UNO
El Adelanto del Aprendizaje
El salto es instantáneo. Para un fotón, puede que toda la historia del universo sea como esto: un estallido de luz, antes siquiera de tener tiempo de parpadear. Para un ser humano, resulta una experiencia desorientadora. En un momento estás a una hora del último planeta que has visitado. Luego, sin transición alguna, estás a una hora de distancia del próximo.
Volkov dedicó la primera de aquellas horas a prepararse para la llegada, consciente de que no tendría tiempo de hacerlo en la segunda.
Mi nombre es Grigory Andreievich Volkov. Tengo 240 años. Nací aproximadamente hace cien mil años, y a una distancia similar en años luz: En Jarkov, dentro de la Federación Rusa, en la Tierra, en el año 2018. Luché en la guerra del petróleo del Ural Caspio como joven recluta. Formaba parte de las primeras tropas que entraron en Marsella y de los que chapotearon con los pies descalzos en las aguas del Mediterráneo. En 2040 me convertí en Cosmonauta de la Unión Europea, y tres años más tarde participé en la primera misión tripulada humana a Venus.
En 2046 me ofrecí voluntario para trabajar en la estación espacial Mariscal Titov, que en 2049 se rebautizó como la Estrella brillante, y que se convirtió en la primera nave interestelar humana. En ella viajé hasta la Segunda Esfera. Durante los dos últimos siglos he vivido en Mingulay y Croatano.
Esta es mi primera visita a Nova Terra. Espero poder compartir con vosotros… ¿El qué? ¿El secreto de la inmortalidad? Sí. El secreto de la inmortalidad. Eso haría. Estrictamente hablando, lo que él esperaba compartir era el secreto de la longevidad. Pero él se había formado una impresión de la forma en la que funcionaba la ciencia en Nova Terra: un clericalismo secular, un oscurantismo científico; alquimia, filosofía. Un torrente de investigaciones en busca de la inmortalidad que había sobrepasado las habilidades mágicas, aumentado la importancia del herbalismo, sin conseguir alargar nada que no fueran barbas grises y el índice de fármacos, pero conservando todavía su respetabilidad y su capacidad de fascinación. Volkov confiaba en ser presentado a la Academia como un prodigio. Fue puliendo su discurso frente al espejo del baño y refrescando su latín mercantil.
Los pelillos de su barba cayeron en un remolino de agua junto con la espuma de afeitar en el lavabo. Se dio unas palmadas en las mejillas con una colonia que le escocía, se obsequió una sonrisa de ánimo y salió del estrecho baño. Los cubículos de uso humano de la nave eran escasos y provisionales. En caso de emergencia, o al arbitrio de los dueños, podían inundarse. En la mayoría de los casos, lo normal era viajar en uno u otro de los esquifes gravitacionales que en aquel momento descansaban en los lados curvados de la cámara delantera como gigantescos discos plateados. El aire olía a pintura y agua de mar: canales abiertos y piscinas dividían el suelo, y sobre los muros, enormes tuberías transparentes contenían columnas de agua que subían y bajaban, funcionando como ascensores para la tripulación de la nave. Unos pocos humanos, y aún menos saurios, deambulaban por la cámara. Volkov recorrió el pasillo. Al otro extremo, una baja barandilla lo separaba de la cabina del piloto. Unos ojos del tamaño de balones de playa reflejaban cambiantes bandas de colores de los órganos cromáticos del piloto y de los controles de la nave que lo rodeaban.
Volkov estaba a medio camino subiendo por la escalera del esquife en el que había pasado la mayor parte del breve viaje y donde pensaba pasar el resto, cuando se encendió la luz que avisaba del salto espacial. La sensación fue tan breve y tan débil que no hizo que perdiera pie ni el agarre de las manos a la escalera. Era consciente de que había ocurrido, eso es todo. En un momento de curiosidad ociosa, porque nunca había tenido la ocasión de ver al controlador de la nave en aquellas circunstancias, desvió la mirada a un lado y abajo, al foso de agua que se abría a unos veinte metros a sus pies.
El piloto flotaba en el medio de la piscina. Su cuerpo se había vuelto de un blanco casi translúcido. Para Volkov fue una visión perturbadora, y no se le ocurrió nada mejor que hacer que subir rápidamente las escaleras hasta el esquife.
La puerta se abrió y él se introdujo dentro, para reunirse de nuevo con sus anfitriones. Esias de Tenebre permanecía de pie observando el panel de controles, como si pudiera leer los rápidos glifos que a Volkov no le decían nada. Estaba a pocos metros, con las manos en los bolsillos de sus pantalones, su torso poderoso y musculoso cubierto por su grueso jersey, sus greñas asomando bajo su gorra de marinero. Aunque vestía los rudos y toscos ropajes que los comerciantes tradicionalmente llevaban en la cubierta de sus barcos, conservaba toda la robusta y descarada dignidad del Enrique de Holbein, la de alguien que no había matado a sus tres esposas, que estaban allí junto a él. Lydia, la hija de Esias y Faustina, que estaba tumbada en el sofá circular que rodeaba el motor central, a espaldas de sus padres, le dedicó una mirada de falta de interés a Volkov al entrar en el esquife. Un cabello negro en el que uno podía bucear, ojos castaños donde ahogarse, una piel dorada donde uno se podía dejar acariciar por la brisa. Un jersey varias tallas más grande y unos pantalones holgados de lona tan solo conseguían aumentar su atractivo. El otro ocupante del vehículo era su piloto, Voronar, que estaba sentado delante de Esias.
—¿Sucede algo? Los ojos elípticos del saurio se volvieron hacia Volkov y después regresaron a la pantalla.
—Nada fuera de lo ordinario —dijo Voronar. Su gran cabeza, que hacía que el resto de su delgado cuerpo de reptil pareciera tener proporciones infantiles, se ladeó y luego asintió—. Estamos a una hora de Nova Terra.
—¿Podrías mostrarnos las vistas? —dijo Esias.
