ESTADOS MENTALES

El dios que más tarde sería conocido como el asteroide Lora 10049, y poco tiempo después como la estación minera de la Agencia Espacial Europea Mariscal Titov, no constituía un ejemplo atípico dentro de los de su clase. Como la mayoría de las estrellas, los dioses volaban alrededor del sol en enjambre como moscas sobre un sacrificio. La vida surge de los estados de materia. De esos estados de materia surgen estados mentales.

En los asteroides y cuerpos celestes, las unidades de vida eran nanobacterias. Regulando sus procesos moleculares ultra-fríos, los insignificantes diferenciales evanescentes de temperatura, detectando la huella cuántica de energía utilizable… Aquellas y otras ventajas adaptativas culminaron a lo largo de millones de años en el desarrollo de redes delicadas de procesamiento de información. Seleccionaron variaciones al azar de los efectos de sus actividades en la capa gaseosa de los asteroides así como en su lento pero gradual movimiento de masa, obteniendo así órbitas más estables y reduciendo las colisiones. Se formaron redes más complejas. La subjetividad fue dejando paso al ser en trillones de espacios separados dentro de cada asteroide o de cada cuerpo celeste que contuviera vida.

Aquellos que surgieron dentro de Lora 10049 se encontraron en una sociedad de mentes semejantes a la suya, intercambiando información a través de horas-luz. Tenían mucho que aprender, y muchos entes de los que hacerlo. Miles de millones de años de adaptación evolutiva habían proporcionado a las mentes de los cometas y de los asteroides una sensitividad extrema a las emisiones electromagnéticas de los procesos físicos y químicos internos de cada una de ellas. La comunicación, el intercambio de información y materia entre nubes de cometas se convirtió en un rumor que se extendía de un extremo a otro de la galaxia en forma de espiral, como los suburbios residenciales se entrelazan con el centro industrial donde se forjan los elementos de mayor peso.

De igual forma que las mentes se habían desarrollado a partir de pequeños agentes de intercambio de información (neuronas o bacterias o señales lumínicas), a partir del enorme conjunto de mentes que se intercomunicaban dentro del asteroide surgió un nuevo fenómeno, mayor, una suma de todas aquellas mentes: un dios. Era consciente de aquellas mentes más pequeñas, de sus vastas civilizaciones y sus largas historias. También tenía consciencia de sí mismo y de otros como él. Las mentes que lo componían, en momentos de introspección o exaltación, eran conscientes de todo ello. En ocasiones de iluminada contemplación, que podían durar milenios, el dios podía hacerse una idea exacta del poder del que formaba parte: la suma de todos los dioses dentro del Sistema Solar. Aquel dios Solar también tenía sus pares, pero si ellos constituían a su vez parte de alguna entidad más elevada era una cuestión sobre la que las mentes menores tan solo podían especular.

En la Tierra la evolución tomó un camino distinto. Sobre su superficie se desplegó el truco multicelular. Bajo ella, los microorganismos que infestaban la litosfera y componían la masa de la vida planetaria formaron extensas redes en interacción que fueron vinculándose a los campos electromagnéticos del planeta y su atmósfera. Sobresaltados constantemente como estaban por procesos mucho más violentos que aquellos de los cuerpos celestes más pequeños, lograron alcanzar el nivel del pensamiento simbólico, pero no el de una verdadera inteligencia. La mente de la Tierra (Gea) era similar a la de un niño que no hubiera aprendido a hablar todavía o a la de un animal. Sus pensamientos eran sueños, imágenes, abstracciones que flotaban libres y luminosas como metal brillante.

Los enormes calamares de la especie architeuthys, que los seres humanos bautizaron más tarde como kraken, fueron las primeras verdaderas inteligencias en la Tierra, y compartían un concepto de la vida más cercano al de los dioses. Se comunicaban a través de variaciones cromáticas de la piel. Las pequeñísimas corrientes eléctricas que generaban así interactuaban con el flujo magnético del planeta y eran amplificadas por él para llamar la atención de la extraordinaria sensitividad de las mentes de los cuerpos celestes. Desde el cielo se respondió a las llamadas. Conforme los dioses fueron descifrando y comprendiendo la complejidad de los sensores de los calamares (un proyecto de investigación comparable al esfuerzo de científicos de mil millones de civilizaciones trabajando con éxito durante varios siglos) realizaron modificaciones acordes con ellos en sus propios modelos internos. El espectro visible y el campo visual se desplegaron como un estallido ante sus ojos internos. El sentido de la vista había amanecido para los dioses, y la iluminación para los calamares. A este acontecimiento le siguieron eones de feliz y fértil intercambio intelectual.

