DIEZ

Sucesos insólitos

—No te va a doler —dijo don Magenta.

Le sopló unas esporas a Susan por encima. La chica las inhaló y de inmediato le dio un espasmo de tos y estornudos.

—Es normal —dijo don Magenta—. Mete a los retoños más pequeños en tus senos nasales.

Susan empezó a respirar con más tranquilidad. Se alejó del costado del hangar y buscó con la vista a los demás, que se encontraban a una distancia segura.

—Mi madre dijo que iba a hacerlo.

Ni siquiera a ella le parecía una buena razón.

—A Matt no le ha hecho daño.

—¡Ja! —dijo Ramona García—. ¿Cómo íbamos a saberlo?

En realidad había una especie de fatalismo en la decisión de Susan. Su propia curiosidad, más que cualquier otra cosa, la habría llevado antes o después a aquella situación. Los multiplicadores no infectarían a nadie por la fuerza, pero casi todo el mundo aceptaría la infección más tarde o más temprano. ¿Por qué no adelantarse entonces?

Seguía sin parecerle una buena razón.

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La campaña de guerrilla ontológica, como Matt se empeñaba en llamarla, entraba en su segunda semana. Se había establecido una especie de rutina. El Investigador, oculto en el hangar, seguía haciendo de campamento base y cuartel general. Los esquifes de los multiplicadores se utilizaban para realizar las operaciones. Aparte de pilotar los esquifes, los multis recogían comida. Seguían los consejos de los saurios acerca de qué frutas y semillas eran nutritivas y cuáles no, pero también (más o menos a capricho) sintetizaban nuevos alimentos. Podían hacer carne a partir de un montón de hierba, un proceso que, como señaló Matt, era algo que lograban las vacas con cierta regularidad, pero a ellos les seguía pareciendo un milagro.

Las misiones de los esquifes variaban desde demostraciones espectaculares o más sutiles de su presencia hasta misiones secretas con el único propósito de reunir información. En ocasiones, estas últimas se convertían en expediciones ilícitas dedicadas a compras; ni siquiera los multis podían garantizar un suministro de café y tabaco lo bastante fiable para los adictos a dichas sustancias.

Poco a poco se habían ido formando una imagen de aquel mundo, charlando con la gente (ya fuera con los trucos de Hombres-de-Negro de Matt o usando contactos más discretos), y empleando libros, periódicos y la radio. El descubrimiento de que Volkov estaba muerto (lo había asesinado en un golpe palaciego su propio destacamento de seguridad, por orden de su amante, la Presidenta) había conmocionado a los cosmonautas que lo habían conocido pero, pensaba Susan, no los había sorprendido del todo. No alteraba de forma sustancial la imagen principal.

Y si miraban atrás:

El contacto más directo con las culturas de la Estrella brillante se había producido desde unos cincuenta años luz de distancia. Estos contactos hablaban de una relación evidente, productiva y estable, entre los multiplicadores, los saurios y los homínidos, al menos. La información más reciente que había llegado, por irónico que pareciera, procedía de más lejos, ya que las naves mercantes saltaban directamente desde las culturas emergentes de sus planetas natales, Mingulay y Croatano, a Nova Babilonia y llegaban poco después que los que habían saltado cincuenta y tantos años más tarde pero desde cincuenta y tantos años luz más cerca.

La oleada procedente de la culturas de la Estrella brillante, claro está, se cruzaba con la Segunda Esfera solo por un lado. El tráfico de los otros lados del gran volumen se iba interrumpiendo de la misma forma a medida que la mayoría de los saurios y los kraken evitaba cooperar con Nueva Babilonia o retrocedía ante la noticia de la nueva alianza entre los alienígenas y los humanos. Hasta cierto punto, pero cada vez mayor, Nova Terra (y al parecer los demás planetas) se estaba aislando del comercio interestelar.

Las fortificaciones del sistema solar de Nova eran casi en su totalidad obra de la República de Nueva Babilonia y se parecían mucho a lo que Telesnikov había previsto, con el único error de asumir que se habrían extendido hasta las lunas de gigante de gas. Había tres fuertes, cómo él había supuesto, en el cinturón de asteroides y otros fuertes orbitales en la región cislunar destinados a enfrentarse a las naves estelares que se acercaran. Todo eso costaba dinero y recursos y algunos de los gastos los costeaban las antiguas provincias; cuando se tiene un sistema de defensa, como señalaban los cosmonautas, no es muy difícil convencer a las otras potencias para que contribuyan al presupuesto de defensa. La cínica moraleja era que entre los otros estados existía un apoyo generalizado al sistema de defensa común y aunque la supuesta invasión de los multiplicadores se estaba desvaneciendo de la memoria de todos, la sospecha sobre lo que estaba ocurriendo en las culturas de la Estrella brillante se renovaba con cada aterrada nave estelar que llegaba. Los cosmonautas, sin embargo, seguían convencidos de que había otros poderes accesibles.

La República de Nueva Babilonia se había ido extendiendo; de una posición inicial como ciudad-estado hegemónica se había convertido en una nación-estado que ocupaba todo el subcontinente. Sus vecinos más cercanos, Illiria y Lapithia, mostraban hacia ella una hostilidad implacable, Illiria como potencia rica y Lapithia como potencia pobre. Tras ellas yacía un damero de pequeños estados, poco más que las antiguas ciudades y sus tierras adyacentes, cada uno con una proporción diferentes de especies de homínidos y un fiero patriotismo local, un tanto mitigado por una unión económica y una alianza defensiva en lo que se denominaba con grandilocuencia Liga Geneana. La diplomacia de las otras potencias consistía sobre todo en maniobras diseñadas para dividir a la Liga o enfrentar a sus miembros. Había una especie de relación logarítmica entre los estados: Nueva Babilonia tenía más peso que Illiria y Lapithia juntas y estas tres potencias principales más o menos compensaban el peso de la Liga en general, si no en riqueza y potencia de fuego, sí en población y dificultad de conquista. La población de homínidos de Genea se había incrementado de más o menos cien millones a quinientos millones durante el último siglo.