—Perdón. Accionó algunos controles y todo el casco del esquife se hizo pseudo-transparente, recogiendo información de los sensores externos de la nave y ajustando automáticamente el brillo y el contraste: se mitigó el resplandor del sol de Nova, y la luna pasó a ser de un color azul gélido, resaltando su cara oculta. Un amasijo de conglomerados de rayos de luz punzaban la oscuridad como pléyades.
—Qué cantidad de ciudades —dijo Volkov. Era cierto, comparado con cualquier sitio que hubiera visto en la Segunda Esfera, descontando la Tierra que él recordaba.
—Solo hay una que importe —dijo Esias. No tuvo que dar más detalles.
Nova Babilonia era la joya de la Segunda Esfera. Su cultura milenaria, y sus jóvenes pero aun y todo antiguas instituciones republicanas, la hacían pacíficamente hegemónica en Nova Terra y más allá. Las zonas más templadas de los continentes de Nova Terra eran plácidos parques, donde incluso las áreas más agrestes eran el resultado de una cuidadosa gestión paisajística. Todos los grupos sociales que componían su población eran felices. Los académicos y artistas asimilaban las últimas ideas y estilos que iban llegando con cuentagotas desde la Tierra a lo largo de los milenios, los patricios y políticos debatían cordialmente y se felicitaban a sí mismos por la fortuna que representaba conocer, y evitar, los terribles errores de su mundo natal. Los mercaderes comerciaban con los exóticos productos de otros tantos mundos. Los artesanos y trabajadores disfrutaban de las ventajas de una división del trabajo mucho más amplia de lo que cualquier civilización humana podía haber alcanzado por sí misma. La emigración estaba permitida, pero la proporción de emigrantes era insignificante. Los homínidos cuidaban y cosechaban con alegría las fuentes de recursos, mientras que los saurios y los kraken intercambiaban sus productos y servicios más desarrollados por aquellos de manufactura humana y por objetos de arte. Como especie más antigua y sabia, a los saurios se les consultaba para resolver disputas, y como especie más poderosa, intervenían para evitar que las situaciones se salieran de control.
Las luces de Nova Babilonia brillaban a media intensidad, en un punto situado un tanto al norte del camino intermedio entre el polo y el ecuador. Genea, el continente en cuya parte oriental se alzaba la ciudad, se extendía de manera diagonal a través de la en ese momento cara oculta del planeta y en dirección sur hasta la franja diurna y el hemisferio inferior. Su accidentada costa se contraponía a la del otro gran continente, Sauria, a unos dos mil kilómetros al oeste: los dos tenían el aspecto de haber sido arrancados y desplazados, el uno hacia el norte, el otro hacia el sur. Gran parte del territorio sur y oeste de Sauria quedaba oculto en el otro lado del planeta en aquel momento; en su parte visible, incluso a aquella distancia, la regularidad rectangular de algunos de sus penachos verdes distinguían las instalaciones fabriles de la jungla o las altiplanicies.
—¿Hay seres humanos en Sauria? —preguntó Volkov.
Esias se encogió de hombros.
—Unos pocos miles, quizá, en ocasiones contadas. Trabajadores con contratos de corta duración, mercaderes, personas relacionadas con infraestructuras de transporte y aficionados a la caza mayor. Lo mismo que pasa con los saurios en Genea.
Muchos individuos, pero no verdaderas comunidades, excepto alrededor de los hospitales y centros sanitarios.
Hospitales y centros sanitarios, sí, pensó Volkov. Aquello podría llegar a constituir un problema.
—¿Y qué hay de los otros homínidos?
—Ah, ahí se da una distribución más usual, excepto por el hecho de que tienen ciudades enteras para ellos —apuntó Esias; aquello no era de mucha ayuda—. Gigantes aquí, pithkies allá. Bosques y minas, incluso granjas. Más sorprendentes que las ciudades; es cosa únicamente de unos pocos siglos. Y ellos siempre han estado trabajando con ganado, por supuesto.
Conforme la nave se aproximaba, aumentaron el zoom de la pantalla, haciendo que la ciudad y sus alrededores se expandieran y sus contornos se dibujaran con mayor claridad. El territorio que se encontraba en las inmediaciones de la ciudad era un largo promontorio triangular de unos miles de kilómetros en dirección noroeste-sureste y de quinientos kilómetros de anchura en su parte más alargada. Era como si una isla hubiera embestido al continente por el costado. Y probablemente hubiese sido así. El hielo de una espectacular y joven cordillera refulgía en sus picos nevados, cubriendo la zona de unión. La costa oeste de aquel continente en miniatura estaba separada del resto de la tierra firme de Genea por un mar semicircular, de trescientos kilómetros de amplitud en su parte de mayor extensión, curvándose hasta casi encontrarse con el límite del promontorio justo al sur de la metrópolis. Desde las montañas surgían alrededor de una docena de ríos que confluían aproximadamente a medio camino, formando un río más caudaloso, que discurría hasta el mar cerca del extremo más estrecho. La parte central y más antigua de Nova Babilonia era una isla de unos diez kilómetros de longitud que parecía encajada en la desembocadura de aquel río.
La ciudad se apartó del centro de la imagen en la pantalla para, acto seguido, salir completamente del ángulo de visión cuando la nave corrigió su inclinación para la toma de contacto con la atmósfera. El por qué las grandes naves espaciales se aproximaban a los planetas en lo que parecía una largo planeo era algo desconocido, y ciertamente innecesario, pero siempre se llevaba a cabo de aquella forma. El aire comenzó a enrojecer alrededor del campo de la nave, y siguiendo otra costumbre innecesaria e invariable, los pasajeros humanos regresaron a sus asientos.
