TRECE

Sangre de arañas

La bruma empezó a aclararse. Gaius Gonatus dio unos pasos más por la tosca pista y se encontró con que estaba debajo de la nube, contemplando las estribaciones cubiertas de bosques de los páramos del sureste de Illiria. El alambre del campo de refugiados lanzaba destellos en el valle, apenas un par de kilómetros más abajo. Parecía un viaje más largo que todo el que había hecho. Se preguntó si la percepción de la distancia que había que viajar era logarítmica. Se preguntó si «logarítmica» era la analogía adecuada. Sopesar esta idea lo mantuvo en marcha hasta que alcanzó el estado «asintomático» y la verja.

El guardia tenía el casco verde del cuerpo civil. Había observado el lento acercamiento de Gaius sin moverse para ayudarlo.

—Bienvenido a Illiria —dijo sin mover los ojos.

—Que te follen —dijo Gaius—. Yo soy illiriano.

Entró dando tumbos por la verja abierta y llegó a la zona de recepción. Le acababan de examinar los pies en busca de síntomas de congelación y de tratarlos con desinfectantes para las ampollas y los cortes cuando el hombre del departamento del campamento lo encontró y lo cargó en un gran autogiro militar que apestaba a parafina y estaba lleno de mercenarios de Genea del norte. En menos de dos horas había vuelto a Nueva Babilonia. El autogiro aterrizó entre cráteres en el aeropuerto principal. Se oía el sonido distante de pequeñas armas de fuego proveniente de direcciones diferentes. Los mercenarios se desplegaron por el perímetro. Gaius cojeó hasta la terminal. Por todas partes había soldados illirianos, lapithianos y de la Liga geneana. Attulus se reunió con él en la sala de espera. La ventana estaba rota pero el bar estaba abierto.

—¿Qué cojones ha pasado en el centro? —preguntó Gaius en cuanto tuvo el primer coñac dentro y el siguiente delante de él.

—Una bomba nuclear táctica —dijo Attulus—. Volkov está vivo, al parecer.

Ordenó el ataque desde la órbita. Gaius sintió cómo se le tensaba la nuca y encorvó los hombros a la espera del golpe que llegaría de arriba. Luego se enderezó.

—Tranquilo —dijo Attulus—. Volkov está a salvo en nuestras manos. Al igual que las estaciones espaciales.

—¿Cómo?

—Una avanzadilla mingulayana. Fueron sus esquifes los que vimos. Entraron de nuestro lado. Ellos y sus amiguitos alienígenas peludos. Attulus recorrió la mesa con los dedos.

Gaius cerró los ojos y volvió a abrirlos.

—¿Por qué bombardeó Volkov su propia capital?

—Hizo una apasionada aparición en la tele justo antes de que lo capturaran, un llamamiento a todos los buenos volkovistas para que se alzaran en armas. —Attulus señaló la ventana con un gesto de la mano—. Cosa que han hecho. Afirmó que el aparato central estaba plagado de personas que se habían vendido a las arañas, empezando por la cima. La cima del todo.

—Por todos los dioses. ¿De dónde sacó esa idea?

—Pues tú deberías saberlo, muchacho —dijo Attulus. Gaius tomó un trago de coñac para detener la lava caliente que le subía por la garganta.

—¿Grabaron mi llamada?

Attulus esbozó una débil sonrisa.

—Nada tan melodramático. En cuanto recibimos tu llamada, les pasamos cada detalle jugoso, cada rumor confuso y cada especulación temeraria a nuestros contactos de la vieja guardia volkovista de la FDE. Tengo que admitir que no nos esperábamos conseguir semejante detonación por un dinar, pero ya ves.

Gaius no dijo nada. La boca se le había secado por completo. Un estallido de pequeñas armas de fuego resonó más allá del perímetro.

—Lo mismo cuando Volkov apeló a sus partidarios para que atacase el aparato degenerado del régimen. Muy conveniente. Justo lo que queríamos que hicieran. Con la fuerza aérea del régimen sumida en el caos y las estaciones espaciales en nuestras manos, lo único que teníamos que hacer era pasar, sin más. Desembarcos por mar y aire sin encontrar apenas resistencia. Por supuesto, también apeló a los patriotas para que atacaran a los reaccionarios invasores aristócratas pero nuestros muchachos les están dando unas cuantas clases limitando su atención a objetivos más fáciles. No es solo la vieja guardia, claro está. Hemos ganado nosotros pero no queda nadie que se pueda rendir. Varias unidades de las fuerzas del régimen y de las milicias locales andan corriendo por ahí disparándose entre sí por todo tipo de razones tediosas y de difícil comprensión. Ahí fuera se están arreglando muchas cuentas pendientes. Farolas y petróleo, ya sabes, esas cosas. Muy turbio. Pero eso significa que somos la única fuerza que puede mantener el orden, así que terminaremos en la cima del montón.

