SEIS
Las culturas de la Estrella brillante
Novakkad, la ciudad principal de un planeta a cincuenta años luz de Nova Babilonia, había sido siempre un lugar extraño. Más que cualquier otro de los lugares que Lydia hubiese visitado a lo largo de la ruta comercial de su familia, aquella ciudad le había parecido no solo diferente, sino ajena. Sus habitantes eran de tez mucho más oscura o mucho más pálida que la habitual mezcla morena de la Segunda Esfera. Se ponían en la cabeza altos sombreros de piel en invierno y conos llanos de paja de ala ancha en verano. Sus sacerdotes investigaban la naturaleza del fuego con espectrógrafos rudimentarios; sus filósofos veneraban la geometría. Hablaban con un acento fuerte y variado y el dialecto del latín comercial que utilizaban tenía una forma de mutar muy poco predecible. Reivindicaban que su ciudad era más antigua que Nova Babilonia y de forma nada plausible atribuían a sus ancestros ciertas ruinas gigantes de su vecindad de origen prehumano y prehomínido. Sus propios edificios, cuñas altas con tejados muy inclinados que se curvaban para ornamentar unas remaduras del alero que sobresalían como tiendas de campaña de ladrillo y baldosa, resultaban bastante peculiares. En otros sentidos la ciudad, extendida por la costa de un lago de agua dulce del tamaño de un mar interior al borde de una planicie interminable en cuyas praderas los novakkadianos criaban grandes rebaños de caballos y ganado, también tenía todo el aspecto de un campamento. Al otro lado del lago, los glaciares de una cordillera dentada repletaban sus profundas y frías aguas, dentro de las cuales los peces se acumulaban por millones y algunos incluso crecían hasta alcanzar los diez metros de longitud y las tres toneladas de peso. Las maderas nobles de las laderas más bajas de las lejanas montañas, recolectadas por los gigantes, cruzaban el lago flotando en tales cantidades que desde el cielo parecían esterillas.
Extraña y ajena, pero esta vez más que nunca.
Lydia caminaba, ataviada con botas altas nativas y ropas acolchadas, por las calles y callejones fríos del mercado de otoño. El aire olía a mierda de caballo y huevas de pescado mezclado con el matiz picante del humo de la madera y polímeros desconocidos. Multitudes de especies varias de personas y rebaños de bestias giraban en lentas contracorrientes de un extremo del mercado a otro, como una ilustración de la teoría del precio. Los puestos de venta llenaban las aceras, los estandartes colgaban encima anunciando su mercancía: cosas nuevas y afiladas, relucientes, pintorescas y extrañas; máquinas que hablaban y cantaban, ropas cuyas telas y trabajado parecían valer diez veces más que el precio que se pedía, cuchillos de cerámica que atravesaban la carne como si fuera fruta y el hueso cartílago, calculadoras con pequeñas pantallas de cristal y habilidades inviables, radios lo bastante pequeñas y baratas para colgar del llavero y que atronaban el aire con canciones cuyas palabras resultaban difíciles de distinguir pero cuyas diminutas tonadas te hacían seguir el ritmo con los pies y con los dedos. Las medicinas las ofrecían con sobriedad tenderos de aspecto respetable respaldados por enormes compañías (los mismos nombres y sellos afloraban una y otra vez) y cuya letra pequeña ofrecía cosas que solo las brujas se atrevían a prometer en cualquier otro sitio. El comercio pesquero local había sido absorbido, por completo al parecer, por una nueva clase de gigante, un pueblo alto y pesado con pelo negro y lustroso por todas partes y grandes ojos afligidos. Muy lejos de los recién llegados más extraños que había allí.
Saurios para empezar, saurios como ninguno que hubiera visto ella, toda la quisquillosa dignidad de su especie abandonada como un manto viejo cuando se apresuraban y chillaban, acompañados por enjambres de su prole, algunos tan pequeños que todavía tenían las plumas amarillas de los recién salidos del huevo, otros tambaleándose por allí, diminutos bajo sus cabezas grandes y pesadas, los más mayorcitos corriendo, gritando o silbándose señales entre ellos y sus bandas.
Los comerciantes humanos eran hombres de piel oscura con pijama y turbante, o bien mujeres envueltas en una única tira de seda, larga y ancha. Sus naves permanecían fuera de la ciudad. La joven vio docenas de ellas, más allá de donde las calles se convertían en puestos y corrales, aparcadas sobre patas que combinaban con su forma, algo parecido a unas moscas enormes: paneles de cristal de varias facetas en la parte frontal de la cabina doble, alas delta achaparradas con forma de flecha que recorrían un fuselaje rechoncho y segmentado. Aquellas enormes máquinas parecidas a insectos se hundían un poco en el fango pisoteado, era evidente que tenían los campos de gravedad apagados. Pero si bien grandes y numerosas, no podían explicar todos los productos que ella había visto en el mercado, por no hablar ya de lo que había en las tiendas del centro de la ciudad. Y no había fábricas nuevas. ¿De dónde venían los productos?
¿De dónde venían los comerciantes?
—Chandrakhar —le dijo uno. Una sonrisa abierta con colmillos de oro, un gesto brusco del pulgar por encima del hombro—. A un par de años luz. —Señala con un gesto el puesto—. ¿Lentes mingulayanas, señorita? Los mejores precios de la ciudad, véalo usted misma.
—Gracias, quizá más tarde. —La muchacha se alejó sin rumbo. ¿Chandrakhar? Jamás había oído hablar de ese sitio. No estaba en la ruta comercial, por muy cerca que estuviera. Esta era toda una cultura nueva que había estado en la Segunda Esfera solo los dioses sabían cuánto tiempo y que las naves kraken de Nova Terra nunca había visitado. Y hablaban inglés con el cerrado acento mingulayano.
Pero eso no era lo más extraño, no, en absoluto.
