TRES
RTFM
Matt Cairns, en viaje de ida desde Rawliston, Croatano, hasta Kyohvic, Mingulay, vagabundea sin ninguna ocupación concreta entre la multitud de pasajeros. No hay mucho que hacer. La nave es una caja más o menos hermética equipada con tecnología espacial, asientos insuficientes y unas pocas salas de recreo. Ni siquiera hay una ventana. Después del salto interestelar, Matt se ha aburrido tanto que se sorprende a sí mismo leyendo con atención el folleto de orientación para los pasajeros que vuelan por primera vez. Se puede encontrar en varios idiomas y en una amplia variedad de formatos, incluyendo uno enteramente con imágenes. El que escoge tiene una pequeña nota al pie en pequeñas letras:
Eruditos, pre-científicos (adecuado para marinos, comerciantes, chamanes, etc. No recomendado para clérigos o monoteístas del desierto).
Hacía mucho tiempo él mismo había redactado la primera versión. Su título privado para el folleto era: ¡Bienvenidos, salvajes ignorantes!
Bienvenidos a las Culturas de la Estrella brillante
Este quizá sea su primer viaje en una aeronave espacial pilotada por seres humanos. Por favor dedique unos pocos minutos a leer este documento que le ayudará a comprender su viaje y su destino. Le dirá cómo nosotros, los angloparlantes de los planetas de Croatano y Mingulay, explicamos los planetas en los que vivimos. Su propia explicación quizá difiera en gran medida de la que se refleja aquí. Respetamos su opinión tanto como usted respeta la nuestra.
Cuando contempla usted el cielo nocturno, puede ver una amplia y brillante banda de estrellas sobre su cabeza, que es lo que comúnmente conocemos como Vía Láctea o Estela Espumosa. Lo que usted está observando es el límite de un inmenso disco de estrellas: una galaxia. Hay muchas galaxias en el universo. A las más cercanas quizá las conozca como la pequeña nube o ese punto borroso de ahí.
La Estela Espumosa contiene doscientos mil millones de estrellas. Las estrellas son soles como el que usted ya conoce, pero muy lejanos. Los mundos en los que vivimos, viajan a lo largo de estos soles (ver «Hipótesis de Copérnico, pruebas a favor de»). Son tan lejanas que las distancias entre ellas se miden en años luz. Esto hace referencia a la distancia que recorre la luz en un año viajando por el espacio. La luz viaja a una velocidad de trescientos mil millones de zancadas por cada latido. En este momento estamos viajando a la velocidad de la luz entre dos estrellas. Cuando lleguemos, muy pronto, el sol será diferente del cual brillaba sobre nosotros cuando emprendimos el viaje. No hay motivo para alarmarse.
Vivimos en una pequeña región de la galaxia, que conocemos como la Segunda Esfera. Es un volumen de espacio esférico que contiene varios cientos de estrellas. Muchas de ellas son los soles de mundos como en el que usted ha nacido. La Segunda Esfera tiene unos doscientos años luz de diámetro. La llamamos la Segunda Esfera porque este no es el lugar de origen de los seres humanos. Los seres humanos provienen de un mundo que llamamos la Tierra, a cien mil años luz de distancia, en el otro extremo de la Estela Espumosa. De ahí es de donde procede toda la otra gente, los animales y las plantas que usted puede encontrar en los mundos de la Segunda Esfera. (ver «Evolución, teoría de»). Cuando usted viaja de un mundo a otro, quizá observe que los animales y las plantas son diferentes de aquellos que habitan en su mundo de origen. No hay por qué alarmarse. Entre el material que le ha sido facilitado encontrará un folleto que le explicará qué animales y plantas de su planeta de destino son peligrosos.
De igual forma que los seres humanos y aquellas gentes que parecen seres humanos (las personas altas y peludas y las pequeñas personas peludas) hay otros tipos de gente en la Segunda Esfera. Existen las gentes pequeñas grises, a los cuales llamamos saurios, y los seres enormes con tentáculos, que conocemos como kraken. Usted quizá conozca a los saurios principalmente como pilotos de las pequeñas aeronaves circulares que vemos en nuestros cielos, y a los kraken como los pilotos de las grandes naves interestelares que usted ha visto ya sea en el cielo o en el mar. Las rutas comerciales que siguen sus naves espaciales son las que marcan los confines de la Segunda Esfera, a unos cien años luz en todas las direcciones de Nova Babilonia, su más antigua civilización aunque no su primer poblamiento. Los kraken y los saurios han vivido en la Segunda Esfera durante mucho más tiempo que los seres humanos.
Quizá usted haya escuchado que existen mentes gigantescas en los espacios entre los mundos, las mentes que algunas personas llaman dioses, y otras los poderes celestiales. Esto es cierto. Los dioses viven en mundos muy pequeños, como los que en ocasiones vemos en el cielo en forma de cometas. Existen muchos, muchos de esos dioses alrededor de los soles que conocemos, incluido el sol de la Tierra. Los dioses son mentes cuyos cuerpos están compuestos de muchos animales diminutos que pueden soportar temperaturas muy bajas o muy altas. En algunas formas son similares a los pequeños animales que no podemos ver pero que existen a nuestro alrededor. No hay por qué alarmarse. (Ver «Enfermedad, gérmenes, teoría de los» en algún lugar del material de información que le ha sido facilitado. Si ya comprende esto, vea «Nanobacterias extremofilas»).