—Menudo montón —dijo Gaius—. ¿Y qué pasa con las culturas de la Estrella brillante?

Attulus se encogió de hombros.

—Los mingulayanos y los multiplicadores (creo que así es como se hacen llamar las arañas) están en estos momentos a merced de las armas de los marines del Duque, aunque puede que no se hayan dado cuenta aún. No pueden actuar contra nosotros, eso es lo principal.

—Yo estaba pensando en su fuerza principal —dijo Gaius.

—Bueno —dijo Attulus—, es evidente que pensaron que la defensa espacial de Nueva Babilonia era una amenaza para esa fuerza principal. Ahora es la defensa espacial de Illiria…, lo que yo diría que sugiere que podemos manejarlos cuando por fin aparezcan.

—¿No vamos a enfrentarnos a ellos?

—No soy yo el que debe decirlo, muchacho. Es una decisión política. El caso es que tenemos la opción. —Attulus frunció el ceño—. Y lo mismo se aplica aquí, claro está. A menos que estemos bien seguros de que las arañas no se van a comer nuestro cerebro y convertirnos en zombis babeantes, tenemos que mantener bien controladas a las personas que tengan arañitas nadándoles por la sangre. Sin llegar tan lejos como Volkov y su valiente banda de renegados, es comprensible su preocupación por los ex comerciantes y la camarilla de de Zama. Posible enemigo interior y todo eso.

—No sé con los ex comerciantes —dijo Gaius— pero seguro que de Zama y los suyos están todos muertos bajo los escombros.

—Yo más bien diría que no —dijo Attulus—. Y si lo están, sería la primera camarilla gobernante de la historia que se queda en sus oficinas del último piso mientras esperan que estalle una guerra en cuestión de horas. Siempre queda la esperanza, claro, pero sería absurdo contar con ello. —El funcionario sonrió—. Que es donde entras tú, Gonatus. Conoces bien la ciudad… lo que queda de ella. Encuentra a la mujer, de Tenebre, y a su clan. Encuentra a todos los comerciantes o miembros importantes de la sociedad moderna que puedas. Encuéntralos y arréstalos.

—Quizá necesite un revolver —dijo Gaius. Luego se miró los pies—. Y un par de botas decentes no estarían de más. Attulus bufó. —No te estamos pidiendo que lo hagas tú solo. Estamos reuniendo a ambas categorías como parte de la operación de pacificación: detención preventiva, centros de detención, juicios justos, inspecciones sanitarias, ya conoces la rutina. Todo lo que tienes que hacer es sacar a la luz a la gente con arañas. Apoyo de sobra a tu disposición y un par de buenos ayudantes.

Se levantó y llamó a alguien. Gaius se volvió y vio a dos oficiales subalternos del ejército illiriano que levantaban el culo de una mesa cercana y se dirigían hacia él.

—John Terence y Matthew Scipion —dijo Attulus a modo de presentación—. Tíos sanos. Te cuidarán bien. —Extendió la mano—. Tengo que irme. Nos vemos.

El vehículo del ejército, bajo y abierto, bajaba por la avenida del Astronauta regateando con virajes bruscos los coches abandonados y los escombros caídos. Después de cierto punto, todas las ventanas habían quedado hechas pedazos, los cristales cubrían la calle como el hielo en un lago demasiado helado y los fragmentos crujían bajo las gruesas llantas. Unos cuantos cientos de metros después, todo estaba cubierto de polvo. Había polvo negro y había polvo blanco y en algunos sitios un destello de color de algo: el costado de un coche, un retal de ropa, una señal, algo que por un momento había quedado protegido del huracán monocromo. Un poco más allá empezaban las ruinas. Habían volado todos los edificios de la era Volkov y del régimen moderno, solo quedaban los bloques de granito, mármol y arenisca de la ciudad antigua, y estos con daños.

Se acercaron aún más y vieron que todo estaba derruido. Los escombros bloqueaban las calles. La gente, con o sin equipo, ya estaba (o lo había estado toda la noche) acarreándolos, trozo a trozo, palada a palada. Ardillas voladoras de pelo negro revolvían entre los cascotes como miembros demoníacos de los servicios de rescate. Al oír el coche, echaron un vistazo por encima de la esclavina de sus hombros y continuaron con su siniestra excavación y algún que otro graznido exultante.

Terence aparcó y apagó el motor. Salieron. Para Gaius era su primera mañana en su nuevo trabajo (la tarde anterior se había derrumbado de agotamiento y había dormido toda la noche) y se había sentido obligado a contemplar la destrucción antes de instalarse en algún tipo de rutina. Terence y Scipion no habían cuestionado sus motivos.

