CUATRO

El Príncipe Moderno

Todos ellos, se dijo Volkov, parecían samuráis. Los siete hombres y las cinco mujeres del Comité de defensa del Senado vestían unos kimonos de seda negra idénticos, muy sencillos, sin ninguno de los pliegues y dobleces habituales. El cabello de los hombres, sin embargo, era muy corto, y el de las mujeres era rizado y recogido en una coleta. Sus espadas de parada, también, eran de estilo romano antiguo, unas gladium de hoja ancha en vainas suspendidas sobre un largo tahalí. Ninguno de ellos aparentaba más de 40 años, lo cual, después de la Academia, representaba todo un alivio. Estaban sentados alrededor de una larga mesa a cuya cabecera se abría un ventanal. La sala estaba en la última planta del edificio que Volkov había observado con anterioridad junto al del de los de Tenebre, una torre neo-brutal rodeada por la escultura de un águila y con letras en latín cinceladas. Era el cuartel general de las milicias armadas ligeras de la ciudad, y de las fuerzas de defensa con las que contaban para repeler agresiones exteriores, una fuerza con menos efectivos pero más formidable, que en conjunto se conocía por alguna razón como «los Nueve». Como la mayoría de las fuerzas armadas de la Segunda Esfera, sus enemigos principales eran bandidos y piratas. No había habido una guerra externa en varios siglos, y el número total de bajas en aquella guerra estaba recogido en el vestíbulo de entrada en un plinto que distaba mucho de ser gigantesco. Las guerras civiles de la ciudad, más frecuentes pero también escasas, no se celebraban en absoluto.

Sus lecciones, sin embargo, no habían sido relegadas al olvido: la vigilancia civil política de los Nueve era minuciosa y evidente. El Comité se reunía semanalmente allí en el último piso del edificio.

Volkov y Esias estaban sentados uno enfrente del otro al pie de la mesa, en una posición desventajosa, deslumbrados por la intensa luz del ventanal. Una posición en la que, sin duda, se habían encontrado muchos oficiales y policías antes que ellos. Mientras los miembros del Comité iban ordenando sus documentos, tomaban pequeños sorbos de agua y conversaban entre sí para preparar la sesión, Volkov rebuscó en la chaqueta de su uniforme y encontró dos viejos pares de gafas de sol. Le pasó las Ray-Ban a Esias y se puso las lentes reflectantes Polaroid Leica de la Agencia Espacial Europea. Después se reclinó en la silla y, más cómodo ahora que había frustrado la insignificante estratagema del Comité, se enfrentó de nuevo a este.

Carus Jin-Ming, en la cabecera de la mesa, se sacó las manos de dentro de sus mangas, levantó los papeles con las notas para la reunión y les dio unos golpecitos para que no sobresaliera ninguna punta. Hizo un gesto con la cabeza hacia Volkov.

—Puede comenzar —dijo.

—Presidente Carus, señores, damas y caballeros —comenzó Volkov—, gracias. En los documentos que tienen a su disposición, habrán podido leer cómo la Estrella brillante llegó a Mingulay, y cómo dos siglos más tarde viajó hasta Croatano y regresó. Lo que todavía no habrán leído, porque se trata de una cuestión demasiado delicada como para ser puesta por escrito en un documento, es lo que se hizo en aquella nave cuando se estuvo en el sistema de mundos de Croatano. Las noticias de lo que sucedió allí llegarán sin duda en forma de segundas versiones y de manera distorsionada en los próximos meses: la llegada de la nave de la familia Rodríguez está prevista, según tengo entendido, en cuestión de pocas semanas. Gracias a esa nave y a otras que la seguirán, las noticias se extenderán de forma incontrolable como una riada repentina a través de las calles. Es vital que los representantes de la población dispongan de un relato completo y fidedigno con anterioridad a los rumores populares.

»Ese relato de primera mano se lo puedo proporcionar yo. Yo mismo, en compañía de otros, condujimos la nave al cinturón de asteroides del sistema Croatano y nos comunicamos con los dioses en dos de los asteroides. Ellos nos dijeron que las naves de otra especie inteligente llegarán pronto a la Segunda Esfera. Cuándo, es algo que desconocemos. Podría ser hoy mismo, podría ser dentro de un siglo o más. Sabemos que lo que los dioses esperan de nuestras especies, la raza adámica y los saurios, es que entremos en conflicto con los alienígenas. Y, me desagrada decirlo, los dioses contemplan favorablemente este tipo de conflictos, porque suponen una némesis para los seres humanos o cualquier otro tipo de especie. He visto las pruebas de terrible destrucción mutua entre los saurios y los alienígenas en el pasado remoto. Como ustedes deben saber, estamos poco preparados para un conflicto de estas características. Tengo algunas sugerencias sobre el tipo de preparativos que se deberían adoptar. Si desean hacer caso o no a mis propuestas es por supuesto asunto de su entera incumbencia.

Carus acalló la consiguiente conmoción con una mirada helada.