Hay mucho que no comprendemos acerca de los dioses. Una de las cosas que sabemos es que durante mucho tiempo se han servido de los saurios que viven cerca de la Tierra para transportar gente, animales y plantas a los mundos de la Segunda Esfera. Todos estos seres han venido en las naves interestelares con saurios del Sistema Solar a bordo, y se encontraban con saurios de la Segunda Esfera que a su vez los transportaban hasta el mundo más cercano. Así es cómo se poblaron los mundos de la Segunda Esfera. Los saurios, por supuesto, vinieron de la Tierra hace mucho tiempo.
El planeta que conocemos como Croatano se colonizó de esta forma hace más de setecientos años, en el Año Ajustado de Estaciones de Nuestro Señor (AAENS) de 1600 (ver «calendario, Croatano») por personas de Norte América. Su colonia retoña, Mingulay, se estableció doscientos cincuenta años después por los seguidores de una profeta hereje (ver «Taine, Joanna»).
Hace casi trescientos años, en AAENS de 2051, una nave estelar de la Tierra alcanzó las inmediaciones de Mingulay. Era una nave espacial construida por seres humanos, y se llamaba la Estrella brillante. Estaba a la deriva atravesando el cielo de Mingulay cuando los varios cientos de personas que componían la tripulación, se encontraron con los saurios. Estos los condujeron a la ciudad más importante de Mingulay, Kyohvic, donde se establecieron. Se diferenciaban de todos aquellos que habían ido llegando desde la Tierra en tres puntos importantes.
Primero, ellos habían atravesado el espacio exterior por sí mismos. Aquellos Cosmonautas, como se llamaban a sí mismos, habían encontrado un dios en uno de aquellos mundos diminutos que hemos mencionado anteriormente, y se habían comunicado con él. El dios les explicó cómo construir los motores que nos permiten viajar a la velocidad de la luz, y les proporcionó tecnología diversa para poder volar por el aire como hacen los saurios. Por desgracia, el dios no les dijo cómo pilotar, y cuando utilizaron los motores se encontraron en la Segunda Esfera, sin ninguna idea de cómo habían llegado allí ni de dónde estaban. Sus descendientes, después de varias generaciones, tuvieron que averiguar por sí mismos cómo pilotar una nave. Lo consiguieron hace unos noventa años. Las familias de los Cosmonautas se dedicaron a construir naves como la nave sobre la que está usted viajando en este preciso instante. La Estrella brillante también contenía muchos conocimientos novedosos, descubiertos en la Tierra, de los cuales todavía seguimos aprendiendo. Es esa la razón por la cual nos llamamos a nosotros mismos culturas de la Estrella brillante.
Esto nos conduce a la segunda importante diferencia de los Cosmonautas con respecto al resto de los seres humanos. Muchos de ellos habían tomado medicinas que les permitían vivir durante muchos cientos de años, de igual forma que los saurios. Desafortunadamente, ni ellos ni los saurios entendieron cómo había ocurrido aquel fenómeno, y todavía estamos tratando de averiguarlo. Muchos de los Cosmonautas originales de la Estrella brillante están vivos hoy en día, y algunos de ellos intentan ayudarnos. A ellos les haría muy felices que alguien pudiera vivir tanto como ellos.
En tercer lugar, los Cosmonautas han sido las últimas personas en llegar desde la Tierra.
Desde esta fecha (AAENS, 2238) no sabemos de más viajes procedentes de fuera de la Segunda Esfera. Es muy posible que las gentes de la Tierra, o los saurios que viven cerca de la Tierra, hayan entrado en conflicto con otras especies que dominan el vuelo espacial, a las que nosotros conocemos como alienígenas. Es posible que la Tierra haya sido destruida. No hay por qué alarmarse. Si usted tiene, ahora o en el futuro, alguna noticia sobre criaturas con la apariencia de arañas peludas del tamaño aproximado de un perro, por favor, informe al cuartel de la milicia más próxima o a miembros de la tripulación de la nave tan pronto como sea posible.
Y ahora, unas palabras acerca de la milicia.
Nosotros en las culturas de la Estrella brillante creemos que, en general, las personas deberían ser libres para hacer lo que quisieran siempre que sea compatible con la libertad de los demás. Aquí y allá abajo, «persona», «gente» y «humano», se refiere a miembros de especies inteligentes. Es posible que algunas prácticas religiosas, sexuales o de otra índole que usted desapruebe, estén permitidas por la ley. Es posible que algunas de sus propias prácticas, que usted cree que son correctas, estén perseguidas por la ley. Para su disfrute y su seguridad, es importante que no cometa errores en este punto. Por favor lea atentamente las siguientes instrucciones.
Prácticas permitidas que quizá usted desapruebe
Todas las formas de relaciones sexuales entre personas que por lo menos estén en la edad de la pubertad.
Todas las formas de vestir (exceptuando copias de uniformes diseñados para confundir) o ausencia de ropaje en todos los espacios públicos con excepción de las zonas de adoración o de ceremoniales públicos.