—¿Qué son… esos? —le preguntó a un saurio que estaba sentado detrás de un puesto cubierto de discos brillantes del tamaño de lentejuelas. Los pones en máquinas. El saurio llevaba unos auriculares cubiertos de piel amarilla de los que se filtraba la irritante música que los mecía. La criatura le leyó los labios y siguió su mirada.
—Ah, son multis —dijo—. Diminutivo de multiplicadores. Es lo que se hacen llamar. —Se inclinó sobre el puesto, soltó uno de los auriculares que le atronaba en la oreja y habló en voz baja poniéndose la mano en la boca.
—Son alienígenas, sabe.
Volvió a su sitio con un balanceo, le temblaban los hombros pequeños, había estirado los labios y estrechado las grandes elipses de sus ojos hasta convertirlos en ranuras. Había algo que le parecía muy gracioso, pero Lydia no sabía qué. Sabía que eran alienígenas y desde luego se multiplicaban. Lo extraño era que aquí a nadie parecía importarle, ni lo notaban siquiera. Aquella gente peluda y ocho miembros corría y saltaba, de arriba abajo, por todas partes, tan normales como los monos entre las ruinas de un templo de la selva, y a estos, igual que a aquellos, tampoco los miraban. Salvo cuando eran ellos los que tenían el puesto de venta.
La joven se paró delante de uno, el multi que se había encaramado sobre dos manos al otro lado de la mesa hacía naves espaciales en miniatura, metidas en botellas, con madera y lascas de piedra. Sujetaba un modelo delante, como una plantilla y con las otras cinco manos hacía más, como si fuera magia: en un momento determinado había un puñado de madera y gravilla, algo al final de los brazos se desdibujaba y zumbaba y un minuto después las manos se abrían y mostraban un objeto pequeño lleno de belleza, como un insecto en su perfección tanto como en su forma. Y así continuaba con el siguiente.
Pero el caso era que los estaba haciendo dentro de las botellas, dentro.
Otros milagros se producían en otros sitios. En los puestos más atareados de los multis se estaba curando a la gente, o por hablar con más precisión, la estaban arreglando. La gente se acercaba arrastrando los pies y se alejaba paseando; los llevaban en volandas y se iban caminando. Lydia vio con toda claridad que un hombre se acercaba con un ojo sano y se iba con dos. Era como los milagros de los evangelios del Jesús de los cristianos y estaba ocurriendo a plena vista, sin más. Los pacientes se mostraban encantados y agradecidos, pero no sorprendidos, tampoco se maravillaban ni glorificaban a los dioses.
Lydia dobló una esquina y se encontró en un espacio abierto donde el ganado que esperaba el sacrificio dentro de un corral vallado la miró con suspicacia. Conectó la radio nave a costa y localizó a Voronar. La nave estaba a miles de kilómetros, por encima del océano donde los kraken se refrescaban y hacían sus propios tratos, pero los esquifes estaban aparcados en los muelles y almacenes del lago con la carga para los clientes homínidos y saurios.
—¿Dónde está? —preguntó el saurio.
—Detrás del mercado —dijo la joven—. Estoy viendo cosas que no te creerías.
—No me cabe duda —fue la seca respuesta—. Pero la pregunta que su padre desea que le haga es, ¿está a salvo?
—Sí, estoy bien. ¿Por qué no me lo pregunta él?
—Está en una reunión y solo puede comunicarse con zumbidos codificados —dijo Voronar—. Lo tranquilizaré. Los Ancianos de la ciudad lo están importunando con algo a lo que él llama meados de caballo, pero mantiene la sobriedad de una forma admirable.
—Bien —dijo Lydia—. Procuraré hacer lo mismo con mi cordura. —La muchacha sonrió al oír una crepitación de ansiedad—. Era un chiste, Voronar.
Cortó la comunicación y siguió atravesando el borde dentado del mercado, hacia las naves alienígenas (no, eso no era lo extraño), hacia las naves ¡humanas!
—Hostia, tú no eres de por aquí —le dijo el niño después de unos minutos de charla ostensiblemente ociosa—. Tú eres una puñetera chorba de Nova Babilonia, ¿a que sí?
Los dientes del pequeño eran tan perfectos como grosero su lenguaje: inglés mingulayano con tacos croatanos, blasfemos y obscenos. Ganduleaba en los escalones inferiores de la escalera de la nave, desgarrado entre el orgullo de ser el responsable de vigilar la nave (tenía metido en el cinturón un revólver que parecía demasiado grande para sus manos) y el aburrimiento de tener que quedarse aquí. El cabello liso de un color negro azulado le revoloteaba ante los ojos.
—«Una puñetera chorba de Nova Babilonia» —repitió Lydia con una gran sonrisa—. Desde luego no entras nada mal. Deberías tomar apuntes de lo que dices, para usarlo cuando te bajen los huevos.
La grosería tranquilizó al muchacho, que se volvió a apoyar en los escalones de una forma que habría sido incómoda si no hubiera sido por su abultada chaqueta de piel.
—Bueno, ¿y qué andas fisgoneando? —La pregunta era curiosa, en absoluto suspicaz.
Lydia se encogió de hombros.
—Solo miraba —dijo—. Acabamos de llegar hoy y no estamos seguros de cómo van las cosas por aquí. Un tanto cambiadas desde hace doscientos años.
El chico se echó a reír.
—Pues han cambiado un puto huevo en cuatro, eso te lo aseguro.
—¿Ah, sí?
—Fuimos una de las primeras naves que llegamos aquí —dijo él—. Hace cuatro años. —Se pasó una mano por los ojos, como si estuviera cansado—. La puta semana pasada, da la sensación. Nada, quizá un mes. Papá, mamá y yo batimos todo un récord, allá en Chandrakhar, al cargar los equipos nuevos. Y aun así, mierda…
El niño hizo una pausa.
—No debería estar diciéndote esto.
—No os vamos a hacer la competencia —dijo Lydia—. Pero déjame adivinarlo. Para cuando llegasteis aquí, apenas ibais por delante. Todo lo que era nuevo cuando lo cargasteis en Chandrakhar ya lo estaban haciendo aquí mismo.