Ascendieron por la barrera de cascotes (era como subir por una escalera muy inestable) e hicieron una pausa en la cima.

Tenían el sol en los ojos.

—Por todos los dioses —dijo Gaius.

A lo largo de un kilómetro más o menos, no había ni siquiera cascotes. Las propias piedras habían quedado pulverizadas y convertidas en terrones desiguales del tamaño de un puño o incluso más pequeñas. Leves rastros de líneas radiales indicaban la dirección del estallido, salían de un cráter central de varios metros de profundidad. Una docena aproximada de vehículos de tierra pintados de amarillo y dos autogiros verdes permanecían en puntos aleatorios dentro del radio de la explosión, como si por algún milagro hubieran sobrevivido. Fuera cual fuera el impulso inicial que los había llevado allí, había disminuido ante aquella visión y los había dejado allí varados. Era imposible que allí hubiera algo vivo. Ni siquiera las ardillas voladoras comedoras de carroña registraban la zona.

Gaius se agachó y echó a andar por aquel pedregal atómico.

De vez en cuando se paraba para asomarse y revolver el suelo.

Terence y Scipion fueron tras él.

—¿Qué busca? —preguntó Terence. Gaius se incorporó y se llevó las palmas de las manos a los riñones.

—Arañas. No había arañas. Los tres hombres atravesaron la zona de la explosión en dos direcciones y volvieron al vehículo en un par de horas. Un cierto hedor se había elevado con el sol pero no procedía de la zona de la explosión. Procedía de la zona más amplia que la rodeaba, el siguiente círculo del infierno.

—Jefe —dijo Scipion después de acabar con una botella de agua—, ¿no deberíamos ponernos a trabajar?

—Eso era trabajo —dijo Gaius. Le dolía la espalda y le escocían los ojos. Estaba empezando a preocuparse, si bien con retraso, por la radioactividad. Se frotó las manos con viveza—. Pero tienes razón. Vamos a buscar arañas por algún otro sitio.

Lo que constituía una ruta segura a través de las calles cambiaba con cada minuto. Scipion se había agazapado en el asiento trasero. Chillaba instrucciones con un radio teléfono en el oído y un callejero delante, y apuntaba las ubicaciones actualizadas de las tropas de ocupación aliadas, los partidarios del régimen, los desertores del régimen, las bandas partisanas volkovistas y las pandillas de jóvenes que se habían vuelto salvajes de forma inmediata y absoluta.

Con todo, las calles que se hallaban fuera de la zona dañada por la bomba y de las operaciones inmediatas de rescate o recuperación estaban llenas de gente y, en opinión de Gaius, más animadas que antes de la guerra. Habían surgido puestos por todas partes, puestos que vendían comida, productos illirianos y frutos del saqueo. La mayoría de los negocios estaban abiertos. Y, sobre todo, la gente hablaba, de uno en uno o de dos en dos, o en grupos más grandes, de una forma que él no había visto jamás. Hablaban con las tropas y con los miembros de las milicias de la esquina menos beligerantes, o quizá inactivas de momento. Con cierta frecuencia, una andanada de disparos despejaba una calle y luego continuaba el fuego hasta que llegaban unas fuerzas superiores o bien iba muriendo solo y la gente volvía poco a poco y reanudaba sus actividades. A veces Terence tenía que virar o dar marcha atrás a toda velocidad para huir de tales incidentes o alejarse de una refriega cuando los soldados illirianos interrumpían un linchamiento o llegaban demasiado tarde para hacer otra cosa que bajar los cuerpos de las víctimas y dispararles a los probables responsables, que eran los que huían.

Al final, el coche consiguió integrarse en un convoy de camiones de Nueva Babilonia dirigidos por tropas illirianas y escoltados por motociclistas lapithianos y un estridente autogiro que los sobrevolaba. El convoy los llevó hasta un campamento recién construido en las afueras de la ciudad. Cientos de metros cuadrados, rodeado por postes de cuatro metros de alambre de espinos que todavía seguían colocando alrededor del perímetro exterior. Los edificios existentes se habían convertido en parte del campamento y los soldados y prisioneros estaban muy ocupados levantando chozas prefabricadas.

Gaius y sus hombres mostraron sus pases y entraron con el coche. Aparcaron en un gran depósito de coches y se dirigieron al bloque de administración. Sobre el tejado ondeaba la cresta ducal de la garra de velocirraptor en una bandera del color azul del cielo. Había una larga lista de nombres que revisar y aumentaba con cada correo que llegaba de los cobertizos de exploración. Los empleados estaban demasiado ocupados para ayudarlos y los nombres que habían pasado a máquina no se habían grabado en su memoria. No lo dijeron exactamente así.

