DOS

El Hombre Robusto

La playa de Lemuria era el peor lugar del mundo, y Elizabeth Harkness era feliz de estar allí. Recorrió la playa plagada de guijarros con la cabeza baja y su hombro izquierdo encorvado para protegerse del viento gélido que venía del mar. La trenca con capucha, unos pantalones acolchados, guantes de piel y botas no eran suficientes para frenar el frío, especialmente cuando tenía que quitarse la capucha o los guantes. Los grandes guijarros, redondeados por efecto de la erosión, se entrechocaban y crujían bajo sus suelas. Las gaviotas chillaban girando en círculos sobre su cabeza. Como telón de fondo, el pálido sonido del agua blanca colmaba sus oídos. La estación ballenera abandonada donde Gregor Cairns y ella habían aterrizado con su esquife estaba a un par de kilómetros a sus espaldas, con aquellas calderas oxidadas diminutas en la distancia como los artefactos de laboratorio supervivientes de un naufragio. Gregor había elegido pasar la mañana recogiendo fósiles del pie de los acantilados, la misma ladera de roca que se alzaba hasta alcanzar cientos de metros a su derecha. Elizabeth estaba tratando de encontrar signos de vida más recientes. Aunque la estación era la que en aquellas latitudes podía entenderse como primavera, no había demasiada. Las gaviotas blancas clareaban los acantilados, así como algún cuerpo desecado de una cría despeñada entre los peñascos del lado de barlovento. En la ladera al abrigo del viento, los líquenes se extendían con sus características crestas alborotadas grises y naranjas. Sobre ellos, pequeños artrópodos correteaban y se escabullían como centellas después de un fogonazo. Aquí y allí un pedazo de tierra abrigaba una pequeña robusta planta en flor, blanca como la espuma del mar.

El propio mar, picado por el viento gélido del océano del casquete polar a mil kilómetros al sur, era un refugio para la vida mucho más hospitalario que nada de lo que pudiera ofrecer la isla. Cada mirada que dirigía al océano no podía evitar captar el cálido surtidor lejano de una ballena respirando. Las aves marinas de diversas especies, desde las pequeñas gaviotas rozando las puntas de las olas, a los alcatraces de tres metros de ala a ala que planeaban en las alturas, patrullaban y caían en picado sobre los gigantescos bancos de peces que abundaban bajo las aguas. De cuando en cuando, las negras cabezas como balas de focas o leones marinos o algún otro mamífero marino similar surgían del mar a unos quinientos metros de la costa, echaban un vistazo a su alrededor de una manera desconcertantemente humana, y después arqueaban el lomo y desaparecían de nuevo entre las aguas.

Elizabeth iba avanzando lentamente, removiendo rocas, tomando notas, recogiendo muestras y depositándolas en cajas de plástico herméticas o pequeñas jarras cerradas con rosca. Incluso los insectos más diminutos o los especimenes arácnidos tenían allí su sitio reservado, gracias a un artefacto compuesto por un tubo de cristal en forma de ele y un tubo de goma para succionar unidos por un bitoque también de goma con agujeros a cada lado para acoplarlos, que en siglos de uso para la ciencia nunca no había recibido un nombre más científico que «recogedor». El biota de Mingulay, como el de todos los planetas de la Segunda Esfera similares a la Tierra, compartía unos antepasados comunes terrestres pero a lo largo de los eones había alcanzado formas únicas y muy interesantes. No era que los antiquísimos artrópodos u otras familias de invertebrados dieran grandes señales de ello. Ella podía identificar de memoria la especie de la mayoría de los que recogía recordando los manuales estándar reeditados a partir de los originales terrestres publicados hacía miles de años. La propia geología y biología de Mingulay habían quedado hechas un revoltijo sin demasiado sentido durante varios siglos. Los primeros colonos humanos habían clasificado apenas unas pocas eras sucesivas reconocibles: Pelágico, Noácico, Nevisio, Corpácico, Estrontiano, y uno o dos filósofos atrevidos habían comenzado a postular una teoría de la evolución, cuando la última nave espacial de la Tierra había llegado con la descorazonadora información de que, aunque los científicos tenían básicamente razón, el planeta en el que habitaban había sufrido una sucesión de creaciones y catástrofes y era el resultado sin ninguna duda de la actividad intencionada de los dioses.

Después de olvidar la hora durante un tiempo, Elizabeth miró a su reloj y después al sol, decidió que era el momento de descansar antes de regresar, y eligió un enorme peñasco donde refugiarse. Los guijarros estaban secos a aquella distancia de la playa. Se desprendió de la mochila y se sentó mientras sacaba un termo de café. Justo en el momento en que estaba desenroscando la taza, se fijó en un objeto blanquecino que se levantaba un poco del suelo, a unos metros de la playa, donde las piedrecillas iban dejando paso a la arena bajo los acantilados.

