NUEVE

Las bibliotecas colgantes

El hombre entró en la oficina de Gaius sin llamar. Antes de que Gaius pudiera sentarse, el extraño cerró tras él la puerta con el tacón y se sentó en la silla que había al otro lado del escritorio. Se dejó el sombrero puesto. La pluma aleteó un poco bajo la brisa que entraba por la ventana abierta. Nada de aquello era buena señal.

Gaius lo señaló con la cabeza y luego indicó la puerta.

—El cartel dice «aerospacial Gonatus» —dijo—. No «entre sin llamar».

Rizos del color del jengibre, una pulcra barba puntiaguda, ojos azules detrás de unos párpados que eran como las rendijas de un escudo.

—Me llamo Attulus —dijo, como si no fuera así—. También es un placer conocerlo.

Metió la mano en una de las hendeduras de la chaqueta azul acolchada que llevaba y sacó un papel enrollado y atado con una fina cinta roja. Emitió un sonido hueco cuando golpeó el escritorio.

—Léalo. El sello ducal era suficiente pero Gaius lo leyó de todos modos.

—El número del departamento está en la guía —dijo el agente—. Sírvase usted mismo.

—Mis permisos de exportación están en ese archivador —dijo Gaius—. Sírvase usted mismo.

Attulus recuperó su orden y la hizo desaparecer.

—No se trata de eso —dijo. Se pellizcó el puente de la nariz, sacudió un poco la cabeza, parpadeó y levantó los ojos—. Tenemos razones para sospechar que usted, ingenior Gonatus, es un súbdito leal. O un ciudadano patriótico, si lo prefiere.

Así que lo sabían. Pues claro que lo sabían.

—Ya he hecho el servicio —dijo Gaius—. Tengo entendido que eso anula cualquier indiscreción juvenil.

—Y así es —dijo Attulus—. Pero… —Se rascó el bigote—. Hay otro trato, que se aplica a los hombres de negocios que convierten en costumbre el comerciar con el otro lado.

Una vez más Gaius señaló el archivador.

—Se llama permiso de exportación —dijo—. En el otro lado se llama soborno. En cualquier caso, mis cuentas están al día.

—Ah, pero es que no lo están, ingenior. Usted le debe a su país algo más que una cuota y un certificado.

Gaius se encogió de hombros.

—He presentado un informe al departamento después de cada viaje.

—Desde luego que sí y yo los he leído. Observadores, informativos, completos. Bastante útiles, para lo que son estas cosas.

—Gracias.

—Pero, como ya he dicho, no es suficiente. No si desea continuar comerciando.

—¿Continuar comerciando con el otro lado?

—Continuar comerciando.

Eso, pensó Gaius, es el problema que tiene la mano invisible.

Te deja totalmente expuesto al puño invisible.

—No hay necesidad de eso —dijo—. Mire, si lo que quiere es que espíe para ustedes, lo haré con mucho gusto.

—Así me gusta —dijo Attulus—. Un voluntario entusiasta. Por desgracia muy escasos en la comunidad empresarial. Y ni siquiera he tenido que pedírselo.

Y así fue como empezó.

Gaius Gonatus subió corriendo un empinado terraplén cubierto de hierba y pasó por debajo de una barrera oxidada para meterse en la autopista abandonada. Se acercó al carril central y subió con paso tranquilo por la rampa de intersección unos cien metros más hasta que se encontró en el paso elevado. Una vez en la cumbre miró a su alrededor, recordó que el lado izquierdo permitía una vista mejor (el otro estaba aprisionado por la pequeña ciudad y las torres de conducción eléctrica del monorraíl que la montaban a horcajadas) y cruzó para situarse a un paso o dos del cemento derruido del parapeto. Era en lugares como este donde sentía con más fuerza el poder y la presencia de la diosa. Solo ella había sabido cómo inspirar esta enorme obra, una propulsión de cemento implacable como la roca. Solo ella había sabido dejarla morir, permitiendo que se convirtiera en una entrelazada cinta verde como el nudo de rafia de una guirnalda. Aunque la imagen lo complacía, le pareció demasiado mórbida ya que la diosa había encontrado un nuevo uso para la obsoleta estructura. Confinados por los quitamiedos de la carretera, rebaños de ovejas pastaban por todos los carriles, que formaban franjas de praderas que atravesaban el bosque y los páramos. Bajo el sol matinal, el olor a excrementos resecos de oveja se elevaba un poco por encima del olor a hierba y árboles. Más lejos ladraba un perro y balaba una oveja. Y aún más lejos, el autogiro de un ovejero zumbaba, más silencioso que una abeja.

El lugar en el que Gaius se encontraba estaba por encima de las copas de los pinos más altos; el hombre se asomaba a treinta kilómetros de planicies cubiertas de bosques y a los pies de la cordillera del horizonte occidental. Las cumbres, como la mayoría de los días, estaban cubiertas de nubes. En algún lugar de allí arriba, la mayor parte de los días pequeñas bandas de personas se abrirían camino a través de esas nubes, en los desfiladeros más altos. Los rostros helados de los que habían fracasado en ese mismo paso les sonreirían desde la cuneta del camino. Mañana, pensó Gaius, él bajaría la vista para mirar esas nubes y ni siquiera vería las montañas.

El sonido de otro autogiro se elevó por el sur. Gaius se volvió y entrecerró los ojos para protegerlos del sol. Un rebaño cercano de ovejas se dispersó cuando la pequeña nave se hundió sobre aquella franja larga y verde. Aterrizó y dio unos cuantos botes antes de detenerse a unos cuantos metros de él mientras la hélice aleteaba y el rotor iba describiendo ciclos cada vez más lentos. El piloto desmontó y se acercó al tiempo que se quitaba las gafas y el casco de cuero y se pasaba los dedos por el pelo tupido recién liberado. Era un hombre delgado, pequeño, de unos veintitantos años con el cabello rojo y una barba bien cortada. La chaqueta de vuelo que lucía resultaba incongruente sobre el traje azul y claramente urbano que vestía; y lo mismo ocurría con el maletín de lona y los zapatos brillantes de suela fina que ya tenía cubiertos de mierda de oveja.

—Buenos días, Attulus —dijo Gaius. Attulus lo miró furioso.

—¿Se da cuenta de lo inconveniente que es esto? ¿Y lo que le cuesta al departamento?

