y a mi madre a la vorágine del juego.
Durante varias horas, mientras nosotros tres escuchábamos tentados en silencio, Lily narró una historia larga y compleja que aquí sólo puedo resumir.
EL RELATO DE UNA GRAN MAESTRA
Un mes después de ese torneo en el Metropolitan Club, Cat Velis abandonó Nueva York para realizar un trabajo de consultoría para su empresa que le haría pasar una buena temporada en el norte de África. Unos meses después, mi abuelo y entrenador de ajedrez, Mordecai, me envió a Argel para que me reuniera con ella.
Cat y yo no sabíamos nada de ese juego, el más peligroso de todos, en el que no tardamos en descubrir que nosotras mismas éramos meros peones. Pero Mordecai hacía mucho que jugaba, sabía que Cat había sido elegida para un fin superior y que, cuando hicieran falta maniobras de precisión, podría necesitar mi ayuda.
En la casbah de Argel, Cat y yo fuimos a encontrarnos con una misteriosa ermitaña, viuda del antiguo cónsul holandés de Argelia y amiga de mi abuelo: Minnie Renselaas. La Reina Negra. Ella nos dio un diario escrito por una monja durante la Revolución francesa, que relataba la historia del ajedrez de Montglane y el papel que esa monja, Mireille, había tenido en ella. El diario de Mireille resultó ser crucial más adelante para comprender la naturaleza del juego.
Minnie Renselaas nos convenció a Cat y a mí para que nos internásemos en lo profundo del desierto, hasta las montañas del Tassili, y recuperásemos ocho piezas que ella misma había enterrado allí. Hicimos frente a las tormentas de arena del Sahara y a la persecución de la policía secreta, además de a un cruel adversario, el Viejo de la Montaña, un árabe llamado alMarad que, como pronto descubrimos, era el Rey Blanco. Sin embargo, al final logramos encontrar las ocho piezas de Minnie escondidas en una cueva del Tassili custodiada por murciélagos y escarbamos entre sus piedras para extraerlas de allí.
Jamás olvidaré el momento en que vi por primera vez su misterioso resplandor: un rey y una reina, varios peones, un caballo y un camello, todos ellos de un oro extraño o un material argéntífero, y recubiertos de gemas sin tallar que relucían en un arco iris de colores. Irradiaban una luz sobrenatural.
Después de muchas penalidades, por fin regresamos con los trebejos. Llegamos a un puerto no muy lejos de Argel, pero allí sólo conseguimos que nos apresaran las mismas fuerzas oscuras que seguían persiguiéndonos. Al-Marad y sus matones me secuestraron, pero tu madre fue en busca de refuerzos para rescatarme y acabó aporreando a Marad en la cabeza con su pesado bolso de lona con las piezas de ajedrez. Escapamos y le llevamos el bolso con los trebejos a Minnie Renselaas a la casbah, pero nuestra aventura no había terminado, ni mucho menos.
Cat y yo, junto con Alexander Solarin, escapamos de Argelia por mar, perseguidos por una espantosa tormenta, producida por el siroco, que casi partió en dos nuestro barco. Pasamos meses en una isla mientras nos reparaban la embarcación, y allí leímos el diario de la monja Mireille, que nos permitió solucionar parte del misterio del ajedrez de Montglane. Cuando el barco estuvo listo, los tres cruzamos en Atlántico en una travesía que terminó en Nueva York.
Allí descubrimos que no habíamos dejado a todos los villanos en Argelia, como habíamos creído. Un hatajo de granujas nos estaba esperando: ¡mi madre y mi tío entre ellos! Y que otras seis piezas habían permanecido escondidas en esos «cajones atrancados» de un escritorio del apartamento de mi familia. Derrotamos al último representante del equipo blanco y apresamos esas piezas.
En casa de mi abuelo, en el Diamond District de Manhattan, nos reunimos todos: Cat Velis, Alexander Solarin, Ladislaus Nim… Jugadores de las negras todos nosotros. Sólo faltaba la propia Minnie Renselaas, la Reina Negra.
Minnie había abandonado el juego, pero había dejado tras de sí un regalo de despedida para Cat: las últimas páginas del diario de la monja Mireille, que desvelaban el secreto de ese ajedrez maravilloso. Era una fórmula que, de ser resuelta, podría hacer mucho más que crear y destruir civilizaciones. Podría transformar tanto la energía como la materia y mucho, mucho más.
De hecho, en su diario Mireille afirmaba haber trabajado para resolver la fórmula junto con el famoso físico Fourier, en Grenoble, y decía haberlo logrado en 1830, después de casi treinta años. Tenía en su poder diecisiete piezas —más de la mitad del conjunto—, además del paño bordado con símbolos que una vez cubriera el tablero. El tablero engastado de joyas había sido dividido en cuatro trozos, y Catalina la Grande lo había enterrado en Rusia, pero la abadesa de Montglane, apresada poco después en aquel país, lo había dibujado secretamente de memoria en el tejido de su hábito y con su propia sangre. Ese dibujo también había llegado a manos de Mireille.
Sin embargo, aunque Mireille sólo había logrado reunir diecisiete piezas del ajedrez de Montglane, nosotros disponíamos ya de veintiséis, incluidas las que tenía el equipo contrario y algunas más que habían permanecido muchos años enterradas, así como el paño que cubría el tablero: tal vez suficiente para resolver la fórmula, pese a sus evidentes peligros. Sólo nos faltaban seis trebejos y el tablero en sí, pero Cat creía que, escondiendo las piezas para siempre donde nadie pudiera encontrarlas, lograría poner fin al peligroso juego.
Pero por lo que se ha visto hoy aquí, creo que podemos inferir que se equivocaba.