El muchacho le lanzó una mirada de reticente respeto.
—Coño, casi la clavas —dijo—. Vamos por delante en unas cuantas líneas pero hay cosas que ni siquiera puedes regalar. Lo único que podrá llevar este trasto al espacio son unos pasajeros. —Parecía como si en sus once o doce años hubiera aprendido todo lo que pesan los riesgos de un mercader—. Putos multis —añadió con un veneno sorprendente; luego, más pensativo—: Pero unos monitos muy listos.
—¿Qué tienen que ver los multis?
El pequeño la miró como si le hubiera preguntado de dónde vienen los niños.
—Multiplican —dijo— cosas, cosas. Hacen cacharros. Hacen-de-todo. Joder.
Esias sintió el cosquilleo del zumbido de la radio contra el tobillo y contó. Tres rayas. Lydia estaba a salvo. Era bastante tranquilizador pero ahora que estaba sentado, desnudo, en el banco de madera de una sauna con tres hombres, una mujer y una bola verde de pelo con ocho brazos y ocho ojos que no dejaba de meterle mano, le hubiera gustado algo más. La radio estaba en el charco de una toalla a sus pies y sospechaba que el calor o la humedad pronto le provocarían un cortocircuito. Dio un sorbo a la glutinosa bebida local del termo que le habían proporcionado sus anfitriones. Su frescor y el alto contenido alcohólico era lo único que podía hacerla recomendable. Los novakkadianos la llamaban khiss. La lista que le habían dado de ingredientes había empezado con leche fermentada de yegua y se había detenido, ante la insistencia de Esias, al llegar a la yema de huevo de dinosaurio. Se podía vivir de aquello de forma indefinida, le habían dicho. Había cosas peores que la muerte, no les había dicho él.
Los Ancianos eran los hombres de negocios más importantes de la zona, así como los jefes hereditarios de los clanes ganaderos. Esias reconoció los mismos nombres de sus ancestros, con muchas generaciones de los cuales él ya había tratado: Viln, Vladimiro, Sargonsson, Elanom. Eran todos viejos pero estaban en forma y el cabello apelmazado les llegaba hasta la cintura. Había algo inquietante en aquel cabello pero Esias no terminaba de ver lo que era. Las luces eran tenues y cuando la habitación no estaba llena de un vapor con aroma a hierbas, le picaban los ojos por la sal del sudor.
Era habitual que los Ancianos se reunieran con los comerciantes aquí, en el Pabellón de los Comerciantes, la casa del lago reservada para los mercantes espaciales y sus tripulaciones. Era asimismo normal que hicieran los tratos preliminares en la sauna, sobre una losa de hielo que se iba derritiendo cubierta de huevas de pescado y otras delicadezas y acompañadas de termos de khiss. Que llevaran a cabo los preliminares con tal rapidez y que prácticamente hubieran accedido a su precio inicial, eso sí que no era en absoluto normal. Lo habitual era que los regateos y las copas continuaran hasta el punto en el que la resaca del día siguiente se vería agravada por el remordimiento de no haber estado más sobrio para el apretón de manos.
La presencia del multiplicador era inquietante, pero de una forma abstracta y extraña. Debería haberlo molestado más de lo que lo hacía. Era uno de los invasores octópodos alienígenas sobre los que le había advertido Volkov y estaba aquí dentro y había miles de ellos ahí fuera y, por alguna razón, no se sentía alarmado. Saltaba por la habitación y sus múltiples manipuladores tocaban rostros, cabezas y pieles. A Esias le pareció que su forma de tocarlo, ligera como una pluma, hasta le hacía cosquillas; era mucho más incómoda por ser agradable, de una forma física, algo que le calentaba y le relajaba los músculos como un breve masaje. Los Ancianos hacían caso omiso de la criatura, aparte de moverse un poco y con visible alegría (una vez más, como si los masajearan) cuando los tocaba. El multiplicador no había dicho nada, aunque, como bien comprendía Esias, era tan inteligente como capaz de expresarse. Los Ancianos no lo habían presentado, solo le habían explicado que los alienígenas no tenían nombres en forma de sonidos. Sus nombres estaban escritos en moléculas y si él estuviera más familiarizado con aquello, reconocería el olor característico que deletreaba su firma química.
La mujer, Sargonsson, se levantó y se acercó al bloque de hielo. Cogió una lonja de huevas con una concha y se sentó al lado de Esias, que se movió un poco para dejarle espacio. A pesar de su rostro curtido y lleno de arrugas y de las piernas un poco estevadas que toda una vida a caballo le había dejado, era una mujer con un tipo imponente, una bonita figura y ágil, reluciente a causa del vapor y el sudor. Esbozó una sonrisa cortés, recogió las huevas con la parte posterior de una uña y las lamió con la punta de la lengua.
—Ya casi hemos terminado —dijo—. Su cargamento conseguirá un buen precio.
—Si es lo que hemos acordado —dijo Esias. La frase era una pura formalidad, poco menos que un apretón de manos.
—Tenemos otro trato que podemos hacer con usted —dijo Sargonsson mientras se acomodaba en la esquina—. Los productos que hemos intercambiado hasta ahora son los mismos que han intercambiado usted y los padres de los padres de nuestros padres. Las maderas nobles y las huevas frescas, las hierbas fuertes y el latón fino. Al igual que con usted.
Sargonsson miró a su alrededor, los demás asintieron y el alienígena hizo un pequeño gesto con las manos. Cuando la mujer miró a los demás, Esias vio lo que le había inquietado de su cabello. La extensión de pelo que crecía entre la oreja y el trasero era de un color gris salpicado de canas; los primeros centímetros de crecimiento más reciente que le brotaban del cráneo eran de un tono castaño puro y reluciente. La mujer lo tenía plagado de piojos.
Esias se rascó el cuero cabelludo. Al volverse, la mujer vio el acto reflejo y sonrió. El comerciante bajó la mano, avergonzado.