Gaius le echó un vistazo a la diminuta máquina voladora y levantó las cejas.

—Piérdalo en el presupuesto para clips, ¿no le parece?

—¡Ja! —resopló Attulus—. ¿Por qué no se reúne conmigo en un café del pueblo?

Gaius se encogió de hombros.

—Me gusta mantener nuestros tratos al aire libre. Attulus volvió a bufar.

—De acuerdo —dijo—. No tenemos mucho tiempo. Al menos yo no.

Levantó la solapa del maletín y sacó una fina resma de papel. Gaius la dobló por la mitad, a lo largo y se la metió en el bolsillo interior de la chaqueta sin mirarla.

—No se los lleve con usted —dijo Attulus, como si no hiciera falta decirlo pero tuviera que decirlo de todos modos—. Contienen el historial de un hombre que queremos que vea. Parece un buen candidato para su discursito de ventas pero no lo es. Sin embargo, la reunión que tenga con él para darse cuenta de que lo único que hace es calentar el asiento y escurrir el bulto debería darle la oportunidad para hablar con la persona a la que de verdad queremos que conozca, una de las ayudantes que hacen el verdadero trabajo, y que quizá resulte ser un buen contacto de negocios, pero eso ya es cosa suya. También tiene ahí todo su historial. Se llama Lydia de Tenebre.

—Déjeme adivinar —dijo Gaius—. Antigua familia de mercaderes…

—Han pasado dificultades económicas y ella está trabajando en la Autoridad Espacial. Sí. También una desafecta y parte de un grupo.

—¿Cuánto tiempo hace que volvió?

—Diez años. Su recalada previa fue cien años antes, nuestra época.

Gaius sintió un escalofrío.

—Recuerda a la vieja Nueva Babilonia.

—Nova Babilonia, sí, sí que la recuerda. Que es más de lo que la mayor parte de los desafectos puede decir. Da un cierto caché en esos círculos.

—¿Cómo mantiene su trabajo?

Attulus esbozó una amplia sonrisa.

—La capacidad cuenta. Tiene unas habilidades empresariales que el régimen moderno se pasó cincuenta años olvidando y otros cincuenta intentando reinventar desde el principio.

—O fingiendo que lo hace —dijo Gaius—. Piratean nuestros libros de texto sobre dirección de empresas, ya lo sabe.

—El departamento se asegura de que piratean los más adecuados.

Gaius lanzó una risita, tenía la idea equivocada de que Attulus estaba compartiendo un chiste, luego frunció el ceño.

—¿Tiene acceso a alguno de sus secretos técnicos?

—Nada por el estilo —dijo Attulus—. Su acreditación de seguridad está dos décimas por encima de la nada de nada, y por eso está encallada donde está.

Gaius cogió aliento.

—¿Entonces —dijo—, de qué quiere que hable con ella?

Attulus se quedó mirando las montañas por un momento, luego preguntó con brusquedad.

—¿Sigue usted la prensa basura?

—En algún momento de ocio… los deportes y las páginas de televisión. El resto, bueno, solo miro las fotos.

—Mírelas con mucho cuidado la próxima vez que tenga la oportunidad.

—¿Hay alguna conexión?

—Si no la ve —dijo Attulus—, entonces habremos cometido un error pero aparte de eso, no se habrá hecho ningún daño. Y si la ve —el agente sonrió—, entonces no dejará que nada le detenga. Querrá averiguarlo todo y querrá contárnoslo.

—Parece usted muy seguro.

—Lo hará —dijo Attulus—, o morirá intentándolo.

Echó a andar y luego a volar a toda velocidad. Gaius se quedó mirando unos minutos el autogiro que acababa de partir hasta que el punto se perdió bajo la luz deslumbradora. Luego volvió a bajar por el terraplén. Reconoció las rocas, que ahora se hundían en la hierba, y los árboles, que ahora se alzaban muy por encima de ella; rocas y árboles que él había utilizado para apoyar los pies y las manos en sus correrías infantiles. Había conocido tan bien aquel terraplén, había conocido cada mata de hierba en la que podía pararse un balón o donde te podías torcer un tobillo. Aquella relación tan íntima y la profundidad de los detalles había hecho que le pareciera enorme, incluso en el recuerdo y cuando volvía a visitarlo en sueños. Qué pequeño parecía ahora.

Gaius le hizo la visita a su madre que le había servido de excusa para el viaje y tomó el monorraíl para volver a la ciudad. Llegó a su oficina una hora antes de la supuesta hora de cierre y decidió dar el día por terminado. Puso el teléfono a grabar, cerró con llave y le dijo a Phyliss, la recepcionista de abajo, que desviara las llamadas que llegaran hasta después del fin de semana. La mujer levantó la vista de la novela que estaba leyendo.

—Después del fin de semana te vas diez días.

—Así es —dijo Gaius. Dejó la llave en el escritorio de la recepcionista—. ¿Me riegas la planta?

—Claro, Gaius.

—Gracias. Nos vemos a la vuelta, entonces.

La mujer esperó un segundo.

—Te olvidas de algo.

Gaius se volvió y la vio con sus billetes de avión en la mano.

—En cuanto pueda permitirme una secretaria… —dijo al tiempo que los cogía. Y casi hablaba en serio.

—Contratarás a otra persona —dijo ella—. Y seguirás dependiendo de mí. Siempre pasa.

—Que pases un buen fin de semana —dijo él.

Fuera, la calle estaba bajo los efectos del extremo bochornoso del otoño. Gaius se llevó al hombro la chaqueta de lino y caminó hasta el café de la esquina. Dentro funcionaba el aire acondicionado, lo que hacía que allí se estuviera mejor que en su oficina. En los viejos tiempos aquella había sido su oficina y a veces sentía haber ascendido en el mundo. Y no es que Aerospacial Gonatus fuera una gran compañía. Una oficina, un hombre, un montón de negocios de importación-exportación. Parecía el tipo de compañía que un espía montaría como tapadera.