Volkov se apoyó en la barandilla de la cubierta al aire libre de la nave espacial que se encontraba al nivel del mar y aspiró un poco del aire fresco de la mañana. La nave espacial no tenía, hasta donde él sabía, ningún aparato de reciclaje de aire o mecanismo de circulación de aire, y después de un par de horas incluso su enorme volumen de aire se iba viciando ligeramente pero de forma apreciable. A su alrededor, pasando desapercibida, la nave iba realizando su descarga de material, trasladando cajas a los barcos y en ocasiones a esquifes gravitacionales. La maquinaria que él había importado de Mingulay y Croatano (maquinaria marina y equipos de buceo en su mayoría) sería una pequeña fracción de la carga de los de Tenebre, y todo aquello sería insignificante comparado con la carga de los verdaderos dueños de la nave y los comerciantes más importantes, los kraken. Bajo sus pies, el campo de la nave hacía presión contra las olas como una sábana invisible y flexible, aplanándolas hasta convertirlas en un colchón de agua bamboleante. Bajo aquella superficie cristalina de olas marinas, los kraken de la nave y el mar intercambiaban saludos en forma de explosiones de luz. Lejos, a la derecha de Volkov, detrás de la mole de la nave, el sol comenzaba a despuntar en el cielo, rescatando con sus rayos de luz a la ciudad de la oscuridad y cubriéndola con rectángulos de resplandores blancos y largos triángulos de sombras negras. Diez mil años amontonando una roca sobre otra, la acumulación de la arquitectura de la antigüedad hasta las alturas de la modernidad. Un Manhattan de mármol, gigantesco y aun así altísimo, con el aspecto de haber salido de la mente de un Speer con humanidad, o de un Stalin con buen gusto. Las avenidas que horadaban la metrópolis de la isla de este a oeste eran tan amplias que Volkov podía ver el cielo al otro lado a través de una directamente opuesta a él. Puentes, firmes como costillas, unían las dos orillas a barrios que se levantaban en cada ribera y que parecían pequeños únicamente por contraste. Las naves espaciales salpicaban por todas partes el gran estuario. Los esquifes gravitacionales iban y venían entre el estrecho y la ciudad como frisbees en un parque. Mamíferos de grandes miembros, parecidos a ardillas voladoras, los equivalentes en aquel mundo a las aves, rozaban las olas y se zambullían en el agua para capturar peces y sobrevolaban las capturas de los barcos pesqueros en grandes y ruidosas bandadas. Sobre la ciudad, naves voladoras y deslizadores surcaban el aire, esquivadas por los esquifes gravitacionales, mucho más rápidos. Entre las naves espaciales, altos juncos y clíperes asomaban aquí y allá a lo largo del puerto y en ambas orillas del río, y entre ellos, los faluchos, con sus velas como las aletas de un banco de tiburones, atravesaban el aire como flechas. A aquella distancia, el alboroto del despertar de millones de ruedas y pies fue creciendo gradualmente en un discernible rumor creciente.
Por un momento, la inmensidad y solidez del lugar hizo que Volkov sintiese que se le encogía el corazón. La masa rocosa que iba surgiendo ante su mirada era como un gigantesco barco contra cuyo casco la historia misma se fuera apartando como aguas espumosas, deslizándose a lo largo de sus costados y dejando una estela agitada de milenios. Y aun y todo tan solo era una idea la que lo mantenía a flote y lo impulsaba hacia delante, un pensamiento en millones de cráneos demasiado frágiles. Si perdieran ese pensamiento, aquel lugar se hundiría sin remisión en un año. Volkov se había propuesto la dura tarea de formular aquel pensamiento, y la idea de la tarea le hacía sentirse débil.
Escuchó y olió a Lydia a sus espaldas, y se giró al mismo tiempo que ella subía hacia la barandilla. La muchacha le dirigió una mirada hambrienta a la ciudad, transfigurada.
—Dioses de lo alto —dijo—, cuánto me alegro de verla de nuevo.
Le sonrió forzadamente.
—Y cuánto me alegro de ver que no ha cambiado mucho. —Otra mirada a la ciudad, más estudiosa—. Salvo que tiene más altura.
—Es impresionante —concedió Volkov.
—Y tú quieres cambiarla.
Volkov señaló con el dedo pulgar todo el trabajo que se estaba llevando a cabo tras ellos.
—Vosotros sois los revolucionarios —dijo él—. Si traéis suficientes libros e ideas, la ciudad cambiará por sí misma. Todo lo que quiero hacer es asegurarme de que esté aquí la próxima vez que vuelvas.
Le mostró una amplia sonrisa, controlando sus facciones. Su corazón le estaba haciendo temblar por dentro.
—Si creyese en las ideas de cortejo de vuestro pueblo, te la ofrecería entera para ti. Le diría a Esias que tomaría esta ciudad y la depositaría a tus pies.
Para sorpresa de Volkov, Lydia se sonrojó y parpadeó.
—Eso es precisamente lo que teme Esias —dijo ella.
Ella desvió la mirada a la lejanía, como si estuviera sopesando la ciudad y la propuesta.
—Gregor me ofreció más —añadió— y me lo entregó también, pero él no me quería después de todo. No, no estoy abierta a esa clase de oferta. No después de aquello.
—Ya veo —dijo Volkov— tan solo tengo que echar mano de mi espectacular físico y poner mi personalidad en marcha.
Lydia se echó a reír.
—Nunca sé si estás de broma o no.
—Ni yo —dijo Volkov con tono melancólico.
Ella le dio un pequeño golpe con el puño.
—Ya estás otra vez.
Él se volvió con una sonrisa para disimular su confusión y sobre todo para disimular sus pensamientos. No sabía cómo se sentía, o qué significaba lo que fuera que sintiese. Unas pocas semanas antes, su aventura con la madre de Lydia, Faustina, había llegado amistosamente a su fin. A él se le daban bien las mujeres de la edad que aparentaba, o mayores; preferiblemente casadas, o si no, que no se comprometieran a una relación permanente con él, aunque desde su punto de vista todas eran relaciones temporales. Él no estaba enamorado de Lydia, ni siquiera encaprichado con ella. Él no pensaba continuamente en ella. Pero siempre que la veía, sentía una descarga eléctrica recorriéndole por dentro, y le resultaba difícil apartar la mirada de ella. Le resultaba embarazoso sorprenderse a sí mismo lanzando miraditas a hurtadillas como un adolescente enamorado, pero así es como estaban las cosas.
Al otro lado de la balanza, casi en equilibrio con aquello, estaba la certeza de que, según la costumbre de Nova Babilonia (y la mercantil), ellos eran potencialmente buenos esposos. El matrimonio era un negocio, y las aventuras, una diversión declarada. La distribución de bienes, la herencia y la fortuna eran las únicas cuestiones serias, gracias a las cuales los genéticos, astrólogos y casamenteras se mantenían lucrativamente ocupados.