Cuando Lily hubo terminado su relato, parecía exhausta. Se levantó, dejó a Zsa-Zsa repantigada como un calcetín mojado sobre un montón de cojines y cruzó la sala hacia el escritorio, donde estaba extendido el trozo de tejido sucio, exhibiendo su tablero con ilustraciones. Un dibujo que, como comprendíamos ahora, había sido trazado hacía casi doscientos años con sangre abacial. Lily recorrió con los dedos el despliegue de extraños símbolos.
El aire de la sala estaba impregnado del denso aroma de la ternera y el vino que hervían a fuego lento; se oía crujir la leña de vez en cuando. Nadie dijo nada durante un buen rato.
Al final fue Vartan quien rompió el silencio.
—Dios mío —dijo en voz baja—, lo que os ha costado ese juego a todos… Es difícil imaginar que algo así haya existido, o que pueda estar sucediendo otra vez de verdad. Pero no entiendo una cosa: si lo que dices es cierto, si ese juego de ajedrez es tan peligroso, si la madre de Alexandra tiene ya tantas piezas del enigma, si la partida ha empezado otra vez y las blancas han realizado el primer movimiento, pero nadie sabe quiénes son los jugadores… ¿qué ganaba con invitar a tanta gente hoy aquí? Y ¿se sabe cuál es esa fórmula de la que hablaban?
Key me miró con una expresión que hacía pensar que posiblemente ella lo supiera ya.
—Creo que a lo mejor tenemos la respuesta delante de las narices —dijo, hablando por primera vez.
Todos nos volvimos para mirarla, sentada junto al piano.
—O, por lo menos, está cociendo nuestra cena —añadió con una sonrisa—. Puede que no sepa mucho de ajedrez, pero sí que sé bastante de calorías.
—¿Calorías? —dijo Lily con asombro—. ¿Como las que se comen?
—Las calorías no existen —señalé.
Creía que sabía adónde quería llegar Key con todo eso.
—Bueno, lo siento, pero tengo que disentir —dijo Lily, dándose unos golpecitos en la cintura—. Yo hice buen acopio de esas «cosas» inexistentes en mi época.
—Me temo que no lo entiendo —terció Vartan—. Estábamos hablando de un juego de ajedrez peligroso, en el que asesinan a gente. ¿Ahora charlamos de comida?
—Una caloría no es comida —dije—. Es una unidad de medida térmica. Y creo que aquí Key puede haber resuelto un problema importante. Mi madre sabe que Nokomis Key es la única amiga que tengo en el valle y que, si alguna vez tuviera un problema, ella sería la primera y la única a quien acudiría para que me ayudara a solucionarlo. A eso se dedica Key, a medir calorías. Vuela a regiones remotas y estudia las propiedades térmicas de absolutamente todo, desde geiseres hasta volcanes. Creo que Key tiene razón. Por eso mi madre ha encendido este fuego: como una pista enorme, cebada y llena de calorías.
—¿Cómo dices? —preguntó Lily. Con aspecto de estar más que agotada, se acercó a Key y la hizo a un lado—. Necesito aposentarme un momento sobre unas cuantas de mis propiedades térmicas. ¿De qué narices estáis hablando?
Vartan también parecía perdido.
—Digo que mi madre está debajo de ese leño… O, al menos, lo estaba —anuncié—. Debió de mandar colocar aquí el árbol hace meses sobre algún mecanismo desmontable que le permitiera, cuando estuviera lista, poder salir por la galería de piedra que hay bajo el suelo y encender el fuego desde allí. Me parece que ese conducto desemboca en una cueva que hay colina abajo.
—¿No es una salida propia más bien de Fausto? —dijo Lily—. Además, ¿qué tiene eso que ver con el ajedrez de Montglane o el juego en sí?
—No tiene nada que ver —dije—. No tiene ninguna relación con una partida de ajedrez… De eso se trata, ¿no lo ves?
—Tiene que ver con la fórmula —señaló Key con una sonrisa. Aquélla, a fin de cuentas, era su especialidad—. Claro, la fórmula con la que nos acabas de decir que la monja Mireille trabajó en Grenoble, junto a Jean-Baptiste-Joseph Fourier. El mismo Fourier que fue también autor de la Teoría analítica del calor.
Al ver que nuestros dos brillantísimos grandes maestros se quedaban allí sentados como dos zoquetes, supuse que era el momento de aclararlo.
—Mi madre no nos ha invitado a todos y luego nos ha dado plantón porque estuviera intentando realizar una defensa inteligente en una partida de ajedrez —dije—. Como ha dicho Lily, ella ya ha movido pieza invitándonos aquí y dejando ese trozo de tela justo donde esperaba que Lily fuera a encontrarlo.
Me detuve y miré a Key a los ojos. Cuánta razón tenía… Era hora de poner la carne en el asador, todas esas pistas que había dejado mi madre de pronto parecían encajar.
—Mi madre nos ha invitado a venir —proseguí— porque quiere que reunamos las piezas y solucionemos la fórmula del ajedrez de Montglane.
—¿Descubristeis cuál era esa fórmula? —dijo Key, repitiendo la pregunta de Vartan.
—Sí, en cierta forma, aunque yo nunca llegué a creerlo —dijo Lily—. Los padres de Alexandra y su tío parecían creer posible que fuera verdad. Podéis juzgarlo vosotros mismos por lo que ya os he explicado. Minnie Renselaas sostenía que era cierto. Decía que ella abandonaba el juego a causa de esa fórmula creada hacía doscientos años. Afirmaba que ella misma era la monja Mireille de Rémy… que había resuelto la fórmula del elixir de la vida.