ONCE

La litomante

En los viejos tiempos los científicos académicos demostraban la generación espontánea de la vida: moscas que brotaban de la carne podrida, ratones del grano almacenado. Lo que Gaius estaba viendo se parecía mucho a eso: una araña roja diminuta se formaba a partir de una gota de sangre. Pero lo que de verdad le chocó fue que Lydia la cogió de golpe y se la tragó.

El joven hizo una mueca.

—Buen truco —dijo—. ¿Cómo lo has hecho?

La muchacha cogió el cuchillo y lo hizo otra vez. Esta vez colocó la araña (que era de un color diferente, verde) en la palma de la mano de él y luego le pasó una lupa plegable.

—Mírala con mucha atención.

Gaius escudriñó a través de la lupa. No era una araña.

—Es un…

—No grites.

—Por todos los dioses. —Estiró la mano. Le temblaba un poco. El diminuto multiplicador se daba la vuelta, como si buscara algún sitio para huir. El hombre se subió la manga de la muñeca.

—Cógela —dijo—. Cómetela si no queda más remedio.

—Trágala tú —dijo Lydia retándolo. Le brillaban los ojos—. ¿Por qué no? Te hará joven para siempre, o eso me han dicho. Conmigo ha funcionado, hasta ahora.

A él no le cabía la menor duda.

—Cógela —le rogó. La joven le sujetó la muñeca desnuda e hizo desaparecer aquella cosa con un beso.

—Ya está —dijo—. Bueno, no mucha gente tiene la oportunidad de dejar pasar una oportunidad así. Gaius se limpió las manos en las rodillas.

—¿Así es como funciona? ¿Así se propagan las culturas de la Estrella brillante?

—Sí —dijo ella—. Supongo que soy una componente de las culturas de la Estrella brillante, ahora que lo pienso.

—¿Y no has…?

—¿Hecho proselitismo? —La muchacha se echó hacia atrás y sonrió—. No te lo diría si así fuera pero… no.

—¿Por qué me lo cuentas? ¿Por qué me has enseñado eso?

—Porque necesitabas pruebas. Estas cosas viven en mi sangre, pequeñas como células. Cuando se vierte se produce una especie de situación de «sálvese quien pueda».

El hombre asintió. Entendía lo que acababa de ver y por qué se lo había contado Lydia. Contárselo no suponía un riesgo para ella, no podía denunciarla al aparato de Nueva Babilonia sin proporcionarles una información vital que los fortalecería contra el país de él; el secreto de aquella chica era ahora también el suyo y si Lydia estaba pensando en el futuro tan rápido como él, aquel secreto era también el de Illiria. Tenía que sacarla de allí.

—En cualquier caso —continuó ella—, te pasan trocitos de recuerdos. Todo tipo de recuerdos, de sus progenitores y de los organismos en los que han estado. Por eso sé que la navegación multiplicadora es lo bastante precisa para saltar directamente a la superficie de un planeta.

—¿Y por qué no lo hicieron ya en la primera invasión?

—Bueno, supongo que no se esperaban un ataque. Si de verdad son las culturas de la Estrella brillante las que están aquí ahora, seguro que esperan algún problema. —La joven sonrió como para sí—. La gente de Mingulay y Croatano conocía a Volkov de antes y sabía que venía hacia aquí. Sabrán qué esperar.

—¿Pero qué pueden hacer?

—¿Con esquifes que pueden programar saltos a la velocidad de la luz con una precisión de unos cuantos metros? A mí se me ocurren bastantes cosas.

—Si te pones así —dijo Gaius—, a mí también.

Y todas ellas inclinarían la balanza militar contra Nueva Babilonia. Pasara lo que pasara (y Gaius estaba descubriendo que las palabras y acciones de Lydia zarandeaban sus suposiciones sobre la tan temida llegada de las culturas de la Estrella brillante), seguro que era mejor que Illiria se enfrentara a ello desde una posición de fuerza. Si las defensas espaciales de Nueva Babilonia quedaban destruidas y el propio régimen se tambaleaba, las oportunidades serían inmensas. Tenía que volver a Junopolis y llevarse a Lydia con él si podía. Estaba dándole vueltas a eso cuando Lydia estiró la mano y lo cogió por el brazo.