La curiosidad pudo más que el cansancio. Depositó el termo entre las rocas, se incorporó, un tanto anquilosada (cuarenta años de vida, veinte de ellos en distintos tipos de gravedad, le estaban pasando factura en las rodillas), y se aproximó, sacándose un guante y buscando en el bolsillo de su abrigo la robusta navaja de muelle que utilizaba en el duro trabajo de campo cuando necesitaba clavar y excavar. Se puso de cuclillas sobre la arena y estudió aquella cosa medio enterrada: un fósil en formación hundiéndose en una arena que algún día se convertiría en arenisca. Al principio pensó que se trataba de los restos del exoesqueleto de una estrella de mar o de un cangrejo de patas largas. Era un cuerpo central circular del tamaño de una mano, con unos apéndices. Descubrió tres pequeñas depresiones en forma de copa que se disponían a intervalos regulares, cada una con un diminuto agujero central en la parte expuesta de la sección principal; bajo aquellas concavidades, otras aberturas, y bajo ellas una delicada articulación triangular en forma de plato toscamente rectangular, y a lo largo del perímetro interior de cada plato, una hilera de algo más blanco que el resto.

Dientes. Mandíbula. Cuencas oculares. La cascada de sucesivos descubrimientos provocaron una oleada de adrenalina que recorrió todo su cuerpo. Regresó sobre sus pasos para coger una paleta de su mochila y volvió para excavar con sumo cuidado alrededor del fósil. Cuando estuvo totalmente al descubierto se incorporó y lo observó detenidamente. Tenia ocho apéndices en total, cada uno de unos cuarenta centímetros de largo, con tres articulaciones de rótula a diferentes alturas, cercana, media y lejana. En las junturas más alejadas se podían observar algo similar a versiones en miniatura de un esqueleto completo: unos brotes o manos de ocho dedos. La parte central parecía ser un cráneo, curvado hacia adentro bajo la mandíbula. La parte más inferior, unida a la superior por una barra central y de la cual nacían los apéndices en grupos de cuatro a cada lado, era algo parecido a una pelvis. Además de las tres cavidades oculares que había visto en un principio, tenía cinco más repartidas a lo largo de toda la circunferencia, todas dispuestos a intervalos regulares, y la triple mandíbula también se repetía en el lado opuesto, aunque sin dientes.

Se trataba de algo tan distinto a todos los invertebrados que hubiera visto anteriormente que el mero descubrimiento la hizo temblar. De hecho, la puso enferma. Se parecía demasiado a los restos de una cría horriblemente transformada de simio como para poder mirarlo sin una sensación de repulsa. Lo peor de todo para ella era la presencia de unos tendones consumidos pero reconocibles en la parte externa de las articulaciones que todavía las mantenían unidas, y en las partes que habían estado cubiertas por la arena, los fragmentos colgantes de una piel peluda de una textura parecida al cuero. A menos que ella lo estuviera interpretando de forma totalmente errónea, lo que ella estaba observando era un esqueleto interno, no el exoesqueleto de un invertebrado, ni siquiera de uno desconocido para la ciencia. Se parecía a un vertebrado. Demonios, pero es que aquello eran pelos, como un mamífero. Un vertebrado que había evolucionado a partir de algún invertebrado sin perder su simetría radial. A no ser que ella se hubiera topado con alguna extraña malformación, o un nuevo filo, o un organismo que no tenía antepasados terrestres en absoluto. Podía imaginarse sus posibles antepasados. No tuvo que imaginar, porque ya había visto sus imágenes, a sus probables descendientes. O, si aquello era una cría, a sus ejemplares adultos.

Sin apartar la mirada de los restos, Elizabeth sacó su radio del bolsillo para contactar con Gregor. En el momento preciso en el que iba a presionar con el pulgar el botón para iniciar el contacto, escuchó a sus espaldas el sonido de unos pasos pesados crujiendo sobre la playa. Sorprendida, pero no asustada (quizá alguien había llegado silenciosamente en una barca o en un esquife mientras ella estaba absorta en su descubrimiento) se volvió y se encontró cara a cara con la segunda de sus especies desconocidas de la mañana.

Al principio, como antes, la percepción de Elizabeth se concentró en encontrar sentido a lo que veía en términos de lo que ya conocía. La figura levantaba unos dos metros y medio del suelo, y se encontraba a unos veinte metros de distancia. Podría haber sido un gordo gigantesco embutido en un traje negro de submarinista. Pero los ojos de mirada fija, la boca abierta y las fosas nasales se destacaban en la misma piel peluda brillante que cubría el resto de aquello. El resto de él. Tenía las manos y los pies alargados y su cuello se levantaba levemente sobre sus hombros, pero sin embargo, el resto de sus proporciones y de sus rasgos eran humanos. Al instante comprendió que podía ser uno de los mamíferos marinos que había visto antes en el agua.