—Busquen de Tenebre —dijo Gaius—. Y cualquier otro apellido de comerciantes que reconozcan, claro: Rodríguez, Delibes, Bronterre. Pero de Tenebre es lo que queremos.

Scipion encontró un puñado de nombres antes de media hora.

—De Tenebre, P, F, C y E —anunció.

Gaius ocultó su desilusión con una sonrisa satisfecha.

Un empleado pudo decirles, tras un rápido vistazo a un índice de tarjetas, que las tres personas mencionadas ya habían sido examinadas y todavía no habían pasado el reconocimiento médico, así que lo más probable es que estuvieran en el…

—Ah, y gracias, caballeros —le dijo al portazo.

Un hombre fornido con el cabello del color del jengibre y un ceño obstinado permanecía delante de una mesa detrás de la que sentaban varios médicos con bata blanca.

—¿Por qué? —decía.

—Hay una gran demanda de sangre —dijo la técnico—. Un montón de quemaduras, laceraciones y traumas importantes. Se sospecha que hay enfermedades radioactivas. Necesitamos todas las donaciones que podamos conseguir.

—Ah, ya entiendo —dijo el hombre—. Por desgracia, no puedo ayudarles. —Volvió la vista y miró a las tres mujeres sentadas en el banco delantero que tenía unos pasos más atrás—. Ni tampoco mis m… mi mujer ni sus amigas. Todos somos comerciantes y todos hemos pillado algún bicho desagradable durante nuestros viajes. Siempre nos han dicho que no donemos.

—Sé que esa ha sido la política habitual —dijo la técnico con paciencia. Luego miró al impasible policía militar illiriano que tenía al lado—. Pero aun así. Esto es una emergencia y, francamente, a la gente que está en los hospitales no les preocupa la malaria o alguna extraña enfermedad tropical. Ahí abajo están muriéndose. Muriéndose, ¿entiende?, por falta de plaquetas y plasma. —Se pasó la lengua por los labios—. Vamos, no es más que una prueba. Si hay algo realmente desagradable, lo veremos. Estire la mano. No es más que un pinchacito en el dedo.

El hombre cruzó los brazos.

—No.

Gaius le dio unos golpecitos en el hombro.

—¿Esias de Tenebre?

—¿Quién cojones es usted?

—Gaius Gonatus, asistencia civil aliada —improvisó Gaius en un alarde de labia—. Creo que puedo ayudarlo a encontrar a Lydia.

El rostro de de Tenebre se convulsionó con una expresión de consternación y rabia.

—Yo ya sé dónde está Lydia —dijo—. Está en el hospital. Hospital de urgencias de campaña dos, sala cinco. La unidad de quemados graves. —Desvió la mirada—. Sabrá quién es por el nombre a los pies de la cama.

Gaius se encontró con su mirada. Había angustia pero estaba más tranquilo de lo que le había parecido al oír su voz.

—Sabe que se va a poner bien —dijo Gaius—. Y yo sé que por eso no quiere usted cooperar aquí.

Esias se puso tenso y miró a su alrededor pero ya era demasiado tarde. Cinco policías militares ya habían rodeado a las tres mujeres, mientras Terence y Scipion empezaban a cogerlo por los brazos.

—Ahora vengan con nosotros, por favor —dijo Gaius—. No hay nada que temer. Solo un pinchacito en el dedo.

El edificio al que Gaius llevó a los cuatro prisioneros había sido una especie de establo para ganado. Hedía a mierda de herbívoro y las lámparas eléctricas eran pocas y tenues. Gaius despidió a los policías militares con un «gracias» y les pidió a los prisioneros que se pusieran en fila contra una pila de balas de heno. Apuntados por las armas de Terence y Scipion, los cuatro obedecieron. Gaius empujó con el pie un barril contra la puerta y se sentó encima mientras acunaba un revólver. El polígamo y sus tres esposas tenían, según los detalles contenidos en los archivos de administración, cincuenta y pocos años, pero parecían mucho más jóvenes. A Gaius no le sorprendió demasiado.

—A estos caballeros y a mí —dijo Gaius— nos ha pedido el departamento de inteligencia militar de Illiria que detuviéramos a las personas de las que se sospecha que están infectadas con las arañas. Lo que yo sé, y lo que estos caballeros no saben, es lo que la infección arácnida le hace a la gente. Ciudadano Esias de Tenebre, estoy a punto de lanzar al suelo una navaja pequeña, justo delante de usted. Le recomiendo encarecidamente que no haga ninguna tontería con ella. En su lugar, me gustaría que le demostrara a mis colegas algunos de los efectos más…, bueno, espectaculares de la infección arácnida.