Entre medias, en el punto justo de equilibrio de la balanza, Lydia y él habían desarrollado una especie de amistad intempestiva, que cada vez con mayor frecuencia acababa en encontronazos en los cuales sus valores e ideas le parecían a ella una muestra de cinismo, mientras que la visión de la ética de la joven la juzgaba él como la consecuencia de antiguos prejuicios sostenidos con inmadurez. En aquel momento, su relación estaba atravesando una de aquellas zonas de calma. Él no estaba seguro de si una discusión hubiese sido mejor. Seguramente reforzaría su relación, pero no había necesidad de provocarla. Vendría por sí misma en cualquier momento.
—¿Podemos al menos dejar a un lado las discusiones por el momento? Ella le devolvió la sonrisa. —Puedes llegar a ser un zorro artero, Grigory Andreivich, pero me gustas. En ocasiones.
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El primer esquife se deslizó de su hangar, sobrevoló la piscina de navegación y salió por una de las rampas de los costados de la nave. Se alzó hasta una altura de un par de centenares de metros y cruzó el cielo hacia la ciudad, mientras que los otros esquifes llevaban al resto del clan y la tripulación con un intervalo de aproximadamente medio minuto. Voronar se tomó su tiempo, disfrutando con evidencia al mostrarle las torres de la ciudad y su propia pericia como piloto al irlas esquivando. Desde arriba, la ciudad parecía increíblemente verde: los árboles formaban filas junto a las calles, y cada nivel de los edificios se replegaba formando una especie de terrazas, muchas de las cuales estaban cubiertas de plantas y jardines: los jardines colgantes de Nova Babilonia, una maravilla más grande que la de su antiguo referente. Los monos se revolvían y saltaban por las parras de las vides y por las ramas de los árboles; las cabras pastaban en los elevados céspedes y brincaban por escaleras exteriores; ardillas voladoras, con su pelaje brillante y tan variado como las plumas de los periquitos, cruzaban el aire a toda velocidad a través de los cañones artificiales.
El esquife gravitacional cayó en picado, haciendo que la vista se inclinara peligrosamente, mientras que la gravedad interna de la nave permanecía sólida como la roca. Volkov logró distinguir un contrafuerte con un águila esculpida con unas alas abiertas de más de diez metros, y bajo ella la inscripción «IX» y «SPQR»; y después, antes de que pudiera atrapar los huidizos recuerdos de su memoria, la sobrepasaron y se deslizaron hacia el interior de una torre, bajo cuyos cincuenta metros de terrazas se levantaba una columna de neón donde podía leerse «DE TENEBRE». El esquife aterrizó en una de las terrazas del edificio y todos sus ocupantes excepto el piloto descendieron por la escalerilla hasta el blando césped. El esquife gravitacional se revoloteó para hacer sitio al resto de los que iban a llegar.
—Puertas automáticas de cristal —murmuró Volkov a Lydia, conforme se acercaban a la entrada—. Hacía mucho tiempo que no veía unas.
—Oh, ¿también las tienen en la Tierra?
De las puertas automáticas surgió una multitud de sirvientes del clan, secretarios y, como Volkov supo después en el remolino de rápidas presentaciones que se sucedieron una vez que entraron en la torre, los miembros de los septetos locales, el más anciano de los cuales podría recordar con dificultad a alguien de su infancia que fuera lo suficientemente viejo para haber estado allí cuando la nave había partido. También había saurios en la multitud, para los cuales los dos siglos pasados eran un episodio más en sus vidas, y que rápidamente se pusieron al día en su relación con sus congéneres de la tripulación. Para todos ellos, humanos y saurios, el regreso de la nave suponía un suceso extraordinario y un motivo de celebración. Aquella planta del edificio era evidentemente la suite de la ceremonia, una enorme sala cuyo espacio abierto estaba tan solo interrumpido por columnas de descarga y donde alrededor de un millar de personas celebraban la fiesta. La mayoría de ellos vestía una especie de kimono plisado, con variaciones en la tela, el corte, la textura y el patrón, que diferenciaba los vestidos de ambos sexos de forma predecible. Otros llevaban chaquetas amplias y pantalones, de igual forma variados.
Volkov deambuló por la fiesta, probando la comida y la bebida, charlando discretamente. La familia de Esias y los pocos miembros de la tripulación que sabían quién era él realmente habían accedido a mantener el secreto y comunicárselo en todo caso únicamente a los saurios, al menos hasta que la Academia, el Electorado, el Senado y la Asamblea de Notables hubieran tenido la oportunidad de considerar la situación. Él se presentó a sí mismo como un inmigrante experto en ingeniería marina que importaba algo de nueva tecnología, lo cual se correspondía con la verdad en cierto modo. Una lenta circunvalación de la sala le condujo de nuevo a la órbita de Lydia.
Él hizo un gesto señalando sus ropas y las de ella, y después a las del resto de los componentes de la fiesta de celebración.
—¿No te hace sentir esto un poco como… vestida de forma inapropiada para la ocasión?
Lydia se frotó las manos contra las caderas dejando un rastro de color en la lona de los pantalones.
—En absoluto —dijo ella—. Permíteme que te diga que el mono de viaje es el más prestigioso traje en esta fiesta. Si nos hubiéramos vestido con las mejores galas que teníamos cuando dejamos la ciudad, daría la impresión de que nos habíamos disfrazado con trajes de época. —Paseó críticamente la mirada en derredor—. Además, puedo ver de dónde viene ese estilo de seda origami, y no niego que me apetecería probarme algo parecido, pero es imposible que consiga hacerme unos arreglos parecidos recién salida de la nave. Me sentiría ridícula y seguro que lo estaría.
—Lo dudo.
Lydia aceptó el cumplido con un ligero movimiento de cabeza.
—¿Y cómo te sientes tú?
—Un tanto sobrepasado por todo esto, para ser honestos. No me refiero tanto a la ocasión, sino a la ciudad.