Un aumento que quedaba bastante equilibrado por un declive mucho más pronunciado en la población de Sauria. Si quedaba allí algún saurio, los vuelos secretos de los multiplicadores, vuelos que habían vuelto con imágenes y descripciones de una selva que lo invadía todo y de una planta industrial completamente arruinada, no lo habían encontrado. Una pequeña fracción de este declive podía atribuirse a la partida de los saurios dispuestos a cooperar con el régimen moderno. El resto había huido hacia las estrellas.

Quedaban unos cuantos, aunque no se había visto ninguno; pequeñas bandas que debían de vivir en los bosques, la única prueba de cuya presencia eran unos dinosaurios sacrificados en tiempos recientes, unos incendios forestales claramente deliberados y rastros de extraños rituales: troncos de árboles apilados en forma de pirámides cónicas, cráneos de dinosaurios colocados sobre astas puntiagudas como si fueran un precoz sistema de advertencia mágica. Lo que todo eso significaba, los saurios que acompañaban a la expedición no podían o no querían divulgarlo y tampoco se mostraban muy dispuestos a discutirlo.

Susan sintió que la invadía la calentura. Se tomó un par de comprimidos para bajar la fiebre y sacó con ella, fuera del hangar, la botella de agua que había utilizado para tomárselos. El sol proyectaba largas sombras entre las enigmáticas ruinas. Atravesó la maleza, saltó por encima de los largos cables de enredaderas y se abrió camino hasta una parte de la ciudad abandonada que en otro tiempo podría haber sido una plaza pública. Se sentó en uno de los escalones largos y bajos que cruzaban el perímetro de la plaza y sorbió un poco más de agua. La sangre se movía por sus venas como si fueran hilos de arena.

A medida que se ponía el sol, los colores que la rodeaban se fueron haciendo primero más brillantes, como si las sombras de color tuvieran neón detrás, y los verdes y amarillos del follaje ardían lustrosos como el lomo de las ranas; luego se fueron desvaneciendo hasta adquirir un tono monocromo plateado. Las lunas, que ya menguaban, aparecieron ante ella, tan brillantes como el sol, aunque no hacía daño mirarlas. Uno a uno, como si en algún lugar se accionaran unos interruptores, los planetas y las estrellas más brillantes se encendieron con un parpadeo, luego la constante procesión de satélites y al fin, con una prontitud que le hizo ahogar una exclamación, el brillante sendero de la Estela de Espuma.

La joven se apoyó en los escalones que tenía detrás, los pequeños escalones de los saurios, incongruentes en comparación con el gigantismo del resto de la arquitectura, y elevó los ojos hacia aquel cielo atestado de astros. Al poco rato, una de las estrellas se convirtió en una luz que iba brillando más y más hasta que se fue haciendo visiblemente más grande que las demás y luego (en un repentino y espeluznante cambio de perspectiva y relación) se fue acercando. Susan se adelantó e intentó levantarse pero las rodillas la traicionaron. No querían, no podían sujetarla. Volvió a sentarse con pesadez. La sangre que la impulsaba se había mudado ahora en un rugido, un pulso rítmico que al principio confundió con el sonido de su respiración aunque luego comprendió que, por muy lenta que fuera, su respiración lo era aún más.

La luz se convirtió en la conocida forma de lente de un esquife, resaltada por las lucecitas de la parte superior e inferior y las que rodeaban el extremo. A pocas decenas de metros por encima de su cabeza, el aparato adoptó el movimiento de una hoja que caía y se posó en la plaza que tenía delante sobre el trípode de las patas de aterrizaje. A esas alturas las luces ya habían desaparecido o se habían incorporado al fulgor general de la superficie del aparato. No cabía duda de que era un esquife saurio, pues no tenía la tosquedad de los construidos por los humanos ni el lustre de mercurio líquido de las naves de los multiplicadores.

Una impresión que se confirmó cuando se abrió la escotilla, se extendió la escala y descendió un saurio. Su forma de cruzar aquellas viejas losas cubiertas de maleza para dirigirse hacia ella fue peculiar, como si no tocara del todo el suelo; no, como si caminara sobre una luna con una gravedad mucho más baja y se elevara demasiado para luego caer flotando. Pero la muchacha solo tuvo unos segundos para formarse esa impresión porque para entonces el saurio ya se había detenido y se encontraba a unos tres metros de ella.

—¿Quién eres? —le dijo en inglés. El acento era mingulayano, como el de Salasso.

—Susan Cairns Harkness —dijo ella.

—¿Por qué estás aquí?

—Estamos aquí para evitar una guerra —dijo la joven.

—Eso está bien —dijo él.

El saurio se elevó un poco del suelo y volvió a la nave sin más movimiento, como una imagen que se va encogiendo en la lente de un zoom. La escotilla se cerró tras él, que todavía la miraba directamente; luego se retrajeron todos los aparatos y el esquife se elevó hacia el cielo, de nuevo más como una imagen que fuera menguando que como algo que se alejara de verdad. Un minuto después volvía a ser una luz más entre las estrellas.

Oyó un paso a sus espaldas, se levantó de un salto, tropezó y luchó por mantener el equilibrio mientras bajaba los escalones de cinco en cinco. Una vez en la plaza, se detuvo y giró en redondo.