—Claro —dijo Esias mientras recogía la navaja. La abrió y probó la hoja en el pulgar. Luego levantó la mano y se hizo un corte rápido y profundo en la palma. La sangre manó oscura y despejada bajo la luz amarilla. Esias apretó los dedos encima, volvió a dejar la navaja en la paja pisoteada y se acercó a los dos soldados.

—¡Bu! —dijo al tiempo que abría la mano.

Por muy infantil que fuera el gesto, les hizo dar un salto.

—Cinco arañitas —dijo Esias. Se llevó la mano a la boca y luego la volvió a mostrar, con la palma hacia arriba—. Y luego no quedó ninguna.

—No ha llegado a cortarse —dijo Terence.

—Por todos los dioses —dijo Gaius—. Por favor, repita la demostración, lentamente.

—¿Tengo que hacerlo? —dijo Esias—. Duele un huevo.

—Culpa suya por dejar abierta la posibilidad de un truco —dijo Gaius—. Hágalo otra vez.

Esias recuperó la navaja y volvió a hacerlo, justo delante de Scipion y Terence. Esta vez no cerró la mano.

—¿Satisfechos? —dijo Gaius.

Los soldados asintieron. Esias volvió con paso tranquilo hacia sus esposas.

—¿Cuánto tiempo hace que tiene esta infección? —preguntó Gaius.

—Diez años —dijo Esias. Miró de soslayo a sus esposas—. Las damas, un poco menos.

—Bien, si… y es una pura hipótesis, ya me entiende, estos caballeros y yo fuéramos a dispararles aquí mismo, ¿qué ocurriría?

Esias empalideció.

—Si fueran a reventarnos el cerebro —dijo—, estaríamos muertos. De otro modo, nos…, bueno, recuperaríamos. Tampoco es que quisiera intentarlo. —La voz se le alegró un poco al añadir—. Habría sangre por todas partes, ¿sabe usted?

—Oh, ya lo sé —dijo Gaius—. He visto lo que ocurre cuando se dispara a la gente. La sangre, como usted dice, lo salpica todo. Sobre todo cuando, como usted dice, se revientan los cerebros. Y hemos visto lo que ocurre cuando se derrama su sangre y empieza a secarse. ¿Sería fácil, cree usted, recuperar, confinar o destruir a las arañitas que saldrían como un enjambre de su sangre?

—No sería fácil en absoluto —dijo Esias—. Las hay de todos los tamaños, hasta del tamaño de los gérmenes y cuando tienen que sobrevivir de forma independiente puede ser muy difícil tratar con ellas. Tendría que atrapar o matar hasta la última y no sé si ni siquiera quemando el granero que nos rodea lo conseguiría. Tendría que, no sé…

—Poner una bomba nuclear —dijo Gaius—. Ya lo sé. Miró entonces a Terence y Scipion.

—Como vimos esta mañana, eso parece servir.

—¿A qué viene todo esto? —dijo Scipion—. Es decir, es muy interesante, ¿pero a dónde nos lleva?

—Ah —dijo Gaius—. Dentro de un momento, caballeros. Les hizo un gesto a los de Tenebre.

—Por favor, ciudadanos. Bajen unas cuantas balas para sentarse y traigan también un par para aquí mis amigos. Esto quizá nos lleve cierto tiempo.

Llevó cierto tiempo. Al final del cual, Gaius y los soldados volvieron con los de Tenebre al cobertizo médico. El joven los condujo a los técnicos que se ocupaban de las transfusiones de sangre.

—Los hemos examinado —dijo—. Un desafortunado malentendido lo de antes. A su sangre no le pasa nada. De hecho, puede inscribirlos como donantes universales.

La técnico lo miró con suspicacia.

—¿Está seguro de eso?

—Desde luego —dijo Gaius—. Los hemos sometido a pruebas concienzudas. Sáqueles tanta como puedan donar. No hay tiempo que perder. Hay gente muriendo mientras hablamos. De hecho, puedo llevar sus donaciones directamente al hospital, y cualquier otra que tenga preparada, claro está.

—Eso sería de gran ayuda. Gracias.

—De nada —dijo Gaius—. Íbamos hacia allí de todos modos.

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Había pensado que el centro de la explosión nuclear era el lugar más espantoso de la ciudad pero el hospital de campaña de urgencias era aún peor. Era una ciudad de tiendas de campaña situada en un parque y estaba lleno de personas a las que habían sacado de los escombros, que habían entrado tambaleándose o a las que habían traído desde el radio de la explosión. La unidad de quemados graves era lo peor de todo. O quizá no. Había una sala cerrada más allá donde se habían hecho grandes esfuerzos para mantener una atmósfera estéril y en la que no estaba permitida la entrada. Gaius tuvo la horrible sospecha de que no había mucho que ofrecer allí, salvo cuidados paliativos y eutanasia a base de opiáceos.