La criatura dijo algo con una voz profunda y grave, que puso de manifiesto que poseía capacidad de habla. Extendió sus amplias manos mostrando las palmas y se dirigió hacia ella, mirándola con evidente curiosidad durante todo el tiempo, y repitiendo sus extrañas palabras. Elizabeth retrocedió. El ser llegó hasta el peñasco donde ella se había refugiado del viento y se detuvo para observar y olfatear su equipo. Después continuó avanzando para detenerse ante la pequeña excavación que ella había realizado. Elizabeth podía sentir la ladera del acantilado contra su espalda. Su revólver, que llevaba en el bolsillo del muslo, le golpeaba la pierna a causa del temblor de sus rodillas.

La criatura se puso de cuclillas y examinó los restos tocándolos delicadamente con un largo dedo. Luego se incorporó y la miró fijamente. Señaló a los huesos, después al cielo, luego alzó la mirada y lentamente movió su brazo en derredor y abajo hasta formar un ángulo con el suelo. Dejó caer su brazo a su costado para volver a levantarlo y señalarla a ella, haciendo un movimiento con el brazo abarcando todo a su alrededor, y emitió un gruñido.

El único sonido con el que ella pudo responder fue con el castañeteo de sus dientes. Él inclinó su cabeza y orientó la cabeza hacia ella para escuchar mejor. Después la miró directamente. Movió la cabeza de un lado a otro, se encogió de hombros, y se dio la vuelta regresando sobre sus pasos hacia la playa. Sin vacilar, siguió caminando adentrándose en el mar hasta que el agua le cubrió la cintura. Luego se encorvó hacia delante y con un leve chapuzón desapareció de la vista.

El pulgar de Elizabeth pudo finalmente apretar el botón del comunicador y el dial de la radio, mientras sus dedos encontraban el interruptor. Encontrar el canal correcto era sencillo, pues allí no había nadie más.

—Gregor…

—¿Estás bien?

Inspiró profundamente.

—Sí, estoy bien. Pero creo que lo mejor sería que vinieras aquí lo antes posible. Yo he… he encontrado algo interesante.

—De acuerdo. Voy para allá. Cambio y corto.

Con las manos temblorosas, Elizabeth abrió el termo y se sirvió un poco de café, como para regresar a lo que estaba haciendo antes, como si volver a aquella acción interrumpida le reportara algo del equilibrio perdido. Se quedó mirando al mar, donde las cabezas redondeadas iban y venían a la superficie como antes, y a la izquierda, a la estación ballenera. Solo había tomado unos pocos sorbos de café cuando vio surgir al esquife gravitacional tras los edificios de madera derruidos y las calderas de color ocre avanzando a lo largo de la playa hacia ella, con una velocidad tan sostenida que más que acercarse, parecía agrandarse. La aeronave en forma de lente de quince metros de diámetro se detuvo a pocos metros de distancia flotando en el aire. Sus tres patas de aterrizaje se extendieron y se posaron entre los guijarros de la playa, hundiéndose más conforme se detenían los motores e iban recibiendo todo el peso del esquife. La escotilla se abrió desde dentro y se desplegó la escalerilla por la cual descendió Gregor. Corrió hacia ella y la abrazó.

—Estoy bien —insistió ella.

—Tienes el aspecto de haber sufrido una experiencia traumática.

—Bueno… —dijo ella, apartándolo con delicadeza—, tan solo un par.

Le mostró la cosa que había desenterrado. Gregor la miró, emitió un silbido, tomó aire entre dientes y se puso en cuclillas para examinar cuidadosamente los restos con el dedo índice, igual que había hecho el otro primate. Permaneció así durante un minuto, y después se incorporó.

—¿Sabes? —dijo—, vamos a tener que encontrar un nombre mejor para esto que «cosas-simio-arañas».

Ella se rió, liberando algo de tensión al comprobar que su análisis quedaba validado.

—He pensado que quizá sea una especie con algún tipo de parentesco —dijo— tan cercano a ellos como un simio o quizá un lemur para nosotros.

—O se trata de una cría —apuntó Gregor—. Tendremos que examinar otra vez los registros. Elizabeth asintió.

—Y buscar más información sobre la isla.

—Oh, dioses, sí. —Gregor frunció el ceño—. Pero esto no es lo que te ha producido esta impresión tan fuerte.

—No —convino Elizabeth—. Lo que me ha aturdido ha sido que me he encontrado con un…

Ella vaciló, sabiendo que como descubridora tenía el privilegio de bautizar a la especie, y que aquel nombre popular tendría su relevancia, quizá más que el nombre científico que se acordara.

—Un selkie —decidió.

—¿Qué? Ella señaló al mar.

—Aquellos, allí lejos. No son focas. Son homínidos acuáticos.

Probablemente más cercanos a nosotros que los gigantes o los pithkies. Como pithkies de agua salada. Selkies. Apostaría que tienen los mismos genes que nosotros. —Se sorprendió a sí misma emitiendo una pequeña risita—. Justo como Alister Hardy especuló hace ya mucho. ¿Conoces la hipótesis del simio acuático? Podríamos llamarlos homo hardiensis: hombre robusto.