—No te muevas —dijo. Estaba mirando más allá de él—. Acaban de entrar en el bar un par de polis. Están buscando a alguien. Lo más probable es que vayan tras uno de los usureros locales. Tú haz como si nada.

Un momento después se acercaron dos hombres con trajes oscuros. Gaius levantó los ojos y los miró con lo que esperaba que fuese una expresión de curiosidad sorprendida pero no alarmada.

—¿Lydia de Tenebre? —dijo uno de ellos—. Nos gustaría que nos acompañase…

Más tarde Gaius reconstruyó lo que había pasado, más que verlo. Lydia levantó su extremo de la mesa, se agachó, cogió el centro de ambos lados y les tiró la mesa directamente. Los dos hombres se tambalearon y cayeron de espaldas cuando la mesa, sobre la que saltó Lydia como un gato volador cuando aterrizó, se estrelló sobre ellos. Varios brazos y piernas se proyectaron desde debajo. Los cristales rotos se deslizaron por el suelo.

Gaius seguía sentado en el banco con una copa a medio camino entre la boca y el lugar que había ocupado la mesa. Lydia se volvió sobre la mesa volcada como una bailarina en un escenario bajo y estiró una mano.

—Creo que deberíamos irnos —dijo.

Corrieron hacia la puerta pasando al lado de gente que puso buen cuidado en no detenerlos, ya fuera por hostilidad hacia la policía, por mantener su tapadera o por miedo a la recién descubierta capacidad guerrera de Lydia. Esta miró hacia ambos lados antes de salir.

—Tendrán alguna unidad de apoyo —dijo.

Un coche aparcado a unos cien metros carretera abajo arrancó y se dirigió directamente hacia ellos. Lydia abrió la marcha y cruzó la carretera a toda velocidad. Gaius vio con toda claridad el guardabarros del coche a un par de metros de distancia al ir tras ella. Lydia saltó el muro. Los frenos chillaron. Gaius dudó ante una caída de tres metros sobre unos cantos resbaladizos, oyó carreras, rodó por el muro, bajó las piernas, se agarró y se dejó caer. Lydia ya se había levantado y lo sujetó cuando él resbaló al aterrizar.

La marea estaba baja. La costa olía a mal aliento. Lydia corrió a lo largo del muro con pasos seguros. Gaius la siguió tropezando. Levantó la vista y vio dos cabezas que subían y bajaban por la cima del muro. Mantenían el paso con facilidad. Era imposible. Cuando volvió a mirar, Lydia se había desvanecido. Unos cuantos pasos más lo llevaron a la boca del túnel por el que la joven había desaparecido. Le vio la cara, pálida bajo la luz del puerto. Agachó la cabeza y se metió tras ella. El techo del túnel era bajo y el suelo era un arroyo de color verde fosforescente. Intentó no meterse en él.

—Aguas residuales —dijo Lydia—. Puedes pisarlas pero no las bebas. Vamos.

A su espalda oyó un par de golpes sordos y crujidos seguidos por alguien que chillaba una maldición y luego pasos. Echó a correr.

La joven tenía una linterna de bolsillo y el tenue fulgor de las aguas residuales le proporcionaba un sendero. No duró mucho. Unas decenas de metros después, Lydia giró por un túnel lateral justo cuando las voces reverberaban en la entrada del túnel principal. Había otros túneles que se desviaban desde allí y Lydia lo llevó por un laberinto. Las voces y los chapoteos de la persecución se desvanecieron después de un par de giros más. Diez minutos después, llegaron a una escalerilla que subía hasta una alcantarilla y salieron por un callejón al final de la avenida del Astronauta. Lydia hizo rodar la pesada tapa para colocarla en su sitio, se sacudió las manos y se levantó.