A él y a sus dos guardianes los detuvo un soldado adolescente en la solapa de plástico cerrada al vacío de la unidad de quemados. Gaius le mostró el pase del servicio de trasfusiones.

—Adelante.

Gaius tenía tres litros de sangre de los de Tenebre en bolsas estériles de plástico cerradas por válvulas. Los otros dos tenían cantidades más grandes de otras donaciones de sangre realizadas por los detenidos. Se acercaron a la agobiada enfermera del mostrador de admisiones al tiempo que apartaban los ojos de decenas de camas. El lugar olía a desinfectante y a carne asada. Gaius se dio cuenta de que las transfusiones no iban a servir de mucho, ni siquiera se aproximarían. Se sentía enfermo, febril y un poco mareado. Le sonrió a la enfermera, pasó al lado del mostrador y subió por la sala. Sacó la navaja, rasgó las bolsas una por una y salpicó y roció de sangre a cada paciente por cuyo lado pasaba, apuntando a las zonas de piel expuesta que había visibles. Llegó hasta el final de la sala antes de que un hombre de bata blanca se acercara a él a toda prisa.

—¿Se puede saber qué está haciendo? —le gritó.

—Disculpe —dijo Gaius y apartó al médico de un fuerte empujón al pasar a su lado, ya más rápido. Se oían muchos gritos y no todos procedentes de los pacientes.

—¡Soldado! —chilló el médico tambaleándose cuando rebotó contra una cama—. ¡Guardia!

El joven soldado entró agachándose por la solapa.

—¡Detenga a ese hombre!

Gaius rajó la bolsa que quedaba y la hizo girar a su alrededor cuando el soldado levantó el rifle. La sangre lo salpicó todo, como en las ceremonias de algún culto primitivo. La bolsa estaba vacía y la habitación seguía sin estar lo suficientemente ensangrentada. Tiró la sangre contra una pared.

—Cuidado, soldado —dijo el médico—. Tiene un cuchillo.

Terence y Scipion habían salido sin ruido. Bien. Harían también su parte en las otras salas.

—¡Suelte ese cuchillo! Señor.

—Por favor, no dispare —dijo Gaius—. Estoy a punto de soltar el cuchillo.

Y lo hizo, pero no antes de arreglárselas para cortarse el antebrazo izquierdo. En vertical, no horizontal, ¿no se hacía así? La sangre brotó con una velocidad y abundancia espeluznante. El cuchillo cayó con un estrépito. Gaius se agarró el brazo e intentó mantener la herida abierta todo el tiempo posible. Hubo un fuerte estallido y algo le golpeó con fuerza en el pecho. Lo último que vio antes de que el suelo le sacudiera la cara fue una bruma rojiza.

Gaius despertó de unos extraños sueños que, al contrario que la mayor parte de los sueños, no se desvanecieron de su mente. Le dolía respirar. Tenía un dolor sordo en el brazo izquierdo. Por la sensación algodonosa que dominaba su cabeza sabía que le dolería muchísimo más si no estuviera hasta las cejas de opiáceos. Abrió los ojos pegajosos y los centró en Attulus. De repente se encontró con que era plenamente consciente de aquel hombre, de su singularidad y de la universalidad de la chispa divina que ardía tras sus ojos, la conciencia que…

—Ah, ya estás aquí —dijo el director sin mucho entusiasmo.

—¿Dónde estoy?

—Hospital militar de Illiria —dijo Attulus—. Llevas dos días inconsciente, por la infección y por la herida de bala.

—Ah. —Un hospital militar. Eso explicaría las paredes verdes y las sábanas ásperas—. ¿Estoy metido en un lío muy grande?

—La verdad es que has sido un imbécil —dijo Attulus—. Por culpa de tus estrafalarias acciones en la unidad de quemados, siete de los pacientes que había allí han muerto, sumidos en un dolor considerable. La fiebre de la infección elevó su temperatura corporal hasta tal punto que entraron en un shock hipertérmico. Los otros pacientes están haciendo… notables progresos. Llegan informes de resultados parecidos en las otras unidades de urgencias importantes donde Terence y Scipion realizaron sus propias y dramáticas donaciones de sangre. —Suspiró—. Supongo que es culpa mía. No me di cuenta de que te considerarías responsable de la explosión de Nueva Babilonia.

—Si yo no hubiera… —empezó a decir Gaius con tono mísero.

Attulus levantó la mano.