Gaius se llevó un café con hielo y clavo a una mesa de la ventana al tiempo que recogía todos los periódicos abandonados que se encontraba por el camino. Diez publicaciones diferentes y todas igual de malas. Dos tazas más tarde ya no tenía calor, estaba inquieto y se había quedado como estaba antes del café. Había aparecido un kraken muerto en una playa. El tercer hijo del Duque tenía un novio nuevo. Los cultos establecidos habían reñido por la parte que les correspondía de los impuestos para dioses. Un guardabosque afirmaba haber visto un esquife de gravedad. Los científicos decían que los saurios no habían vuelto. La gente de las nubes había provocado disturbios en un campamento de contención superpoblado. Habían subido las acciones de las compañías electrónicas y de defensa. Tenía los dedos negros de la tinta barata.

Recordó lo que Attulus había dicho justo después de que Gaius mencionara que solo miraba las fotos. Esta vez hizo caso omiso del texto y miró las fotos. Las imágenes que acompañaban a las noticias y la publicidad eran menos interesantes que la literatura erótica. Algunas de las posturas sexuales daban la sensación de estar deletreando una especie de mensaje, pero el empresario lo achacó al cansancio. Al suyo, no al de ellos. La única fotografía que tenían en común todos los periódicos era la que había tomado el guardabosque, la imagen de algo que podría haber sido un cenicero arrojado por alguien. Se lo quedó mirando un rato, dejando que los puntos granulados se desdibujaran y fundieran. Bajo esta tosca intensificación parecía casi realista.

Era una conexión de algún tipo. La hija de un mercader y un esquife gravitatorio. Gaius había visto esquifes gravitatorios pero solo sobre el puerto de Nueva Babilonia, y tampoco durante mucho tiempo. Nadie había visto uno de esos esquife en ninguna otra parte en los últimos cien años. Si eso era lo que Attulus esperaba que lo convirtiera en un ferviente buscador de secretos de estado, menuda decepción. Todo lo que sentía era un diminuto escozor de curiosidad.

Pero es lo que pasa con esos diminutos picores, pensó. Hay que rascarlos.

Lo siguiente que hizo fue examinar el documento que Attulus le había dado. Era un folleto del Consejo de Comercio de Nueva Babilonia. No se podía decir que fuera un historial profundo. David Daul parecía el típico cuadro medio bajo del régimen moderno. Hijo del presidente de unos latifundios. Escuela de agricultura, servicio militar, universidad, facultad de la sociedad, agencia espacial. Su puesto actual estaba en el aprovisionamiento de tecnología. Tenía un aspecto atractivo, casi mimado. Muchos deportes saludables, todos con un ángulo militar: esquí, artes marciales, tiro al blanco con rifle, parapente. Parecía con toda exactitud la clase de hombre al que colocarle el discursito de ventas. Gaius casi sentía no haber oído hablar de él antes.

La foto de Lydia de Tenebre se había tomado de lejos. Parecía bastante guapa. Según el informe tenía unos treinta años. Tendría que tenerlo en cuenta. Revisó a toda prisa el informe del historial, que no era muy grueso. Una familia grande y conservadora; los antiguos comerciantes solían serlo. No se le conocía ninguna implicación política, pasaba desapercibida pero alternaba con artistas desafectos y activistas y le gustaba hablar más de la cuenta sobre los viejos tiempos, tan buenos y los actuales, tan malos. Estaba permitido. La República era un estado policial pero no totalitario. Podías pensar lo que quisieras, y hasta decirlo. Lo único que no podías hacer era imprimirlo o emitirlo. Al estado le ahorraba un montón de problemas. La simple tolerancia hacía que ese tipo de disidencia no tuviera mayor trascendencia.

Era el resto de los antecedentes de Lydia de Tenebre lo que resultaba inusual. Cuando terminó de leer sintió que se le ponía de punta el vello de la nuca. El diminuto escozor de la curiosidad se había convertido en una urticaria.

Devolvió los documentos a su maletín, tiró los periódicos, pagó la cuenta y se fue.

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Sonó un timbre y Gaius se volvió a abrochar el cinturón de seguridad. A su alrededor, la gente apagó los cigarrillos. La basura no recogida traqueteó pasillo abajo cuando el morro del avión se hundió. Gaius apretó la sien contra la pequeña elipse de la ventanilla y se asomó al exterior. A los pocos segundos el blanco uniforme de la nube se rompió en varias franjas que pasaron a su lado a toda prisa y abajo apareció la tierra. Primero un tablero marrón y verde de bosques talados o en pleno crecimiento; luego, cuando el aparato pasó por encima de las estribaciones y sobre las largas ondulaciones del Macizo, los rectángulos igual de uniformes de los latifundios colectivos, cuadriculados por las zanjas de irrigación, salpicados de aldeas construidas sobre un plano circular y uniforme. Al poco rato, el Macizo disminuyó y dio lugar a las planicies de la costa. Allí las granjas eran mucho más grandes, los campos tenían muchas hectáreas de trigo y cebada y cada aldea era el eje de una pequeña ciudad más amplia y natural.

Cuando el avión se ladeó para planear y realizar su pronunciado descenso final (las Aerolíneas Nueva Babilonia eran una parte oficial de las fuerzas aéreas y todos sus pilotos eran veteranos de cazas). Gaius vislumbró en algunos de los campos una serie regular de elaboradas espirales, como si se hubiera aplastado los cultivos con un tornado tan preciso como un taladro. Algún extraño arte popular o un despliegue público, pensó cuando se perdieron los círculos de vista. Quizá tenía algo que ver con la litomancia, una moda o culto de Nueva Babilonia; una hilera de torres litománticas se levantaban en una colina cercana. La litomancia había sido otro de los fracasos del régimen moderno, uno de los excéntricos proyectos de Volkov para ponerse en contacto con la mente que él suponía que habitaba la litosfera, de la misma forma que los dioses habitaban los asteroides y los cometas. Si había una mente en el mundo, estaba loca. El propio Gaius consideraba todo aquello como un productor de ruido radiofónico, excedente y eco de las redes de comunicación.

Nunca se cansaba de ver la ciudad desde el aire durante los últimos momentos del vuelo. El río dividía la isla, grapada a cada costa por numerosos puentes. Los barrios industriales y residenciales de cada orilla se elevaban con suavidad como laderas inferiores alrededor del pico formado por la isla. Los edificios de la isla misma parecían basalto columnario, un ascenso escalonado para gigantes. Construido sobre diez milenios y luego vuelto a construir y ennegrecido por un siglo de industrias. La más alta de las torres era la más reciente. El edificio de la agencia espacial era como un monolito de obsidiana que se hubiera retorcido un poco cuando aún estaba caliente. Era un brillante despliegue de habilidad arquitectónica y un homenaje a la supuesta forma de un motor capaz de alcanzar la velocidad de la luz. Habría sido más impresionante si hubieran llegado a construir uno de esos motores.