—Debo admitir que esto es una sorpresa, coronel Volkov —dijo—. A tenor de los documentos que usted y el comerciante de Tenebre han tenido la amabilidad de facilitarnos, esperaba una discusión sobre las posibles implicaciones para nuestra seguridad, así como para nuestra prosperidad, del aparentemente reciente dominio de la navegación interestelar por parte del pueblo de Mingulay. La discusión sobre una invasión alienígena es algo para lo cual yo estoy, como usted dice, tan poco preparado como lo estamos para esa eventualidad. Sin embargo, procedamos. El primer pensamiento que me viene a la mente sería que no tenemos ninguna razón para confiar en los dioses, como es bien sabido. —Paseó la mirada por la sala sonriendo con frialdad—. Dentro de los círculos más cultivados, así es. —Una pequeña risita disimulada recorrió la mesa como un ratoncillo huidizo—. El segundo pensamiento que me viene a la mente, no, que me asalta, debería decir, es que si su información es correcta, los primeros a los que tenemos que seguir antes que a nadie es a los saurios. Ellos son nuestros amigos, nuestros benefactores, nuestros protectores y ellos disponen de tecnología de navegación interestelar. Están en comunión con los kraken, y los kraken están en comunión con los dioses. Cualquier emergencia en los cielos es de su incumbencia directa, y cualquier ayuda que podamos prestarles estoy seguro de que estaremos tan dispuestos a ofrecerla como ellos a solicitárnosla.

Volkov se contuvo y no habló, prefiriendo dejar que alguien más pusiera la objeción a aquel planteamiento. Como esperaba, alguien lo hizo.

—Mi señor presidente —dijo una de las mujeres—. Julia de Zama. De acuerdo con el borrador del asunto a debatir que Esias subrepticiamente ha redactado, se observa que los documentos sobre el estado de la cuestión apuntaban a que algunos, o quizá la mayoría de los saurios de Mingulay y Croatano, no estarían muy satisfechos con el dominio humano del secreto de la navegación espacial. Creen que atrae la incómoda atención de los dioses, y quizá tengan razón. Nosotros, en cualquier caso, no tenemos naves espaciales propias. Supongamos, entonces, que dejamos este problema en manos de los saurios. ¿Qué es lo que podrían hacer ellos? Hemos visto que sus esquifes pueden proyectar campos de fuerza para utilizarlos como arietes, y les hemos visto disparar rifles de plasma. Y esa, mi señor presidente, es la suma total del conocimiento humano acerca de la capacidad militar de los saurios al cabo de diez mil años.

Ella dirigió la mirada hacia Volkov.

—Quizá el coronel tenga pruebas de otras armas en su contacto con los dioses.

Volkov sacudió negativamente la cabeza.

—No, mi señora, mi señor presidente, no las tengo. Las especies viajeras del espacio parecen ser capaces de inflingirse una terrible destrucción las unas a las otras, pero esto está más relacionado con la vulnerabilidad de sus hábitats que con la disponibilidad de energía cinética en la forma de asteroides metálicos u otras formas de tecnología militar avanzada. He tenido la oportunidad de ver imágenes de conflictos que parecen haber tenido lugar intermitentemente a lo largo de millones de años y desde luego no se han utilizado armas nucleares ni rayos de partículas en ellos. Sospecho que los dioses desaprueban su uso, particularmente en el espacio, y toman medidas para prevenirlo. Aunque eso no haya impedido a nadie en la Tierra el desarrollarlas. El imperio al que tuve una vez el honor de servir, la Unión Europea, tenía a su disposición mucha más capacidad destructiva de la que he visto desde entonces.

Carus inspiró profundamente entre dientes.

—Bueno, coronel Volkov, aunque eso nos proporciona a la raza adámica una cierta satisfacción perversa, realmente no nos es de ayuda ahora, ¿no es cierto? Estamos bien informados al respecto del tipo de armas que se desarrollaron en la Tierra en el siglo y medio anterior a su partida. Gracias a los saurios, nunca las hemos necesitado, ni nada que se les pareciera. Los saurios no tienen necesidad de tales armas, y, dada su conocida reluctancia a provocar a los dioses, es poco probable que deseen que las desarrollemos, o que nos ayuden a hacerlo.

—Acaba usted de dar con la esencia del problema, mi señor presidente —dijo Volkov—. Si queremos defendernos nosotros mismos contra los alienígenas, debemos desarrollar ese tipo de armas con el consentimiento de los saurios o sin él. Debemos fabricar nuestros propios misiles espaciales y armas nucleares.

Después se sentó a esperar la explosión y la lluvia radioactiva que la seguiría.

—Eres el demonio —dijo Esias cuando, por segunda vez en tres días alcanzó a Volkov minutos después de que el Cosmonauta hubiese armado un gran revuelo—. Eres como el Satán de los monoteístas, una fuente continua de discordias.

—¿De verdad? —Volkov gruñó—. Pues me alegro.

Se dio cuenta de que había estado tenso, como un animal al acecho, con los brazos y las piernas rígidos y los puños apretados. Se detuvo y se obligó a sí mismo a relajarse. El sol de mediodía caía sin misericordia sobre la profunda y ancha avenida. La multitud que fluía a lo largo de la acera abarrotada les lanzaba miradas curiosas, clavándoles los ojos sin pudor. Unas ardillas voladoras de todos los tamaños, desde el de un ratón al de un mono, combinando la ubicuidad de las palomas urbanas con la arrogancia de las ratas, correteaban y roían por dondequiera que mirara. Los carritos tirados por hombres y las bicicletas gemían, los vehículos de tracción eléctrica zumbaban, los caballos de gran tamaño pifiaban. El brillo, de un color blanco estatuario y multicolor como un mosaico, le hacía daño a través de las gafas de sol. Esias, con la frente arrugada cubierta de sudor, y las axilas manchándole su fina ropa azul, parecía verdaderamente molesto. Volkov vio su propio reflejo sobre las gafas prestadas del comerciante: el cabello desordenado, los ojos desencajados y el traje y la camisa arrugados.