—Tus acciones fueron un eslabón más en una cadena de causas. Aún cuando hubieran provocado el ataque, eso seguiría sin convertirte en el responsable moral. Y además resulta que no fue así. No hubo ningún ataque nuclear.

—¿Qué?

—Fue un meteorito. Volkov lo ha dicho y nosotros lo hemos confirmado. Los niveles elevados de radioactividad de la zona inmediata y del penacho de la lluvia radioactiva procedían del granito pulverizado. Lo único que tus acciones provocaron fue el llamamiento de Volkov al levantamiento.

—Oh, dioses —dijo Gaius. Se sentía inmensamente aliviado y al mismo tiempo culpable otra vez.

—Y no empieces otra ronda más de auto-flagelación por los pacientes que murieron —dijo Attulus—. Los que no hubieran muerto de todos modos, habrían deseado haberlo hecho. Bueno, quizá no, si los poderes de curación de las arañas son tan grandes como afirman tus amigos. Tienes otros problemas.

—Qué…

—Oh, lo que cabía esperar. Me estoy gastando un montón de capital político conteniendo a la gente que te considera una amenaza para la raza humana.

—Al diablo con la raza humana —dijo Gaius. Intentó incorporarse sobre los codos, fracasó y se conformó con levantar la cabeza de la almohada—. ¿Qué le ha pasado a Lydia de Tenebre?

—Es una de los que se está recuperando. Ya lo estaba haciendo, como estoy seguro que sabías.

—Me gustaría verla.

—No —dijo Attulus—. No durante un tiempo, te lo aseguro.

—¿Dónde estaba?

—En la clínica privada de de Zama, más bien al oeste de la zona de la explosión. Al igual que de Zama, que había decidido, a las puertas de la muerte, aceptar la infección de los multiplicadores, sobre la que ya había oído rumores y de cuyas pruebas sus agentes ya estaban al tanto. Pruebas que, de un modo u otro, puede que tu contacto o tú le hayáis proporcionado sin querer.

Gaius hizo una mueca al recordar lo rápido que habían venido los agentes a buscar a Lydia después de su demostración de la infección. ¿O había sido la litomancia la que lo había hecho, después de todo? Ya no importaba. Attulus seguía hablando.

—La señora Presidenta presenta algo parecido a un problema, como estoy seguro que ya te imaginas. —Attulus esbozó una sonrisa de satisfacción—. Una solución que se ha planteado es fingir no reconocerla. No de forma diplomática… porque de forma física, es que literalmente no la reconoceríamos cuando termine su recuperación. Si una mujer tan joven y sana como esa afirmara ser de Zama, sería evidente que sufre delirios o es una impostora.

Gaius se echó a reír a pesar de los dolores.

—Ya es demasiado tarde para eso.

Attulus se mesó la barba.

—Tienes razón, por supuesto. Los rumores se están extendiendo más rápido que la infección. La gente está exigiendo la infección de forma activa, para ellos o para la gente que sufre heridas graves. En Nueva Babilonia sobre todo hay un deseo enorme de creer que las culturas de la Estrella brillante no son una amenaza. En cierto sentido se están zafando de la parte defensiva del legado de Volkov y están abrazando la parte que utilizó para atraer a los primeros apoyos, la búsqueda de la longevidad y demás beneficios de la ingeniería biológica. Uno o dos de los comerciantes que han escapado de la red han aparecido con relatos descabellados de lo que las culturas de la Estrella brillante han logrado en combinación con los multiplicadores, no solo en cuestiones biológicas sino también en términos de riquezas. Me reservo el juicio sobre eso pero de momento tenemos que aceptar que es imparable y se está convirtiendo en la opinión popular. Por desgracia, socava el fundamento de la defensa espacial, que ahora necesitamos con más urgencia que nunca.

—Ah, sí —dijo Gaius—. El meteorito.

Attulus asintió.

—Exacto. De donde salió ese, hay más, como suele decirse. —Se enroscó un rizo alrededor de un dedo—. Y, ah, esto quizá te asombre. Volkov y los mingulayanos (con la cooperación de algunos oficiales de los marines del Duque, me sorprende decírtelo), ya han realizado alguna acción preventiva con respecto a eso.

—¿Han detenido otro meteorito?

—No —dijo Attulus con gesto incómodo—. Han destruido a un dios.