Le habló del encuentro que había tenido.

—¿Sabes qué es lo más extraño de todo? —concluyó ella—. Que era como si él hubiera reconocido los restos.

—Más que extraño, es inevitable —dijo Gregor. Bajó la mirada a los huesos y después la dirigió mar adentro—. Aunque estos restos no hubieran estado aquí, seguiríamos pensando en alienígenas tan pronto como hubiéramos visto a los selkies.

Porque tan seguro como el día que no llevan aquí desde hace mucho. Los últimos balleneros estuvieron aquí hace diez años.

—¿Estas seguro de que no podrían haber pasado desapercibidos? El océano del Sur es bastante grande.

—Sí, pero las islas no. Y si son algún tipo de población viable, deben necesitar islas para alimentarse, por lo menos. Supongo que es posible que los marineros y los balleneros los identificaran erróneamente durante todo este tiempo, pero lo dudo. No, ellos deben de haber llegado hace poco. Y dudo seriamente que sea cosa de los saurios.

Elizabeth golpeó la parte inferior del esquife.

—Suponiendo que no han venido por sus propios medios.

—Efectivamente —concedió Gregor. Observaba intensamente a los puntos que emergían y se sumergían en las aguas—. ¿Sabes una cosa? No nos pongamos demasiado nerviosos ni nada, pero creo que pronto vamos a poder hablar con ellos.

Elizabeth se dio cuenta de que en aquel momento estaban a tan solo doscientos metros de distancia de ellos. Contó hasta doce de ellos.

—¿Deberíamos meternos en el esquife? —preguntó.

—Debería bastar con tener los revólveres a mano. —Gregor abrió el botón del bolsillo de su muslo con un sonido metálico, y ella hizo lo mismo. Esperaron en silencio.

Después de un par de minutos, los selkies empezaron a caminar con el agua a la cintura para cruzar el trecho que los separaba de la playa. Todos eran adultos, siete machos y cinco hembras. Las hembras tenían grandes pechos y cabellos largos en sus cabezas. Cuando salieron del agua, se escurrieron el pelo, lo recogieron y lo dejaron caer sobre un hombro. El agua parecía escapar de sus cuerpos. Después de un momento ya no parecían estar mojados. Se detuvieron al alcanzar la playa y mostraron las manos extendidas.

Elizabeth, y después Gregor, imitaron el gesto.

Los selkies avanzaron por la playa hasta llegar a unos diez metros de distancia, donde se detuvieron formando un semicírculo y observaron a los dos intrusos. Elizabeth reconoció al que había visto antes. Era tan alto que intimidaba. Siguiendo un impulso, Elizabeth se sentó sobre sus talones. Los selkies hicieron lo mismo, manteniendo las palmas de sus manos extendidas hacia ellos.

—El lenguaje corporal parece indicar un encuentro tranquilizador —murmuró Gregor.

—Bueno… Me pregunto si una sonrisa significará lo mismo. —Inténtalo sin mostrar los dientes. Elizabeth extendió sus labios y estrechó los ojos. Los selkies respondieron con amplias sonrisas. En proporción a su tamaño, sus dientes no eran mucho más largos que los humanos. Parecían grandes, muy blancos, resaltados por sus rostros negros y peludos, se dijo Elizabeth.

—Hola —dijo Gregor alzando su mano derecha lentamente. Los selkies respondieron con una frase corta y grave, alzando las manos a su vez, pero con vacilaciones, como si el gesto no les fuera familiar. Todos se relajaron un poco. Tres o cuatro de ellos habían comenzado a gruñir algo entre ellos con aire ausente, rascándose y desparasitándose, para después de capturar algo entre sus dedos índice y pulgar, metérselo en la boca. Era desconcertantemente parecido al comportamiento de los simios. Pero sus expresiones continuaban siendo profundas, curiosas, pacientes.

El que ella se había encontrado antes se incorporó. Miró a Elizabeth y abrió más los ojos. No, no era eso, estaba arqueando las cejas. Elizabeth asintió. Él avanzó hasta sobrepasarles y apoyó su mano en el borde del esquife. Después le dio unas palmaditas y emitió un sonido similar a una risa jovial, en un tono líquido, grave y cálido. Elizabeth se preguntó si se había dado cuenta, gracias a aquel material metálico y a su aspecto global, de que aquella copia hecha a partir de una multitud de otras copias, era un esquife hecho por humanos y no por saurios. El selkie caminó a su alrededor agachándose para estudiar más detenidamente la escotilla. Después se alejó y volvió a examinar los huesos y dijo algo a sus compañeros. Después de permanecer allí un momento rascándose la cabeza, se giró y regresó con el grupo. Comenzaron una conversación tranquila y ordenada, señalando unas veces a Gregor y Elizabeth, y otras al esquife. Cuando todos hubieron hablado (Elizabeth había estado observando y escuchando atentamente y se había dado cuenta de aquel hecho), él se alejó un par de metros enfrente de ellos y se puso de cuclillas sobre los guijarros. Elizabeth podía percibir el olor a pescado en su aliento. Apoyó un codo sobre su rodilla, sostuvo su barbilla en una mano por un momento, y después se frotó los labios con un dedo antes de asentir con la cabeza como para sí mismo. Paseó la mirada por las piedrecillas de la playa, eligió una, y después cogió otra al azar. Sostuvo la primera piedra sobre la palma de la mano y la golpeó con la otra, partiéndola. Les alargó los dos pedazos. Contenían el fósil de una concha en forma de espiral, una amonita. Levantó las cejas y gruñó con un tono agudo.