—No pican —dijo ella. La mujer se llevó un dedo a la sien y una de las criaturas le trepó a la uña, que luego ella extendió para que el otro la inspeccionara. Encaramado allí no había un piojo sino una araña, no, una versión diminuta del alienígena. Se le escabulló a la mujer por el brazo y le desapareció de nuevo por el cabello.
—Ah —dijo Esias con falso entusiasmo—. ¡Así que por eso se llaman multiplicadores!
—No es por eso —dijo Sargonsson. Una vez más miró a su alrededor; de nuevo asintieron los otros. El alienígena trepó al banco que había enfrente y se agazapó allí. La boca del lado que miraba a Esias no tenía dientes. Vladimiro arrojó otro cazo de agua sobre los carbones. La respiración del alienígena era ruidosa.
—Se llaman multiplicadores porque pueden hacer copias de cosas. De casi cualquier cosa, si se les dan los materiales adecuados. Desde luego pueden hacer copias de lo que ustedes fabrican en Nova Babilonia. Su forma de comerciar es obsoleta. A los que formamos las culturas de la Estrella brillante no nos hace falta tener clanes de mercaderes que vivan en las naves. Podemos hacer viajes cortos de unos cuantos años porque marcamos nuestros propios rumbos. De ese modo se han extendido las culturas de la Estrella brillante desde Mingulay a Novakkad, sin que nadie haya tenido que viajar más que una pequeña parte de la distancia y sin tener que saber salvar el salto.
—Sí, sí —dijo Esias—. Ya esperaba eso y he hecho planes para…
—Y por eso —continuó la mujer implacable—, necesitamos una vida larga, la larga vida de los saurios. Los multiplicadores les dieron a los saurios una larga vida hace mucho tiempo y lo mismo nos han dado a nosotros. —La mujer sonrió—. O eso dicen. No tenemos forma de saberlo, todavía. Pero sí diré que me siento mejor que hace cuatro años.
La dama contoneó los hombros. Esias se la quedó mirando, arrancado por primera vez de su imparcial aceptación.
—¡Es una noticia asombrosa!
Sargonsson convirtió las rotaciones de los hombros en un encogimiento.
—Nos ofrecen algo más que eso —dijo—. Nos han dado la inmortalidad.
Esias dio un trago de aquel cieno frío que le abrasaba la garganta a medida que bajaba y le resplandecía en el vientre.
—Eso es imposible —dijo—. Ni siquiera los dioses son inmortales.
Sargonsson extendió una mano hacia el alienígena.
—Díselo —dijo.
—En tu cuerpo —resolló la criatura— hay patrones de información que han instruido la construcción e instruyen el funcionamiento de tu cuerpo. Algunos son más antiguos que los dioses, más antiguos que la luz de las estrellas visibles. Algunos de mis recuerdos son más antiguos aún. Recuerdo haber visto con cuatro de mis ojos la galaxia que tú llamas Estela de Espuma y con los otros cuatro, la que tú llamas Andrómeda. Y sin embargo, jamás he viajado entre ellas. Recuerdo también haberme escabullido por la hierba que hay al lado del lago de ahí fuera. Tengo cuatro años.
Se bajó de un salto del banco.
—Podemos hacer que vivas mucho tiempo, cambiando las instrucciones de tu cuerpo. Para ello, debemos leerlas. Y al leerlas, leemos tus recuerdos, y los podemos compartir entre nosotros y estarán entre algunos de nosotros hasta que nuestro linaje muera, como los de los novakkadianos. En ese sentido podemos ofrecerte la inmortalidad.
Esias dio un salto cuando la radio del suelo zumbó contra su piel, una vez, un zumbido largo. Indicaba que se le necesitaba con urgencia en los esquifes. Oyó una conmoción y varias carreras en el resto de la casa. No parecía importarle a nadie.
—¿Cómo puedes leernos? —preguntó.
—Eso es sencillo —suspiró el multiplicador. Levantó dos de las manos. Se le formó una pelusa alrededor de las puntas de los dedos.
—Los más pequeños de los más pequeños de nosotros son demasiado pequeños para que tú los veas. Son lo bastante pequeños para que los respires como si fueran humo. Pueden viajar por tu cuerpo y leerte.
—¿Viajar… por… mi… cuerpo?
—Casi ni se nota —dijo Sargonsson—. Es como una ligera fiebre durante un día o dos, nada más. Y luego, los que hayan crecido te salen por las orejas, la nariz y…
Esias se estremecía con tanta fuerza como la radio, que no dejaba de zumbar. El multiplicador dio un papirotazo con las manos. Esias se quedó mirando una nube de motas verdes, algunas como semillas de diente de león, otras como polen, que flotaban por el aire saturado de vapor en su dirección.
Se levantó de un salto y corrió hacia la puerta, la abrió con un porrazo, se precipitó por el desvencijado malecón de madera y se tiró al lago. La impresión le aclaró la cabeza al instante. Lo que había pasado en la sauna parecía un sueño. Bajó nadando por el agua fría y despejada hasta que le llenó los senos nasales, la boca, las orejas. Salió disparado a la superficie jadeando y escupiendo y nadó a crol a toda prisa, hundiéndose y resurgiendo una y otra vez, hasta que apareció un esquife sobre él. Bajó la escalerilla, él la agarró y se metió dentro con un impulso. La escotilla se cerró tras él. Se revolcó un momento y luego se levantó chorreando. Su mujer Claudia, dos de sus hijas, varios sobrinos y un piloto saurio se lo quedaron mirando.
—¿Qué te ha pasado? —preguntó Claudia.
Esias sacudió la cabeza.
—Más tarde —dijo. Su mirada barrió la pantalla panorámica. El esquife se elevaba a toda prisa, Novakkad se inclinaba e iba menguando más abajo, los seguía un escalón de esquifes. Atravesó sin ruido el suelo de corcho, rodeó la plataforma del motor y se colocó detrás del saurio—. ¿Qué está pasando?