La ciudad desapareció bajo el ala y no quedó nada más que agua abajo. Las formas inconfundibles de los petroleros le hicieron darse cuenta de que el aparato estaba más alto de lo que él había creído; por muchas veces que hubiera visto Nueva Babilonia desde el aire, no terminaba de captar toda su escala. Otro pronunciado ladeo y se dirigieron en línea recta a la ciudad a una altura que iba disminuyendo con rapidez, por encima de una nave estelar solitaria y perdida entre el tráfico del puerto, rozando los mástiles, luego por encima del largo y prominente dedo de cemento del campo de aviación, y una rueda chocó, luego dos, luego, con un estremecimiento discordante la tercera, y habían bajado. Gaius había hecho aterrizajes más cómodos en cubiertas de portaaviones.

Gaius sacó la maleta y el maletín del portaequipajes del techo y se unió a la multitud que arrastraba los pies rumbo a la parte frontal del aparato. La mitad de los pasajeros habían encendido un cigarrillo en cuanto se había apagado la luz del cinturón de seguridad. Después de aquel aterrizaje, no le extrañaba.

En la sala de aduanas, el agente le hojeó el pasaporte como si fuera literatura subversiva. Con su llamativa variedad de visados, quizá lo fuera. Gaius le proporcionó más propaganda reaccionaria con su lenguaje corporal.

—¿Punto de salida? —preguntó el agente.

—Junopolis, ducado libre de Illiria.

—Me gustaría gritar eso en tus calles.

—¿Propósito de la visita?

—Negocios. ¿Quién iba a venir aquí por placer?

—¿Duración de la estancia?

—Diez días.

—Demasiado tiempo.

—¿Lugar de residencia?

—Hotel de los extranjeros, distrito Messana.

—¿Dónde si no?

Lametón, pulgar, sello.

—Disfrute de su estancia.

—Gracias.

—No es culpa tuya.

En la oficina de cambio de divisas, Gaius entregó una bolsa de plata illiriana y a cambio recibió un fardo de papel y un puñado de níquel. Cada billete de un millón hacia arriba y cada moneda hasta las de cien habían sido pintarrajeadas, el papel con un bolígrafo, el vil metal con un cuchillo. Los garabateos y los arañazos oscurecían el rostro de Volkov. Por qué el régimen no se había limitado a sustituir su inútil divisa tras la caída del Gran Ingeniero era algo que Gaius jamás había conseguido descubrir. Quizá era por la misma razón por la que habían dejado en pie los plintos de sus estatuas.

Gaius se lo metió todo en la cartera (los negocios de verdad los llevaría a cabo con plástico) y se dirigió a la estación de metro. Solo llevaba equipaje de mano. La maleta de las muestras iría directamente al hotel. No faltaría nada pero lo habrían sacado todo, lo habrían sacudido y vuelto del revés. Y, sin duda, lo habrían fotografiado para la oficina de aprovisionamiento tecnológico, donde no les serviría de nada en absoluto.

El transporte público era una de las cosas que Nueva Babilonia hacía bien. Las estaciones eran cámaras acorazadas de azulejos blancos. Los trenes tenían vagones de acero pulido y asientos de madera clara. Todo allí era bueno, moderno y fresco, todo salvo los pasajeros. Las ropas no terminaban de encajar, a la piel le faltaba alguna vitamina, los cuerpos querían estar en alguna otra parte y las mentes no sabían dónde. Gaius se había sentado con el maletín en las rodillas y la bolsa entre las piernas, y había clavado los ojos en lo que tenía delante, como todos los demás. Los cruces permitían otras oportunidades en los largos pasillos curvados de azulejo brillante. Antes de haber hecho dos trasbordos ya había recibido tres ofertas por su camisa y ni siquiera era una buena camisa.

Para cuando hubo recorrido los cien metros que separan Messana este del hotel de los extranjeros, la camisa podría muy bien haber sido de franela. Después de varias horas sometidos al aire acondicionado, sus poros se abrieron a la calle como alcantarillas. Su sombra parecía cortada por las rodillas. El tráfico era un lento gruñido de camiones poco potentes y bicicletas estruendosas. Las aceras estaban atestadas pero silenciosas. Todo el mundo se apresuraba hacia algún lugar al que no quería ir. Una persona de cada cincuenta era un poli y una de cada cien llevaba uniforme de poli. El hotel estaba en la cima de una pequeña elevación. En las escaleras, Gaius hizo una pausa y volvió la vista atrás, contempló toda la extensión de la avenida del Astronauta, un suave barrido desde los edificios de cinco plantas y los bloques de oficinas que lo rodeaban hasta el negro cañón del costoso final, la ranura azul del cielo y el mar y la mota negra de la nave estelar.

Si la conserje lo recordaba de seis meses atrás, no dio ninguna señal. Cogió su pasaporte y el dinero y le entregó la llave de la habitación 503. El ascensor no funcionaba y la moqueta de la escalera estaba deshilachada pero por el aire acondicionado Gaius era capaz de perdonarlo todo. Dejó el equipaje en la cama solo para oír crujir los muelles y abrió una ventana. La habitación era para no fumadores pero no su ocupante más reciente. Gaius se duchó bajo un hilo de agua herrumbrosa, se secó con nylon áspero, se puso una camisa más ligera y unos pantalones finos y se sentó en la cama. Había una mesa con un espejo y un teléfono pero no había silla. El chaval que le subió café tartamudeó cuando Gaius le dio diez millones de propina. Era lo mejor que tenían, lo que los animaba a continuar.

Gaius llevó el teléfono hasta la cama, se trabajó su lista de contactos y concertó citas con casi todos. Algunos eran antiguos clientes, otros nuevas posibilidades. Todos ellos eran departamentos o proveedores de la agencia espacial. Con las reformas económicas de la era post-Volkov se suponía que debían competir unos con otros. En la práctica, se sobornaban entre sí. Con las reglas impuestas por los planes decanales los ejecutivos de las compañías fiduciarias habían competido como fieras, se habían sacudido con purgas en el sistema oficial, y secuestros y robos a mano armada en el extraoficial. La corrupción era un paso atrás hacia la civilización.