—Sí —dijo Elizabeth asintiendo con la cabeza.

El selkie dio unos toquecitos al fósil con una uña curtida y con muescas. Acto seguido señaló a los huesos, después al esquife, después al cielo, después a lo lejos en el ángulo que ya había marcado antes, se señaló a sí mismo y finalmente abarcó a todos sus compañeros a sus espaldas con un movimiento del dedo. Se echó hacia atrás, con los talones bajo las nalgas y los codos sobre las rodillas, movió la mano señalando a Gregor y Elizabeth y repitió el gruñido interrogante.

—Traducción —dijo Elizabeth, volviéndose a Gregor—. «Los bichos arácnidos nos trajeron en esquifes hace mucho tiempo. ¿De dónde venís?». ¿Estás de acuerdo?

—Sí —dijo Gregor.

—Incluso quizá más que eso. ¿Y qué hay de aquello de señalar al suelo?

Elizabeth se encogió de hombros.

—No lo sé. ¿Podría ser quizá que hay más de estos seres enterrados por aquí?

—Oye, eso tiene sentido. Podemos comprobarlo más tarde. ¿Qué le decimos? ¿Y cómo?

—De la misma forma en la que él nos ha hablado a nosotros.

Elizabeth se incorporó y se dirigió hacia los huesos. Gregor la observó con una mirada un tanto preocupada. Le hizo señas al selkie para que se acercara. El gigante se aproximó, pero se mantuvo a unos pocos metros de distancia. Ella señaló al esqueleto del alienígena, luego a sí misma, y después movió la cabeza de un lado a otro. El selkie hizo un par de leves movimientos con la cabeza hacia atrás, en un gesto que Elizabeth esperó que fuera de asentimiento. Elizabeth cogió su paleta, que todavía descansaba en la arena pasando desapercibida y bosquejó en la arena la figura de una araña. Después señaló al dibujo y a los huesos, a lo que el selkie respondió con otro movimiento de la cabeza hacia atrás. Borró el dibujo de la arena con la paleta y volvió a hacer otro, esta vez un semicírculo unido a una V para representar toscamente la forma de un saurio. Con cuatro trazos curvos hizo los ojos almendrados, una línea su boca sinuosa. Ella señaló a la cara del saurio, y después al esquife.

El gigante del mar la observó. Hizo lo que ella había tomado antes como un sonido de interrogación, pero esta vez con un tono tirante en su voz. El equivalente humano habría sido: «¿¿eh??». Se acuclilló a su lado y extendió la mano pidiéndole la paleta. Ella se la entregó. El gigante la sujetó con mano hábil, como si sostuviese un pincel, y rápidamente añadió un cuerpo espigado al rostro del saurio. A su lado, dibujó con igual rapidez y economía de trazos una elipse con tres piernas, después dejó la paleta y la miró.

—Sí —dijo ella con firmeza, asintiendo con la cabeza.

La boca y los ojos del selkie se abrieron de par en par. Se incorporó lentamente, como si de pronto estuviese fatigado, y volvió hacia los suyos para conversar en un corro. Algunos de ellos hicieron unos gestos bruscos hacia abajo con las manos extendidas que intrigaron a Elizabeth por un momento, hasta que se dio cuenta de que en el agua aquello quizá hubiera correspondido con un intento deliberado de chapotear, quizá como señal de peligro. Después todos ellos se incorporaron de pronto y huyeron al mar; pero el más valiente era el último, y volvió la cabeza mientras corría.

Después de marcar el lugar del hallazgo y fotografiarlo, terminaron la excavación, depositaron cuidadosamente el pequeño esqueleto en una bandeja de plástico para muestras, y en otra metieron con la paleta la arena en la que había estado enterrado, y que contenía una miríada de diminutas astillas que quizá fueran huesos pequeños o partes internas o algo relacionado con el descubrimiento. O quizá fueran tan solo espinas de erizos marinos. En cualquier caso, eran parte del puzzle. Subieron las dos bandejas de muestras al esquife junto con los montones tintineantes de tubos llenos de otros especimenes que Elizabeth había recogido. En comparación con el esqueleto de posible origen extraterrestre, aquellos especimenes parecían triviales, pero a largo plazo nada era trivial para la ciencia. Decidieron no permanecer mucho más tiempo en aquel sitio, tanto para evitar que los selkies se alarmaran más, como porque no sabían lo peligrosos que podían volverse aquellos selkies una vez asustados, de modo que subieron al esquife y regresaron a la estación ballenera, aterrizando bien lejos de la playa.