Hacia el fin del periodo Cretácico, surgieron naves espaciales de la nada. Sus ocupantes eran de sangre caliente, tenían ocho extremidades y ocho ojos y estaban cubiertos de pelo. Para aquellos visitantes, las mentes celestiales eran ya un fenómeno familiar. Se extendieron a lo largo del Sistema Solar, descifrando códigos miméticos y genéticos allá donde llegaban. Hablaron con los dioses con sus ruidosos sistemas de radio, farfullando apresuradamente, jactándose con pretenciosos discursos técnicos sobre viajes a la velocidad de la luz y tecnología antigravitacional. Sus naves en forma de disco surcaban como rayos los cielos de todos los planetas. Enviaron destellos de luz a los bancos de calamares. Escucharon a la voz colectiva de la biosfera marciana, que en toda su larga agonía moribunda nunca fue más allá de un lánguido gruñido ronco.

Hicieron amistades. Encontraron especies prometedoras de pequeños dinosaurios bípedos sin cola y los modificaron con sus propios genes. Los nuevos saurios eran inteligentes y tenían un largo ciclo de vida. Los octópodos enseñaron a los saurios a crear naves voladoras. (Gea introdujo a los saurios y sus naves volantes en sus sueños y creó brillantes imágenes de ellos en plasma y burbujas brillantes, pero aquello pasó desapercibido para todos en aquel entonces). Los saurios mostraron las posibilidades de la exploración espacial a los kraken. Muchos de los calamares aprovecharon aquella oportunidad. Los octópodos diseñaron naves y esquifes voladores, los saurios los construyeron e hicieron volar y los kraken se convirtieron en expertos en el cálculo de algoritmos para la navegación interestelar. Enormes naves espaciales cuyos pilotos nadaban en gigantescos acuarios atravesaban el firmamento a velocidades vertiginosas.

Para en aquel entonces, un pensamiento resonaba en las mentes desconcertadas de los dioses, de un lado a otro del sistema: «¡no hagáis ruido!». El estruendo que producían las señales de radio no era lo peor de todo. A pesar de todas las recomendaciones al respecto, los octópodos persistían en excavar en las superficies de los asteroides y los cometas. Aquello era tan molesto como una liendre. Algunos saurios y kraken empezaron a compartir el punto de vista de los dioses, pero fueron incapaces de convencer a los octópodos. Las mentes celestes realizaron unos pocos cambios acumulativos en sus órbitas alterando la trayectoria de un asteroide de metales hasta hacer que impactara sobre la única ciudad de los octópodos y cerrara la era Cretácica con un cataclismo.

La destrucción horrorizó incluso a los mismos dioses. Los octópodos y sus aliados huyeron, mientras los saurios y los kraken que quedaron atrás se afanaron en reparar los daños sufridos. Todavía tenían sus esquifes y naves espaciales. Cargados con especimenes salvados y material genético, las aeronaves viajaron a la velocidad de la luz hasta el otro extremo de la galaxia. Los saurios eligieron un espacio de unos doscientos años luz de diámetro y transformaron las biosferas de un gran número de planetas terrestres (algunos de forma apresurada y llamativa). Los saurios y kraken se establecieron en los nuevos planetas, originalmente como equipos de ingenieros ecológicos, más tarde como colonos. Otros regresaron al Sistema Solar para proveerse de nuevas especies. El tráfico fue continuo durante los siguientes sesenta y cinco millones de años.

Los ecos y rumores de otros conflictos circulaban por toda la galaxia. Los kraken supieron de ellos por los dioses de los sistemas recientemente colonizados, y se los comunicaron a los saurios. En aquellas múltiples traducciones se perdieron algunos detalles. El conocimiento del pasado se convirtió en tradición, después en religión. Gradualmente, los saurios, en lo que vinieron a conocer como la Segunda Esfera, se fueron distanciando de los que habitaban el Sistema Solar. La comunicación se hizo imposible y los encuentros reproductivos, estériles.

En la Segunda Esfera, una civilización tranquila y apacible fue asimilada por las naves espaciales de los kraken, que iban y venían entre sus soles. Cada intervalo de pocos siglos, se producía un nuevo contacto. Algunos mamíferos rápidos y brillantes recordaban a los saurios cada vez más a los octópodos. Lemures y musarañas, simios y monos, sucesivas especies de homínidos; desconcertadas, furiosas bandas de cazadores, tribus de agricultores, aldeas de artesanos, caravanas de mercaderes perdidos, legiones de los condenados. Las pacientes respuestas de los saurios a las frecuentes preguntas que se les formulaban se convirtieron en el catecismo de un credo racional en el que descansaba un rescoldo de envidia. Sí, los dioses viven en el cielo. No, ellos no escuchan los rezos. No, ellos no nos dicen qué tenemos que hacer. Su primer y último mandamiento es: no nos molestéis.