—¿Cómo coño has hecho eso?

—No estoy segura —dijo Lydia—. Quizá haya visto el mapa del alcantarillado en la biblioteca.

—Eso no explica nada.

—No —dijo ella.

La muchacha se acercó a una fuente provisional (no era evidente pero ella se movía como si supiera dónde encontrarla) y dejó correr el agua por las botas que llevaba. Gaius se miró los zapatos y los bajos de los pantalones y decidió hacer lo mismo. Mejor estar mojado de agua que de esa mugre. Tenía un aspecto vagamente ácido y su olor, a medida que se debilitaba bajo el cielo abierto, se hacía cada vez más nauseabundo, como ginebra barata en los senos nasales. Se quitó los zapatos y los aclaró, luego los calcetines y los pies. Incluso después de escurrirlos, los calcetines tenían un aspecto horrible.

—¿Y ahora adónde?

—Lo primero que voy a hacer —dijo Lydia— es ir a la cabina de teléfono más cercana y llamar a casa. A ver si la poli ha ido también a por ellos.

Había un teléfono en la esquina. Lydia colgó el auricular después de probar una docena de números.

—No hay nadie en casa. Mala señal.

Subieron por la avenida del Astronauta, tratando de tomar una decisión sobre qué hacer después. Las calles estaban un poco más animadas, aunque nada parecido a lo que era Junopolis a la misma hora de una noche tan cálida como aquella. No había tiendas abiertas y pocas cervecerías o lugares de entretenimiento. Tres transportes armados de personal pasaron por un cruce a unos cuantos cientos de metros de ellos. Gaius, desesperado, quería salir de la calle.

—¿Por qué vinieron a por ti?

—Por la misma razón que tú, supongo. Gaius lo pensó un momento.

—Vamos a salir de esta calle —dijo. Se detuvo en el exterior de una cervecería—. Aquí dentro.

—Eso es un abrevadero de burócratas. Uno de los bares pinchados de los que te hablé.

—Mucho mejor —dijo Gaius—. Ya no tenemos que preocuparnos por eso. Ahora lo que nos preocupa es que nos empaqueten en una furgoneta.

El lugar estaba lleno de hombres y mujeres trajeados. A Gaius, siempre cínico, no le sorprendió demasiado que nadie los mirara. Pagó un par de copas bien cargadas y excesivamente caras y se sentó con Lydia en un reservado. Había un menú sobre la mesa.

—¿No tienes hambre de repente? —dijo Gaius. Lydia asintió. Pidieron empanadas de carne picada a la plancha, la especialidad.

—Antes el marisco era estupendo —suspiró Lydia. El camarero se alejó.

—¿Qué quieres hacer? —preguntó Gaius.

—Las paredes oyen —dijo Lydia.

Gaius se apoyó en el respaldo y suspiró.

—Sé que aquí hay vigilancia —dijo—. Te lo creas o no, sé más que tú. Lo utilizan para reunir pruebas, no para dar una respuesta rápida. Piensa en ello, a menos que haya una alerta general para buscarnos, o para buscarte a ti, lo único que está pasando aquí es que nos están grabando y en algún momento de los próximos días un policía aburrido nos va a escuchar. Y eso solo si tienen razones para pensar que merece la pena comprobar las cintas de este sitio. Quizá hayan enviado nuestra descripción a las patrullas de la policía, pero será a los coches, no a los bares. Además, sacar a la gente de sitios así no es su estilo. Suele disgustar a los cuadros medios. Así que relájate.

—Muy bien —dijo ella—. Lo que quiero hacer es averiguar lo que le ha pasado a mi familia.

—¿Ya te habían detenido alguna vez?

La joven negó con la cabeza.

—Interrogan a todos los humanos que se bajan de las naves de los comerciantes, nos liberan y nos mantienen vigilados, pero nada más.

