BLANCO Y NEGRO

Es aquí cuando el simbolismo del blanco y el negro, presente ya en los escaques del tablero de ajedrez, cobra todo su sentido: el ejército blanco es el de la luz; el ejército negro, el de la oscuridad […] cada uno de ellos lucha en nombre de un principio, o en el del espíritu y de la oscuridad del hombre; éstas son las dos formas de la «guerra santa»: la «pequeña guerra santa» y la «gran guerra santa», según dijo el profeta Mahoma […]. En una guerra santa es posible que cada uno de los combatientes se considere legítimamente el defensor de la Luz que lucha contra las tinieblas. De nuevo, esto es consecuencia del significado doble de todo símbolo: lo que para uno es la expresión del Espíritu, puede ser la imagen de la «materia» oscura a ojos del otro.

TITUS BURCKHARDT,

The Symbolism of Chess

Todo se ve peor en blanco y negro.

PAUL SIMON,

Kodachrome

El tiempo se había detenido. Me sentía perdida.

Mis ojos no podían despegarse de los de Vartan Azov: de un violeta oscuro, casi negro, e insondables como un abismo. Recordaba esa mirada escrutándome por encima de un tablero. Cuando tenía once años, sus ojos no me habían infundido miedo. ¿Por qué habrían de asustarme ahora?

Aun así, sentía que me derrumbaba… Era como una especie de vértigo, como si estuviera deslizándome hacia una profunda fosa oscura de la que no había salida. Igual que me había sucedido hacía tantísimos años, en aquel espantoso instante de la partida en que comprendí lo que acababa de hacer. En aquel entonces pude sentir a mi padre observándome desde el otro extremo de la sala mientras yo me desplomaba lentamente en un espacio psicológico, sin ningún control, sin dejar de caer… como ese chico con alas que voló demasiado cerca del sol.

Los ojos de Vartan Azov allí, de pie en mi vestíbulo, no pestañeaban, como siempre, mientras miraban por encima de las cabezas de Lily y Nokomis. Me miraba directamente a mí, como si estuviéramos solos por completo, como si en el mundo no hubiera nadie más que nosotros dos, en una danza íntima. Con los escaques blancos y negros entre ambos. ¿A qué habíamos jugado entonces? ¿A qué jugábamos ahora?

—Ya sabes lo que dicen —anunció Nokomis, que rompió el hechizo al inclinar la cabeza hacia Vartan y Lily—. «La política propicia extraños compañeros de viaje».

Se había quitado las botas con los pies, había colgado la parka, se había deshecho de la gorra —con lo que liberó una cascada de pelo negro que se precipitó hasta su cintura— y salió del vestíbulo marchando ante mí calzada sólo con calcetines. Se aposentó sobre el reborde de la chimenea, me lanzó una sonrisa irónica y añadió:

—O, mejor aún, el lema de la Infantería de Marina de Estados Unidos…

—¿«Muchos son los llamados pero pocos los elegidos»? —intenté adivinar con ánimo lúdico, pues conocía la compulsiva afición de mi amiga a soltar epigramas.

En realidad, por una vez me sentí agradecida de poder jugar a su juego, aunque por mi expresión debió de comprender que algo no era lo que parecía.

—Pues no —dijo, enarcando una ceja—. «Sólo buscamos algunos hombres buenos».

—¿De qué demonios estáis hablando? —preguntó Lily cuando entró en la sala.

Se había quedado en su ajustado traje de esquí, que se ceñía a todas sus curvas.

—De hacer frente común con el enemigo —aclaré, señalando a Vartan. Agarré a Lily del brazo, me la llevé aparte y susurré—: ¿Acaso se te ha borrado de la mente todo el pasado? ¿En qué estabas pensando para traerlo aquí? ¡Además, es lo bastante joven para ser tu hijo!

—El gran maestro Azov es mi protegido —anunció ella con indignación.

—¿Así los llaman ahora? —dije, aludiendo al anterior comentario de Key.

Aquello era bastante improbable, ya que tanto Lily como yo sabíamos que la clasificación Elo de Vartan era doscientos puntos más alta de lo que había sido jamás la de ella.