—Ajá —exclamó Esias dominando la escena con su presencia, sosteniendo una gran copa de Brandy en su mano—. Me parece detectar un caso agudo de envidia cultural. Puedo verlo en tus ojos, Volkov. Relájate, amigo mío. Aquí somos los invitados, recuérdalo. Para nosotros no es una gran sorpresa, pasamos por esto cada pocos meses.
—Quizá en la próxima ocasión, —murmuró Volkov—, toda la gente que hay aquí estará allá.
Esias levantó un dedo y después le guiñó un ojo.
—Pues sí —le dijo—. Un pensamiento interesante… Por cierto, ya he movido algunos hilos para tener una audiencia con la Academia. Nos llevará un día o dos, por supuesto. Entretanto, me encargaré de los asuntos habituales, y tú…
—Yo venderé máquinas —acabó Volkov.
Volkov se pasó los siguientes días vagabundeando por la ciudad, en ocasiones en compañía de Lydia, en otras solo. Desde el nivel de la calle, la ciudad parecía hecha a escala humana gracias al efecto de las terrazas. Desde las calles, las torres cercanas parecían tener tan solo unas pocas plantas, y las más altas parecían acantilados lejanos estriados con salientes verdes. Toldos y claustros, patios y pórticos, plazas y fuentes, y las sombras alargadas de los propios edificios hacían que el aire de las calles fuera soportable, casi fresco. A mayor altura, la brisa lograba el mismo efecto. El acceso a los niveles superiores se hacía por ascensores o escaleras interiores, o por peligrosas escaleras exteriores que zigzagueaban a lo largo de los muros de las torres. La ciudad entera funcionaba con una mezcla de energía humana y eléctrica. Menos densa de lo que parecía desde el mar, contenía un sinfín de pequeños jardines y parques, fertilizados por estiércol seco de animal, cuya recolecta y distribución era en sí mismo un negocio. Era difícil que un excremento llegara a alcanzar la calle. El procesamiento de los residuos humanos era resultado de otra especialización, llevado a cabo con tanta habilidad y velocidad que durante un tiempo Volkov no pudo percibir más que un ligero olor pasajero.
Los jardines del distrito financiero eran de tipo decorativo, pero en el resto de la ciudad sus setos florales encerraban espacios de césped, pequeños arrozales, parterres con todo tipo de plantas, diminutos prados para las cabras, conejillos de indias y otros animales herbívoros de poco tamaño. Los frutos de los árboles de las avenidas y de los parques se recogían para el consumo de la ciudad, y los árboles servían también incluso como fuente de madera. No era algo que Lydia o nadie más le hubiera explicado, era algo que él mismo había averiguado con papel y lápiz: la ciudad había desarrollado una forma de «permacultura», y era autosuficiente al menos en cuanto a necesidades básicas. Los intercambios económicos con los latifundios de las tierras del interior se hacían por los flujos de capital, no por la comida, o como mucho para aportar variedad a la dieta.
Su mayor fuente de alimento era el mar, o más bien los dos mares: el mar de la Media Luna, y el océano del Este. Los faluchos pescaban en el primero, y los grandes barcos pesqueros con capacidad suficiente pescaban con redes barrederas en el océano. Incluso el puerto se mantenía lo suficientemente libre de polución como para sostener un estuario propio, que hordas de chicos y chicas se encargaban de explotar sentados a lo largo de los muelles de mañana a tarde con largas cañas de pescar hechas de bambú. Al atardecer vendían sus cestas de alevines a los pescadores de los patrones de los faluchos como cebos, y freían lo que les sobraba en planchas junto a las carreteras hasta bien entrada la noche.
Volkov también fue vendiendo su carga de mercancías por los muelles, llevando consigo cada día muestras de los pequeños artefactos y modelos y planos de las máquinas más grandes a las compañías de barcos y de pesca. Él sabía por décadas de experiencia a dónde debía ir, normalmente no a las oficinas sino a los almacenes, no a los dueños o a los administradores sino a los ingenieros que, una vez que ya les había vendido la idea, hacían por él el trabajo de convencer a los dueños. Poco a poco, iba asimilando el dialecto local allá donde fuera. Gradualmente, su latín mercantil se fue acercando a una especie de italiano comercial. Hizo los suficientes tratos como para asegurarse de que si sus planes más ambiciosos no tenían éxito, podría ganarse la vida allí. Había una especie de alegría contenida en el trabajo que podía realizar con su ambición personal.
Gremios, asociaciones, cooperativas y corporaciones combinaban las prisas del enriquecimiento privado o la supervivencia en el mercado con la estabilidad de la administración municipal, y sostenían la vida económica de la ciudad de una forma que Volkov, acostumbrado como estaba a los mercados menos regulados de los mundos jóvenes más exteriores, entendía tan solo como una forma de red de estrangulamiento. Incluso el socialismo flexible y sostenible de la Unión Europea había sido, por lo que recordaba, mucho más dinámico. Candidez más electricidad, pensó irónicamente, añadido a algo que no era capitalismo y que no era socialismo. Su clasificación exacta eludía a los módulos marxistas residuales y obstinados que recordaba de tiempos pasados, hasta que lo clasificó con el concepto amplio de «pre-capitalista». De aquella sociedad emergería una forma capitalista, y, con un mayor grado de agitación política y sin cambios sustanciales en el resto, también el socialismo, pero los dedos de Volkov todavía le escocían de un previo experimento de detonar una revolución burguesa.
Identificar la clase dominante de un estado no suponía un problema. Los cargos más altos y los administradores de los diversos cuerpos corporativos, los patricios y patriarcas de las compañías mercantiles, los gestores de las cooperativas, los jefes de los gremios y los latifundistas, los dirigentes de las órdenes religiosas y de las escuelas filosóficas, los cortesanos retirados, los profesores eméritos y algunos más, formaban lo que era conocido por todos como el Electorado, las personas que de forma igualmente evidente elegían el Senado y ocupaban los puestos de su administración, y aquella era toda la historia. Volkov no tenía prejuicios especiales contra las elites (él mismo había formado parte de una) y se sorprendía a sí mismo por la irritación que le causaba la descarada falta de maneras democráticas de la República. Toda su experiencia le venía dada por gentes que insistían en que se mantuviese al menos la ilusión de una soberanía popular, y le parecía preocupante encontrarse con personas que parecían satisfechas conformándose con poder gobernar tan solo sobre su propia vida cotidiana, mientras dejaban que la política y la diplomacia se llevaran a cabo pero encima de sus cabezas, como, por supuesto, había sido lo habitual siempre y en todo lugar.