—La nave se va —dijo el saurio—. Nos reuniremos en la atmósfera, por encima del océano.
—¿Por qué?
Que una nave partiera antes de lo programado era algo que no tenía precedentes. El piloto sacudió la cabeza sin quitar la vista de la pantalla y el incomprensible despliegue de abajo.
—Decisión del kraken, hace unos minutos. No había tiempo.
—¿Tenemos a todo el mundo? —preguntó Esias.
—Izados y a salvo —dijo Claudia—. Todos los que estaban en el pabellón se han presentado.
—¿Y Lydia?
—¿Lydia?
—Estaba fuera, en la ciudad, en una misión…
Claudia palideció al instante.
—¿En qué estabas pensando…? —Sacudió la cabeza—. ¡Tenemos que volver!
—¡Sí, sí, vuelve! —insistió Esias.
—Si lo hacemos, no llegaremos a tiempo al punto de encuentro —dijo el piloto.
Esias apretó los puños en los costados.
—Podemos coger otro. Sabemos el horario de los otros mercaderes hasta la última hora. Los Delibes estarán aquí dentro de diecisiete días.
El piloto quitó los ojos del cielo despejado que tenía delante y contempló el atestado despliegue del panel de control. Leyó algo en sus complejos glifos.
—Ah —dijo y se volvió hacia Esias—. ¿Desea entonces unirse a las culturas de la Estrella brillante?
Claudia parecía confusa y afligida.
Tampoco estaría tan mal, pensó Esias frenético. No subsumían a la gente. Disponían de su libre albedrío. Los multiplicadores no eran hostiles. Lydia era su hija número siete. Las arañas reptaban por el cuero cabelludo y sus diminutos retoños nadaban por la sangre y el cerebro y luego salían. Sufrió un estremecimiento involuntario incluso al tiempo de abrir la boca para hablar.
—Usted quizá sí —dijo el piloto—. Yo no.
Esias se quedó quieto, temblando y sin ver nada. El esquife siguió volando.
Tres cometas iluminaban el cielo. Aquí fuera, en los campos, las luces del mercado y de la ciudad hacían que las siluetas de las naves aparcadas fueran inhóspitas y monstruosas. Estaba lo bastante oscuro para distinguir el perfil dentado de las montañas contra las estrellas y las colas convergentes de los cometas, un cheurón señalaba el sol hundido. Novakkad no tenía luna y solo las mareas solares agitaban su océano. En la Segunda Esfera, eso lo convertía en un rincón perdido.
Unas luces rojizas y tenues se movían por aquí y por allí en la amplia vega y apenas provocaban algún relincho entre los caballos que descansaban. Las luces se encendían solo por un momento, iluminaban unos complejos aparatos de latón y madera montados sobre ruedas, con largos tubos que sobresalían de ellos como si fueran baterías antiaéreas. Alrededor de estos astrolabios, los navegantes de las naves enredaban y murmuraban mientras fraguaban la posición de las estrellas más cercanas. De vez en cuando, el fulgor verde de la pantalla de una calculadora manual iluminaba desde abajo un rostro absorto.
Lydia vagó sin ruido entre ellos, sin que nadie le hiciera caso. Una o dos veces oyó un grito profundo, «¡eh, multi!
¡Échanos una mano!» y luego vio a un multi que se acercaba a toda prisa y metía un miembro en una máquina. Aparte de eso, no tomaban parte en las observaciones ni en los cálculos. Podían hacer y ajustar cosas, pero no parecían saberlo ya todo, igual que lo sabían los kraken y lo saurios, o daban la impresión de saberlo.
Lydia había pensado mucho en los alienígenas durante las horas transcurridas desde que se había quedado allí varada. Si no por otra cosa, eso le sirvió para distraerse y no pensar en su situación mientras vagaba por allí, mirando y pensando. Había oído la llamada de evacuación pero ninguna respuesta a sus frenéticas preguntas había interrumpido el parloteo de la radio, así que no tenía ni idea de por qué había huido el clan. El único mensaje que había recogido había sido un adiós angustiado, lleno de crujidos y disculpas, de su padre, que le dijo que los kraken se llevaban la nave de vuelta a Nova Terra y no admitían ningún retraso. No se dio ninguna explicación y ella no tuvo tiempo de preguntar. Debía de ser algo urgente y espantoso para que la dejaran atrás, pero no veía nada tan espantoso en la ciudad. Era asombroso lo rápido que uno se acostumbraba a los alienígenas. Había algo balsámico en su aroma y su piel de tan variados colores, su constante actividad y curiosidad tenían un encanto que hacía evaporarse cualquier asociación con las arañas. Aquello que los humanos trabajaban tan duro para hacer en las fábricas y lo que los saurios hilaban en la planta industrial, los multiplicadores lo hacían por diversión, si se les podía convencer. Lo cual, había terminado por comprender la joven, no era siempre fácil. Su escasa capacidad de atención hacía que los humanos parecieran saurios.
La muchacha se dirigió de nuevo al mercado y compró con las pocas monedas locales que le quedaban en el bolsillo una comida rápida de carne de ternera en una salsa picante envuelta en una especie de pan fino que fue masticando al tiempo que volvía al pabellón. El cual era un gran edificio de piedra con un tejado de madera puntiagudo. Encendió todas las luces que pudo encontrar y vagó por las habitaciones desconsolada. Por todas partes había señales repartidas de la precipitada evacuación. Las patas de aterrizaje de los esquifes habían dejado profundas huellas en el césped empapado. La sauna, con la puerta abierta de par en par, estaba fría y hedía a marisco caliente y khiss derramado. Las ropas de su padre yacían dobladas fuera. No las tocó, empezó a recoger el almuerzo medio podrido y a lavar la sala con una manguera que había montada en la pared.