Su mano se perfiló en el reflejo cuando quiso coger del hombro a Esias.

—Lo siento —dijo—. Yo… perdí el control. Hagamos lo que hicimos la otra vez y tomemos una cerveza a la sombra.

Esias, más apaciguado pero todavía con aspecto preocupado, lo siguió por la puerta de cristal de la cervecería más cercana.

Estaba llena de oficinistas del distrito comercial que la inundaban con el estrépito de la hora de comer y con humo. Algunos observaron el curioso ropaje de Volkov y apartaron la vista, cegados por sus contraluces. Pagó dos cervezas y acompañó a Esias a una esquina al fondo del local. Después de que se quitara las gafas de sol el mundo pareció un poco más luminoso; después de unos pocos tragos, un poco más aún.

Esias tenía una mirada que parecía decir «¿no tienes nada más que decir?». Curiosamente, a pesar de su longevidad, Volkov se sintió por un momento el más joven de los dos; un recuerdo lejano de la mirada de su padre después de algún acto de innecesario derroche se agitaba de manera incómoda en lo más profundo de su mente.

—Cuando era estudiante —dijo, sobreponiéndose—, tenía que acudir a clases de lo que se conocía como filosofía práctica. Era un aburrimiento, y significaba trabajo duro, pero era obligatorio. Al contrario de lo que me pasó en la mayoría de las asignaturas, yo presté atención, y saqué buenas notas. Es extraño de contar, pero aquello puede haber sido crucial en mi carrera. Una de las cosas que recuerdo de aquellas clases eran las explicaciones sobre los epicúreos y los estoicos: aunque la filosofía epicúrea era materialista, y por tanto en principio progresista, no contenía las nociones de conflicto o de dinamismo internos (la jerga diría que no tenía contenido dialéctico) y por tanto en la práctica era pasiva. Y lo cierto es que, políticamente hablando, recomendaba la falta de todo compromiso. «Vive sin llamar la atención», como decía el sabio. No tenía respuesta para la idealista, pero más fatalista, filosofía del estoicismo, que lentamente fue conquistando las mejores mentes de su tiempo. Todo el curso estaba relacionado con la falta de fuerzas progresistas en las economías esclavistas de la antigüedad, o eso decían al menos.

Se inclinó hacia delante, saboreando las desconcertadas sospechas de Esias acerca de lo que iba seguir.

—Para lo que nada de aquello me había preparado, aunque hubiese debido hacerlo, era para el efecto de la filosofía antigua después de haberse cocido en su jugo durante dos mil años. Aquí no tenéis esclavos, sino que tenéis la planta manufacturera de los saurios, y su consejo amistoso. No tenéis bárbaros, pocos cristianos, y aún menos judíos. Ahora han tenido una ración de dialéctica en toda regla, y tienen suficientes contradicciones en su teología para mantenerlos ocupados el resto de sus vidas. Y sí, uno de aquellos elementos dialécticos era Satán. Aquí se necesita un Satán. Porque sin eso, tienes el tipo de basura que he tenido que escuchar por parte del Comité de defensa, «si no hay nada que podamos hacer, entonces no hagamos nada». ¡Mira cómo reaccionaron los croatanos a nuestras advertencias sobre los alienígenas! ¡Nada de estoicismo ni epicureismo! ¡Nada de quedarse esperando con las manos en los bolsillos!

—No todos nosotros estamos esperando con las manos en los bolsillos —dijo una voz fría.

Volkov se volvió y Esias, alzando la vista con sobresalto, se encontró a Julia de Zama y otro miembro del Comité, Peter Ennius, de pie con unas bebidas en la mano. Ambos habían sostenido el argumento minoritario en la reunión, aunque de forma muy sutil. Esias se levantó de un salto e hizo una leve reverencia.

—¿Podemos unirnos a vosotros? —preguntó Zama.

—Por supuesto, por supuesto —dijo Volkov, levantándose a su vez y cambiando de asiento por ella. La mujer se sentó con una sonrisa, bajó el vaso y se concedió un momento para ajustarse el kimono. Era alta y delgada, de rasgos finos y firmes, y llevaba el pelo recogido y peinado a la moda, y las cejas claras bajo arcos perfilados con pintura. Entre los treinta y los cuarenta, adivinó Volkov, aunque la combinación de medicina sauria y cosméticos lo hacían difícil de precisar. Peter Ennius parecía un poco mayor, un hombre bajo y delgado cuya postura erguida y su kimono negro le hacían parecer más robusto y más alto hasta que se sentaba. La musculatura de sus hombros y de sus antebrazos era real y bastante impresionante. Un viejo soldado, adivinó Volkov.

—¿Cómo habéis sabido que estábamos aquí? —preguntó Volkov.

—Os hemos seguido —dijo Ennius—. Discretamente.

—Esto es poco discreto —dijo Esias.

Julia de Zama dio un sorbo de un líquido color limón de un vaso con el tallo retorcido.

—Oh, no queremos hacer que sea discreto —dijo ella—. Dejemos que la gente se dé de codazos y observe, dejemos que las noticias de nuestro encuentro vuelvan a nuestro querido Jin-Ming. —Movió una mano desdeñosamente, agitando su ancha manga como si enviara mensajeros a su encuentro.