Un saurio se encontraba en lo alto de las escaleras, mirándola.

—Todo va bien, Susan —dijo en inglés con acento mingulayano, pero la joven reconoció la voz.

—¡Oh, Salasso!

Susan subió a saltos los escalones tan rápido como los había bajado y abrazó al saurio pegándole la cabeza a su estómago.

Luego, un poco avergonzada, lo soltó y dio un paso atrás.

—¿Has visto eso? —exclamó ella.

—Vi una luz entre los árboles —dijo Salasso.

A la mañana siguiente tenía una quemadura bastante seria en la cara y en el dorso de las manos. Los multiplicadores le dijeron que eso no era un síntoma de la infección. Ni tampoco las alucinaciones. Los instrumentos detectores de esquifes no habían detectado nada y nadie, salvo Salasso, había visto ninguna luz. Susan arrastró a Matt hasta la plaza y señaló con ademán triunfante las tres muescas en la vegetación aplastada. El joven se mostró extrañamente silencioso mientras volvían.

—Durante los próximos tres días —anunció Matt—, no vamos a realizar ninguna manifestación. Ningún disco de luz, nada de círculos en los cultivos ni luces raras en el cielo, nada de Hombres-de-Negro. Tenemos que planear unos cuantos viajes, pero todos en secreto y cualquier AEV tiene que pasar por algo local. De hecho, los AEV van a ser nuestra actividad principal. Tenemos que averiguar, en las calles, que efecto hemos estado causando.

Susan se quedó sentada, temblando. Había sentido la tentación de saltarse aquella reunión matinal de planificación. El dolor de la piel empezaba a mitigarse, y el color rojo se desvanecía. No había dormido bien y ni siquiera era capaz de recordar los sueños que la habían despertado, salvo uno, que era la sensación de que era diminuta y la pisaban. Recordaba el dibujo de la suela de la bota que descendía sobre ella.

—Tengo otra sugerencia —dijo Ann Derige—. Si vamos a realizar reconocimientos secretos, ¿por qué no colarnos en algunas de las instalaciones espaciales?

—Porque no queremos —dijo Matt por encima de un murmullo de entusiasmo suscitado por la idea de Derige; los artilleros y los coheteros empezaban a impacientarse—. No queremos dar la menor impresión de que nos interesan las instalaciones espaciales.

—Y no la daremos, si la tecnología secreta funciona —dijo Ann.

Don Naranja agitó un miembro.

—Si me lo permiten —dijo—. La tecnología secreta nos protege de la observación del radar y la visual en la mayoría de las circunstancias. No es invisible a los modos de detección fuera del espectro electromagnético.

—¿Como cuál? ¿La telepatía? ¿El olor?

—El olor, sí, en el sentido de partículas ionizadas. De la telepatía no sabemos nada. Y lo que es más importante, existen instrumentos que detectan variaciones minúsculas en los campos gravitacionales, instrumentos que están dentro de la capacidad tecnológica de esta civilización y que son útiles en el espacio. Las anomalías gravitacionales provocadas por la presencia cercana de un esquife en modo secreto son algo más que minúsculas.

—Si tú lo dices —dijo Ann, evidenciando que no se lo creía.

—De acuerdo —dijo Matt una vez que organizaron un calendario para visitar varias ciudades, programado para justo antes de que el alba invadiera el continente occidental—. ¿Algún voluntario?

Todo el mundo levantó una mano, o varias.

—Nada de saurios en una AEV —dijo Matt con sequedad—. Y no puede ir nadie que acabe de aceptar el tratamiento de los multiplicadores. Lo siento, Susan.

—Eso no evitó que fueras tú precisamente el que tomara las decisiones —murmuró Ramona.

Matt lo oyó.

—Conmigo no había problema —dijo—. Yo antes tomaba drogas.

Uno se acostumbra a las cosas más extrañas, pensó Susan, mientras uno a uno los cinco esquifes de los multiplicadores se desvanecían del hangar y dejaban al Investigador solo en el medio, y a ella con don Especie de Arco-Iris, Obadiah Hynde, el cohetero, Salasso y Delavar.

—Saqué la pajita más corta —dijo Obadiah, un joven alegre con el cabello negro y las manos grandes. La contempló por encima de la llama mientras encendía un cigarrillo, un hábito que Susan se alegraba de no tener—. ¿Te encuentras bien?

—Sí —dijo Susan—. Estoy un poco rara. Mareada.

—Eso es por los retoños diminutos que se mueven entre tus neuronas —dijo don Especie de Arco-Iris.

—Gracias. —Susan lo miró con furia—. Esa imagen es justo lo que necesito para tranquilizarme.

—Esa era mi intención —dijo el multi y se alejó en busca de comida.

Obadiah bajó la vista y miró los restos del desayuno.

—Pues podría limpiar esto un poco —dijo—. Darle a esa vieja nave un buen repaso ya que estoy aquí.

—Hemos decidido —dijo Delavar— pasar el día estudiando la información que hemos ido recopilando.

Susan miró a su alrededor.

—Lo siento —dijo—. Ahora mismo no estoy en condiciones de nada. Voy a ir a sentarme en la puerta.

—Una actitud muy recomendable —dijo Salasso.

Susan arrastró un tronco de la zona que había delante del hangar, lo colocó al lado de la entrada, se sentó en él y se apoyó contra la pared. Cerró los ojos y contempló las girándulas y los cohetes durante un rato. Luego abrió los ojos y miró la increíble complejidad de los líquenes del tronco y reflexionó sobre la maquinaria molecular de las hojas de los árboles. Los insectos que se movían por la hierba se comunicaban lanzándose pequeñas máquinas moleculares. Casi podía entender lo que se decían. Volvió a cerrar los ojos. Semejante cantidad de información colocada allí delante era demasiado para ella. Tenía que pensar.