Puso a David Daul más o menos a un tercio del principio de la lista. El cuadro estaba fuera pero la mujer que cogió la llamada concertó una cita para pasado mañana. Gaius esperaba que la voz del teléfono fuera la de Lydia de Tenebre, porque era una voz que quería oír otra vez.

Esa idea lo mantuvo en pie durante el resto de la tarde y de la lista. Al llegar al final, tenía los diez días siguientes más o menos esbozados. La mayor parte de las compañías fiduciarias tenían sus oficinas en la avenida del Astronauta y los departamentos estaban por supuesto en el edificio de la agencia espacial. Las pocas fábricas reales con las que había conseguido concertar una visita estaban todas cerca de alguna estación de metro. Llegó su maleta de muestras. Estaba todo allí pero en los compartimentos equivocados.

Salió a comer en el restaurante de la fachada, otro producto de las reformas económicas. Había una ley que marcaba cuántas sillas podía tener, así que al igual que la mayor parte de los clientes, comió de pie. Luego decidió salir a divertirse, así que se acercó a la biblioteca más cercana.

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Al día siguiente solo hizo una venta pero era uno de sus propios inventos, un sólido mecanismo de encendido que sustituiría a media tonelada de diodos. Hizo de aquel día una ganancia neta pero la caminata por las oficinas lo dejó agotado. Después de cenar se derrumbó en la cama y durmió; despertó temprano y pegajoso. A esta hora de la mañana, la ducha tenía calor y presión suficiente para resultar refrescante. El viaje por el metro deshizo todo eso pero Gaius todavía se sentía bien cuando entró con paso tranquilo en el edificio de la agencia espacial.

Los guardias estaban más crispados de lo que esperaba. Pasaron su maletín y las muestras por el escáner cinco veces y lo cachearon tres. Sudó con calma a lo largo de todo el proceso mientras contemplaba los murales que rodeaban la recepción. Fotos ampliadas de lanzamientos de cohetes, fuertes espaciales, cañones de plasma, astronautas sonrientes. Un espacio en blanco en la pared donde en otro tiempo, supuso, se encontraba un retrato de Volkov. El ascensor estaba desvencijado y el que lo atendía llevaba un revólver en la cadera.

—Piso veintisiete, por favor. —Mostró su pase, fechado y marcado con la hora bajo el laminado.

La puerta de la jaula traqueteó al cerrarse, las puertas del ascensor hicieron un ruido sordo. Gaius le sonrió al guardia, que lo miró sin verlo.

—Piso veintisiete. —El guardia rechazó la propina y luego la cogió con una palma hábilmente vuelta hacia arriba en cuanto le volvió la espalda a la cámara.

La oficina de Daul lucía su nombre y la leyenda «aprovisionamiento de pequeños componentes». Al leerlo, Gaius dejó que se trasmitiera su sonrisa. La oficina era bastante grande, con alrededor de una docena de personas sentadas ante pequeños escritorios y un hombre en uno grande en un hueco situado al fondo, rodeado de cristal y al lado de una ventana. El resto de las paredes estaba cubierto de anuncios comerciales y carteles de la agencia o el régimen. Las máquinas de escribir y las calculadoras martilleaban por todas partes. Era un lugar en el que todo el mundo trabajaba y casi nadie levantó la vista cuando él entró. La mayor parte lucían los trajes modernos que recomendaba el régimen, un par de mujeres iban envueltas en unas túnicas más antiguas. Con una sacudida, Gaius reconoció en una de ellas a la mujer que había venido a ver. Parecía más joven de lo que esperaba. La foto no le había hecho demasiada justicia. La chica no levantó la cabeza.

Gaius atravesó la sala hasta el hueco y llamó. David Daul, con un aspecto un poco más viejo y granulado que su foto, le indicó con la cabeza que entrara. Se estrecharon la mano.

—Buenos días, ciudadano… —Daul se interrumpió y se corrigió con una sonrisa—. Señor Gonatus. Póngase cómodo. —Buenos días, ciudadano Daul. Gracias. Mientras sacaba una silla giratoria y la colocaba en su sitio, Gaius aprovechó la oportunidad para echarle un vistazo al escritorio de Daul.

Estaba atestado de dibujos técnicos, diagramas de caminos críticos y programas de trabajo, junto con las predecibles tazas de café vacías, ceniceros llenos, lápices mordisqueados, un portaplumas, una pequeña calculadora de aspecto intrincado y una regla de cálculo. Daul llamó para que trajeran café, cosa que hizo un enérgico joven; le ofreció cigarrillos.

—Estaba deseando verlo —dijo Daul una vez terminados los preliminares—. Para serle franco, conseguir sacarles a tiempo un equipo decente a algunos de los hijos de puta con los que tengo que tratar es un coñazo. Si los extranjeros pueden darme algo mejor, según el programa y por debajo del presupuesto, adelante, es lo que yo digo. —Esbozó una sonrisa ladeada dedicada a Gaius—. Y no crea que voy a delatarme mucho al principio. Hay otros vendedores extranjeros trabajando en nuestro caso, y no solo illirianos.

—Como si no lo supiera —dijo Gaius—. Sin embargo, creo que verá que somos competitivos.

—¡Estupendo! Vamos a echarle un vistazo a lo que tiene ahí.

A medida que Gaius se trabajaba su discurso, bien investigado y bien ensayado, Daul le iba lanzando una sucesión de preguntas inquisitivas, no solo sobre el lado técnico (cosa que ya se esperaba) sino sobre costes, fechas de entrega, control de calidad, cláusulas de penalización y las posibilidades de recortar o superar las ofertas rivales documentadas. Gaius se encontró con que aquel hombre le caía bien y tuvo que revisar a toda prisa la valoración que le había dado Attulus. En circunstancias diferentes, pensó Gaius, Daul podría haber sido el vendedor y él el burócrata.

Por fin irguieron las espaldas que habían inclinado sobre el mismo diagrama y se miraron con una carcajada que cubría una cierta vergüenza mutua: habían estado discutiendo un problema de diseño como si estuvieran en el mismo equipo.

—Bueno —dijo Daul—, creo que puedo hacerle una oferta. Todavía no puedo confirmarla con un apretón de manos, me temo; hay que llevar arriba unos cuantos papeles, formularios por triplicado, ya sabe, ese tipo de cosas. Llámeme mañana y podré decirle si ha dado en el clavo.