Poco a poco esta actividad sublimatoria fue calmándola. Se sentía decepcionada más que abandonada. La próxima nave debía llegar en poco más de una quincena. Siempre había dinero en el pabellón si sabías dónde mirar. Fue recorriendo toda la casa y ordenando las cosas. Los sirvientes no llegarían hasta justo antes de que llegaran los Delibes, igual que habían llegado el día anterior, antes de los Tenebre. Su vagabundeo terminó en la habitación donde se encontraba su equipaje, sobre una cama recién hecha. Encima de la maleta yacía la túnica de Nova Babilonia que había doblado ella con pulcritud en su esperanzado ayer. Se asearía, se la pondría, bajaría a apagar algunas luces, se haría una taza de algo y se iría a la cama. ¿Por qué no?
Estaba sentada en una mesa vacía del gran comedor, sorbiendo un gran vodka cuando se encontró con que se sentía más contenta de lo que podrían explicar el baño y la bebida. Al mismo tiempo tenía la sensación de que la estaban vigilando. Se volvió hacia el pasillo. Un multiplicador de piel verde se acercó dando golpecitos secos en las losas y entró en la habitación. Saltó a un extremo de la mesa con las manos extendidas y recorrió sin ruido la superficie, luego trepó al asiento que tenía la joven enfrente.
—No te alarmes —dijo.
La joven no lo estaba.
Lydia se encontraba sola al final del largo espigón de los muelles de Novakkad, el reservado para los mercaderes estelares. Su maleta descansaba a su lado, se había puesto la ropa de viaje y tenía un reloj en una mano y una radio en la otra. Los altos nimbos convertían el cielo en una franja plateada que resultaba difícil mirar. Cuando volvió a mirar el reloj no le fue fácil verlo pero siguió mirando, del reloj al cielo, del cielo al reloj. Por fin, y justo a tiempo, vio la mota oscura, muy alta, casi al otro lado del lago.
Se metió el reloj en el bolsillo, recogió la maleta y se acercó al final de la escala. El hombre de la arenera levantó la vista y la miró.
—Ahora —le dijo la joven mientras le alargaba la maleta.
Se suponía que el pasajero tenía que sentarse de cara al timonel pero la muchacha se agazapó hacia el otro lado. El motor eléctrico gimió y el barco se apartó del espigón. La nave de los Delibes era ahora de un color negro sólido y un minuto después un gusano vacilante bajo la calima. La muchacha esperó hasta estar segura de que estaba dentro del alcance para encender la radio, programada ya en la secuencia de llamada.
—Lydia de Tenebre a la nave Delibes, adelante por favor.
Hubo una larga pausa llena de energía estática. La nave ya estaba baja, más o menos a un kilómetro de distancia. El lugar donde Lydia esperaba que se posase estaba allí delante, a unos cientos de metros de ella.
—Nave a de Tenebre, la recibo. ¿Qué quiere? —La voz parecía irritada y confusa. Siempre había un operador de radio alerta durante los acercamientos y casi nunca tenía nada que hacer.
—De Tenebre a nave. Me gustaría subir a bordo tan pronto como fuera posible.
—¿Eh? Perdón. Quiero decir, sí, no hay problema, pero ¿por qué? ¿Tiene usted algún…?
Más estática.
—Nave a de Tenebre. Lo siento, acabo de recibir un mensaje. Hay una emergencia, no sé lo que es. ¡El kraken quiere salir de aquí, ya! —La voz se elevó con un graznido indignado, alarmado, incrédulo.
La nave se encontraba en ese momento a solo doscientos metros de ella, un objeto inmóvil, imposible, media milla de cilindro aerodinámico en el que relucían los símbolos y palabras novakkadianos mientras el agua se curvaba bajo sus campos resplandecientes.
—Ya lo sé —dijo Lydia con una calma que estaba muy lejos de sentir. Casi se esperaba algo así—. Pero no corren tanto peligro, pueden esperar unos cuantos minutos hasta que yo suba a bordo.
—Espere un minuto.
En el mismo momento en el que la radio del otro lado se desconectó, el motor del bote también murió y Lydia giró en redondo.
—¿Qué problema hay? El arenero esbozó una sonrisa apaciguadora y agitó la mano. —No puedo continuar… mire. Lydia volvió a mirar hacia delante y vio lo que no había observado al concentrar toda su atención en la nave. Entre el bote y la nave, el extremo frontal y puntiagudo de una enorme estera de troncos flotaba sobre una corriente rápida llenando el espacio como una cuña interpuesta. Era evidente que el remolcador que había estado conduciéndolos se había soltado en cuanto vio la nave espacial que se acercaba y ahora se apresuraba a largarse en diagonal, como se suele decir, a toda pastilla.
—¿No podemos rodearlo? Era una pregunta estúpida.
—No —dijo el arenero. El borde delantero y ladeado de la estera se acercaba; el arenero conservaba con lealtad la posición del bote con pequeños estallidos de energía en el motor. El costado de la estera iba a pasar justo por delante de la proa.
La radio crujió.
—Nave a de Tenebre. Los saurios dicen que el kraken está de acuerdo en conservar la posición durante unos diez minutos.
Suba a bordo tan pronto como pueda.
—¿Puede enviar un esquife?
La joven escuchó unas consultas de fondo, indistintas pero ruidosas.
—No, lo siento. —La voz parecía sentirlo de verdad—. Los saurios están… bueno, están un poco paranoicos, entre tú y yo. Nunca los he visto… así.
—Vale, gracias, haré lo que pueda —dijo Lydia—. Sujeten la puerta.
Guardó la radio y miró al arenero por encima del hombro.
—¿Cuánto tiempo tardará en pasar esa cosa?
El hombre se protegió los ojos del sol y miró lago arriba.
—Media hora, quizá más.
—Mierda.