Mientras tomaban un rápido refrigerio a mitad de jornada discutieron qué era lo que debían hacer entonces.

—La primera cosa que tenemos que hacer —dijo Gregor— es echar otra ojeada al interior de la isla.

Elizabeth señaló hacia los acantilados con una barra mordisqueada a medio comer.

—Ya hemos mirado. No hay nada más que gaviotas e insectos.

—No estábamos buscando algo como esto. Lo que necesitamos es saber si es algún ejemplar perdido o forma parte de una población creciente.

—De acuerdo —dijo Elizabeth— yo volaré. Tú mantén los ojos abiertos.

El esquife estaba adaptado al uso humano, pero el panel de control todavía presuponía manos de cuatro dedos: aquella configuración estaba tan integrada en el diseño del programa de control que resultaba imposible cambiarlo sin una transformación radical de la nave. Elizabeth se sentó en el asiento acolchado frente a una sección del tablero circular bajo la pantalla que los rodeaba. Aquella sección contenía unos pocos diales y calibradores y un par de alineaciones de profundas depresiones en forma de manos, pero únicamente para cuatro dedos. Descansó los dedos en los huecos del panel dejando fuera a sus pulgares a los lados y se relajó durante un momento. El control era intuitivo, algo que uno debía dejar fluir dentro de sí, dependiente de un acorde de variaciones de presión más que correspondencias de uno a uno entre movimientos y acciones. Ella dejó volar sus dedos, y la aeronave se elevó.

La mirada tembló y pasó de lado a lado conforme los temblores iniciales de excitación se transmitían a la nave. Después la máquina fue ascendiendo a velocidad constante hasta lo alto del acantilado. Cuando estuvieron un poco más alto, el confuso paisaje de la playa de Lemuria se abrió ante ellos. La isla estaba a unos cientos de kilómetros al este y a unos cincuenta al norte. Detrás de los estratos de sedimentos inclinados de los acantilados del sur se podían divisar hileras de rocas melladas alternadas con amplias bandas de tosca hierba, que después de unos kilómetros pasaba a convertirse en una mezcla más reciente de roca volcánica y turba, canales de basalto, géiseres sulfurosos y arbustos de algas verde lima, interrumpidas por mesetas todavía cubiertas de nieve y afloramientos de roca sedimentaria e intrusiones terrosas de capas metamórficas y basales incluso más antiguas.

—Sigamos primero la parte de lo alto de los acantilados cubierta de vegetación —dijo Gregor.

Elizabeth apoyó su peso sobre la mano izquierda, haciendo que el esquife girara en aquella dirección. Presionó hacia abajo con las yemas de los dedos y el esquife se propulsó hacia delante, apoyó en los mandos la parte anterior de las dos manos y se elevó. Se mantuvieron a una altura crucero de treinta metros. Gregor paseaba a lo largo del espacio circular entre la pantalla y el motor central, mirándolo todo con sus prismáticos. De cuando en cuando divisaba algo, y Elizabeth hacía descender el esquife a la altura del borde del acantilado de modo que podían ver el suelo a tan solo unos centímetros por encima de sus cabezas. Pero los huesos siempre se convertían en gaviotas, y el excitante descubrimiento de una enorme madriguera entre una ladera cubierta por la hierba se enfrió un tanto al observar, en lo que en otras circunstancias se hubiera convertido en el hallazgo del día, que era la obra de un ave peculiar incapaz de volar que catalogaron provisionalmente como una especie de topo.

—Me pregunto si los balleneros no los cazaron hasta extinguirlos —dijo Elizabeth.

—Probablemente tengan un sabor horrible.

Ella le dirigió una mirada de reojo.

—¿Y eso te frenaría?

Se echaron a reír y continuaron el trabajo.

Como se habían imaginado, el área volcánica era un hábitat incluso más inhóspito para albergar vida animal. Recogieron unas interesantes muestras de bacterias extremofílicas de fuerte olor, y también recogieron algunos especimenes de un tipo de pequeña araña que correteaba cerca del agua a lo largo de charcas infestadas de algas, pero aquello fue todo. Regresaron a la estación ballenera cuando acababa el corto día. El viento había cesado y el mar estaba en calma, con su superficie tranquila en su incesante movimiento. Elizabeth y Gregor depositaron los especimenes menos frágiles en la estación ballenera, marcados y etiquetados convenientemente para recogerlos en otra ocasión. A la luz del largo atardecer encendieron un fuego a partir de los restos de madera blanquecina de una barca destrozada, y sobre él cocinaron su primera comida caliente del día. Remolonearon un poco antes de dormir, acercándose el uno contra el otro para protegerse del frío, mientras los rescoldos del fuego se desvanecían con la luz solar y las estrellas aparecían en el horizonte. Las constelaciones del hemisferio sur eran tan extrañas que ni siquiera tenían nombres. Su indolente ocupación para matar el tiempo fue entonces acabar con aquel olvido, e identificar las dos estrellas que habían visitado entre todas las visibles. Entonces escucharon unas pesadas pisadas que crujían entre la arena.