¿Estaba ahora escurriendo el bulto como le habían advertido o era de verdad un hombre ocupado y competente que estaba haciendo todo lo que podía en medio de aquella burocracia? Gaius no estaba seguro. En cualquier caso, el rápido proceder de Daul le estaba dejando sin la oportunidad de conocer a Lydia de Tenebre. Intentó pensar con rapidez.

—Excelente —dijo—. Ojalá todos con los que tengo que tratar fueran tan eficaces. —Le echó un vistazo al reloj—. Sabe, acaba de despejar varias horas de mi programa, me ha dado un poco de tiempo libre esta tarde. Me apetecería pasear por ahí con alguien que conozca la ciudad, quizá tomar una cerveza y algo de comer.

Daul levantó una mano.

—Lo siento, con eso no puedo ayudarle, las reglas sobre favores y demás son muy estrictas. Pero es muy amable por su parte. Yo estoy en las mismas, maldita sea, o sería yo el que lo llevara a pasarlo bien.

—Oh, no se preocupe, quizá en otra ocasión. —Fingió una pequeña decepción y dejó que su mirada se posase en la ventana—. Son fascinantes los edificios que se conservan de la vieja ciudad. Es una especie de afición mía, la verdad.

—¡Ah! —dijo Daul—. ¿Así que es usted un hombre de la vieja ciudad? —Se dio un puñetazo en la palma de la mano—. Claro, claro, ustedes los illirianos. Reaccionarios hasta la médula, ¿eh? Bueno, pues está de suerte, conozco a alguien que no está en compras, así que no hay que adaptar ninguna regla y que estará encantada de contárselo todo, si está libre.

Asomó la cabeza por la puerta del nicho.

—¿Lydia? Un momento por favor.

Entró una mujer joven con una túnica anticuada. Gaius sonrió, le estrechó la mano e intentó no quedarse mirando mientras Daul lo presentaba y le explicaba lo que quería.

—Será un placer —dijo Lydia. Su voz sonaba incluso mejor que por teléfono—. ¿Dónde nos vemos?

Gaius se dio cuenta de repente de que no conocía ningún buen sitio. Bueno, quizá uno. Que sean dos.

—¿Qué tal en la biblioteca de la Tierra? —dijo él.

La sonrisa de Lydia era algo más que cortés, era cómplice.

—Perfecto —dijo—. A las siete después de mediodía.

Ya te podías olvidar de las centrales nucleares, de los fuertes orbitales, los cañones de plasma, los cohetes espaciales, los misiles balísticos interplanetarios, el servicio de salud pública, la educación, el regadío, el alcantarillado, la colectivización de los latifundios y la electrificación del proletariado. El mayor logro del régimen moderno eran sus bibliotecas. En el centro de la ciudad se levantaban dos gigantescos edificios de mármol: la biblioteca de la Tierra y al lado la biblioteca de la Nova Terra. Esta última era, con mucho, más antigua. Sus primeros textos estaban en tejas de arcilla, en lenguaje cuneiforme. Se podían comprar reproducciones de plástico en el vestíbulo. La primera provenía en principio de una máquina más pequeña que un libro. También se podían comprar reproducciones de plástico que servían de pisapapeles. Era el ordenador de bolsillo de un cosmonauta y la biblioteca del Congreso del 2045 venía de serie. También tenía las bibliotecas del Vaticano, el Kremlin y la academia de las ciencias de Beijing. Esas no venían de serie. El departamento de marketing del fabricante las había añadido como truco publicitario. El cosmonauta era Volkov. Para cuando llegó a Nova Terra, el ordenador era metal muerto, un recuerdo sentimental; pero durante sus primeros años de estancia en Mingulay, los saurios habían reproducido en su planta industrial y en papel esos millones de libros almacenados; luego, a través de las familias de mercaderes, al menos un millón de ellos habían llegado a Nova Terra.

Varias copias de los libros de ambas colecciones circulaban sin descanso por el sistema de bibliotecas públicas. Era la única fuente de información de Nueva Babilonia que nunca se había censurado. El régimen moderno permitía que cualquiera leyera unos libros por cuya escritura los habrían colgado. Durante los primeros años mantuvo a los eruditos de la Academia felices y ocupados en recopilar un resumen del saber humano, la Enciclopedia Babilónica, una obra siempre fascinante y no demasiado fiable. Gaius tenía una edición de sus treinta volúmenes, barata y pirateada por los illirianos, en una estantería de su casa.

Lydia apareció con un retraso de varios minutos y con seis gruesos libros bajo el brazo. Se había cambiado la antigua túnica por un modelo más agresivo de chaqueta y pantalones de cuero, desgarrones y cremalleras, pero seguía asombrándolo.

—Siento llegar tarde —dijo la joven—. Me retrasaron los libros. ¿Le importa que entremos?

—En absoluto, este es uno de mis sitios favoritos.

Lydia lo miró con fuerza cuando salieron de las puertas giratorias.

—Me sorprende no haberlo visto antes. Gaius se echó a reír.

—No vengo aquí con excesiva frecuencia.

—Oh, lo sé, pero… El vasto silencio de la biblioteca la hizo callarse.

La joven devolvió los libros. Gaius leyó los títulos de los lomos: Capital (tres volúmenes); Teorías del valor del excedente (dos volúmenes); La acumulación de capital (un volumen). Estaba impresionado, aquella muchacha estudiaba métodos empresariales en su tiempo libre.

Salieron. La calle parecía llena de ruidos aunque estaba demasiado silenciosa.

—Me encanta la biblioteca —dijo ella— pero no se puede hablar. Y a usted no le hace falta que yo le enseñe nada. Así que… ¿dónde le gustaría ir?

A la cama contigo, pensó él. Pero no. Cualquier sitio valdría.

—¿Todavía hay cervecerías en el antiguo distrito comercial?

—Sí —dijo la joven—. No son tan buenas como antes, claro.

Los burócratas no beben como los empresarios. Al menos no en público. Bajó corriendo los escalones y adoptó un paso cómodo, como si no le importara si él caminaba a su lado o no.

—Los bares que hay por aquí están pinchados —dijo—. El personal es de la poli así que vamos a terminar con esto aquí fuera. Tú eres espía, ¿no?

—¿Qué te hace pensar eso?