Cuando volvió a abrir los ojos, había pasado una cantidad de tiempo desmesurada. El sol estaba un poco más alto en el cielo. Don Especie de Arco-Iris surgió de los árboles, engalanado con gotas de agua, cada una de las cuales refractaba la luz y reproducía los colores de su piel. Se acercó a ella sobre cuatro patas mientras con las otras cuatro formaba una red en la que guardaba una gran variedad de fruta.

—¿Estás bien? —preguntó.

—Sí —dijo la joven—. Todo va bien. Dios —Susan lanzó una risita de impotencia— está en todo.

—Sí —dijo el multiplicador—. ¿No lo sabías?

Oh dioses pero aquello era una lata. La gente había vuelto, los esquifes surgían en el interior del hangar como siempre y todo el mundo corría por todas partes sin hacerle caso y ella estaba tan cansada como si hubiera estado trabajando como una burra todo el día coño llevaba todo el día trabajando como una burra había reunido toda esa información y nadie mostraba ni un puto átomo de interés y tenía unas puñeteras arañas saliéndole de los orificios de la nariz y nadie quería mirarla y ella lo único que quería era morirse. Se levantó con un esfuerzo, recorrió penosamente la distancia que la separaba del Investigador, trepó la escalerilla, se arrastró hasta su litera y se apagó como un filamento quemado.

—Buenos días —dijo Matt agachado sobre el calentador eléctrico y una cafetera—. Ya has vuelto, bienvenida.

Susan se sentía llena de energía y limpia como si acabara de tomar una ducha, aunque no era así. Hasta la ropa le parecía limpia y eso que había dormido con ella puesta.

—Ah, sí, gracias. —El día anterior estaba borroso pero recordaba con claridad que se había ido—. Todo el mundo se fue ayer, ¿no? —Hizo una pausa, estaba confusa—. ¿Adónde me fui yo?

Matt le pasó un café.

—Te fuiste a hacer un viajecito propio.

Entonces lo recordó todo de golpe.

—Oh, Dios —dijo.

—Bueno, casi —dijo Matt—. Menudo sermón nos diste.

Susan sintió ganas de enterrar la cabeza en las manos.

—Pero sigue siendo verdad —dijo. Luego se asomó por la ancha puerta y contempló el paisaje que ofrecían las primeras horas de la mañana. Aunque la niebla cubría el valle, el sol era un círculo rojo, cobrizo, algo parecido a un penique y…

—¡Mira el sol! —dijo ella.

—Pues sí —dijo Matt—. Una gran multitud de anfitriones celestiales exclamando «gloria, gloria, gloria al Señor Todopoderoso». Bueno, algo así. Ya te acostumbrarás.

—¿Y no se va?

—Me temo que no —dijo Matt—. Tengo entendido que tiene algo que ver con una irreversible y mayor conciencia de la densidad de información de la realidad. Por lo menos según los multis. Piensa en ello. Sobre tu cerebro han caminado unas bestezuelas que pueden sentir los átomos, nada menos.

Susan, que contemplaba el vapor que se elevaba de la taza, salió de repente de su ensimismamiento y se examinó la piel de los brazos.

—Hablando de bestezuelas, ¿dónde están?

—Salieron por todos los orificios de tu cuerpo, te limpiaron la piel y la ropa y volvieron en tropel con don Magenta.

—Qué embarazoso.

—Hablando de cosas embarazosas… —dijo Matt. En algún otro lugar del cavernoso hangar la gente empezaba a removerse—. Creo que sería mejor si nos pusiéramos de acuerdo para no hablar de, esto…

—¿Toda esa infinidad en un grano de mierda arenosa?

Matt esbozó una amplia sonrisa.

—Me alegro de encontrar a alguien cuya mente es más burda que la mía.

La joven le devolvió una sonrisa cómplice y luego, con mucha parsimonia, devolvió su atención a otras cosas.

—¿Crees que estoy lista para salir hoy de reconocimiento?

—Claro —dijo Matt—. Limítate a no quedarte con la boca abierta y parecerás normal.

El interior del esquife multiplicador se parecía de una forma muy notable al interior de los otros esquifes en los que Susan había estado. Telesnikov y ella estaban sentados uno al lado del otro en el banco circular que rodeaba la lanzadera del motor central mientras don Azul permanecía agachado en un taburete delante del panel del control. Solo cuando el multiplicador conectó la pantalla se hizo evidente una diferencia o refinamiento importante. Todo el casco era una pantalla. Era como estar sentado en pleno aire. Susan se agarró al borde del asiento y sonrió con timidez a Telesnikov.

La vista cambió, el interior del hangar quedó al instante sustituido por el cielo azul oscuro arriba y una amplia franja de Genea abajo. La joven miró entre sus pies y vio verdes, marrones y el blanco de las nubes, la línea fractal de la costa, el semicírculo del mar de la Media Luna. Después de la primera toma de aire, lo segundo que sintió fue una punzada de nostalgia por Mingulay; había visto su planeta natal desde el espacio muchas veces, cuando iba o volvía de las fábricas orbitales de su familia, allí donde los saurios llevaban los componentes exóticos (átomos de agujero negro, elementos estables con elevadísimos pesos atómicos) para los motores y las trasmisiones.

La vista volvió a cambiar al instante. Se encontraban a un par de cientos de metros de la superficie, (no querían dejar círculos en los cultivos), y luego descendieron para flotar sobre la hierba húmeda en un campo situado al lado de una carretera metalizada. A unos cien metros de distancia había casas bajas con tejados inclinados, que, si don Azul había acertado, se encontraban a las afueras de Junopolis, la capital de Illiria.