—Tras el fuego —dijo Gregor en voz baja.

Se levantaron ágilmente y se situaron uno a cada lado, para tratar de atisbar algo en la línea de la costa. Las pisadas se hicieron más silenciosas conforme dejaban la zona de guijarros y entraban en la arena, y después se detuvieron. Elizabeth pudo distinguir a duras penas la silueta de un selkie recortada contra la luz de las estrellas que reflejaba el mar. Extendió las manos y se acercó hasta el pálido círculo de luz del fuego. Tenía un brazo levantado, y los ojos le brillaban en la oscuridad mientras los observaba a través de su grueso antebrazo. Era el valiente que ya se habían encontrado antes.

Comenzó a hablar, con su voz profunda dominando el oleaje pero calmada en sí misma. Había algo de frustración en ella, o de pesar quizá, pero nada de rabia o de miedo. Habló durante unos dos minutos y después su voz se fue apagando, y terminó con una risa líquida. Después de aquello, se puso de cuclillas, extendió las manos y les miró a través del fuego, con los ojos aparentemente adaptados a la luz. Elizabeth dio un paso hasta Gregor, le puso una mano en el hombro y le indicó que se pusiera en cuclillas con ella. Se situó de cara al selkie, extendió las manos a su vez y se inclinó confiadamente hacia delante.

—Lo que estás diciendo —dijo ella, hablando al selkie pero para que le entendiese Gregor— es que tú estás hablando, y por tanto eres un ser racional, y que quieres reconocernos como tales, y que encuentras esta falta de un lenguaje común tan frustrante como nosotros. Bueno, lo entiendo y estoy de acuerdo con eso. De hecho, creo que a pesar de que no tengáis ropa y de vivir en una zona agreste como esta, no sois unos salvajes, una sociedad de cazadores-recolectores, aunque quizá sea así como viváis ahora. Creo que vosotros sois básicamente tan civilizados como lo somos nosotros, tan conocedores de la naturaleza del universo. Podéis dibujar, habéis visto un esquife gravitacional con anterioridad, habéis tenido contacto con alienígenas. ¿Me equivoco?

Gregor asintió. El selkie respondió con otro minuto más o menos de discurso bajando un poco la mirada, como si estuviera abstraído por sus propios pensamientos. Cuando terminó levantó los ojos y sus dientes brillaron en la escasa luz de los rescoldos. Alcanzó un palo de la hoguera, gesticuló con él hacia ellos y comenzó a dibujar en la arena. Se acercaron a él y observaron cómo iba bosquejando en la arena las representaciones de un esquife y de una criatura alienígena con forma de araña. Diez líneas como máximo. Se señaló a sí mismo, extendió una mano abarcando el mar y después levantó una mano mostrando la palma: esperar. Se levantó y se adentró en la oscuridad, indicándoles por señas que lo siguieran. Cuando estuvieron todos fuera del círculo de luz, a unos pocas decenas de metros de la playa, levantó un brazo y apuntó con el dedo. Comenzó en el ángulo con el suelo que ya había formado antes, para después pasar con un movimiento suave arriba y a alrededor, hasta que acabó por señalar a la brillante estrella roja que se encontraba en dirección este. Ellos también señalaron con sus brazos a aquella estrella. Tan solo para estar seguros de que apuntaban a la misma, él clavó un dedo en la arena y completó la disposición de las estrellas de alrededor, completando la imagen con la que él había señalado, hundiendo su dedo profundamente en aquella muesca, después señalándola de nuevo. Indicó a su pecho otra vez, después al mar, después a la estrella de nuevo. Elizabeth y Gregor asintieron con fuerza. Los labios del selkie se desplegaron mostrando sus dientes en una sonrisa que les hubiera asustado si acabaran de encontrárselo por primera vez.

Extendió una mano primero sobre el hombro de Gregor, después sobre el de Elizabeth (era como ser un niño de nuevo, mirándole de abajo a arriba) y dijo algo, para después adentrarse en las olas.

—¿Sabes lo que se me ocurre? —dijo Gregor una vez que el selkie se hubo desvanecido.

—¿Qué?

—¿La forma en la que señalaba hacia abajo antes, y a la estrella justo aquí?

Estaba señalando al lugar donde la estrella estaba en la mañana, cuando estaba bajo el horizonte. Ella le miró.

—¿Podrías hacer eso tú? Gregor había sido navegante durante veinte años.

Él tenía un conocimiento más directo y práctico del cielo que la mayoría de los astrónomos. Reflexionó durante un momento y después sacudió la cabeza.

—Lo que significa —dijo Elizabeth—, que quizá me haya equivocado con los selkies. No son tan inteligentes como nosotros. Son más inteligentes.