—Por lo que deduzco —le dijo Esias a Volkov—, parece que sin quererlo te has entrometido en alguna intriga en marcha. —Sonrió a los senadores—. Lo que debería salvarle. Buenos días, mi señora, mi señor. Sin duda tendrán muchas cosas que discutir, pero en mi caso soy un comerciante, y los negocios me reclaman.

Y con aquello vació su vaso y salió con prisas intencionadas.

—Un movimiento inteligente —dijo Ennius mirando cómo se alejaba.

—No es tan conservador como parece —dijo Volkov—. Pero ustedes tienen inmunidad senatorial, ¿no es cierto?

—Así es —dijo de Zama con voz indolente—. Pero nuestra intriga, por llamarla de alguna forma, no es un secreto. Somos miembros de una asociación muy respetable con apoyos en el Senado, la Academia y en los Nueve así como en Moneda y en las calles de la ciudad. Su objetivo es el mismo que su nombre: se llama la Sociedad moderna. Somos lo que quizá podría definirse como una conspiración abierta.

Hizo una pausa, como si la frase fuese algún tipo de contraseña. Volkov apenas la reconoció, pero después la alusión encajó en el rompecabezas. Un pensamiento feliz le recorrió el cuerpo.

—¿Están ustedes familiarizados con la historia del general romano Fabio Cunctator?

—Por supuesto —respondió Julia de Zama. Peter Ennius asintió con una amplia sonrisa.

—Muy bien —dijo Volkov—. Entonces, ¿son ustedes fabianos?

—Sí —dijo Ennius—. Como lo fue también Wells.

Volkov se sintió aliviado por haber entendido correctamente la conexión. Aquello era todo lo que sabía sobre Wells, otra pieza trivial rescatada de sus clases de filosofía. Aparte de eso, el nombre de Wells no le decía nada más que una vaga imagen de rayos de calor y tentáculos. ¿De dónde venía aquello? Ah, sí, claro, de La guerra de los mundos. Y había algo más, otro título que le habían mencionado en la clase de historia del socialismo…

Levantó su vaso medio vacío.

—Por la guerra de los mundos —dijo—. ¡Y por la moderna Utopía!

Julia de Zama lo estudió con ojos sardónicos pero admirativos.

—Por el nuevo Maquiavelo —dijo ella.

Lydia se giró de golpe, haciendo que los pliegues de su kimono con dibujos estampados de crisantemos de la cintura le golpearan la espalda. Se tambaleó y se aferró a la columna más próxima. Recuperó el equilibrio apoyándose en ella y, extendiendo los brazos con las mangas de pliegues de rayos de sol abriéndose como abanicos, caminó como sobre una cuerda suspendida en el jardín de la terraza del tejado, hasta la mesa donde Esias se sentaba bajo una sombrilla con una jarra de zumo de frutas helado y un montón de periódicos.

—Cuesta un tiempo acostumbrarse a llevar zapatos de tacón —admitió mientras tomaba asiento.

De modo que por eso parecía tan alta.

—Pero lo que más me gusta de todo —continuó—, es que forma parte del atuendo de trabajo en la oficina ¿no es bonito?

—Muy bonito —dijo Esias—. Espléndido, de hecho.

Lydia se sirvió bebida y se llevó la pajita a los labios.

—No pareces demasiado entusiasmado.

Esias echó su silla atrás e hizo un ademán con la mano.

—No, no, no tiene nada que ver contigo. Estás preciosa. Estoy un poco disgustado, eso es todo. Nuestro amigo Volkov está otra vez haciendo de las suyas utilizando sus viejos trucos.

Lydia se sonrojó sin poder evitarlo. A su pesar, Esias todavía tenía muy presente su implicación en las intrigas de Volkov en Croatano, unos pocos saltos y unos pocos meses atrás, y todavía abrigaba la profunda sospecha de que las intenciones del Cosmonauta hacia su hija eran honorables. Si tenían una aventura no era asunto suyo, como tampoco lo había sido cuando Volkov y Faustina habían tenido su escarceo como dos conejos. Pero si Volkov hacía su propuesta y Lydia aceptaba, encontraría difícil, de hecho totalmente embarazoso, no dar su consentimiento. Y entonces perdería a su séptima hija para siempre, a no ser, débil esperanza, que el proyecto de Volkov de conseguir la fórmula del elixir llegara a buen puerto en menos de una vida.

Pero la respuesta de Lydia le mostró que guardaba su compostura.

—Está tratando de reunir una coalición de fuerzas progresistas, ¿no?

Esias emitió un gruñido. La familiaridad de Lydia con aquella fea jerga que había aprendido de los incorregibles antiguos comunistas no era la peor de sus malas influencias.

—Es peor aún —dijo él—. Parece haber encontrado una.

Le refirió lo que había acontecido a la mañana.

—Esta «Sociedad moderna» —dio unos golpecitos sobre el montón de periódicos— parece gozar de bastante influencia. Es todo palabrería, porque los gremios y los talleres son tan conservadores aquí como en cualquier otro sitio. Recibirán con alegría nuevas máquinas, pero no grandes trastornos en sus métodos de trabajo. Las grandes ideas sobre gigantescas líneas de montaje no les interesan demasiado. Pero tienen las más confusas y exageradas ideas sobre la Tierra, sobre los grandes avances conseguidos independientemente por la humanidad en el Sistema Solar, basadas todas ellas en los fragmentos inconexos de información que han ido goteando de las naves que volvieron antes que nosotros lo hiciéramos. Solo el cielo sabe qué es lo que puede suceder cuando Volkov hable ante el Senado. Ya lo han convocado, y todo el mundo está enterado. No hay posibilidad de que la sesión se celebre a puerta cerrada, ni una oportunidad de hacerla de forma discreta. Todo este sitio está preparado para que Volkov lo haga volar por los aires.