—Allí, por el borde —dijo Telesnikov. El esquife planeó hasta los arbustos. Doce ojos examinaron los alrededores. Nadie les devolvió la mirada. La escotilla se deslizó y se abrió (Susan solo lo supo por el aire que le dio en la cara), y los dos humanos bajaron de un salto. Para cuando se alejaron una docena de pasos, el esquife no era más que una luz trémula e inquietante en el aire.

La ropa que llevaban podía pasar por illiriana, aunque sencilla. El pelo corto no era tan insólito como para que alguien lo notara. Tenían los bolsillos repletos de dinero illiriano, copiado por los multiplicadores. Cada uno llevaba un arma legal (en el Ducado llevar cuchillo era casi obligatorio) y una radio pequeña, de fabricación local pero con mejoras multiplicadoras en las tripas; lo más significativo era una alarma de emergencia para pedir un esquife y un mecanismo de rastreo para indicarle al esquife dónde tenía que ir.

Encontraron una parada de tranvía después de caminar unos cuantos cientos de metros por aquel barrio de las afueras que empezaba a despertar (los perros ladraban, los niños corrían tras los autobuses) y entraron en la ciudad acompañados de adormilados trabajadores que hacían ese trayecto cada día. Varias personas dejaron periódicos en sus asientos; Telesnikov y Susan cogieron uno cada uno con aire casual.

Su lectura no los dejó indiferentes durante mucho tiempo. Las portadas de ambos periódicos (tanto la del sensacionalista Nueva Mañana como la del más sobrio El Día) mostraban una fotografía muy clara de un disco de luz sobre Junopolis. Los pies de foto estaban de acuerdo sobre la fecha y la hora del avistamiento, a media tarde del día anterior. El titular de El Día era «esquife misterioso esquiva a los cazas». El del Nueva Mañana era «¡ESQUIFE ARÁCNIDO ASOMBRA A LA CIUDAD!».

Susan hojeó el resto de las páginas. El avistamiento sobre Junopolis solo era la más importante de muchas historias parecidas. Los artículos de opinión exigían a gritos alguna acción; cuando se intercambió en silencio los periódicos con Telesnikov, leyó que los representantes electos del país pedían lo mismo. Enterradas en los artículos más largos había referencias a anteriores negativas oficiales a la existencia de varios acontecimientos extraños ocurridos durante la última quincena, en algunos de los cuales ella misma había estado presente. La confirmación independiente sobre la «anomalía de la sonda Lucifer» había dado como resultado una retractación especialmente embarazosa, al parecer.

Susan dobló el periódico con aire sombrío y miró por las ventanillas. El día empezaba a calentarse. Otoño en aquel hemisferio, primavera en la base de Sauria, el contraste era feroz. Junopolis parecía una ciudad bien adaptada a los cambios estacionales. Desde la profundidad de los huecos de las ventanillas, la joven vio que la mayor parte de las paredes eran gruesas, al menos en los edificios más antiguos. La pintura aguada de colores chillones estaba de moda, o era tradicional, no era fácil decirlo porque, comparados con su ciudad natal, hasta los edificios nuevos parecían pasados de moda, sólidos y recargados. Las ropas estaban llenas de color, y por lo general la gente llevaba el cabello y la barba largos, con unas cuantas cabezas recién afeitadas que también tendían a llevar ropas más aburridas.

En la terminal del tranvía, en el centro de la ciudad, Susan compró ejemplares de todos los periódicos que había a la venta (que abrían todos con la misma foto), y tanto ella como Telesnikov se dirigieron a un gran café de techos bajos con montones de mármol y espejos; luego se llevaron la cafetera y las tazas a la mesa más aislada que pudieron encontrar. Estuvieron hojeando los periódicos durante un rato.

—¿Es posible —preguntó Susan en un cuidadoso latín comercial— que uno de nuestros equipos cometiera ayer un gran error?

Telesnikov sacudió la cabeza, casi con ira.

—Somos el primer equipo que llega a Junopolis —dijo—. Anoche comprobé todos los informes, todas las imágenes que se trajeron. No cabe la menor duda, no sé lo que era pero no éramos nosotros.

—¿Es siquiera concebible que los… que nuestros amigos nos estén mintiendo? ¿Que lo hicieran sin que nosotros lo supiéramos?

—Supongo que es concebible —dijo Telesnikov—. Pero por ahí se llega a la locura. Si no podemos confiar en ellos deberíamos abandonar la operación ahora mismo.

—Si no sabemos lo que es real y lo que… —Se detuvo de golpe—. ¡Eso es lo que dijo Matt que ocurriría!

—«Ontología guerrillera» —dijo Telesnikov con pesar—. «Hacer que la gente se cuestione su concepto de la realidad». ¡El problema es que nos está pasando a nosotros!

Susan se acomodó en la silla y contempló a los trabajadores que los rodeaban zampándose el desayuno, leyendo el periódico con una expresión que era incapaz de interpretar, hablando animadamente en un dialecto que no conseguía seguir a semejante volumen y velocidad. Comprendió que había echado de menos las multitudes, y las caras nuevas.

—No me preocupa tanto lo que sea de nosotros —dijo—. Yo también vi algo que no pudimos explicar, Salasso vio una luz y Matt vio las huellas. No sé lo que era pero no parecía hostil. Y tampoco sé lo que está pasando aquí pero a ellos sí que les parece hostil.

—¿A la gente de aquí? Sí, se podría decir que sí. Y sin duda también a los aparatos de seguridad del país. Pero lo que resulta más preocupante todavía es el sentido que le den los habitantes de Nueva Babilonia y sobre todo sus aparatos de seguridad. Esto es mucho más flagrante que cualquier cosa que hayamos hecho.