—¿Gran maestro? —preguntó Key—. ¿Gran maestro de qué? Hice como que no la había oído, ya que mi madre había erradicado toda referencia ajedrecística de nuestro vocabulario familiar. Lily permaneció impertérrita, aunque estaba a punto de descargar otro cargamento de información en mi cerebro, desbordado ya a aquellas alturas.

—Por favor, no me eches a mí la culpa de que Vartan esté aquí —me informó con calma—. Al fin y al cabo, ha sido tu madre quien lo ha invitado. ¡Yo no he hecho más que montarlo en mi coche!

Justo cuando me estaba recuperando de ese bombazo, una ratilla mojada de unos diez centímetros de alto que lucía en el pelo unas empapadas cintas de color fucsia irrumpió en la sala a toda velocidad. El animalejo repugnante dio un salto por el aire, aterrizó en brazos de la tía Lily, que ya lo estaban esperando, y le plantó un lametazo en la cara con una lengua de ese mismo rosa subido.

—Mi querida Zsa-Zsa —dijo la tía Lily, arrullando al bicho—. ¡Alexandra y tú no habéis sido presentadas! Le encantará tenerte un rato, ¿verdad?…

Y antes de que pudiera protestar, ya me había endosado a la alimaña, que no dejaba de retorcerse.

—Me temo que a ésta aún no le he encontrado frase —admitió Key, mirando con diversión nuestra pequeña exhibición canina.

—¿Qué me dices de «La confianza da asco»? —bromeé, aunque no tendría que haber abierto la boca: la asquerosa perrita intentó meterme la lengua entre los dientes.

Se la lancé otra vez a Lily con repugnancia.

Mientras nosotras tres jugábamos a las palmitas, mi archinémesis, Vartan Azov, también se había quitado las pieles y entró en ese momento en la sala. Iba todo vestido de negro, jersey de cuello vuelto y pantalones estrechos, y llevaba al cuello una sencilla cadena de oro que valía más que el premio de cualquier torneo de ajedrez del que yo hubiera oído hablar. Se pasó una mano por su revuelta cabellera de rizos negros mientras echaba un vistazo a los tótems tallados y las magníficas dimensiones de la casa de la familia.

No me extrañaba que su aparición hubiera hecho parar el tráfico en el Mother Lode. Estaba visto que durante la última década mi antiguo enemigo había estado entrenándose con algo que hacía trabajar más los músculos que un tablero de ajedrez. Aun así, la belleza está en el interior, como diría Key. Su atractivo no hacía que su presencia allí —sobre todo en esas circunstancias— me resultara ni una pizca más apetecible. ¿Por qué narices había tenido que invitar mi madre al mismísimo hombre cuya última aparición en nuestra vida había presagiado el final de mi carrera ajedrecística y había resultado en la muerte de mi padre?

Vartan Azov cruzó la habitación dirigiéndose directamente hacia donde yo estaba, junto al fuego… Estaba claro que no tenía vía de escape.

—Esta casa es extraordinaria —dijo con ese suave acento ucraniano suyo y esa voz que, de niña, siempre me había parecido siniestra. Miró hacia arriba, a las claraboyas impregnadas de luz rosada—. No he visto nada parecido en ningún otro sitio. Las puertas de la entrada, la mampostería, esos animales esculpidos que nos miran desde lo alto… ¿Quién construyó todo esto?

Le respondió Nokomis; era una historia muy conocida por esos pagos.

—Este lugar es legendario —explicó—. Fue el último proyecto conjunto, y puede que el único, entre los diné y los hopi. Desde entonces han estado enfrentados en guerras territoriales por el ganado y los intrusos petroleros. Construyeron esta gran casa para un antepasado de Alexandra. Dicen que fue la primera mujer medicina blanca.

—La bisabuela de mi madre —añadí—, un personaje verídico, por lo que cuentan. Nació en un carromato y se quedó aquí a estudiar la industria farmacéutica lugareña.

Lily me miró con ojos de exasperación, como diciendo que debieron de ser sobre todo setas alucinógenas, a juzgar por la decoración.