—¿Algún otro como tú?

—Quizá uno o dos —dijo la chica, un tanto evasiva. Luego se mordisqueó el labio—. Lo he comprobado, he preguntado por ahí de forma discreta. Los antiguos comerciantes suelen andar juntos, se ayudan y eso. Y solo por eso no hemos terminado todos en un montón en el fondo.

—Sigue siendo mucha gente para comprobarlos a todos.

—Lo era —dijo ella con sequedad—. Pero recuerda que la mayor parte de las naves que volvieron no habían estado en la esfera de expansión de las culturas de la Estrella brillante y de los que han estado, muy pocos se han encontrado de forma directa con los mingulayanos o las arañas. Fuimos casi los primeros en conocerlos, en Novakkad y allí las cosas estaban en una fase muy temprana. En general los kraken o los saurios se dan cuenta de que está pasando algo a los pocos minutos de salir del salto y ni siquiera aterrizan, vuelven a saltar directamente. Es como el acto reflejo de un calamar.

Gaius seguía sonriéndole a esa imagen cuando volvió el camarero con dos platos de comida y tres hombres con armas. Dos de ellos estaban magullados y le sonaban de algo. El tercero era un poco más alto, más viejo y más pesado y actuaba como si hubiera tenido que hacerse cargo de todo. Lydia se terminó la copa y se levantó. Esta vez no habría forma de sorprenderlos.

—Al parecer habían emitido una alerta general para buscarme, después de todo.

—Fue el comentario sobre el marisco —dijo el camarero. Gaius extendió las manos y se levantó para salir del reservado.

—Esta dama está bajo la protección del Ducado Libre de Illiria —dijo—. Me acaba de pedir asilo. Exijo que nos permitan ir al consulado.

—El consulado está cerrado —dijo el más grande de los tres hombres—. Ella se viene con nosotros. Y usted, señor Gonatus, es persona non grata, joder. El único sitio al que se va usted es al tren de vuelta a Illiria.

—Tengo un billete de avión…

—El aeropuerto está cerrado.

—… y no hay trenes de vuelta a Illiria.

—Oh, sí que los hay —dijo el policía grande—. Solo que no llegan hasta el final. Solo hasta la ladera de las montañas. —Le echó un vistazo al reloj y esbozó una sonrisa desagradable—. Considérese afortunado. Dentro de unas horas no se le expulsaría por realizar actividades incompatibles. Se le metería un puto tiro. Así que muévase.

Gaius miró a Lydia. Parecía muy tranquila, como si no tuviera miedo y la impresión era tan buena que por un momento el hombre se preguntó si no le habría estado tomando el pelo. Pero lo descartó. La joven era valiente y estoica, eso era todo. Y lo más probable es que fuera difícil matarla o causarle un daño permanente. Eso debía de ayudar bastante.

—Lo siento —dijo él.

—No hay nada más que puedas hacer —dijo ella. Con un encogimiento de hombros se puso la chaqueta que le había devuelto uno de los hombres después de registrarla—. Vete ya.

Pensó en lo que el policía había insinuado y se preguntó si Lydia se habría dado cuenta.

—Te veo después de la guerra —dijo.