Todas las formas de dirigirse a personas de cualquier rango.
Todas las formas de adoración que no impliquen prácticas prohibidas.
Todas las formas de expresión artística, incluyendo descripciones o imágenes de prácticas prohibidas, siempre y cuando estas prácticas no se lleven a cabo ni se incite a hacerlo.
La automedicación, incluida aquella para el aburrimiento.
El suicidio.
Leer libros en público.
Escribir en los márgenes de un libro.
Practicar el aborto.
Guardar y llevar armas.
Prácticas prohibidas (con o sin consentimiento) que quizá usted apruebe
Sacrificios humanos.
Espectáculos de lucha a muerte.
Relaciones sexuales con personas que no han alcanzado la pubertad.
Relaciones sexuales con animales.
Esclavitud.
Inflación.
Infanticidio.
Piratería.
Robo de ganado.
Duelos.
Cirugía no médica aplicada a personas que no hayan alcanzado la edad de pubertad, incluyendo los siguientes, aunque no se trate de una lista exhaustiva: escarificación, infibulación, circuncisión.
Sacrificios animales excesivamente incompatibles con los códigos de kosher y halal.
La acción de impedir prácticas públicas o privadas que no estén en la lista de prácticas prohibidas.
Exhortación pública de prácticas prohibidas o crímenes execrables, excepto en el caso de lectura pública de textos sagrados revelados con anterioridad a la fecha de aprobación de esta ley (AAENS, 2226) o en la realización de ritos tradicionales.
Posesión no autorizada de explosivos nucleares.
Teomancia.
Crímenes execrables
Asesinato.
Violación.
Secuestro.
Tráfico de esclavos.
Tortura.
Envenenamiento.
Mutilación de miembros.
Penetración vaginal o anal no médica en personas que no hayan alcanzado la edad de la pubertad.
Impedir por la fuerza o mediante el engaño que un pasajero aceptado o miembro de la tripulación de la nave embarque o desembarque.
Provocar una explosión nuclear dentro de una atmósfera habitable. Deicidio. Cualquier persona culpable de crímenes execrables puede ser sentenciada a muerte por apedreamiento público. No hay por qué alarmarse. Las penas capitales rara vez se aplican, y cuando se hace, normalmente se conmutan por muerte por fusilamiento.
Tenga un viaje seguro y disfrute de su estancia.
Y ¡voilá!, de vuelta en Kyohvic, «puerto nublado», como reza el servicial letrero en enredada cursiva del aeronavepuerto. Matt Cairns se echa al hombro su bolsa de lona y, atravesando el vestíbulo de la estación del tren, se dirige al andén del ferrocarril de cercanías que lo conducirá hasta la ciudad. Los auriculares le cuelgan sobre la garganta. Los agentes contratistas estarán ya asediándolo, pero él todavía no está preparado para ponerse al teléfono. Necesita un descanso y se pregunta si sus habilidades están ya obsoletas, porque su deseo de intentarlo se hace evidente en los monitores de luz trémula, los espías remotos y el parpadeo infrarrojo de comunicación robótica. En los sesenta días de contrato en Croatano, este sitio ha avanzado ocho años en el tiempo, y ha visto más cambios que en los dieciséis anteriores. Matt conoce el proceso, puede imaginarse qué es lo que va a venir después. Él ha vivido antes esta mierda, están corriendo por la montaña cada vez más empinada hasta el límite de la Singularidad como si no hubiera un mañana, y si los dioses comenzaran el baile, no lo habría. Un golpe de billar cósmico: en algún lugar allí fuera en las órbitas de los cuerpos celestes, los dioses han preparado una trayectoria en sus juegos divinos de billar newtoniano. O los alienígenas arácnidos entran de improviso en el sistema, y los dados darwinianos caen sobre la mesa.
En el exterior del vestíbulo de techo plano y bajo se detiene para sentir el viento de tarde de otoño que viene del mar, con su aroma salino mezclado con la leve brisa fresca de la niebla en el estrecho, y las notas discordantes de acetona y derivados del alcohol. El aeronavepuerto está situado sobre una llanura sobre la ciudad, con todo su tráfico, desde las microluces zumbadoras y los pequeños y veloces esquifes gravitatorios hasta las grandes y toscas naves espaciales humanas como la misma de la que acaba de bajarse, pasando por los aerodinos de nuevo diseño. La ciudad se ha extendido por los valles como un liquen del que surgen torres como extensiones, altas, con agujas finas de hasta cien metros de vástagos de celulosa genéticamente tratados. El área industrial es una mezcolanza apresurada de biotecnología o nanomaterial húmedo con los bastos y rugosos caparazones de acero y aluminio, hormigón y cristal. Le recuerda al Edimburgo que dejó atrás en su vida hace varios siglos, milenios en tiempo real. El puerto estaba más activo que nunca, con los altos mástiles cargando con paneles de viento optimizados por ordenador en lugar de velas, y los barcos de vapor delicados y limpios más que humeantes. Más allá de los buques de superficie una nave interestelar de Nova Babilonia (casi medio kilómetro de zeppelín de acero, con su casco de colores de arco iris) está posada sobre el agua como si se hubiera detenido en los últimos metros de una larga caída. En el cabo del puerto, protegiendo uno de sus lados como un brazo protector, todavía se alza la torre de los Cosmonautas, con sus proporciones megalíticas prehumanas, tan firme a la vista como siempre.