Lydia se incorporó un poco y contempló los troncos que pasaban flotando a un par de metros de ella. La estera iba sujeta por unos cables que rodeaban los troncos más externos; dentro de ese lazo de kilómetros de longitud, los troncos estaban (otra frase que se hacía realidad ante sus ojos) metidos en un auténtico atolladero, se revolcaban y chocaban como un banco de ballenas en una bahía. Los leños eran enormes, de hasta cincuenta metros de longitud y dos o tres metros de diámetro. Mientras permanecía allí, con el sentido del equilibrio acentuado por tanto tiempo transcurrido en botes pequeños, Lydia vio de repente en los troncos los lomos de una manada galopante de caballos salvajes y una imagen de ella saltando de lomo a lomo (los relinchos, el polvo, el rugido de mil cascos) se hizo realidad tras sus ojos.
Hizo un gesto para que el bote se adelantara y el timonel, quizá sin entender, obedeció. El tronco más cercano estaba a un metro y medio de distancia. Lydia cogió la maleta y puso un pie en la proa.
—¡No! —chilló el arenero.
Lydia saltó (era poco más que un paso pero el bote se echó hacia atrás a sus espaldas) sobre la corteza tosca y húmeda. Luego se abalanzó sobre el siguiente, y el de más allá, con un baile que cruzó los troncos rodantes (los lomos corcoveantes), del primero al siguiente antes de que cada uno de ellos tuviera tiempo de rodar más (como para notarlo), con la maleta (el paquete de comida que sujetaba frenética) que era una carga pero al mismo tiempo la ayudaba a mantener el equilibrio.
A medio camino de la nave, resbaló y se estrelló, el brazo de la maleta cayó por encima del tronco. Se golpeó el costado con fuerza contra la corteza y terminó con las piernas metidas en agua muy fría hasta la rodilla. No sintió dolor pero se quedó sin aliento. Vio que los troncos convergían a punto de aplastarla (los cascos la golpean y la pisotean) y todo su cuerpo se convulsionó en un único y complejo movimiento que jamás habría podido planear; se encontró sentada a horcajadas de un tronco, luego de pie, corriendo por el lomo para recuperar el equilibrio y por fin saltó de lado.
Un minuto más tarde, su último brinco la hizo atravesar la puerta abierta de la cubierta de la nave, allí el talón le resbaló con unas salpicaduras de agua, cayó con fuerza y se deslizó unos cuatro metros de culo para terminar golpeándose contra una mampara. Le dolía todo. Se sentó, se quedó mirando las palmas llenas de rozaduras y se echó a llorar.
La puerta de la cubierta se cerró tras ella con un golpe seco, como el de una almeja.
Unos saurios la miraron furiosos y luego le dieron la espalda. Los miembros del clan humano la miraron con compasión y asombro. Un chiquillo la ayudó a levantarse.
—¿Cómo has hecho eso?
La muchacha se miró las manos. Los arañazos ya se estaban desvaneciendo. Trocitos de polvo y corteza, expulsados de la piel, se iban desprendiendo. Se limpió las manos y sonrió.
—Cuestión de suerte.
Los Delibes fueron amables con ella; la llevaron al esquife de la familia más antigua, la ayudaron a ponerse ropa seca y le dieron bebidas calientes, aun cuando ellos mismos estaban alborotados a causa del aterrizaje abortado. Los kraken habían puesto rumbo de vuelta a Nova Terra. La ruta de los Delibes solo se cruzaba con la de los Tenebre en algunos puntos, entre los que se encontraba Novakkad; habían dejado Nova Terra unos cuantos meses antes de que llegaran los Tenebre, así que no sabían nada de Volkov ni de sus espantosas advertencias y proyectos salvajes, y muy poco sobre las llegadas, históricamente más recientes, a Mingulay. Lydia se pasó la hora anterior al salto a la velocidad de la luz informándolos de todo. Pero a ellos les interesaban más los multiplicadores y las culturas de la Estrella brillante.
—Malas noticias para nosotros —dijo Anthony Delibes, el patriarca del clan—. Es una esfera nueva, una esfera que cruza la Segunda Esfera y suplanta todas nuestras rutas. Los saurios y el kraken están aterrorizados. Parecen demasiado conmocionados hasta para hablar. Pero…
Dudó un momento mientras se acariciaba la barba.
—En sí mismo no parece tan malo. No es la invasión y la guerra que tu Volkov temía.
Lydia asintió con entusiasmo.
—Yo también me temía algo mucho peor. Pero lo que he visto en Novakkad es muy diferente de lo que esperaba. Las especies que ya conocemos se mezclan mucho más que antes y a las dos especies nuevas simplemente las… —extendió las manos—… aceptan.
No les dijo todo lo que sabía. Recordaba haber tocado un átomo de carbono y cómo encajaba aquella sensación elástica y resbaladiza con la visión de su longitud de onda en el espectro de una supernova; la disolución de la muerte y la alegría salvaje de unas mandíbulas que se cierran sobre la garganta de un ciervo; volar con alas y nadar con aletas. Estos y una miríada de otros recuerdos fragmentarios, pensamientos aleatorios, ecuaciones resueltas y principios comprendidos, todo flotaba en su mente como pedazos brillantes y dispares que algún día y con un esfuerzo incalculable ella quizá pudiera reunir para formar un espejo y ver en él a un nuevo yo.
Y hasta que viera ese nuevo yo, no podía hablar de nada de eso. Estaba inquieta y se disculpó para dar un paseo por la nave. Estaba en el estanque del navegante en el momento del salto a la velocidad de la luz.
El navegante había retrocedido hasta uno de los lados del estanque. Gotas de color sepia ennegrecían el agua. Esa no era la respuesta normal a un salto. Un par de segundos después, sonaron las alarmas. Los saurios y los humanos de la dotación de la nave se apresuraron a ocupar lo que evidentemente eran sus puestos asignados. Lydia se encaramó al esquife más cercano. Solo estaba dentro el piloto.
—¿Qué está pasando?
—No lo sé —dijo el piloto—. No cabe duda de que hemos llegado a nuestro destino pero Nova Terra tiene… un aspecto desconocido. Y nos han detenido, quizá incluso retenido. Los kraken están inquietos.