Mientras caminaba a través de los laberintos de mercadillos y supermercados, talleres artesanales y molinos, veía por todas partes dependientes y vendedores de rostros pálidos introduciendo cifras, calculando y extrayendo totales de máquinas calculadoras, y se maravillaba de las incontables formas de comunicación que pululaban por doquier. Los pies descalzos de los chicos de mensajería corriendo y resonando con su eco por las escaleras, los ciclistas gritando y esquivando por las calles, las tuberías de goma por las cuales circulaban mensajes escritos, o el timbre de los teléfonos. Volkov se dio cuenta de que aquella ciudad podía convertirse en el eje de un formidable estado militar e industrial sin necesidad de cambiar una sola institución. Todo lo que se necesitaba era información.
Ellos ya disponían de cierta información. Las noticias que habían llegado con la Estrella brillante y los fragmentos de conocimiento moderno que había traído consigo habían ido llegando en pequeñas cantidades mucho antes de que la nave de los de Tenebre hubiera despegado para obtener tanta como fuera posible. Y ellos tenían los medios para diseminarla y debatir sobre ella. La prensa escrita estaba muy extendida allí y se caracterizaba por su ruda vitalidad, de igual forma que existían numerosos canales de radio. El enorme incremento de conocimiento que acababa de producirse a consecuencia de todo ello, iba a incendiar intelectualmente la ciudad. Los rumores ya estaban comenzando a despertar la curiosidad de todos.
El estandarte de su revolución sería: «el conocimiento es poder».
El interior de la Academia era fresco, y sus bloques de granito parecían retener una pizca del frío del invierno, a la par que silencioso. El aire parecía arrastrar un aroma de productos de limpieza de madera y desinfectantes; eones en la aplicación de aquellos habían proporcionado a las puertas de la Cámara del Senado una pátina de milímetros de espesor extra y el uso continuado de los desinfectantes habían conseguido erosionar varios centímetros los escalones de arenisca.
—¿Nervioso?
—No —dijo Volkov, mientras sus dedos le traicionaban ajustándose una vez más el nudo de su corbata. Llevaba una réplica de su viejo uniforme de gala, tejido con prisas, pero razonablemente parecido al original a partir de la fotografía tomada el día de su investidura como héroe de la Unión Europea (primera clase) que él todavía llevaba en su cartera. Esias, con su magnífico traje con adornos de piel de al menos dos siglos de antigüedad para los estándares de moda de Nova Babilonia, tenía un aspecto apenas un poco menos pintoresco y exótico que él.
La manecilla de acero negro de las puertas de doble hoja se giró desde dentro, y las puertas se abrieron con el silencio de unas bisagras bien lubricadas. Volkov había dado por supuesto que iban a chirriar. Un delgado servidor anciano vestido con una larga túnica negra les hizo una reverencia a través del resquicio de las puertas que se iba agrandando y se hizo a un lado. Volkov vaciló.
—Después de ti —gruñó Esias—. Eres mi invitado, no un espécimen capturado.
—Intentaré acordarme de eso —dijo Volkov, y con una leve inclinación de la cabeza al servidor, avanzó hacia la cámara del Senado. Tenía alrededor de unos treinta metros de alto, y estaba iluminado por lámparas eléctricas y un gran tragaluz rosado. Varias gradas semicirculares de bancas se levantaban desde el podio hasta las últimas filas, y sobre ellos se hallaba sentada una multitud solemne de ancianos, entre los cuales había un módico número de hombres más jóvenes, pero aun y todo maduros, y unas pocas mujeres. Un sabio de larga barba vestido con una larga túnica ocupaba el podio, con la mano alzada en señal de bienvenida. Volkov se repitió a sí mismo que probablemente aquel era el más anciano y por consiguiente el más sabio de todos los presentes, y se acercó a él para estrecharle la mano, para sorpresa suya.
—Mi nombre es Luke Sejano —murmuró el académico—. Presidente de la Academia de Ciencias.
Se volvió y extendió un brazo con un ademán fruto de la práctica, anunciando:
—Señores míos, damas y caballeros, le presento a nuestro distinguido invitado, ¡Gregory Andreievich Volkov! Cosmonauta de la Unión Europea, coronel del ejército del pueblo europeo, héroe de la Unión Europea…
Fue repasando la lista de logros y méritos de Volkov, incluidas las empresas de carácter comercial que había emprendido en Mingulay y Croatano, muchas de las cuales Volkov había creído que habían caído en la oscuridad del tiempo, ligadas a tumbas con nombres y señas pero vacías, en aquellos siglos durante los cuales los Cosmonautas habían ocultado su longevidad. Sin embargo, él se las había mencionado a Esias.
Esias había tomado asiento en un banco vacío al final de una de las filas más bajas de las gradas. Volkov le dirigió una mirada cómplice; Esias le devolvió la sonrisa.
Sejano se hizo a un lado, se sentó en uno de los bancos de la primera fila y añadió su rostro expectante a un millar más. Volkov tragó saliva y pensó que ojalá hubiera un vaso de agua a su disposición. O de vodka.
—Gracias, presidente Sejano. Señores míos, damas y caballeros, es para mí un gran honor comparecer ante todos ustedes. Lo que es inusual en lo concerniente a mi vida no es lo que he conseguido, aunque puedo volver la mirada al pasado con más satisfacción que arrepentimiento, gracias sean dadas a los dioses. Lo que es inusual con respecto a mi vida es… su duración. Estoy aquí para mostrarles cómo también ustedes pueden vivir una vida tan extensa, conservando la salud y el vigor. Incluso para aquellos de ustedes que ya son ancianos.