La multitud de mercaderes, inmigrantes y sectarios refugiados invade los accesos a la salida de las aeronaves, se agolpa en los pasillos, se dirige a la entrada de la estación y llena los vagones del tren. Matt se aferra de pie a la correa del tren a través del suave traqueteo eléctrico, sujetando con las rodillas el peso vertical de su bolsa de viaje. Sus reflejos todavía no se han ajustado lo suficiente a la diferencia fraccional en la gravedad, pero él está acostumbrado a esta transición. Demonios, él ha hecho caída libre, ha atravesado el desierto oxidado de Raphael en un anticuado traje de presión, se ha ganado su título honorífico de Cosmonauta. Otros, los primerizos, tienen los labios apretados y el rostro demudado, y dan bandazos de un lado a otro a cada curva cerrada que toma el tren. Las viviendas baratas se van deslizando por las ventanas, después el complejo universitario construido en los peñascos, extendiéndose y elevándose como todo lo demás en este lugar, y luego las calles más antiguas y ricas del centro de la ciudad y de la playa.
Matt se apea del tren en la explanada del final de la línea y vacila. Nunca se ha acostumbrado del todo a ser agasajado por sus descendientes. Ahora los Cairns son los más ricos de entre todos los clanes de Cosmonautas gracias a su monopolio sobre la navegación interestelar, que están explotando a un nivel tan patente que no se puede ni comparar con los tratos ventajosos que tenían los antiguos comerciantes con los kraken. Él no tiene dónde dormir esta noche, nadie le espera en casa aparte de los contratistas, y los comerciantes de la nave espacial de Nova Babilonia estarán en el castillo, probablemente disfrutando de una fiesta de bienvenida por todo lo alto. Una buena fiesta en la que colarse. Por otra parte…
No. No está de humor. Antes necesita descansar un rato. La estación final es nueva, tiene menos de ocho años. Un pabellón cavernoso cubierto de cristal, lleno a rebosar de gente con prisas (las tres especies mayoritarias de homínidos y saurios) y lleno de franquicias por todos lados: café, flores, comida rápida, drogas. Los anuncios son murmurados por unos ingeniosos altavoces que se concentran en cada individuo y proyectan hologramas suspendidos en el aire que no funcionan del todo adecuadamente. La gigante hembra del puesto de café tiene todo el pelo teñido de rubio y rizado. Matt intenta no echarse a reír con la idea de aquella sesión de peinado a escala de un lavacoches, sonríe educadamente y lleva su vaso de plástico fino, pero aislante, a una mesa redonda esmaltada.
—¿Señor Cairns?
Sorprendido, casi derrama el café, pero lo sostiene rodeándolo con las dos manos y mira a la sonrisa de la mujer joven que se sienta ágilmente en el asiento opuesto dejando a un lado su bolso. Tiene una cámara como un lápiz en su oreja, y un micrófono apoyado sobre su otra mejilla. Su cabello, sus párpados y sus labios son como una especie de escarcha de oro. Detrás de todo aquello ella tiene un aspecto realmente agradable. Viste unos pantalones negros de cuero y una camiseta con un amplio dibujo de mosaico rectangular multicolor.
—Susan Harkness —dice ella, extendiendo una mano que Matt estrecha el mínimo tiempo posible que dicta la educación.
—No concedo entrevistas.
—No soy periodista —dice ella, entreteniéndose un instante con el aparato reproductor a un lado de su cabeza—. Bueno, lo soy, pero estoy aquí por un asunto de familia. Él detecta el aumento del acento local desde que ha estado fuera: fe-milah.
—¿Eres de la familia?
—Hija de Elizabeth Harkness y de Gregor Cairns.
—Ah. —Matt se relaja y baja la guardia, sonriendo—. De modo que soy tu antepasado.
—Sí —dice ella, mirándolo con la curiosidad desmedida de un niño humano que ve por primera vez un gigante—. Resulta difícil de creer.
—Con buena luz puedes ver las cicatrices —dice Matt.
—¿Te has hecho cirugía estética? —Parece decepcionada (Ehtética).
—Tan solo doscientos cincuenta años y pico de cortes al afeitarme. —Encoge los hombros.
—Y de peleas, por supuesto.
—Por supuesto. —Se da unos golpecitos a un lado de la cabeza. Matt se da cuenta de que ella está intentando controlarse y parecer tranquila. Está muy nerviosa, a causa de él o de algo más.
—Entonces —dice sobre el borde del vaso—, ¿qué asuntos familiares? ¿Y cómo me has encontrado?
Ella mueve la mano.
—Oh, sabía que tenías que pasar por aquí. Mamá… —hace una mueca—. Elizabeth y Gregor me han enviado.
Matt no tiene que preguntar cómo lo ha reconocido. En el castillo cuelga un antiguo cuadro suyo al óleo. También hay fotos más recientes, desde que salió del anonimato. Con unas décadas de antigüedad, pero no demasiado viejas.