Lydia paseó la mirada por las terrazas más altas de la ciudad, sintiendo un ardor en la piel en la brisa cálida, y después se volvió hacia su padre.

—No estoy segura de eso —dijo ella—. Esto no es como Croatano, con el descontento social en Rawliston, sus extrañas religiones y su inestable sistema político. Esta ciudad está bien acostumbrada a asimilar las nuevas ideas sin cambiar demasiado. Ha habido ocasiones en el pasado donde creía que habíamos estado ausentes dos semanas, no doscientos años.

—Ese es precisamente el problema —dijo Esias—. Volkov puede revolucionar completamente Nova Babilonia, e incluso Nova Terra, hazte cargo, sin revolución. La Academia y el Comité de defensa han sido escépticos respecto a sus planes. Sin duda también lo será el Senado. Pero en cada ocasión, se las ha arreglado para dejar fascinada a una minoría. Y esa minoría puede ir al populacho. Una vez que lleguen a extenderse las ideas de que la gente puede llegar a vivir tanto como los saurios y de que existe una amenaza del espacio que los saurios no nos van a ayudar a combatir… Pues bueno, francamente, me alegro de que nos vayamos en un par de meses.

—Y yo —dijo Lidia. Removió el hielo en el fondo de su vaso—. Y volver en un par de siglos, para cuando el polvo se haya asentado.

Resultaba interesante, pensó Esias, que ella no tomara seriamente la idea de una incursión extraterrestre. Quizá aquel escepticismo instintivo fuera una prueba de que los planes de Volkov no fructificarían a largo plazo. Por otro lado, había algo más que ella no se estaba tomando en serio, y que era bastante más importante y más cercano.

—Ah —dijo Esias—. El viaje no va a ser el recorrido normal esta vez. Podríamos volver en un siglo o incluso menos.

Lydia frunció el ceño con desconcierto.

—¿Qué quieres decir?

—Han pasado noventa y seis años desde que nos marchamos de Croatano. Pasarán otros cincuenta más antes de que estemos a medio camino de volver. El tiempo suficiente, creo, para que los clanes Cosmonautas de Mingulay construyan más naves espaciales, extiendan sus operaciones, aumenten su radio de acción. Incluso concediéndoles un espacio de tiempo para calcular la navegación de cada salto, no me sorprendería del todo encontrarme con que se han logrado expandir lo suficiente como para encontrarnos en algún lugar de la ruta. Y si lo hacen —se frotó las manos—, he hecho un bonito trato con la familia Cairns: tendrán mercancías de los mundos exteriores que podemos intercambiar por nuestros bienes de Nova Babilonia justo allí y en ese momento. A su vez, nosotros podemos entonces traspasar la carga a otra nave mercante que esté de regreso. A cambio de un precio, sin duda, pero eso no debería ser un problema, podemos meterlos en el negocio, y luego volver a Nova Terra mucho más pronto de lo que habíamos previsto, adelantándonos así una campaña a la competencia.

—Oh —dijo Lydia—, ¡muy bien! —Meditó sobre ello un momento—. ¿Y qué pasa si no las han construido para entonces?

Esias se encogió de hombros.

—Entonces no vamos a estar peor que antes. Regresaremos en otros doscientos años como de costumbre, y, como dices, el polvo se habrá asentado para entonces. —Sonrió con la boca torcida—. A no ser que los alienígenas no nos hayan invadido, claro está.

—¿Qué es lo que piensas de… todo eso?

—Considera las probabilidades —dijo Esias—. La Segunda Esfera ha existido durante miles de años según los datos de los que disponemos. Millones de años según los saurios, y yo les creo. La Tierra ha existido en el otro lado de la Estela Espumosa incluso durante más tiempo de acuerdo con la biblioteca de la Estrella brillante, y también la creo. En todo ese tiempo, no ha habido pruebas de ninguna otra especie viajera espacial aparte de los saurios. De hecho, las probabilidades son de menos de miles contra una, diría yo.

Lydia sopesó sus palabras.

—Sospecho que hay una falacia en alguna parte de ese argumento, pero no podría decir dónde.

—¡Ja! —dijo Esias—. Es cierto, los eventos extraños ocurren, y este argumento no puede obviarlos. Meramente muestra lo improbables que son. Pero a nivel subconsciente algo de este razonamiento debe ser la razón de mi subjetiva ausencia de pánico sobre los… ah, «monos-araña» de Volkov. Y no debería sorprenderme de que la de los demás, incluyendo la vuestra, mi respetada séptima hija.

Lydia tenía los ojos casi cerrados.

—Tienes algo en mente para mí —dijo.

—Sí —dijo Esias levantándose—. Muestra entusiasmo por lo que Volkov se va a traer entre manos. —Enarcó la ceja—. Claro está, si no tienes inconveniente en estar en su compañía.

—Oh, no —dijo Lydia—. No lo tengo.

Peter Ennius se había marchado. Julia de Zama observó cómo se iba con ojo clínico.

—Se va para redactar un informe —dijo ella.

—Quieres decir…

—Por supuesto. Siempre hay alguien, ¿no es así?

Volkov lo creía así.

—Un hombre útil si se le tiene cerca —dijo él.