—¿Entonces quién lo está haciendo?

Telesnikov se encogió de hombros.

—¿Algún saurio perdido? ¿Otros multiplicadores de los que no sabemos nada? ¿Los… um, nuestros? ¿Que hayan llegado aquí sin que nosotros lo supiéramos? ¿O incluso una potencia local que ha desarrollado o conseguido la tecnología de los esquifes? ¿O algo desconocido por completo? Puedes apostar que todas esas posibilidades están poniendo en solfa en este momento a mentes muy brillantes.

—Y a las mentes de personas muy asustadas.

—Joder —dijo Telesnikov—, yo soy una persona muy brillante y estoy muy asustado. —Pasó las manos por el montón de periódicos que tenía delante—. ¿Qué te parece si volvemos?

—No —dijo Susan—. No creo que los periódicos sean material suficiente. Tenemos que hablar con la gente.

—¿Y cómo lo hacemos?

—Muy fácil —dijo Susan—. Soy periodista.

Y con eso se levantó y empezó a pasearse entre las otras mesas para hablar con la gente. Era fácil. Era periodista.

—Buenos días —le dijo a un hombre gordo de mediana edad con aspecto angustiado, bolsas bajo los ojos y un cigarrillo entre los nudillos que dejaba caer la ceniza en un plato grasiento. Llevaba el cabello grisáceo atado en una cola de caballo y el abrigo y el traje de piel arrugados.

—¿Le importa que me siente?

—Adelante.

—Gracias. Me llamo Susan, soy periodista, del…

El hombre levantó una mano.

—No me lo diga. El Diario doriano, ¿a que sí?

—Sí —dijo ella. Doria era una de las repúblicas menores más pequeñas y remotas de la Liga Geneana. Parecía una tapadera bastante segura—. ¿Cómo lo ha adivinado?

El gordo agitó un dedo.

—Su acento, jovencita. Imposible de ocultar. Y dudo que Doria pueda mantener más de un periódico.

—Cierto —dijo ella con tono pesaroso. Luego esbozó una brillante sonrisa—. ¿Y su nombre, señor?

—Horace Kamehan —dijo él mientras extendía una mano—. ¿Y qué puedo hacer por usted?

La chica agitó una desgastada libreta negra.

—Me gustaría, bueno, mandar por cable unos cuantos comentarios de los junopolitanos sobre los últimos acontecimientos.

Kamehan apartó el plato vacío y le dio unos sorbos al café.

—Ah, ya —dijo—. Bueno, no creo que encuentre muchas discrepancias. Deberíamos darles a esos hijos de puta con todo lo que tenemos.

—¿Cómo podemos estar seguros de que son unos hijos de puta?

El hombre parpadeó y frunció el ceño.

—Quizá sea fácil ponerse en plan imparcial cuando se está sentado ahí fuera, en esas rocas de Doria, pero desde donde yo estoy sentado no se ve así. Está bastante claro quién nos está amenazando y, para serle franco, no creo que nuestro gobierno deba soportarlo. Cosa que no creo que hagamos, tengo que añadir. El Duque los tiene bien puestos, gracias a los dioses.

Susan intentaba ocultar su confusión asintiendo, sonriendo y garabateando unas cuantas anotaciones de lo que decía el hombre.

—Y si se llega a eso —continuó Kamehan—, tampoco soy tan viejo para alistarme yo mismo, coño.

—¿Alistarse? El gordo le lanzó otra mirada desconcertada.

—En el ejército, ¿no utilizan esa expresión en Doria? No me extraña.

—Pero, señor Kamehan —dijo ella—, ¿cómo piensa luchar contra los alienígenas?

—¿Alienígenas? —El hombre se la quedó mirando como si la joven acabara de salir del espacio exterior—. ¿Alienígenas? ¿Las arañas? ¿Quién se cree una tontería tan palpable? Ni siquiera los suyos, espero.

—Pero los periódicos…

—¿Los periódicos? ¿Es que usted no escucha la puñetera radio?

—Claro, claro —dijo Susan, desesperada—. Todo muy inquietante. —Se levantó—. Bueno, gracias, señor Kamehan, por sus comentarios. Le deseo lo mejor.

—Que los dioses la cuiden —dijo Kamehan—. Porque bien saben los dioses que le hace falta. —Murmuró algo sobre pescadores y corresponsales extranjeros.

—Gracias —dijo ella y se retiró tan rápido como pudo a la mesa donde Telesnikov estaba sentado reflexionando sobre los periódicos. De camino notó algo que la moda del pelo largo había ocultado: casi todo el mundo llevaba auriculares. Se sentó, le hizo un gesto a Mikhail y se colocó los suyos. Puso la radio pequeña que llevaba en la mesa, delante de ella y manipuló el dial poco a poco. Las manecillas de un reloj de pared se arrastraban hacia las tres antes del mediodía, y el café no se vaciaba aunque parecía la hora más probable para que dieran comienzo las horas de oficina; la gente se miraba el reloj o levantaba los ojos hacia el de la pared mientras escuchaban con atención.

Susan no dejaba de buscar en el dial, tratando de identificar el sonido de un programa que acababa o alguna indicación de que un boletín de noticias regular estaba a punto de… Ah, ahí estaba.

Giró la radio hacia Telesnikov, señaló el punto del dial y sus orejas. Su compañero entendió la indirecta.

Se oyó un sonido, como una serie de salpicaduras, cosa que desconcertó a Susan hasta que se dio cuenta de que era la sintonía de la emisora, que pretendía representar un reloj de agua arcaico. La voz del presentador era seria, y hablaba con un latín comercial más formal que el dialecto de la gente o la diatriba inquieta y rencorosa de la prensa.