—¿Cómo están?
—Están bien. Acaban de volver de una expedición.
—¿Espacial?
—No, al mar. Ese viaje con el que han estado amenazando desde que tengo memoria.
—Más aún —dice Matt.
—Bueno, me alegro de que al final hayan podido hacerlo.
—Tuvieron que acortarlo y regresar antes.
—¿Por qué?
Abrió los ojos de par en par.
—¿No has leído los periódicos? Él sacude la cabeza negativamente, mientras piensa, no me digas que han reinventado la guerra mientras he estado fuera…
Susan pasa la uña de su dedo pulgar por la parte superior de su bolso. Se abre de una forma que él no puede llegar a ver del todo y saca un manojo de papeles de periódico de tan solo unas horas, pero ya arrugados por el uso. Matt los extiende sobre la mesa pero todo parece banal: las páginas sobre cuestiones económicas conceden más importancia a la lotería que al cambio de divisas, y las primeras planas contienen artículos y titulares de fenómenos extraños: una espiral plana en un campo de trigo, una tromba marina, el rostro de un hombre de aspecto preocupado vestido con un mono de trabajo, y algo que parece un cenicero arrojado al suelo. Hay un boceto de dos hombres de aspecto severo vestidos con trajes de estilo puritano, los bufones, los clérigos de la religión local, con una nota de explicación al pie: «siniestros visitantes, la Hetejerarquía niega cualquier conocimiento».
—¿Esta basura? —dice Matt.
—Es cierto —dice Susan. Se inclina hacia delante y baja el tono de la voz—. Eso es lo que han encontrado Elizabeth y Gregor. Los alienígenas están aquí. Estamos siendo invadidos.
Matt suspira, se pasa las manos por la parte anterior de la cabeza y se reclina sobre la frágil silla. Lleva décadas esperándolo, desde la expedición hacia los dioses, pero le sigue irritando. A través del techo de cristal puede ver una pareja de esquifes gravitacionales plateados en forma de lente pasando a toda velocidad sobre sus cabezas. Unas pocas mesas más allá, dos pequeñas figuras de piel gris con grandes cabezas calvas y penetrantes ojos negros se están besuqueando sobre un filete compartido. La chica rubia que le ha atendido en el mostrador ha servido una bebida pegajosa sin prestar demasiada atención y se le ha derramado, y ahora va dejando huellas de pies de cuarenta centímetros. Es bastante probable que varias de las personas que están yendo de un lado a otro tuvieran un antepasado en el puto Mary Celeste. Hace tres horas de su reloj biológico estaba a cuatro años luz de distancia. Y era temprano por la mañana. Está a cien mil años luz de distancia de la Tierra, tiene cientos de años y siente cada metro y cada minuto de todos ellos.
—Alienígenas —dice él, levantando de nuevo la vista—. Objetos voladores no identificados. Círculos en los cultivos. Hombres vestidos de negro. Esto es la hostia en vinagre.
Se inclina hacia delante, con su mirada todavía enfocada a distancia media, y de pronto tiene la repentina alucinación de que puede ver a través de la camiseta de Susan un holograma verde brillante de su torso desnudo. Parpadea mientras la silla se estabiliza y la visión desaparece para dejar paso al mosaico de colores de la camiseta. Desvía furtivamente la mirada hacia un lado y otro, para luego encontrarse con los ojos de la chica. Está sonriendo.
—Estereograma —dice ella.
—Generado por ordenador. Tan solo tienes que dejar ir tus ojos…
—Ya lo sé —dice Matt.
—Es la ropa más indecente que jamás he visto.
—Pues no has visto las faldas.
Matt observa el rostro de la joven como si también fuera un estereograma, y algo comienza a encajar. Él sabe que ella es atractiva, pero no le atrae. Atribuir eso al tabú del incesto sería absurdo. Desde una perspectiva racional, no hay nada de eso, ella está a generaciones de distancia de él, y emocionalmente es imposible que las inhibiciones hayan podido bloquear ningún brote de sentimiento: hasta donde él sabe, eso se da en la niñez, cuando se implanta el sentido de incesto entre hermanos. Debe de haber algo más. Él tiene el cuerpo, el cerebro y la apariencia de un hombre de veintipocos años, pero mentalmente, por dentro, es demasiado viejo. Eso debe de ser: Susan es demasiado joven para él. Está chupando unas puntas de su cabello rubio color escarcha, y algunos fragmentos diminutos de su pintalabios están adhiriéndose al pelo. Como si se diera cuenta de lo que está haciendo, deja caer el cabello a un lado.
—En cualquier caso —dice ella—. Elizabeth y Gregor quieren verte.
—¿En el castillo?
—No. Hay demasiado jaleo allí. Para los comerciantes, el lugar se está convirtiendo en una especie de choque cultural. En la costa, en el laboratorio de biología marina. —Se incorpora—. Podemos ir caminando. —Observa su bolsa de viaje y su aspecto—. O podemos coger un tranvía.