»Para mostrarles, no para explicarles. Siento no poder explicar. En la tercera y cuarta décadas de mi vida consumí muchas drogas y medicinas que me prometían conservar mi juventud. Como pueden observar, una de ellas, o la combinación de ellas, ha funcionado. No sé cuál, y como las fórmulas de esas medicinas eran secretos comerciales, yo sería incapaz de reproducirlas aunque supiera cuál de ellas fue de hecho la verdadera panacea. Los otros Cosmonautas y yo hemos tratado de llegar a alguna conclusión, y no hemos podido dar con la medicina o las medicinas que hemos compartido.
»Lo que puedo hacer, sin embargo, es esto. Puedo mostrarles el método por el cual ustedes pueden descubrir independientemente la panacea, el elixir, por ustedes mismos. Se trataría de extraer las muestras necesarias de mi cuerpo y analizarlas, buscando por ejemplo las moléculas que se encuentran en mi sangre pero que no existen en la sangre del resto de las personas. Posiblemente una o más de esas moléculas proporcionarán alguna pista relevante. O quizá les permitan descubrir algo inusual en la estructura de mis células, no lo sé a ciencia cierta, pero es lo que yo esperaría encontrar. Al mismo tiempo, puedo proporcionarles una lista de los tipos de moléculas que se conoce que han sido empleadas en la composición de varias medicinas, y las partes de las células humanas que esas medicinas tenían la intención de modificar. Estos hallazgos podrían probarse en animales de corta vida, como ratas y ratones, por ejemplo. Después en monos, y finalmente en voluntarios humanos. Se necesitarían muchos experimentos. Los resultados deberían ser escrupulosamente recogidos y cuidadosamente examinados.
»Quizá sea un proceso largo. Quizá sea costoso. Pero tendríamos, para servirnos como aliento, el conocimiento incalculable de que lo que estamos intentando es posible, que ya ha sido alcanzado una vez, y que podría por tanto conseguirse de nuevo.
»Gracias por su atención.
Hizo una reverencia y le cedió el sitio a Sejano, que regresó al podio. Esias asintió con la cabeza y sonrió. Casi todos los demás parecían absortos en sus propios pensamientos.
—A continuación abriré una rueda de preguntas —dijo Sejano. Daba la impresión de que él mismo tenía muchas cuestiones que formular.
Un hombre de mediana edad situado cerca de las filas más próximas se incorporó.
—Mi nombre es Teócrito Gionno —se presentó a sí mismo, claramente de forma innecesaria para la mayoría de los presentes—. Jefe del departamento de ciencias médicas. —Se detuvo un momento para arreglar su túnica—. En estos últimos días, el comerciante y elector Esias de Tenebre nos ha proporcionado evidencias que apoyan el discurso del coronel Volkov. Todos hemos tenido la oportunidad de familiarizarnos con ellas, y debemos, según mi parecer, admitir que se trata de un hecho extraordinario. Documentos de procedencia incontestable, fotografías, huellas dactilares… De igual forma, nosotros y nuestros predecesores hemos dispuesto de muchos años, verdaderamente, para examinar evidencias del nivel de conocimiento científico imperante en el Sistema Solar en la época de, ah, la partida de la Estrella brillante, que han ido llegando hasta nosotros con el transcurso de los años en los dos últimos siglos. No tenemos razones para dudar de la posibilidad de la existencia de un tratamiento como el que el coronel nos ha referido.
Apoyó su codo en una mano mientras con la otra se acariciaba la barbilla y paseó la mirada por el auditorio.
—Sin embargo —prosiguió— el método que propone el coronel merced al cual nosotros podríamos, de forma independiente, como él mismo apunta, redescubrir la panacea, debe hacernos desconfiar a todos los hombres (¡y las mujeres!) de ciencia por ser absurdamente complicado y, sobre todo, incierto. ¡La ciencia no funciona así en absoluto! El método científico basa el razonamiento lógico en la observación, y en el análisis lógico de los datos disponibles. Ya obra en nuestro poder una inmensa cantidad de datos valiosos. Incluso se nos han facilitado más aún, gracias al material proporcionado por la exitosa expedición de la familia de Tenebre, que en tiempos anteriores a la memoria de ninguno de los presentes más ancianos partió hacia el distante Mingulay con el fin de traer consigo el manantial principal de conocimiento a partir de cuyas gotas y pequeños arroyos nosotros y nuestros predecesores hemos trabajado durante largo tiempo. Tengo la plena confianza de que unos pocos años de estudio cuidadoso y razonamiento exacto nos permitirán deducir la composición del elixir.
Un rumor grave de aprobación siguió a su discurso. Después, otros académicos se levantaron, uno a uno, y fueron desarrollando discursos con detenimiento sobre el poder de la lógica para extraer conclusiones sobre hechos novedosos a partir de otros anteriores.
—Tomemos por ejemplo la teoría de la evolución —dijo un hombre, decepcionantemente joven—. ¿Podría haber sido descubierta experimentalmente? ¡No! Hace mil años, Alejandro Filoctetes, se levantó de su banca en este mismo salón, y explicó a la Academia que nacen más sujetos que aquellos que pueden sobrevivir, y en consecuencia hay una lucha por la supervivencia, y por tanto pequeñas variaciones que conducen a la supervivencia deben necesariamente ser preservadas de alguna forma, etcétera, etcétera, para concluir elaborando de forma magistral la deducción del origen de las especies con la que todos estamos familiarizados. Si Filoctetes hubiera utilizado el tan alabado método experimental, y hubiese empezado a perforarlo todo con excavaciones, sin duda habría llegado a los más engañosos resultados a partir de las pruebas fósiles recogidas, y habría terminado elaborando alguna teoría de creaciones sucesivas o generación espontánea o alguna conclusión de índole similar.
Y aquello continuó con el mismo tono. Volkov se hubiera sentado con la cabeza hundida entre las manos si hubiera tenido algún lugar en el que sentarse. Pero continuaba allí de pie, sintiendo cómo los músculos de su mandíbula primero se distendían y después se iban apretando progresivamente.
—Pido disculpas —dijo finalmente a Sejano—, pero debo hablar. Sejano le hizo una pequeña reverencia indicando la tribuna.
Volkov respondió acercándose.