Gaius volvió a dejarse caer sobre la almohada y se quedó mirando al techo un rato. Los conocimientos que él, como persona culta que era, tenía rondándole por la cabeza se convirtieron de repente en una imagen muy vívida. Podía ver, podía imaginar, el anillo de asteroides, su exterior y los planetas más lejanos, la esfera de años luz de anchura de cuerpos celestiales que rodeaban al sol. Sabía que una proporción desconocida pero muy extensa de los mismos albergaba la extraña y lenta vida de las nanobacterias extremofilas y las innumerables y rápidas mentes que sostenían esa vida. Trillones de seres inteligentes, mega-años de civilización, yacían unos dentro de otros y por encima de todos, la suma de mentes de cada uno, una conciencia más amplia, un dios. Golpear y destruir algo así, aunque fuera en legítima defensa, era algo blasfemo en su desproporción, atroz por su desmesurado orgullo. Exterminar toda la vida de un planeta para prevenir un aguijonazo (aunque fuera un aguijonazo fatal) de uno de los insectos de ese planeta no sería más que la más remota analogía a la espantosa escala de la ofensa.

Apretaba las sábanas con las manos a pesar del dolor del brazo. Quería taparse la cabeza con las sábanas.

—Por todos los dioses —dijo—. ¿Lo sabe la gente?

—Todavía no —dijo Attulus.

—Bien —Gaius empezaba a calmarse y a pensar detenidamente en las ramificaciones—. Corremos un serio peligro: que el revivido Volkov (esté en nuestras manos o no) se convierta en un héroe popular. Desde nuestro punto de vista, ese hombre era un tirano y el régimen existente desde su partida una mejora. Desde el punto de vista de muchas personas de Nueva Babilonia, es una figura mucho más ambigua, por no decir otra cosa. Se odia mucho más a la camarilla y al aparato burocrático que a su recuerdo. El hecho de que Volkov todavía pueda reclutar un pequeño ejército de insurgentes mientras son muchas las personas que sospechan que sus partidarios de la defensa espacial han atacado el corazón (o la cabeza) de Nueva Babilonia no hace más que demostrar lo peligrosa que es la situación. Lo único que podría conmocionar al pueblo de tal modo que lo sacase de esa engañada fascinación que siente por el Ingeniero es que podamos clavarle la acusación de deicidio en la frente. —Volvió a acostarse y lo pensó un poco más—. Lo mismo se puede aplicar a los mingulayanos y a los multiplicadores, que también están implicados y son sospechosos de querer influir en el pueblo.

Attulus frunció el ceño.

—Muy astuto, Gonatus. Pero creí que simpatizabas con los multiplicadores… ¡dada tu propensión a extender la infección por ahí!

—Me malinterpretas —dijo Gaius—. Las culturas de la Estrella brillante se fundan en la adaptación mutua entre los multiplicadores y los mingulayanos. No hay razón para que no pueda haber una nueva cultura, basada en los multiplicadores adaptándose a nosotros. —Sonrió—. La forma que tienen los multiplicadores de reproducirse, después de todo, es dividir.

—Como ya he dicho, me reservo la opinión sobre eso. La pregunta es, ¿qué hacemos ahora?

Gaius no estaba seguro de si el director le estaba pidiendo consejo de verdad o si solo estaba buscando ideas a las que luego aplicaría su propio juicio. Decidió no hacerse demasiadas ilusiones.

—Lo que yo sugeriría —dijo mientras intentaba incorporarse de nuevo y consiguiendo esta vez apoyarse en el codo derecho—, es que devolvamos a Julia de Zama al poder tan pronto como esté en condiciones de aparecer de nuevo en público. No es muy probable que Nueva Babilonia acepte la ocupación illiriana durante mucho tiempo, siendo como son la memoria y la gratitud. No es una mujer muy popular pero seguramente es más popular que nosotros y un elemento que proporciona estabilidad. Y quién sabe, si ha rejuvenecido de forma visible, debería provocar una impresión muy diferente a la que daba cuando era un cadáver viviente colgado de un suero. Mientras tanto, le dejamos muy claro que está en el poder porque nosotros lo toleramos y conseguimos tantas concesiones como sea posible en cuestiones de reformas interna, comercio y paz. Hablamos de forma individual con los miembros de la expedición de las culturas de la Estrella brillante; estoy seguro de que no todos habrán apoyado el deicidio y habrá aún menos que estén dispuestos a respaldarlo a la fría luz del día. Aislamos a Volkov y a sus cómplices mingulayanos y luego hacemos públicas las pruebas de lo que han hecho. El aullido resultante de horror debería desmoralizar a los volkovistas, incluidos los integrados en el aparato de la defensa espacial.

—Hmm —dijo Attulus mientras se levantaba de la cama—. Ha sido una conversación muy útil, muchacho. Me has dado, como se suele decir, algo que presentarle al Duque. Pero hay un problema. Si exponemos a Volkov y sus cómplices como deicidas, no tendremos más remedio que pegarles un tiro.

—¿Y eso es un problema? Attulus lanzó una risita enigmática y salió de la habitación.