Los laboratorios son bloques de una sola planta con amplias ventanas y muros cuyo revoque se ha ido desprendiendo aquí y allá a grandes trozos, aunque la mayor parte ha sido restaurada, otorgándole un aspecto general extraño, como la textura moteada de un guijarro cubierto de líquenes. El lugar es lo suficientemente viejo e importante como para tener su propia parada de tranvía, Aquarium. Dentro, se respira una atmósfera de excitación apenas controlada: grupos de gente vestida con bata blanca, discutiendo en voz baja o a gritos, técnicos trasladando equipo en mesillas con ruedas por los pasillos con las prisas de enfermeros en un hospital de urgencias. Susan conduce a Matt a lo largo de todo el complejo. Todo el que la mira interrogativamente o se dirige a ella para preguntarle qué se supone que está haciendo, recibe un codazo o se le sujeta por el brazo.
Al final del largo pasillo recorrido por ventanas que dan a la costa a un lado, ella entra en una sala poblada de filas de anchos bancos de laboratorio con las partes superiores pintadas de blanco, acuarios, fregaderos y gabinetes de exposición a los lados, gráficos y diagramas cubriendo las paredes y una gran pizarra blanca en el lado más alejado, en frente del cual una mujer permanece de pie dando golpecitos con una gran vara señalando un conjunto de garabatos a un grupo de personas que están sentadas o de pie a su alrededor. Su voz es lo primero que reconoce Matt, un momento antes de que ella lo reconozca a él y se interrumpa.
—¡Matt! —Camina hacia él con los brazos abiertos de par en par.
—Elizabeth, cuánto me alegro verte de nuevo. Salasso, Gregor… vaya.
De sus viejos compañeros, Salasso el saurio es el único que no ha cambiado nada, con sus finos labios apretados en lo que para un ser humano sería una amplia sonrisa y sus largos brazos asomando mucho más allá de lo normal de los puños de su bata de laboratorio de talla estándar, y por consiguiente inadecuada. Elizabeth y Gregor han envejecido quince años desde que los viera por última vez, hace cincuenta años. Normalmente, en principio eso supone una fuerte impresión, pero él apenas lo entiende como un deterioro. Los rasgos amplios y angulares de Elizabeth se han hecho más ceñidos en lugar de estar caídos y su andar ha ganado en seguridad. Su cabello está peinado con mayor elegancia que antes y todavía es negro, aunque no en las raíces, como Matt observa maliciosamente cuando ella lo besa en la mejilla. Viste un traje ceñido gris con pantalones que se parece mucho a un uniforme, y que quizá lo sea. El apretón de manos de Gregor es más fuerte, su rostro delgado parece más cansado y su cabello peinado hacia atrás (que, como su cara, recuerda ligeramente a la suya propia) tiene varios mechones encanecidos, sobre todo en la parte anterior de su cabeza. Su ropa es tan informal como siempre. Las largas manos de Salasso le aprietan brevemente los hombros. Matt le sonríe mirando a sus enormes ojos, tan negros como si fueran todo pupilas, y se pregunta si el saurio puede sentir el escalofrío inconsciente que se produce como acto reflejo, contra toda razón, por su contacto amistoso. Si lo hace no da muestras de ello, y probablemente es lo suficientemente sabio como para saber que se trata de un acto reflejo, no de una reacción consciente.
Elizabeth se vuelve al corro de científicos.
—Tómense cinco… Tómense diez minutos —dice—. Pondremos a Matt al corriente de todo y estaremos de vuelta aquí en diez minutos.
Se dispersan cada uno por su lado, algunos en grupos alrededor de la sala, otros saliendo al pasillo. En cuanto dejan sus asientos, Matt observa una mesa que antes quedaba oculta por sus cuerpos. Se trata de un conjunto de huesos sobre una lámina de plástico negro, con pinzas a su alrededor como si fueran pirañas metálicas satinadas. Matt se sorprende al verse arrastrado hacia aquella mesa como presa del rayo abductor de un esquife.
—La leche —dice él, tan cerca de los restos que su aliento levanta polvo. Se trata del Santo Grial, allí mismo delante de sus propios ojos: una prueba palpable. Él ha visto imágenes, por los dioses que sí, pero hasta este momento nunca había visto ninguna evidencia real de vida multicelular de origen extraterrestre.
—Eso es lo que hemos estado pensando —apunta Gregor con tono guasón cuando Matt se incorpora, todavía fascinado, pensando todavía qué sentido tiene todo aquello. Gregor y Elizabeth tardan un minuto poco más o menos en explicarle sus encuentros con los selkies y sus descubrimientos en la playa de Lemuria.
—¿Estáis seguros? —pregunta Matt, sacudido repentinamente por una duda—. ¿No creéis que podría ser sin más una nueva especie de origen terrestre? No sé…
Se guarda para sí mismo su visión evocadora momentánea de una civilización precámbrica que se habría perdido en el espacio y habría regresado a la Tierra al final del Cretácico, justo a tiempo de encontrarse con los antepasados de los saurios, alterar sus genes y partir hacia las estrellas con ellos después del impacto de Chicxulub causado por la ira de los dioses…
—No, porque esto no es todo lo que tenemos —dice Gregor—. Es aún peor.