—El sentido común y la experiencia de muchos años. Cualquier empresario extranjero que no es espía es porque es demasiado estúpido para que lo recluten y tú no eres ningún estúpido.

—Te estás precipitando.

—No lo estás negando. Gaius no podía contestar a eso.

—Vamos a dejar una cosa clara —continuó la muchacha—. Tengo mis propias opiniones pero soy una ciudadana leal. Y es más, soy una empleada leal. David Daul me cae bien. Si estás buscando información interna para la venta o si lo tuyo es el espionaje industrial, olvídate.

—No me interesa nada de eso.

—¡Ajá! —Lydia se paró en seco, lo que lo dejó a él dos pasos por delante. Se dio la vuelta para mirarla.

—¿Entonces qué es lo que te interesa?

—Tú —dijo, con más energía de lo que pretendía—. Me han pedido que me ponga en contacto contigo. Eso es todo.

La chica empezó de nuevo a caminar y él tuvo que alcanzarla. Si aquella mujer quería que parecieran novios inmersos en una riña, no lo estaba haciendo nada mal.

—Tiene que haber algún contexto —dijo ella—. El nombre del Ducado Libre no basta para hacer que me tiemblen las rodillas. ¿Qué quieres?

—Hay un contexto —dijo él—. Bueno, dos.

—Ya. Dime el primero.

—Esquifes.

La chica cambió de paso, ya recuperada.

—Allí está el puerto. —Señaló en una dirección—. Baja y pregúntale a un saurio, si encuentras alguno.

—Estoy hablando de esquifes no identificados.

—Vete a la mierda.

—¿Qué?

—Ya me has oído. No intentes tomarme por gilipollas. Si quieres saber algo de las culturas de la Estrella brillante, puedes preguntármelo sin más. No te hace falta fingir que están aquí.

—No sé si están aquí o no. Todo lo que sé es que se está hablando de unos esquifes no identificados en nuestra prensa basura.

La chica se volvió hacia él con una mirada de abrasador desprecio.

—Ah, eso.

—Yo también pienso que es una estupidez —dijo él.

—Me alegro de oírlo. ¿Y cuál es el otro contexto?

—Se me dio a entender —dijo Gaius con cautela—, que se te conoce como desafecta al régimen.

Lydia volvió a detenerse. Cuando el joven se dio la vuelta la vio sonreír por primera vez desde la biblioteca. Le parecía que había pasado mucho tiempo.

—Ay madre —dijo la chica—, pues no te han mandado detrás de la chica equivocada ni nada.

—¿No eres una desafecta?

—Lo soy, pero no como tú piensas. —La sonrisa femenina era una simple muestra de dientes—. Soy volkovista.

Se encontraban a la puerta de una cervecería. Gaius estaba aturdido y un poco mareado. Señaló la puerta con un gesto.

—¿Entramos? —dijo.

—Conozco un sitio mejor. Más seguro, al menos.

Lo llevó al final de la avenida del Astronauta y luego con presteza por el puerto hasta una zona donde las luces eran de color naranja y los edificios largos y bajos: almacenes y oficinas convertidos en otras cosas mucho tiempo atrás. En el exterior de uno, una cervecería, al menos por lo que decía el cartel, si no por otra cosa, Lydia hizo una pausa, luego cruzó la carretera para mirar al otro lado del muelle y al agua, a la nave estelar. Para cuando Gaius la había alcanzado, la joven había levantado los ojos y miraba a un cielo naranja, más allá del cual se veían un puñado de estrellas.

—Echo de menos las estrellas —dijo ella—. Echo de menos viajar hasta ellas pero echo todavía más de menos verlas. Soy panteísta. La contaminación es persecución.

—Yo soy agorista —dijo Gaius—. Planear es un sacrilegio.

La joven esbozó una tensa sonrisa.

—Vamos a ver cómo te gastas el dinero.

Volvieron a cruzar la calle y se metieron en el garito.

El bar tenía demasiado polvo, humo, verdete. Las vigas del techo eran bajas y desprovistas de todo, con unas bombillas eléctricas desnudas colgadas de la madera. Las mesas tenían unos bancos que muy bien podrían haber sido restos recuperados de un templo demolido. La clientela, escasa a esta hora, no parecía muy respetable. La cerveza seguía siendo buena.

—Conociste a Volkov —dijo Gaius—. ¿Es seguro hablar de eso?

—Sí y sí. —La chica levantó su vaso—. Por la República.

Él movió una jarra de agua y levantó su vaso por encima.

—Por la República.

Había visto hacer eso a algunos desafectos. Al otro lado del mar de la Media Luna y a menos de una docena de kilómetros del lugar que ellos ocupaban, estaba la República de Lapithia, otra provincia independizada cuyo tamaño era impresionante, pero compuesta en su mayor parte por desierto y cuya pesca costera había terminado devastada por los vertidos industriales de Nueva Babilonia. Exportaba sobre todo enfermeras, marineros y mercenarios; los exiliados importados se sentaban en los bares del puerto y conspiraban hasta que morían de una borrachera.

Lydia sonrió.

—Muy bien. El estrecho está patrullado. Tienes que subir mucho por la costa para esquivarlos y en ese punto en realidad es más rápido y seguro atravesar las montañas.

—Gente de las nubes.

—Sí. No es ilegal emigrar, sabes. Hasta las patrullas están ahí más que nada para evitar el contrabando y los ataques.

—¿Entonces por qué la gente…?

—Porque tu precioso Ducado no concede visados. Aceptan un goteo de gente de las nubes, eso sí. La inmigración legal sería muy difícil de manejar y no le proporcionaría historias lacrimógenas a tu prensa basura.

—Es un tema delicado —admitió Gaius—. ¿Qué decías de Volkov?

Lydia se encogió de hombros.

—Me acosté con él en unas cuantas ocasiones. No estaba mal. —Sonrió—. Tenía experiencia.

Gaius sintió que se ruborizaba.

—No te estaba preguntando por eso.

—¿Qué hay que contar? Habrás leído sobre él y mi familia.

Lo conocimos en Mingulay, lo trajimos aquí, nos fuimos y volvimos. Estaba muerto. Encontramos lo que él había dejado.

—Sí —dijo Gaius—. La ciudad más grande del universo conocido, convertida en este montón de mierda.