—Desde luego que lo están —dijo Lydia—. Lo que sugiere que nosotros deberíamos estar aterrados.
El propio saurio temblaba un poco.
—Estoy esperando instrucciones —dijo—. Y estoy listo para morir. Lydia se arrepintió de haber empleado un tono tan ligero.
—¿Miramos fuera? El piloto manipuló los controles. Lydia examinó las masas de tierra de Nova Terra que tan familiares le eran.
—¡Mira Nova Babilonia! —dijo—. ¡El aire está sucísimo!
—Sí —dijo el saurio, como si se hubiera perdido algo más importante.
Lydia sintió una extraña sensación en la parte posterior de la cabeza. Se volvió y vio planear (o eso parecía) una forma enorme sobre ellos, luego se detuvo delante de ellos.
—Somos nosotros los que nos movemos —explicó el saurio—. La otra nave está en la órbita troyana.
—¿A qué distancia está? —preguntó Lydia.
—Un kilómetro más o menos.
La escala de aquella cosa se concentró de repente. Toroide, rotaba alrededor de un eje inmóvil, estaba erizado de antenas y de lo que Lydia supuso que era armamento, también estaba acompañado de una docena más o menos de pequeños navíos con largas patas articuladas.
—Por todos los dioses —dijo—. Es más grande que nosotros.
—Fuerte orbital —dijo el piloto—. Mantiene a la estación en el destino del salto.
Lydia no sabía que los destinos del salto estaban en puntos troyanos.
Una de las naves más pequeñas subió un poco la potencia con un estallido y se dirigió a la nave estelar, cerró la brecha que los separaba en cuestión de segundos. Su retro-llama a punto estuvo de sobrecargar los controles de brillo de la pantalla. Cuando Lydia parpadeó para espantar el reflejo de las imágenes en su retina, vio que los cohetes le daban unos cuantos empujones más pequeños. Se desvaneció bajo su línea de visión, al parecer había atracado. El saurio manipuló un control y la visión se desplazó al instante al costado de la nave estelar, sobre el que la nave más pequeña parecía una arañita aferrada a una gran tubería. Los muelles de atraque, comprendió Lydia con interés, eran compatibles.
—Nos han abordado —dijo el saurio. Su tono transmitía una leve nota de melancolía.
—¿Puedes cambiar a una vista interna?
El saurio sacudió la cabeza.
—No tengo acceso a los sensores internos de la nave.
—No —dijo Lydia con paciencia. Los pensamientos saurios eran más profundos que los humanos y por lo tanto cruzaban canales más profundos también—. Pero sí que tienes acceso a los mandos externos del esquife…
—Ah.
Un momento después, una franja del casco del esquife se había convertido en cristal. En el muro que tenía el esquife enfrente, al lado de la parrilla equivalente de esquifes, una escalera zigzagueaba hacia la cubierta interior cerca del estanque del navegante. Tres figuras con trajes espaciales bajaron en tropel con pesados rifles de plasma listos para disparar. Al girarse en uno de los rellanos, los cascos abiertos revelaron rostros humanos.
El piloto se los quedó mirando y se volvió hacia Lydia; la joven vio por su expresión que el saurio jamás había visto y apenas imaginado algo así. Aquellos torpes trajes eran obviamente de fabricación humana, las maniobras de los cohetes eran perfectas; su fuerte se parecía a una de las estaciones espaciales de las que Volkov le había hablado, lo que los alemanes habían imaginado y los americanos jamás habían construido, quizá porque al llegar la década de los años 50 del siglo XX, los americanos ya habían comprendido que el espacio interplanetario jamás sería suyo. Lo habían abandonado, con demasiadas prisas, en manos de los rusos, sin darse cuenta de que tampoco pertenecía a los pequeños pilotos grises de los esquifes. Al no saber nada de eso, los rusos fueron los primeros en conocer a los auténticos amos de la galaxia. Los novaterranos del siglo pasado habían fundado una presencia espacial humana más imponente que todo lo que los rusos hubieran intentado jamás y lo habían hecho siendo muy conscientes de sus posibles consecuencias. Lydia tenía que admirarlos por eso. Los temía pero los admiraba y sintió una cierta alegría malsana al notar la incomodidad del saurio ante este inesperado despliegue de capacidad humana.
—¿Qué son? —preguntó el saurio.
—Cosmonautas —dijo Lydia.
Resultó que se hacían llamar astronautas.
Lydia volvió a la cubierta y se encontró con que los Delibes más importantes se habían reunido allí antes que ella. Anthony, con la pugnaz mandíbula echada hacia delante, estaba haciendo un esfuerzo por mostrarse cortés.
—Como es natural —le oyó decir Lydia—, comparto su preocupación por la seguridad de la República. Le aseguro que nada ni nadie de esta nave podría comprometerla. Tiene mi palabra. ¡Soy un Miembro del Electorado!
—Yo también —dijo el cosmonauta que se encontraba en el vértice del grupo. Señaló con un gesto a los otros dos, un paso por detrás de sus hombros—. Todos lo somos.
—¡Ah! —El mercader sonrió y se relajó. Extendió la mano—. Bienvenidos a bordo, conciudadanos. Anthony Delibes a su servicio, oficiales.
—Gracias, ciudadano. —El cosmonauta le devolvió el apretón de manos, luego se señaló el pecho con un gesto brusco del pulgar—. Astronauta sargento Claudius Abenke; astronautas Alexander Obikwe y Titus Adams. Fuerza de Defensa Espacial de la República Democrática de Nueva Babilonia.
—Oh, mierda —dijo Lydia incapaz de detenerse.
Los astronautas la miraron furiosos; los Delibes se volvieron, asombrados.
—¿Tiene algún problema con eso, ciudadana? —dijo Abenke.
—Volkov —dijo Lydia.
Todos los astronautas parecieron incómodos. Abenke recompuso sus rasgos en un ceño resuelto.
—Volkov está muerto.