—Me hago cargo —dijo él—, y aprecio profundamente todo lo que las ciencias de esta gran ciudad han logrado a través del examen y la comparación de información obtenida gracias a sus propias cuidadosas observaciones y de los conocimientos alcanzados en la Tierra en el pasado. Ustedes han conseguido logros verdaderamente importantes. Pero no todo, ni por asomo todo lo que cualquiera puede admirar en esta maravillosa metrópolis ha sido construido siguiendo estos métodos. Ninguna forma de razonamiento abstracto, a partir de observación o de axiomas principales, podría haber desarrollado las máquinas que he visto en las tiendas, los barcos que he visto en el océano, los vehículos de sus calles y las cosechas de sus campos. Todos estos ingenios se diseñaron por el método que les estoy sugiriendo, el método empírico, el método de pruebay error, de hipótesis e inducción así como el uso de la deducción. Sus mecánicos y artesanos, sus boticarios y labradores, sus pescadores y pilotos quizá no sean capaces de explicarles el método por el cual ellos logran desempeñar su trabajo tan bien, pero el hecho de que existe un método y de que funciona está seguramente más allá de cualquier duda. Razonemos y comparemos, para despejar cualquier duda, cuando investigamos los descubrimientos de otros. Pero experimentemos y probemos cuando lo que deseemos sea hacer nuevos descubrimientos por nosotros mismos.
Conforme iba hablando, su mirada saltaba de un rostro a otro, y aquí y allí pudo percibir muestras de acuerdo, incluso (y esto le emocionó y le estremeció a un tiempo) expresiones de inspiración intelectual, pero se trataba de casos aislados. La actitud de la aplastante mayoría de la asamblea era de desconcierto o incluso de ofensa. Teócrito Gionno, que parecía estar hirviendo a fuego lento, saltó de su banca tan pronto como Volkov abandonó la tribuna.
—Por supuesto —dijo Gionno—, muchos de nosotros apreciamos el valor, y comprendemos el alcance de lo que el estimado coronel correctamente denomina método empírico o experimental. Algunos aquí han dedicado sus vidas como académicos al estudio de los trabajos en este sentido que han llegado hasta nosotros de los maestros Bacon y Popper. Los comentarios sobre Los avances del aprendizaje llenarían por sí solos un estante en una biblioteca, y no precisamente pequeño, y los de La lógica del descubrimiento científico, una biblioteca de dimensiones no demasiado grandes. Pero existen muchos problemas con este método, y hasta que no se resuelvan, lo mejor es que sirva de guía, más o menos consciente, de los torpes y toscos arreglos de mecánicos, artesanos y herbolarios. Tales métodos son sin duda lo bastante buenos para ellos. Los requisitos para una ciencia exacta son considerablemente más rigurosos.
Volkov se echó a reír. No había querido hacerlo, y pudo observar inmediatamente que el efecto había sido negativo, pero no pudo evitarlo.
—En alguna parte de uno de los trabajos científicos que contiene la carga de la nave de Tenebre —dijo frente al silencio sorprendido de la asamblea—, encontrarán una cita de un gran científico terrestre, Poincaré, que dijo: «La ciencia avanza, funeral a funeral». Por lo que veo se trata de una verdad universal, y les deseo un buen día.
—Bueno —dijo Esias con una bocanada de humo, alcanzando a Volkov junto a la sombra de uno de los claustros porticados de la Academia—, el asunto no ha salido del todo bien.
Volkov se pasó la mano por su pelo corto.
—No, no lo ha hecho —confesó él—. Mis disculpas, amigo. Espero que no te haya arrastrado conmigo. Pero esos académicos… ¡Dios mío! Preferirían morir que pensar. Y así es como va a ser.
Esias rió entre dientes.
—Algunos de ellos. Quizá no todos. Acerquémonos a la fonda del patio con toda la dignidad posible que podamos reunir y veamos si hay excepciones a la regla. —Le palmeó el hombro a Volkov—. ¡El método científico!
—No quiero escuchar más esas palabras en una semana —dijo Volkov—. Pero tienes razón. Y estoy seco.
Se sentaron a una mesa bajo un toldo, se bebieron en pocos tragos un vaso de lo que Esias insistía que era cerveza, y después tomaron un segundo a pequeños sorbos. Volkov sabía que no debía insistir en aquello. Se relajó y observó a los estudiantes sentados en las otras mesas o caminando por el patio. Exceptuando las túnicas negras de mangas cortas que llevaban como batas de trabajo, parecían por un lado jóvenes versiones de los académicos y por otro se parecían a cualquier otro estudiante, indolente y aplicado alternativamente. La proporción de mujeres estudiantes era bastante más elevada que la que había entre los académicos, aunque de ninguna forma se acercaba a la paridad. Qué estúpido desaprovechamiento, pensó Volkov. El desarrollo se aceleraría con cambiar tan solo aquello.
—¿Sabes? —dijo Esias—, puede que estés subestimando a la Academia. No son unos lerdos. Tienen milenios de experiencia a sus espaldas resolviendo implicaciones imprevistas. Tu viaje hasta aquí no va a ser en vano. Quizá les lleve un tiempo, más de lo que podrías haber deseado, pero el conocimiento que hemos traído hasta aquí será asimilado y ampliado.
—De acuerdo —dijo Volkov— dejemos a la Academia revolviendo entre los libros si es lo que desean. Lo que me preocupa más son las otras instituciones. ¿Son también tan estrechas de miras? Porque tiempo es precisamente lo que no tenemos. Si los alienígenas se presentan en este lugar antes de que tenga capacidad defensiva, la cuestión de la longevidad será, se puede decir, puramente académica.
—Oh, sí —dijo Esias—. Los alienígenas. —Echó un vistazo a su alrededor—. Creo que toda alusión a ese punto será mejor… posponerla, hasta que podamos entrevistarnos con el Electorado. En primer lugar, con el Comité de defensa del Senado.
Volkov sonrió.
—Así es como se hizo en la Tierra. Las consecuencias no fueron buenas.
—Oh —dijo Esias, mirando de nuevo sobre su hombro—. No encontrarás aquí nada de aquella paranoia. Ya verás.
Pero Volkov solo escuchaba a medias; él dirigía su mirada a la sombra del claustro, de la cual había surgido a la luz del sol alrededor de una docena de figuras vestidas con toga.