—No puedo creerlo —terció mi tía—. ¿Cómo ha podido Cat pasar todos estos años aquí encerrada? El encanto está muy bien, pero ¿y la falta de comodidades? —Se paseó por la sala con ZsaZsa meneándose bajo su brazo y fue dejando un rastro en el polvo del mobiliario con una uña esmaltada de rojo sangre—. Las cuestiones importantes, vamos. ¿Dónde queda el salón de belleza más cercano? ¿Quién recoge y entrega la colada?

—Por no hablar de dónde está la supuesta cocina —dije, coincidiendo con ella, mientras señalaba al hogar—. Mi madre no está lo que se dice preparada para recibir visitas. —Lo cual no hacía más que convertir aquel guateque de cumpleaños en algo todavía más extraño.

—No conozco a tu madre —comentó Vartan—, aunque fui un gran admirador de tu padre, naturalmente. Jamás me habría atrevido a importunarte de esta manera, pero me sentí muy halagado cuando me invitó a quedarme…

—¿A quedarte? —repetí, atragantándome casi con esas palabras.

—Cat insistió en que nos quedáramos aquí, en la casa —corroboró Lily—. Dijo que tenía sitio de sobra para todo el mundo y que no había ningún hotel decente cerca.

En ambas cosas llevaba razón… por desgracia para mí. Pero había otro problema, como Lily no tardó en señalar.

—Parece que Cat no ha vuelto todavía de su excursión. No es propio de ella —comentó—. A fin de cuentas, lo hemos cancelado todo para venir aquí. ¿No ha insinuado nada que pudiera explicar por qué nos ha invitado y luego se ha ido?

—Nada sospechoso —dije yo, evasiva. ¿Qué otra cosa podía decir?

Gracias a Dios que había tenido la precaución de guardar ese juego mortífero en la funda del cojín antes de que Varían Azov apareciera en mi puerta. Sin embargo, la nota en clave que había dejado mi madre encima del piano, junto con la reina negra hueca y su contenido, seguían quemándome en el bolsillo, donde parecían estar abriendo un agujero. Por no hablar de mi cabeza.

¿Cómo podía haber aparecido ese trozo de cartón allí de repente, cuando, por lo que yo sabía, sólo lo habíamos visto mi padre y yo, hacía diez años y a miles de kilómetros de distancia? Durante la conmoción y el caos que había seguido a la muerte de mi padre en Zagorsk, casi no había pensado en aquella extraña mujer ni en el mensaje que me había entregado justo antes de la partida. Luego, más adelante, di por hecho que la tarjeta había desaparecido, igual que ella. Hasta ahora.

Tenía que quitar de en medio a Vartan Azov, y enseguida, para poder abordar algunos de esos asuntos con mi tía. Sin embargo, antes de que pudiera pensar cómo, vi que Lily se había detenido frente al escritorio de campaña inglés y había dejado a Zsa-Zsa en el suelo. Con las yemas de los dedos iba siguiendo el recorrido del cable que iba del teléfono a un agujero en el costado del escritorio. Tiró del cajón, pero no sirvió de nada.

—Esos cajones son un asco, siempre se encallan —dije desde el otro extremo de la sala, pero mi corazón volvió a acelerarse: ¿cómo no se me había ocurrido a mí primero algo tan evidente?

Dentro de ese cajón estaba el rústico contestador automático de mi madre. Me acerqué mientras Lily lo forzaba con un abrecartas. Aquél no era el público que yo habría elegido para escuchar la cinta privada de mi madre, pero, como diría Key, a falta de pan…

Lily alzó la mirada hacia mí y apretó el botón de play mientras Vartan y Nokomis se acercaban para unirse a nosotras junto al escritorio.

Había dos mensajes que le había dejado yo desde Washington; luego, unos cuantos de la tía Lily, en su caso, quejándose por tener que viajar al «páramo», como llamaba ella al recóndito refugio de montaña de mi madre. Me esperaban unas cuantas sorpresas desagradables, empezando por otra «invitada» al cumpleaños: una voz que, por desgracia, conocía demasiado bien.