Lentamente, con la ayuda de los saurios y de otras dos especies supervivientes de homínidos, los humanos trasplantados crearon una civilización propia, cuyo centro fue una ciudad que nunca desapareció.

Para los dioses del Sistema Solar, la civilización humana de la Segunda Esfera era una historia demasiado reciente como para tener noticias de ella. Tan solo sabían que los equipos secuestrados por los saurios continuaban su trabajo con mayor precaución conforme crecía la población humana. Las desordenadas imágenes generadas por la respuesta nerviosa de Gea a la presencia de los saurios proporcionaban una cobertura perfecta para sus actividades. Los dioses tenían verdaderos alienígenas de los que preocuparse. Las naves espaciales podían traer noticias de la Segunda Esfera hasta con cien mil años de retraso, pero los dioses obtenían información mucho más reciente en las ocasionales paradas que realizaban en sus viajes de regreso. De esta forma, los dioses habían sabido que los octópodos estaban a unas pocas decenas de años luz de distancia, y que se dirigían al Sistema Solar.

El dios de Lora 10049 ya había vivido una larga vida cuando sus iguales y él percibieron el creciente alboroto electrónico que provenía de la Tierra. Él se ofreció a observar con mayor detenimiento qué era lo que estaba sucediendo exactamente. Absorbió en segundos los contenidos de Internet, y unos pocos microsegundos más tarde se dio cuenta de que aquel conocimiento ya se había quedado obsoleto. Estaba todavía luchando con aquel crecimiento exponencial de información cuando llegaron los cosmonautas de la Unión Europea. Para ellos se trataba de un cuerpo celeste cercano a la Tierra muy conveniente para sus objetivos, y una posible fuente de materias primas para futuras misiones.

Los seres humanos tenían planes para el Sistema Solar, descubrió el dios. Planes que hacían que la pasada incursión de los octópodos pareciera un bonito recuerdo. Pero la inminente llegada de los octópodos quizá fuera peor. Si los seres humanos podían llegar a expandirse por el espacio sin aquel pródigo uso de recursos de devastadoras consecuencias que su basta tecnología aeronáutica necesitaba, se perfilaba una solución elegante a la presencia de las dos especies de parásitos.

Dejando a un lado a los saurios locales, que resultaban incapaces de ocuparse del problema, el dios reunió información sobre los vuelos interestelares y los esquifes gravitacionales en la infosfera de la Tierra. Observó que existían ya varios proyectos militares de alto secreto que parecían tender intuitivamente hacia una tecnología de esquifes gravitacionales, pero los encargados de respaldar aquellos proyectos de alguna forma no llegaban a acertar con la vía adecuada de solución. (Con su mutua transparencia mental, las mentes celestiales encontraron dificultades para comprender los conceptos de mentiras, ficción y desinformación). Las mentes que componían Lora 10049 establecieron comunicación con los Cosmonautas que habían llegado a su superficie, donde la estación minera de la Agencia Espacial Europea Mariscal Titov le estaba proporcionando al dios un agudo dolor de cabeza.

Los Cosmonautas recibieron una gran sorpresa cuando un conglomerado de partículas de carbono comenzó a interactuar con sus computadoras. Entre el subsiguiente aluvión de información que siguió, los humanos fueron incapaces de desgajar las instrucciones para desarrollar una forma de tecnología radicalmente distinta de viaje espacial hasta que fue casi demasiado tarde. Al principio, los políticos mantuvieron los contactos en el más absoluto secreto, después decidieron que debían hacerse públicos. Los conflictos entre la clase política y militar acabaron por cristalizar en una sublevación de la estación espacial. Antes de que los marines espaciales del Ejército Europeo Popular pudieran desembarcar para sofocar la rebelión, los Cosmonautas construyeron una nave con propulsión estelar que permitía viajar a la velocidad de la luz, con la que evacuaron la estación. Ellos pensaban que habían comprendido cómo manejar aquella tecnología de navegación espacial, pero se equivocaban. La nave se dirigió a la Segunda Esfera con todos ellos a bordo.

Antes de su partida, uno de los Cosmonautas se aseguró de que las instrucciones que el dios les había legado no fueran ignoradas ni pudieran esconderse y olvidarse. Los dioses lo aprobaron. Muy pronto, los ruidosos seres humanos serían el problema de algún otro.