—Es un montón de mierda, desde luego —dijo Lydia—. Pero lo que él construyó merecía la pena.

—No es posible que creas eso —dijo Gaius—. Repelió a los alienígenas, eso lo admito.

—No hace falta —dijo Lydia—. En cualquier caso los alienígenas no son ninguna amenaza. Que me lo digan a mí.

—Sé que te encontraste con ellos —dijo Gaius—. Y con la gente a la que habían corrompido.

—Sí y nada de eso supone una amenaza. Las culturas de la Estrella brillante están ahí fuera y se están acercando y no me cabe duda de que cuando lleguen, la FDE las rechazará. O quizá no. —Hizo unos gestos bruscos con la mano—. Nada de eso importa.

—¿Y qué importa entonces? No te gusta el régimen moderno y no le tienes miedo a los alienígenas, ¿qué hizo Volkov que estuviera tan bien?

—Nos devolvió nuestro orgullo —dijo la joven—. Nos demostró que podíamos ser un gran pueblo, que no nos hacía falta limitarnos a lo que los saurios aceptasen. Todos salvo unos pocos se encogen de miedo ante los dioses. Volkov dijo que podemos salir al espacio solos, enfrentarnos y repeler a los alienígenas y desviar todo lo que los dioses quieran lanzarnos. Los saurios se fueron, dejaron de compartir sus esquifes y los kraken dejaron de compartir sus naves. Nueva Babilonia construyó cohetes. Por primera vez en diez mil años la gente dejó de viajar a las estrellas pero por primera vez también visitaron de verdad los planetas de este sistema. Los saurios dejaron de curarnos y cientos de miles murieron en las plagas. Quizá millones en todo el planeta. El régimen moderno construyó hospitales, inventó medicamentos y amplió los sistemas sanitarios para cubrir la brecha. Perdimos el comercio con los saurios y todo lo que producían en sus plantas industriales. El régimen moderno construyó fábricas. Las provincias se separaron, obligadas por la carga de impuestos destinada a cubrir la defensa espacial de Volkov, ¿y qué son ahora? Naciones, como la tuya, centros independientes de desarrollo, con la capacidad (si bien no la voluntad todavía) de construir cohetes propios. No tiene ni idea, señor Gonatus, ni idea del triunfo que supone para Volkov que yo esté aquí sentada hablando contigo, por todos los dioses, con un illiriano, ¡ah, y nada menos que un hombre de negocios! Sin Volkov, Illiria seguiría siendo una adormilada provincia agrícola, sin nada que vender salvo ovejas ¡y un soñoliento patricio en el Senado de Nova Babilonia que le dejaba todos los problemas difíciles a su escriba saurio!

—¡Tuvimos que luchar contra Nueva Babilonia para conseguir la independencia!

—Exacto —dijo Lydia—. Y aquí mis amigos —la chica agitó la mano con un gesto vago que señalaba la multitud cada vez más grande que ocupaba el bar, un gentío de tipos que parecían artistas, músicos o criminales—, los que hablan sobre las glorias de la vieja Nova Babilonia tienen razón. Yo la recuerdo y también la quería. Pero no podemos volver a ella y no deberíamos querer volver. El régimen moderno caerá algún día. La señora Presidenta morirá, la camarilla gerontocrática que la rodea reñirá, entre sí y con las fuerzas de seguridad, la sociedad se dividirá y la multitud entrará a miles por la brecha. Las personas competentes, como mi jefe, se trasladarán al piso superior. La muchedumbre derribará todo lo que queda de los monumentos conmemorativos de Volkov, demolerán los puñeteros plintos. Un siglo más tarde, dos siglos, no importa, sus nietos erigirán una modesta estatua de Volkov, el Ingeniero, quizá al final de la avenida del Astronauta y a nadie le parecerá raro.

Gaius ocultó la confusión que sentía yendo a buscar otro par de copas. Alguien había empezado a tocar una cítara. Otros, peor todavía, estaban cantando. Gaius agradecía que el espíritu musical de los desafectos despreciara los amplificadores eléctricos. Volvió, colocó las copas en la mesa y se deslizó en el banco de respaldo alto al lado de Lydia, que estaba sentada en un taburete en la cabecera de la mesa con la espalda apoyada en la pared. El asunto de Volkov, decidió el joven, era mejor dejarlo. No estaba muy seguro de si a Lydia la había corrompido la adaptación al régimen o si en su anterior vida como viajera interestelar había adquirido una perspectiva muy larga y poco humana de la historia. Se inclinó un poco hacia delante y habló en voz baja.

—Tus ideas merecen una mejor discusión —dijo—. Lo que a mí me preocupa ahora mismo es que está claro que, en Illiria, los directores de mi negocio creen que los avistamientos de esquifes no identificados son reales y que tú sabes algo que quizá explique esos avistamientos.

Lydia bajó los ojos y miró su copa. Comprimió los labios y se apretó los dedos contra las sienes.

—Casi no me atrevo a esperar —dijo— que las naves hayan pasado. A menos… ah, ya me acuerdo. Somos unos navegantes magníficos. Mejor que los kraken. Mejor que Gregor.

Gaius se la quedó mirando.

—¿Cómo que «somos»? ¿Quién es Gregor?

La joven tenía los ojos vidriosos. En realidad no lo veía. Luego parpadeó y se recuperó.

—Gregor Cairns —dijo—. Ya sabes, el navegante mingulayano.

Gaius había oído hablar del navegante mingulayano. Las noticias de lo que ocurría en el sector de la Esfera dominado por los mingulayanos (las culturas de la Estrella brillante, como lo llamaban sus habitantes) habían llegado en un orden inverso aproximado durante los últimos años. A Gregor Cairns también se referían en la información que había llegado más de un siglo antes, con el propio Volkov. El hecho de que Lydia lo hubiera conocido en algún momento era algo a lo que también se aludía de forma breve en el informe que tenía Gaius.

—Sé algo de Gregor —dijo él—. Pero no me has dicho a qué te referías con ese «somos».

—Te lo mostraré —dijo ella.

Se sacó una navajita del bolsillo y la abrió; con gestos deliberados se hizo un pequeño corte en la punta del dedo anular (que no llevaba anillos). Apretó para que saliera una gota de sangre y dejó que cayera sobre la mesa.

—¿Qué estás haciendo?

Lydia señaló la gota roja.

—Observa —dijo.