—Catherine, querida —dijo el afectado acento de clase alta de Rosemary Livingston, nuestra vecina más cercana (lo que venía a ser a dos mil hectáreas de distancia); su voz resultaba quizá más brusca que normalmente a causa de los crujidos de la cinta—. ¡Siento mucho perderme esa soirée maravillosa! —espetó con voz lisonjera—. Basil y yo estaremos fuera, pero a Sage le encantará asistir… ¡Está loca de contenta! Y nuestro nuevo vecino dice que te diga que él también podrá. ¡Hasta otro ratito!

La única perspectiva menos apetecible que pasar un rato con el aburrido y oficioso multimillonario Basil Livingston y la cazaestatus de su esposa, Rosemary, era la idea de verme obligada a estar aunque sólo fuera un instante más con su pretenciosa hija, Sage —reina del baile profesionalizada y presidenta emérita del Club Escolar—, que ya me había torturado durante seis años de primaria e instituto. Sobre todo una Sage, como había dicho Rosemary, «loca de contenta».

Aunque parecía que al menos podríamos disfrutar de un breve respiro antes de que nos cayera aquella encima, ya que la fiesta estaba planeada en forma de velada, y no de merendola.

La gran pregunta que me hacía era por qué estaban invitados los Livingston, teniendo en cuenta lo mucho que detestaba mi madre cómo había forjado Basil sus diversas fortunas, casi siempre a expensas de la civilización. En pocas palabras, como pionero en las inversiones de capital riesgo, Basil se había valido de su control del DOP (Dinero de Otras Personas) para comprar enormes parcelitas de la meseta del Colorado y ponerlas al servicio de la industria petrolera: inclusive tierras defendidas por las tribus indias de la zona, para quienes eran territorio sagrado. Ésas habían sido algunas de las guerras territoriales a las que Key había hecho alusión.

En cuanto a lo de invitar a ese «nuevo vecino» que había mencionado Rosemary, ¿en qué narices estaba pensando mi madre? Nunca había confraternizado con los lugareños. Cada vez se veía más claro que ese sarao de cumpleaños contaba con todos los elementos de una fiesta estilo Alicia en el país de las maravillas: de la taza de té más cercana podía salir reptando cualquier cosa.

El siguiente mensaje, en la extraña voz de un hombre con acento alemán, sólo sirvió para confirmar mis peores temores.

Grüssgott, mein Liebchen —dijo el interlocutor—. Ich bedaure sehr… Bueno, por favor, perdona que mi inglés no es muy bueno. Espero que será comprensible de todo mi significado.

Soy tu viejo amigo, el profesor Wittgenstein, de Viena. Me sorprendo mucho de saber de tu fiesta. ¿Cuándo planeaste? Espero que recibes el regalo que envío a tiempo por el importante día. Por favor, abre enseguida para que no se estropea el contenido. Lamento que no puedo venir, es un auténtico sacrificio. Para mi ausencia, la única defensa es que tengo que asistir al Torneo de Ajedrez del Rey, en India…

Cuando sentí que la vieja señal de peligro volvía a encenderse, apreté el botón de pause y fulminé a Lily con la mirada. Por suerte, de momento parecía seguir en la inopia, pero yo veía claro que había demasiadas palabras clave sueltas por ahí: la más evidente, desde luego, era «ajedrez».

En cuanto al misterioso «profesor Wittgenstein de Viena», no estaba segura de cuánto había tardado mi madre en comprenderlo, ni sabía cuánto tardaría Lily en caer en la cuenta, pero, con acento o sin él, a mí me habían bastado exactamente doce segundos para «ser comprensible de todo su significado», inclusive quién era en realidad el interlocutor.

El verdadero Ludwig Wittgenstein, el eminente filósofo vienés, llevaba ya más de cincuenta años muerto. Había sido famoso por obras incomprensibles, como el Tractatus Logico-Philosophicus, pero más al caso del mensaje venían dos textos oscuros que Wittgenstein había imprimido personalmente y había repartido entre sus alumnos de la Universidad de Cambridge. Consistían en dos pequeños libros de apuntes con cubiertas de papel, uno de color marrón y el otro azul, que desde entonces recibieron por siempre la denominación de Los cuadernos azul y marrón. Su tema principal eran los juegos del lenguaje.