—Noticias de Junopolis, tercera hora antes del mediodía, undécimo día de frugora, Anno Civitas diez mil trescientos cuarenta y nueve. Se están recibiendo noticias de graves daños y un número desconocido de fallecidos y heridos en la ciudad costera de Palmir. Los testigos han descrito «un rayo del cielo» seguido por incendios y explosiones. El ministro de defensa del Duque acaba de declarar que se está enviando rápidamente ayuda de emergencia a la ciudad atacada. Va a dar comienzo de forma inmediata una investigación urgente. Se negó a hacer ningún comentario cuando se le preguntó si el desastre estaba vinculado a la advertencia emitida a primeras horas de esta mañana por Nueva Babilonia. En breve se dispondrá de más información desde Palmir.

»Mientras tanto, las relaciones con nuestro vecino del sur se han deteriorado aún más y el palacio ducal ha hecho pública una nota que se ha entregado al Cónsul de Nueva Babilonia. Noticias de Junopolis está autorizada a leer la nota en su totalidad.

«Excelencia: la advertencia expresada por el Senado de Nueva Babilonia y emitida por las emisoras de radio de su país a las seis antes del mediodía de esta mañana ha sido recibida con gran preocupación por Nos, nuestros ministros y los representantes de nuestro pueblo. Rechazamos, de la forma más enérgica, cualquier sugerencia de que haya fuerzas hostiles operando dentro o por encima del territorio de nuestra nación y consideraremos cualquier acción adoptada por las fuerzas de su estimado y respetado país dentro, alrededor o por encima de ese territorio como un ataque contra nuestra soberanía y contra el territorio sagrado e inviolable del Ducado Libre de Illiria. En presencia de los dioses indiferentes y a la sombra de nuestros ancestros, le saludamos atentamente Nos, el humilde corresponsal de su Excelencia, duque Leonido Segundo».

El rugido subsiguiente que surgió entre los clientes del café (y los pasajeros de la terminal) ahogó lo que se dijo después.

¡VEE-DOO! ¡VEE-DOO!

—¿Qué están gritando?

—Larga vida al Duque, creo —dijo Telesnikov—. No importa. Sea lo que sea, esto significa la guerra. Vamos a salir de aquí.

Reunieron los periódicos, ya anticuados pero posiblemente aún útiles, y se abrieron paso entre la multitud que se había puesto en pie y cantaba. El camino hacia la puerta lo bloqueó de repente Kamehan. Dos hombres más jóvenes se habían colocado a su lado.

—¿Dónde se creen que van? —quiso saber Kamehan.

—Disculpe —dijo Susan—. Tenemos una historia que mandar.

—Apuesto a que sí —dijo Kamehan—. Al Diariodoriano, ¿no?

—Sí —dijo Susan.

—Pero qué raro —dijo el joven que estaba a la derecha de Kamehan—. Porque yo soy el corresponsal de Junopolis para el Noticias. Quizá sería mejor que le mandaran su historia a mi amigo el señor Kamehan, del Junopolis…

Telesnikov le dio un porrazo en el estómago, y a continuación un puñetazo en la cara a Kamehan y los empujó a los dos con fuerza contra el tercer hombre.

—¡Corre! —gritó.

Susan se abrió a paso a empujones a través de un repentino efecto dominó de gente que agitaba los brazos y tropezaba, y salió corriendo por la puerta para internarse en la explanada.

Telesnikov la alcanzó un momento después. Había soltado los periódicos y se aferraba a la radio.

—El espacio abierto más cercano —jadeó y se lanzó a toda velocidad a la zona de clasificación del tranvía, que se abría a ambos lados de la terminal. Susan lo seguía. Tras ella oyó a alguien que chillaba «¡espías!» y el grito lo recogían más personas. Delante de ella, en diagonal, la joven vio a un hombre de uniforme que corría para cortarles el paso. Telesnikov también lo vio y viró bruscamente. Susan corrió en dirección contraria y el hombre vaciló y aceleró sin mucha eficacia. Lo dejaron atrás y se encontraron en una zona de surcos de metal, chispas que los sobrevolaban y una muerte que planeaba en silencio y que podía llegar desde cualquier dirección.

Un tranvía apareció delante de la joven, pintura azul y latón pulido, el rostro sobresaltado del conductor. La muchacha salvó de un salto las vías paralelas y giró en redondo con el paso siguiente, luego agarró un montante y se encaramó al estribo. El conductor acababa de soltar el freno y no había visto nada salvo que no la había atropellado. Susan echó un vistazo a la vía que dejaba atrás. Telesnikov, con el hombre uniformado unos metros por detrás y casi pisándole los talones, perseguía al tranvía a toda velocidad. Con un acelerón vertiginoso, lo alcanzó y se subió de un salto a la plataforma trasera.

El conductor escuchó el golpe sordo y echó un vistazo por el espejo. Los frenos volvieron a chillar. Susan sintió un tirón aterrador en el hombro. Siguió bien agarrada y vio que Telesnikov pasaba tropezando a su lado cuando el frenazo lo arrojó al suelo por el pasillo del vehículo. Al frenar el tranvía, el policía lo alcanzó y saltó a bordo por detrás. Se adelantó justo cuando Susan atravesaba la puerta central, que estaba abierta. La joven tuvo tiempo de ver que el hombre no se detenía (la deceleración seguía empujándolo) justo antes de que ella cruzara agachada su camino. El policía intentó saltar sobre ella pero solo consiguió darle una patada en las costillas cuando tropezó con su espalda.