El tren partió una hora antes de medianoche. Lo único que Gaius agradecía era que le hubiesen dejado la ropa intacta después de saquear su habitación de hotel. Quizá se hubiera quedado sin muestras pero al menos tenía calcetines secos. Había llenado la bolsa vacía de las muestras con botellas de agua y tanta comida como podía llevar, comprada a toda prisa en los puestos de la estación, aunque se iría pasando en pocas horas. En todos los demás aspectos, la sensación era de profunda ingratitud. El tren estaba atestado. Casi envidiaba a la gente que se había apretujado en los asientos de madera o que iba sentada en el suelo. El tren del noroeste que salía de Nueva Babilonia era oficialmente para los campesinos de los latifundios que iban y venían a los mercados; y en realidad había una buena cantidad de campesinos, la mayoría mujeres muy ancianas u hombres con el rostro enrojecido por el sol y la bebida que roncaban ataviados con trajes baratos y chillones. Pero de forma no oficial, y con todo descaro, era para los emigrantes. Esta noche transportaba a muchos más de los habituales, refugiados, sospechaba Gaius, de la guerra de la que hablaban los rumores ya generalizados. La gente de las nubes llevaba más equipaje que los campesinos y tenía mejores ropas, y antes de terminar la semana la mayor parte del equipaje salpicaría los pasos de montaña, las ropas se habrían convertido en harapos y algunos de los emigrantes estarían muertos. Según la estadística, y Gaius lo sabía, estaba mirando a mucha gente muerta, con tanta seguridad como si estuviera sentado en un tren de tropas rumbo al frente. Según la estadística, y eso también lo sabía, era posible que estuviera mirando a un hombre muerto en el reflejo que le devolvía la ventanilla oscura.

El tren cruzó traqueteando la planicie, subió con esfuerzo la pendiente que se iba elevando poco a poco y cruzó como un trueno el Macizo. Gaius, de pie y apretado por la multitud de cuerpos que lo rodeaban, empujado por el ritmo del tren y por las sacudidas más molestas y caprichosas de las personas que iban y venían de los aseos, inadecuados y cada vez más malolientes, echaba alguna cabezada y despertaba de vez en cuando con algún cambio repentino en el equilibrio de fuerzas o cuando se daba de frente con la ventanilla. El tren se detenía cada hora más o menos. En cada parada se bajaban algunos campesinos y Gaius esperaba que se aliviara la presión; pero siempre se subía más gente todavía. Sobre todo hombres jóvenes, prófugos, suponía y esperaba Gaius con patriotismo. Bebían mucho, fumaban a pesar de las protestas y hablaban a gritos en un dialecto muy marcado. Gaius no era capaz de entender lo suficiente para conseguir alguna información.

Alrededor de las tres después de medianoche, todos los ocupantes del tren despertaron a la vez cuando una sacudida y unos gritos recorrieron los vagones atestados y todas las cabezas se volvieron hacia las ventanillas. Gaius se encontró mirando entre los reflejos amarillos cuando consiguió ahuecar las manos entre el cristal y la cara y mirar directamente a una docena de luces que se movían con lentitud y de repente cambiaron de color, se cernieron sobre ellos, lanzaron unos destellos y luego desaparecieron bailando. Minutos después algo cayó del cielo y como un relámpago iluminó la tierra de un horizonte a otro. No durmió mucho después de eso.

Amaneció a las cinco y media después de medianoche. Una hora después, el tren se detuvo en un pueblo de mala muerte: un depósito de agua, una torre de litomancia, una cochera para tractores y unas cuantas casas desperdigadas. Se bajaron allí más campesinos y por suerte se subieron muy pocos pasajeros más. Unos niños pregonaban periódicos por el andén. La edición matinal del periódico oficial y único del régimen, enviado por cable desde la capital e impreso en el pueblo con otro nombre para aquella zona. Gaius bajó la ventanilla a tirones e intercambió un puñado de volkovs por la Verdad de Pergam. Muchas otras manos se estiraron para hacer lo mismo. Gaius encontró un espacio para sentarse y lo leyó.

Illiria debe actuar, advierte el Senado En una sesión de urgencia que duró toda la noche, el Senado de la República Democrática de Nueva Babilonia advirtió que la pasividad criminal de la aristocracia illiriana ante las recientes incursiones realizadas por los esquifes arácnidos (ver página 2) es una amenaza para todo el planeta. Las fuerzas de defensa de la República están listas para auxiliar de inmediato al pequeño destacamento militar del Ducado, pero se reservan el derecho de actuar de forma unilateral en defensa de todos los pueblos de Nova Terra. Cualquier rechazo de esta invitación fraternal a enfrentarse hombro con hombro a la amenaza alienígena se considerará, por parte de cualquier persona razonable, como una traición a la especie y un acto de colaboración con el enemigo. El Senado recomendó encarecidamente a los illirianos patriotas, y en particular a sus valientes aunque mal equipadas fuerzas armadas, que consideraran a quién le deben lealtad.