Lily y yo, claro está, sabíamos de alguien que profesaba una devota obsesión por esos juegos y que incluso había publicado algún que otro tratado propio, entre ellos uno acerca de esos textos de Wittgenstein. A eso se añadía el bonito detalle de que había nacido con la peculiaridad genética de tener un ojo azul y el otro castaño. Se trataba de mi tío Slava: el doctor Ladislaus Nim.

Sabía que ese lacónico mensaje encubierto de mi tío, que nunca usaba el teléfono, tenía que contener un núcleo de significado de vital importancia que seguramente sólo mi madre sería capaz de entender. Tal vez algo que la había hecho abandonar la casa antes de que llegáramos ninguno de su ecléctica caterva de invitados.

Sin embargo, si tan preocupante era, o incluso peligroso, ¿por qué había dejado el mensaje en el contestador en lugar de borrarlo? Además, ¿cómo es que Nim había mencionado el ajedrez, un juego que mi madre despreciaba, un juego del que no sabía lo más mínimo? Partiendo de las pistas que había dejado mi tío, ¿qué podía querer decir todo aquello? Parecía que ese mensaje no estuviera dirigido únicamente a mi madre: también tenía que ser para mí.

Antes de que pudiera seguir pensando, Lily había vuelto a darle al play del contestador y obtuve mi respuesta.

—Pero sobre encender las velas de tu pastel —dijo, con ese glacial acento vienés, la voz que yo sabía que era de Nim—, sugiero que es tiempo de ceder la cerilla encendido a otra persona. Cuando el Fénix vuelve a levantar de las cenizas, ten cuidado, o puedes quemarte…

—¡BIP, BIP! ¡FINAL DE LA CINTA! —chirrió el rechinante contestador.

Y gracias a Dios, porque no habría soportado oír nada más.

No había lugar a error: la pasión de mi tío por los juegos lingüísticos, todas esas palabras en clave y calibradas con inteligencia: «sacrificio», «el Torneo del Rey», «India» y «defensa»… No, ese mensaje estaba inextricablemente relacionado con lo que fuera que estaba sucediendo, y no comprender su significado podía acabar siendo igual de definitivo, de irrevocable, que haber realizado aquella fatídica jugada. Sabía que tenía que deshacerme de esa cinta sin perder un instante, antes de que Vartan Azov, que estaba justo a mi lado, o cualquier otro tuvieran ocasión de descubrir esa relación.

Arranqué la cinta del contestador, eché a andar y la tiré al fuego. Mientras veía cómo la cinta y su estuche de plástico burbujeaban y se fundían en las llamas, la adrenalina empezó a fluir otra vez tras mis ojos en forma de un dolor palpitante y ardiente, como si estuviera mirando un fuego demasiado deslumbrante.

Cerré los ojos con fuerza; lo mejor para ver en el interior.

La última partida que había jugado en Rusia —la temible partida que mi madre me había dejado allí, apenas unas horas antes, dentro de nuestro piano— era una variante universalmente conocida en el lenguaje ajedrecístico como «defensa india de rey». Hacía diez años había perdido aquella partida a causa de un error garrafal derivado de un riesgo que había corrido mucho antes en la partida: un riesgo al que jamás debería haberme expuesto, ya que no tenía forma de ver todas las repercusiones que podía conllevar.

¿Y cuál había sido ese riesgo? Había sacrificado mi reina negra.

Entonces supe más allá de toda duda que, al margen de qué o quién hubiera matado a mi padre hacía diez años, el sacrificio de mi reina negra en aquella partida estaba relacionado con todo aquello. En ese momento vi algo con tanta claridad como los escaques blancos y negros en un tablero de ajedrez.

Mi madre estaba en verdadero peligro en esos instantes, puede que tanto como lo había estado mi padre diez años atrás… Y acababa de pasarme a mí esa cerilla encendida.