Telesnikov se puso en pie con esfuerzo al mismo tiempo que ella. El conductor, casi lanzado contra la parte delantera de la cabina, se volvió e hizo ademán de agarrarlo. Telesnikov le cogió el brazo y lo estrelló contra la media puerta que había al lado del asiento del conductor, luego saltó por la puerta delantera con Susan siguiéndolo a través de la puerta por la que acababa de entrar.

Los dos consiguieron evitar por muy poco meterse en el camino de otro tranvía. Una vez que pasó, vieron que estaban en el exterior de la parte trasera de la terminal, en un espacio amplio y abierto del asfalto. Unas líneas relucientes serpenteaban hasta los cobertizos bajos, entre ruedas oxidadas montadas con rollos de cable metálico, como carretes de pesca para un leviatán, palancas desnudas emparejadas y barreras amortiguadoras. Telesnikov rodeó los obstáculos para llegar a la zona menos atestada mientras agitaba los brazos por encima de la cabeza. Susan corrió tras él, miró por encima del hombro y vio que el conductor ayudaba a levantarse al persistente policía. Unos cuantos uniformes más entraron corriendo desde varias direcciones.

Volvió a mirar al frente. Telesnikov había desaparecido. Luego lo vio, misteriosamente suspendido en el aire, a un metro del suelo, justo delante de ella, con don Azul detrás. Estaba agachado, con los brazos extendidos. La joven saltó, se agarraron por los antebrazos y Telesnikov la subió al esquife. Terminaron sentados en el banco, de espaldas a la lanzadera del motor. Los sonidos del exterior cesaron de repente. Los perseguidores se habían detenido, se miraban y contemplaban luego el lugar en el que se encontraban. Al lado de un muro situado a unos veinte metros de distancia, un viejo vestido con un montón de harapos se adelantó tambaleándose, gritando y señalando.

La escena cambió y aparecieron el cielo y los niveles azules y blancos del aire. Telesnikov lanzó una dura carcajada.

—Me gustaría ver cómo explican eso en los periódicos de mañana.

Matt estaba permitiéndose una de sus diatribas. Para los multiplicadores, decía con cierto detalle, la lengua era un modo sin duda secundario de comunicación. Ellos se hacían partícipes de sus conocimientos a través de las puntas de los dedos. Tendían a suponer, sugirió, que se había compartido más de lo que se había dicho en realidad. En cuanto a los saurios, decían tan poco sobre sí mismos que sacarles información era como extraerle sangre a una puñetera piedra.

Los miembros humanos de la tripulación lo escuchaban avergonzados. Los multiplicadores formaban un gran círculo, se estremecían y se tocaban entre sí. Los dos saurios permanecían juntos y de vez en cuando cambiaban de postura. Las misiones de aquel día se habían suspendido a toda prisa. El sol estaba en lo más alto y el interior del hangar estaba sumido en las sombras. Al fondo parloteaba una radio. Seguían viéndose esquifes por todas partes y en algunos sitios los perseguían los cazas de Nueva Babilonia o se los cargaba el cañón de plasma con base espacial, también propiedad de Nueva Babilonia, ante la evidente irritación de casi todas las potencias, desde Illiria hasta Doria. Llegaban más detalles sobre la considerable destrucción de Palmir, causada al parecer por un disparo de cañón de plasma.

—Y bien —dijo Matt con un tono de voz escalofriantemente razonable—. ¿Alguno de vosotros tiene algo que contarnos que quizá haya pensado que no merecía la pena mencionar?

Salasso se adelantó y se volvió para mirar a los demás.

—Hay algo —dijo— que no me decidía a mencionar pero que quizá sea relevante. Algunas de las leyendas más antiguas de mi pueblo dicen que cuando llegaron a los mundos de la Segunda Esfera, se encontraron con saurios que ya estaban aquí. Saurios que volaban en esquifes y se comportaban… de una forma enigmática, indiscreta y esquiva a la vez. La explicación racional, que es la que se suele dar a los más jóvenes de la especie cuando se les cuentan estas leyendas, es que diferentes grupos de saurios llegaron a varios planetas en épocas diferentes, separadas quizá por siglos o milenios y que los primeros encuentros resultaron confusos para ambas partes. Pero debo admitir que me acordé de esas… historias cuando Susan describió su encuentro.

—Muy bien —dijo Matt. Posó una mano en el hombro de Salasso y bajó los ojos para mirar al saurio con una especie de afecto desazonado—. Así que vosotros también tenéis hombrecillos grises y platillos volantes, ¿eh? Bueno, eso es algo que no había dicho nadie. Y, oye, solo por si te has saltado algo, ¿se han contado historias de esas sobre acontecimientos más recientes?

—No —dijo Salasso—. Estas leyendas son de una época que data de hace decenas de millones de años. No existen relatos así de fechas más recientes. —Hizo una pausa—. Aparte de los pastiches literarios, claro.

—Claro —dijo Matt—. Conque también literatura, ¿eh?

Aquí avanzamos a pasos agigantados.

—Eso es todo lo que tengo que sugerir —dijo Salasso.

—Gracias —dijo Matt—. ¿Alguien más? Don Naranja se desprendió de un enmarañado enredo de miembros y se acercó con una carrerita.

—No comprendemos y nos aflige la ira del Matt Cairns. La invasión está transcurriendo según el plan. La mente del mundo Nova Terra está respondiendo como esperábamos que lo hiciera. Los humanos del mundo Nova Terra están dirigiendo mal sus defensas y se encuentran en abierto conflicto entre sí. Pronto será posible…

—Perdona —dijo Matt mientras agitaba una mano extendida de arriba abajo. Era una forma de captar la atención de los multiplicadores que solía funcionar—. ¿Qué es eso de la mente del mundo?