Y señala a un vivero sellado que descansa sobre un banco a un lado. Arena, arcilla y un montón de algas. Algo que se mueve. Esta vez, Matt tiene que acercarse y forzar la vista para ver algo. Se sorprende al comprobar que padece un nivel leve de aracnofobia. Probablemente la desarrolló en una pensión de mala muerte hace años. Bueno, la única forma de superar una fobia es enfrentarse a sus estímulos y extinguir la respuesta…
Considerado objetivamente, es bastante hermoso. Como una tarántula dorada peluda, con manos diminutas extendidas al final de siete de sus ocho patas. Pequeñas manos de ocho dedos, cada una, una miniatura de sí mismo, como parece evidente cuando la criatura se acerca al cristal y camina boca abajo a lo largo de la parte inferior de la tapa del vivero. Matt busca a tientas una lupa de mano y observa a través de ella cómo el animal repite la maniobra. El breve vistazo no deja lugar a dudas. Al final de cada apéndice de los ocho dedos hay otros apéndices aún más pequeños, ocho en total, y esos dedos de los dedos son lo que se despliega para aferrarse a las fricciones microscópicas del vidrio.
—Por los clavos de Cristo —dice—. Un robot-árbol natural.
—¿Un qué?
—Un tipo de robot para el exterior de naves —apunta—, pero con movimiento autónomo. Agentes prensiles en los agentes prensiles, hasta llegar al nivel molecular. Una idea antigua, que nunca se llevó a cabo porque los controles de los motores necesarios eran infernalmente complejos. Pero con uno natural, los niveles más inferiores podrían funcionar por reflejos, como la digestión o algo así. Quizá no llegue hasta algo tan pequeño, pero parece extenderse bastante.
Mira de nuevo a la criatura del tanque y se da cuenta de que hay otro espécimen mucho más pequeño correteando alrededor.
—Por favor, no me digas que las manos superiores son capullos…
Elizabeth, Salasso y Gregor se miran los unos a los otros, y a él.
—Eso es exactamente lo que son —dice Gregor—. Recogimos unos pocos pequeños en la playa de Lemuria pensando que eran arañas. Fue solo al volver aquí cuando nos dimos cuenta de que todavía estaban vivos.
—¿Qué comen?
—Nada orgánico —dice Salasso—. Su sustento inicial fue el éter de la jarra de neutralización. Después se comieron unos a otros. Este es el superviviente, y ese diminuto es su primer vástago.
—¿He visto mal, o tiene dos bocas? —pregunta Matt.
—Las tiene —explica Elizabeth—. Una para comer, la otra en el lado opuesto de la cabeza, para respirar.
La gente comienza a volver. La discusión asimila las interrupciones y continúa sin más problemas. Elizabeth regresa a la pizarra blanca. Matt se sienta en el borde de un banco. Susan Harkness se queda atrás, en apariencia por timidez, hasta que Matt se da cuenta de que está grabándolo todo discretamente. No se le puede reprochar: Esto es historia. No, es peor aún, es evolución…
Elizabeth limpia la pizarra y comienza a garabatear de nuevo. Un círculo, una tangente, un par de puntos.
—Hemos identificado la estrella que nos señalaba el selkie —dice—. Está en el límite del espacio conocido de la Segunda Esfera. En concreto, a unos cien años luz de distancia de Nova Sol, pero definitivamente fuera de las rutas comerciales y a unos cuatro años luz de aquí. Suponiendo que hemos comprendido correctamente lo que el selkie nos quería comunicar, parece un origen inmediato bastante plausible. Gregor, tu turno.
Gregor ocupa su lugar en la pizarra.
—He realizado un análisis preliminar —dice mostrando un montón de hojas—. Como está tan cerca de nosotros, poseemos bastante información gracias a la navegación por sus inmediaciones que debería permitirnos poder planear un salto en unas pocas semanas. Si queremos ir allá, se puede hacer.
—¿Y para qué vamos a ir? —pregunta alguien. Gregor se encoge de hombros.
—¿Curiosidad científica? Unas risas educadas.
—De acuerdo —continúa Gregor—, pero hablando en serio… Da la impresión de que estos octópodos, o como quiera que queramos llamarlos, han estado aquí en los últimos años. Lo que debería hacer que nos preguntemos cómo han logrado entrar y salir sin ser detectados. Hemos tenido los cielos bien controlados durante décadas. Yo estuve con Matt aquí mismo antes y después de que se embarcara en aquella expedición, hace más de setenta años, para ponerse en contacto con los dioses cerca de Croatano, de donde provienen nuestros pocos datos al respecto de los octópodos. He tenido mucho tiempo para pensar en sus implicaciones. Una de ellas es que aquí estamos tratando con los inventores originales de la navegación interestelar y de los esquifes gravitacionales, y la especie que…
Mira de reojo a Salasso, y a los dos o tres saurios de entre el público, como si fuera a decir algo poco apropiado.