Una amenaza de guerra y una instigación a la traición. Gaius rechinó los dientes y pasó a la página dos, que ofrecía (por vez primera por lo que él sabía) un relato bastante sobrio de los avistamientos y otros acontecimientos extraños de los que se hablaba en la prensa basura de su país. Se hablaba de unos cuantos incidentes acaecidos dentro de la República, y en todos ellos se decía (al contrario que en los ocurridos en Illiria) que las fuerzas aéreas o espaciales habían respondido con rapidez. Lo que también se sugería aquí era que Illiria estaba implicada en la incursión arácnida; había abundantes insinuaciones sobre los aristócratas decadentes que se vendían al enemigo, si bien no se aclaraba lo que se vendía ni lo que se recibía a cambio.

Gaius fue pasando páginas mientras el tren salía de la estación. Artículos de fondo, entrevistas, mapas erizados de flechas amenazadoras, diatribas populares… La hostilidad hacia Illiria era tan viperina que se alegró de que no lo pudieran identificar al instante como illiriano. Como la mayor parte de los republicanos del Ducado, seguía la antigua moda del pelo corto y su ropa tenía a esas alturas un aspecto tan desastrado como la de los nativos. Una cosa que había esperado ver en el periódico, y que no estaba allí, era alguna referencia a los enemigos internos; no había ninguna incitación a la búsqueda de espías, ninguna advertencia contra los extranjeros o los comerciantes. Parecían el cabeza de turco más obvio. Dudaba que al régimen se le estuviera pasando por alto el truco. No parecía la clase de truco que solía pasarse por alto.

Abrió la bolsa, bebió un poco de agua tibia y sacó un bocadillo que empezaba a doblarse por las esquinas. Tenía una mujer muy anciana sentada enfrente que miraba el bocadillo con mucha más hambre de la que él sentía, así que se lo regaló. La mujer le dio las gracias con una sonrisa a la que le faltaban varios dientes, lo engulló en un minuto, se limpió las manos en el vestido negro ya lleno de grasa que llevaba, y luego manoseó algo que tenía en la oreja. Gaius observó el cable que serpenteaba hasta el bolso de cuero al que se aferraba.

—¿Tiene una radio? —preguntó él—. ¿Alguna noticia más?

—Litos está inquieta —dijo la mujer—. Litos tiene miedo.

Gaius se obligó a no mostrar su desdén. La anciana no estaba escuchando las noticias, estaba escuchando la cháchara sin sentido de las torres litománticas. El culto seducía a los viejos y a los afligidos que oían las voces de sus seres queridos.

—Oye rumores de guerra, envía sus máquinas de luz a encontrarse con las arañas. Llora por la sangre perdida llena de arañas, la sangre de la vida. Las arañas están cerca, reptan sobre nosotros, cuelgan de los espacios que hay entre las estrellas.

Gaius sintió que un escalofrío le invadía la piel y que se le ponía el vello de punta. La anciana no notó su reacción. Tenía los ojos vidriosos a causa del trance litomántico y el resto de lo que decía era un galimatías, vocalizado sin duda a partir de los aullidos atmosféricos y de los murmullos de la litosfera. Luego se durmió y empezó a babear un poco. El hombre que estaba sentado al lado de la mujer, un emigrante con una camisa elegante y sudada, cambió de postura, incómodo, y le lanzó a Gaius una mirada avergonzada.

—A los campesinos les interesan ese tipo de cosas —dijo—. Y yo lo entiendo, con la Presidenta dando semejante ejemplo.