Poco después estalló una tormenta. Gregor y Elizabeth ya habían instalado parte de sus cosas en las oscuras habitaciones de la estación ballenera, pero decidieron pasar la noche en el esquife. Con el campo conectado, se convertía en una superficie tan firme como una roca. La pantalla recogía la suficiente luz del exterior para darles una vista clara, incluso con las luces del interior encendidas. Se sentaron exhaustos, mirando al exterior. Era como ver televisión en blanco y negro (la espuma de las olas blanca, las olas negras), pero interesante.

—Me pregunto cómo la estarán pasando los selkies —dijo Elizabeth.

—Pueden cabalgar sobre las olas —dijo Gregor—. Como las focas.

—Pero ellos no son como focas. No son tan acuáticos. Me los imagino refugiados en alguna playa en algún lugar. Pobres.

—Tienen aspecto de ser duros. —Sonrió—. «Hombre robusto», estoy de acuerdo.

Elizabeth observó cómo la mirada de Gregor era atraída por la bandeja de plástico de muestras donde habían depositado los huesos del anómalo octópodo. De todos los especimenes que habían recogido, aquel era el que menos podían permitirse perder. No se habían preocupado de examinar los restos con más detenimiento utilizando el amplio abanico de instrumentos que tenían a mano: escalpelos, pinzas, alicates, martillos… Apenas se atrevían a pensar en ello. No pensar sobre ello les estaba mareando.

—Esto es algo grande —dijo él—. Esta es la prueba, la primera prueba sólida que hemos tenido de los alienígenas desde el principio, y parece ser que ellos son los que han traído a los selkies hasta aquí. O que todavía continúan haciéndolo.

Elizabeth sonrió con ironía.

—¿La esperada invasión?

—Algo parecido. —Gregor suspiró—. Lo que sea. Tenemos que informar. —Se giró a un lado y le cogió de la mano, entrecruzando los dedos—. El viaje se ha acabado.

—Sí —dijo ella—. Es el próximo viaje el que me está preocupando.

Había sido un buen viaje, casi unas vacaciones. Podría haber sido incluso el comienzo de un retiro, o la reanudación de sus carreras después de un largo intervalo. Siempre se habían prometido a sí mismos que algún día volverían a Mingulay, su planeta natal, y le prestarían la atención de un viaje científico. La biología marina había sido, para los dos, su primer amor. Cuando los dos tenían 20 años, hacía ocho años, Gregor había encontrado en las estructuras del cerebro de un cefalópodo la clave para el gran trabajo de su familia durante generaciones. Decodificar el programa de control de la tecnología de viaje interestelar, hasta entonces monopolizado por los navegantes kraken que abundaban por las rutas de comercio de la Segunda Esfera. Implementar el programa en los antiguos ordenadores de a bordo de la Estrella brillante, la nave en la que los antepasados de Gregor habían sido arrojados a lo largo de la galaxia hasta el segundo hogar de la humanidad, les había permitido recorrer los cuatro años luz hasta Croatano, y, un mes o dos más tarde, rehacer el viaje en sentido contrario. Los saltos a la velocidad de la luz eran subjetivamente instantáneos. Entretanto, la gente había ido creciendo o envejeciendo o muriendo. La primera experiencia de saltar adelante en el tiempo les había supuesto una gran impresión. Conforme la flotilla de aeronaves del clan de los Cairns se fue expandiendo y nuevos sistemas planetarios se fueron añadiendo laboriosamente a los programas de navegación, el alcance de sus viajes se había extendido, y a aquella primera impresión se le habían unido otras muchas. Los miembros de mayor edad de la familia de Elizabeth, que todavía tenían por delante décadas de vida cuando su viaje por las estrellas había comenzado, ya estaban todos muertos. Sus padres eran centenarios apenas reconocibles. Al menos sus hijos habían mantenido su ritmo, porque ellos habían viajado con ella. Elizabeth estaba comenzando a sentir aquella desconexión con los seres humanos comunes, y aquella identificación con sus compañeros viajeros, que resultaba tan patente en las familias con una gran tradición mercantil y que durante milenios habían viajado en las naves de los kraken, deslizándose a través de los siglos en unos pocos meses.

Entonces pensó por unos instantes en Lydia de Tenebre, todavía joven en la eternidad momentánea de su viaje de cien años a Nova Terra, y expulsó aquel pensamiento con un parpadeo.

Parecía que habían terminado el trabajo. Parecía que ya no era necesario que Gregor, el primer navegante, se estudiara cada nueva carta sideral; o que Elizabeth, la oficial científica, lo acompañara. Podían retirarse, dejar la labor pionera a otros, y volver a explorar su propio mundo sorprendente y despoblado. E incluso, por una vez, dejar a los niños en casa. Semanas, después meses, de vagabundear por los océanos del planeta y sus islas en el esquife no los iba a cansar, ni dejarían de encontrar interesantes descubrimientos cada día. Los descubrimientos de aquel día iban a terminar con todo aquello.