—… mejoró genéticamente a los antepasados de los saurios, y culturalmente (al menos) a los kraken. Estamos acostumbrados a pensar en estas dos especies como las más antiguas y sabias, cosa que son, indudablemente, pero los octópodos son su «raza ancestral». Creo que no deberíamos subestimar sus habilidades, que quizá incluyan la capacidad de realizar saltos espaciales a puntos arbitrariamente cercanos a la superficie planetaria, una variada tecnología de camuflaje, etcétera. —Hace un movimiento de la mano, como abarcándolo todo—. Tan solo podemos ponerles a sus habilidades el límite de las leyes físicas, que nosotros mismos no alcanzamos a comprender en su totalidad. De modo que quizá el material que podemos encontrarnos en las publicaciones más, ah, receptivas a lo excéntrico, no sea enteramente desechable.
En el alboroto que se forma a continuación, Gregor lanza una mirada de impotencia a Matt. Matt se levanta de un salto y camina hacia la pizarra.
—Todo esto es de lo más extraño —dice. Espera a los gestos de asentimiento y después continua—. Eso es precisamente lo que lo hace creíble. Sé a qué se parece un planeta que haya sufrido una intervención alienígena, porque nací en uno, y os puedo decir que todo esto me parece horriblemente familiar. La mayor parte de lo que han leído ustedes al respecto es basura, histeria, cuentos, pero si van más allá de todo eso, encontrarán un núcleo duro de casos que todavía no han podido ser explicados. No es que les recomiende que profundicen más…
—¿Por qué no? —pregunta Gregor con aspecto de asombro—. Si pudiéramos aclarar algo de este embrollo…
—Una pérdida de tiempo, —dice Matt—. Te quedarías atascado. Los fenómenos son extraños, eso es parte de su naturaleza, es definitivo, así es como veo la situación. —Un pensamiento le asalta de pronto—. ¿Cuándo volvisteis Elizabeth y tú de la playa de Lemuria?
Gregor vacila.
—Hace un par de semanas —dice él.
—Déjame adivinar —dice Matt—. Habéis regresado allí desde entonces, ¿no es así? Con montones de esquifes recorriendo el mar, montones de personas rebuscando entre los matojos y los páramos.
—Así es —admite Gregor. Cambia de posición, inquieto—. Y bueno, el hecho es que…
—¿No hay ni rastro de los selkies ni de los octópodos?
Todos lo miran.
—¿Cómo lo has sabido?
Matt sonríe con malicia a Gregor, y después recorre la sala con su mirada.
—Como he dicho, es una característica. Créanme amigos, mentes mejores que las nuestras se han visto frustradas intentando entender este tipo de cosas. Estamos tratando con lo desconocido, con algo irreductiblemente extraño.
—Ese es un consejo fruto de la desesperación —dice uno de los científicos.
—No, no lo es —dice Matt—. Es reconocer que nunca vamos a poder encontrarle sentido mientras parte de la imagen (quizá la mayor parte de ella) sea inaccesible. De modo que estoy de acuerdo con la sugerencia de Gregor. Si tenemos la más mínima razón para pensar que sabemos de dónde vienen esas cosas, vayamos allá e invadámoslas. Hagamos que ellos miren a los cielos por una vez.
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—¿Hablabas en serio? —preguntó Elizabeth. Se encontraba, no del todo a gusto, caminando junto con Matt mientras su marido y Salasso mantenían una conversación de calado y su hija paseaba detrás de ella, grabándolo todo. Estaban caminando a lo largo de la explanada que daba al laboratorio para encontrar algún lugar donde poder cenar y ponerse al día.
—¿Sobre qué?
—Sobre ir allá. Invadir a los alienígenas.
—Oh, sí, claro. Firmaría para ir mañana mismo. Joder, hasta iría yo solo por mis propios medios. —Le lanzó una mirada cómplice—. Déjame prestada una nave.
—Ni hablar —dijo ella con tono animado—. No te dejaría una nave ni aunque nos sobrara alguna. Que no es el caso. Así que todo esto podría significar organizar una expedición en toda regla, armada sin duda, que podría convertirse en una cacería de gansos salvajes de ocho años.
—Eso es verlo por el lado positivo —dijo Matt—. Podríamos hacer algo que provocara una guerra con los alienígenas.
—O la guerra, o lo que fuese, podría comenzar mientras estamos fuera.
Matt gruñó y sacudió la cabeza negativamente.
—No creo que sea así como funcionan estas cosas. Este ir y venir recopilando datos —se rió, aunque ella creyó detectar en él un cierto nerviosismo— sobre fenómenos anómalos podría alargarse por lo menos otro siglo. Ese es el tiempo que calculo para nuestro nivel actual de desarrollo antes de que los dioses decidan que estamos yendo demasiado lejos. Si los alienígenas hacen algo antes de eso, poniendo unos pocos años luz de distancia entre ellos y nosotros, podría ser mejor.
—A largo plazo no parece que la situación sea mucho mejor. —Le lanzó una mirada fría a Matt—. ¿De qué trata todo esto?
—Oh, es todo un coñazo indeciblemente deprimente —dijo Matt, con expresión animada—. Es como un control de plaga biológica. Las especies que has introducido para controlar la plaga se convierten ellas mismas en otra plaga, y esos somos nosotros. O los alienígenas. El que los dioses nos consideren esta vez a nosotros o a ellos como las alimañas es irrelevante. Si firmamos la paz con los alienígenas los dioses pueden aparecer de repente para darnos una paliza a todos.
—Me pregunto si Volkov no tendría razón después de todo.