—Exactamente —dijo Julia. Hizo un ademán con la mano y les sirvieron bebidas frescas—. De modo que somos solo nosotros.

—Eso parece —dijo Volkov. Chocó su copa contra la de ella en un brindis—. ¡Larga vida!

Ella repitió el brindis.

—¿Sabes? —dijo—, esta es una perspectiva mucho más interesante que una invasión alienígena.

—Lo sé —dijo Volkov—. Tengo la intención de que se investigue.

—Una buena idea, pero no es exactamente lo que quería decir. Tengo un fuerte interés personal al respecto.

—Eres un poco joven para preocuparte por eso.

Ella le dirigió una mirada seria.

—No necesitas adularme.

Volkov levantó sus cejas.

—No pretendía adularte de ninguna manera, pero —sonrió— si dices eso, debo aceptar tu palabra contra lo que me muestran mis ojos.

Ella se sonrojó ligeramente.

—La luz es amable conmigo, aunque tú no lo seas.

Él sonrió de nuevo, sobre el borde de su copa.

—Espero progresos en esa área dentro de, digamos, diez años, aunque la mitad de la Academia tenga que morir de vieja primero.

—Progresos —dijo Julia—. Si supieras lo difícil que es encontrar a alguien que comprenda el significado del progreso.

Madre de Dios, pensó él, si tú lo supieras…

—Háblame de la Sociedad moderna —le pidió.

Lydia se les unió a mitad de la tarde, sin pretender que hubiera sido fruto de la casualidad.

—He estado leyendo algo sobre las ideas de la Sociedad moderna en los periódicos —le explicó después de las presentaciones.

—Te ha enviado tu padre —dijo Volkov.

Varios vasos vacíos de cerveza se habían ido acumulando sobre la mesa, pero Lydia lo conocía lo bastante bien como para dar por sentado que estaba borracho. Julia de Zama, por otro lado, parecía menos controlada. Estaba sentada de manera muy relajada, con la silla echada hacia atrás y un brazo sobre el asiento de Volkov, y le lanzaba a Lydia una fiera mirada, como si estuviera irrumpiendo en su territorio.

—Por supuesto que lo ha hecho —dijo Lydia, arreglándose remilgadamente la falda—. Está interesado en lo que estáis haciendo. Pero eso no significa que yo no esté interesada por mí misma. La ciudad con la que estáis jugando es la mía.

Lo cierto es que podía haberlo hecho un poco mejor, se dijo.

Pero había algo en Volkov que la empujaba siempre a ser directa. A él pareció gustarle. A Julia de Zama no. Ella se inclinó, o quizá (pensó Lydia inmisericorde) se alzó amenazadoramente y la apuntó con un dedo.

—No es tu ciudad —le dijo ella—. La idea errónea de que lo es constituye la mitad de nuestro problema. Tu gente, los comerciantes, traen cambios con cada nave, y se largan alegremente antes de que hagan su efecto, y aun con todo siempre esperan que la ciudad sea la misma cuando vuelven.

Lydia era consciente de la justicia de su argumento. Era, después de todo, lo que ella misma había dicho anteriormente, solo que expresado en un tono hostil.

—Eso no es un problema —se defendió ella—. Es una solución. Nosotros le damos a la ciudad estabilidad sin estancamiento, progreso sin destrucción.

—No, nada de eso —dijo de Zama—. Vosotros le dais confusión, desechos y propósitos entrecruzados, y evadís las consecuencias y las responsabilidades. Y te diré algo más. No os necesitamos. No necesitamos a los comerciantes, y no necesitamos a los saurios. Si usáramos solo nuestros propios recursos nos maravillaríamos a nosotros mismos.

—Estoy seguro de que sí —dijo Lydia—. Pero ¿cómo lo haríais exactamente? ¿Cómo cortaríais todos los lazos comerciales con otras estrellas y otras especies? ¿Cómo solucionaríais los problemas sin la mediación de los saurios? Dime. Adelante, soy todo oídos. Maravíllame a mí.

Y sin más consideraciones, apasionada, elocuentemente, Julia de Zama lo hizo. Pareció incluso sorprender a Volkov, que por una vez estaba del lado de la moderación. Lydia escuchó y observó al Cosmonauta y a la senadora, sus voces, sus ojos y sus manos, y se dio cuenta de algo más sorprendente aún que las ambiciones de la Sociedad moderna: Volkov y de Zama estaban enamorándose.

Lydia no sintió nada más que alivio.

Volkov no había visto nunca antes en su larga vida estremecerse a un saurio. Cuando Voronar, el piloto saurio y traductor de la nave hubo terminado de hablar, Volkov vio a siete saurios temblar a la vez. Deleneth, la que parecía ser la portavoz del grupo, volvió lentamente su cabeza hacia Volkov y las otras cabezas se movieron al unísono, como lagartos enjaulados observando a una mosca al otro lado del cristal.

—¿Han hablado ustedes —dijo—, con los dioses?

Evidentemente, Voronar les había contado la historia sin omitir detalle. Todos los saurios comprendían el latín mercantil y otros idiomas humanos (su facilidad con los idiomas era algo que Volkov admiraba de ellos sin que le impresionara, pues lo entendía como algo vagamente relacionado con la habilidad de imitación de las aves), pero para asuntos serios preferían los matices más sutiles de su propio lenguaje. Aquel encuentro era el más importante de todos a los que había acudido hasta aquel momento, más importante incluso que la audiencia del Senado que iba a tener lugar el día siguiente. Su convocatoria le había llegado con menos anticipación y había sido más imperativa. Ya se las arreglaría como pudiera con el Senado. El grupo de representantes de los saurios residentes en Nova Babilonia no podía ser ignorado.

—Sí, lo hicimos —dijo Volkov, intentando no revolverse en su asiento. La pequeña sala estaba diseñada para la comodidad de los saurios, no para los humanos. Era la sala trasera de una vivienda sauria cerca del puerto, con su luz tenue, sus muebles hechos de algo parecido a corcho, tan pequeños que sentado tenía las rodillas por encima de la cintura, y su hedor a cáñamo y pescado. Él era el único humano presente y la única persona que quizá pudiese ponerse de su lado si surgían contratiempos era Voronar, asumiendo que la lealtad del saurio hacia el que lo había contratado venciera a la solidaridad con los de su especie, algo con lo que Volkov no contaba y esperaba no tener que descubrir.

—Sabemos que los dioses están molestos con los saurios —dijo uno de los siete, que se sentaban frente a él y Voronar en una larga fila de bancos como un grupo de inquisidores—. Si los dioses con los que ha hablado le han transmitido algo de desconfianza con respecto a los saurios, quizá sea esa otra expresión de su malestar. Quizá deseen volver a los homínidos contra nosotros para castigarnos.

Voronar siseó algún comentario ácido, y después se volvió a Volkov.

—Explícales.

—Sé que es difícil de aceptar para ustedes —dijo Volkov—. Se lo diré con toda honestidad, y pueden comparar lo que les voy a decir con lo que Voronar les acaba de decir sin que yo haya entendido. Los dioses no están enfadados con los saurios. Algunos de los saurios de los mundos exteriores están de acuerdo con esto, pero, y de nuevo pueden ver que estoy siendo franco con ustedes, la mayoría no lo ha hecho. El saurio Salasso, que fue el primero en hablarles así, y que nos acompañó en nuestro viaje de contacto con los dioses, fue arrojado en mi presencia por ellos desde una altura que le habría causado heridas mortales.

A sus palabras le siguieron unos siseos de mutua consulta. Volkov se sorprendió de la reacción hasta que recordó que el método de los saurios para cazar, grabado en sus genes desde hacía eones incontables, era provocar estampidas de rebaños de dinosaurios herbívoros y empujarlos así hasta precipicios. Ser arrojado de una altura debía ser la muerte más desgraciada y terrible que podía infligirse a un saurio.

Los saurios le volvieron a mirar en silencio.

—Yo no desconfío de los saurios —dijo Volkov en medio de aquel silencio—. Me gustaría trabajar junto con los saurios de Nova Terra y de otros mundos para prepararnos para la llegada de los alienígenas monos-araña. Si vamos a establecer medidas defensivas en el espacio, lo más preferible lógicamente sería utilizar los esquifes gravitacionales. El dios del Sistema Solar que nos habló hace mucho nos dio a los humanos las instrucciones para diseñar esquifes y naves de velocidad lumínica, y los humanos, y algunos saurios de Mingulay y Croatano están trabajando conjuntamente para construirlos. Después de algunos años, no sé cuántos, esos humanos estarán aquí, así que los humanos de este planeta tendrán naves y esquifes de todas maneras. Pero para entonces, los monos-araña quizá hayan llegado, y estemos en guerra total. De modo que, ¿por qué no trabajar juntos ahora?

—Puedo decirte por qué no —dijo Deleneth—. A los dioses no les importa que nosotros viajemos entre los mundos en los que viven. Pero les importa, y mucho, si nos aventuramos en sus dominios. Hubo una época, hace mucho, cuando los saurios hicieron precisamente eso, y los dioses mostraron su ira y los golpearon.

Volkov sabía que aquello era cierto. Él había visto por sí mismo las antiguas ruinas de la luna de Croatano.

—Eso es cierto —dijo él—. Pero las defensas que yo recomiendo construir en el espacio también serían defensas contra la ira de los dioses.

Los saurios, situados frente a él, se echaron ligeramente hacia atrás en sus asientos y parecieron crecer en altura. Tres de ellos fueron aún más allá y desgarraron sus mangas. Incluso Voronar estaba sentado rígido e inmóvil. Al fin, Deleneth habló.

—Muy pocos le ayudarán en esa tarea —dijo ella—. Si usted persiste, si logra persuadir a los humanos a seguir sus indicaciones, muy pocos saurios colaborarán con los humanos. Nosotros no podemos luchar contra los humanos, porque eso también causaría la ira de los dioses, pero podemos apartarnos de ellos. Podemos dejar sus ciudades, y las naves en las que viajan. No sabemos qué es lo que harán los kraken, pero podemos adivinarlo.

Volkov suspiró y echó las manos sobre las rodillas con las palmas hacia arriba. —Hagan lo que deban, que eso será lo que haga yo, y aquellos a los que logre convencer.

—No hay nada más que discutir —dijo Deleneth. Ella y los otros seis se levantaron de sus asientos y se retiraron, y después de esperar un par de minutos a que saliesen del edificio, Volkov hizo lo mismo. Voronar permaneció con él y salió de la casa detrás de él.

La calle estrecha estaba oscura. Volkov echó a andar, atravesó una amplia explanada y se reclinó sobre una barandilla. Voronar, solemnemente, apoyó también allí su barbilla y los dos dirigieron la mirada hacia el puerto, brillante con las luces de los barcos y las naves interestelares.

—No ha ido muy bien —dijo Voronar.

—Me estoy acostumbrando a oír eso —dijo Volkov—. También me estoy acostumbrando a que una pequeña minoría esté de acuerdo con mi propuesta.

—En este momento parece que yo soy esa minoría —dijo Voronar—. Aunque no pueda ser de gran ayuda, porque mi intención es emprender otro viaje de nuevo con los de Tenebre.

—Me alegro por ti.

—Sí —dijo Voronar—. Pienso que Deleneth estaba equivocada sobre los saurios que viajan en naves espaciales, y sobre los pilotos de esquifes en general. Nosotros somos de mente más abierta que los saurios que permanecen en los mundos.

Volkov esbozó una sonrisa. Los pilotos de esquifes que él había conocido en Mingulay eran verdaderamente excéntricos para los estándares de los saurios.

—¿Crees —continuó Voronar— que los humanos de aquí pueden salir adelante sin la ayuda de los saurios?

Volkov había meditado al respecto. Aparte del viaje espacial y de los productos de las plantas manufactureras, todo lo cual podía ser reemplazado o fabricado sin mayores problemas, la principal contribución de los saurios al bienestar humano era su inigualable ciencia médica. Desde el principio, al menos hasta donde sabía él, los saurios habían explicado pacientemente la teoría del contagio por gérmenes y sus consecuencias, y algo parecido al principio malthusiano de crecimiento de la población junto con sus consecuencias. Habían proporcionado a los humanos medidas anticonceptivas. También les proporcionaron tratamientos de extensión de la vida, de modo que la duración normal de una vida humana se extendió hasta los ciento veinte años. Aunque en aquellos tratamientos no se había incluido nada relacionado con las causas genéticas del envejecimiento, lo que, suponía, había sido la base del tratamiento, que de manera sinérgica y por una afortunada casualidad había funcionado con él. Los saurios enseñaban cirugía y aplicaban regeneración de tejidos, aunque no para casos triviales. Se movilizaban rápidamente para contener y curar las epidemias que inevitablemente se extendían por la Segunda Esfera a través de las naves espaciales.

—Va a ser duro —dijo él.

Las noticias aparecieron al día siguiente. Lydia estaba trabajando en una de las oficinas situada a media altura del edificio. Una oficina bastante agradable, de diseño abierto, que daba a una terraza, y que, al contrario que la mayoría de las oficinas en las que había trabajado, incluida precisamente aquella misma en la época de su último viaje, estaba llena de trabajadores vestidos con ropas cómodas y de vivos colores. El sonido del telégrafo y de los teletipos, la mayoría de los cuales estaban conectados con las grandes máquinas calculadoras que se guardaban en el sótano, inundaba la sala. El trabajo en sí mismo era laborioso pero interesante, coordinando lo que ella, sus hermanos y medio hermanos y sus primos sabían de la carga de la nave con lo que los agentes locales conocían sobre el mercado. Exactamente una hora antes del mediodía todo el mundo se detuvo. Las máquinas enmudecieron, y se encendieron los receptores de radio. Lydia no podía asegurarlo, pero hubiera jurado que los sonidos del tráfico en el exterior y el zumbido de fondo de la maquinaria disminuyeron al mismo tiempo, conforme a lo largo y ancho de la ciudad la gente dejaba el trabajo para escuchar las noticias.

Se trataba de una conexión en directo con los micrófonos de la cámara del Senado, y el canal estaba conectado siempre que había una sesión plenaria del Senado. Los comentarios radiofónicos no estaban permitidos. Puede que no todos los ciudadanos de la República tuvieran derecho a elegir a los senadores, pero todos ellos tenían el derecho a la información de lo que se decía en su nombre.

Esias de Tenebre había sido convocado antes de la asamblea, y comenzó su declaración con un relato conciso de la misión que se le había encargado a su familia de reunir tanta información en Mingulay como fuese posible. Hasta ahí, todo era normal. Continuó hablando brevemente de la riqueza en información del Sistema Solar del siglo veintiuno y de su importancia. Después fue saltando a las sorpresas: la longevidad de los Cosmonautas y sus primeros pasos hacia el dominio del viaje espacial. Aquello era nuevo para la mayoría de la gente que estaba con Lydia, aunque quizá no para la mayor parte del Senado, que más que probablemente estaba al tanto de los rumores. La sala bullía con los susurros y el roce de prendas de seda, y Lydia creyó oír, a través de las ventanas abiertas, el sonido de toda la ciudad conteniendo el aliento.

Después de unas breves palabras de agradecimiento por parte del presidente del Senado, Volkov fue el siguiente en ocupar el estrado.

Lydia apenas pudo prestar atención a lo que decía. Ella ya lo sabía de antemano, sabía exactamente lo que iba a decir y cómo lo diría. En lugar de eso observó a los oficinistas, vio cómo se abrían sus bocas y cómo subían sus manos por sus mangas hasta aferrar sus codos conforme escuchaban su mensaje insidioso y su voz insinuante. Cuando hubo acabado, reinó un tenso silencio. Después de unos treinta segundos, le siguió un comunicado breve y nervioso. Por segunda vez en los últimos setecientos años, el Senado había decidido continuar la sesión a puerta cerrada.

Lydia salió a la terraza, queriendo alejarse de las voces indignadas o temerosas que llenaban la sala, pero no encontró tregua alguna. Desde la terraza podía escuchar un sonido que nunca antes había oído, el clamor de una ciudad de millones discutiendo consigo misma, como el zumbido furioso de una colmena.