Gaius comprendió que el hombre lo había reconocido como extranjero, y de ahí su actitud defensiva. Esbozó una sonrisa tranquilizadora y agitó una mano, aunque el cerebro le estaba estallando de tal modo que preferiría no hablar de nada.

—Oh, no se preocupe por eso —dijo—. Tengo que admitir que nuestros granjeros son también un atajo de paganos. Le sacrifican ratones a la luna nueva.

El hombre lanzó una risita.

—¿Es usted de…? —señaló con un gesto hacia atrás, en la dirección en la que iban.

—Sí —dijo Gaius—. He tenido que suspender una visita de negocios.

—No debería haberlo hecho —dijo el hombre, de nuevo a la defensiva—. No habría tenido nada de qué preocuparse.

—Hmm —dijo Gaius al tiempo que levantaba las cejas.

El hombre suspiró, se acomodó en el asiento y encendió un cigarrillo sin disculparse, aunque tampoco hubiera importado mucho a esas alturas del viaje.

—Sí, estoy yo como para hablar —dijo—. Soy tan patriota como cualquiera, ya me entiende, pero cuando aparecieron anoche los gorilas de la sociedad y me dijeron que mi taller acababa de convertirse en parte de la defensa nacional, pensé, a la mierda con ellos. —Miró con cariño a una mujer y dos adolescentes que dormían derrumbados sobre el asiento de al lado—. Y los chavales, bueno, los dos están en edad de hacer el servicio militar…

—No creo —dijo Gaius con suavidad— que los pasos sean mucho más seguros. Ni Illiria si a eso vamos.

El emigrante tenía una expresión sombría en el rostro.

—Quizá tenga razón —dijo—. Pero hemos hablado de ello y preferimos morir en las laderas que en este inútil fratricidio. Gaius resistió la tentación de señalar que las dos posibilidades no se excluían entre sí.

—¿Y qué pasa con las arañas? —dijo.

El hombre bufó.

—Eso sí que no me lo creo. Si vinieran las arañas, ¿no cree que los illirianos se unirían a nosotros de inmediato? ¿O que nuestro gobierno no se lo pediría por favor? No, eso no es más que una excusa.

—Pero anoche vimos…

—Unas luces raras. Sí, cierto. Déjeme decirle, amigo mío, que las luces raras sobre el Macizo no son tan insólitas como se pudiera pensar. Y, en cualquier caso, ¿quién dice que esos esquifes que dice haber visto la gente no proceden de Sauria? Estoy seguro de que todavía quedan unos cuantos saurios por allí. O de una nave.

—En eso es posible que tenga razón —dijo Gaius. Se preguntó si ese escepticismo estaría muy extendido y decidió cambiar de tema—. ¿Y qué era lo que decía de la Presidenta?

El emigrante sonrió y apagó el cigarrillo en el costado del asiento.

—Es un escándalo, ¿sabe? —dijo al tiempo que se inclinaba hacia delante y bajaba la voz—. A la señora Presidenta la mantienen con vida a base de cables, transfusiones y los dioses saben qué, y todo porque esa camarilla de leprosos que la rodea teme más que cualquier otra cosa lo que puede ocurrir cuando ella muera. Esa pobre anciana solo es capaz de hacer entrechocar la dentadura postiza y escuchar ese guirigay litomántico. En sus momentos de lucidez toma decisiones. Es patético, es una vergüenza, si le digo la verdad.

—¿Y cómo es que sabe usted todo eso? —preguntó Gaius. Se creía bien informado sobre la política crepuscular del régimen moderno (las tensiones existentes entre la sociedad, la seguridad interna y las fuerzas de defensa eran bien conocidas y seguidas con avidez por los servicios secretos illirianos) pero aquello era nuevo para él.

—Rumores —dijo el emigrante. Miró por encima del hombro y luego esbozó una sonrisa de complicidad—. Los panfletos de los desafectos circulan por ahí, sabe.

—Eso me han dicho —dijo Gaius con más sequedad de la que pretendía. Sabía con seguridad que muchos de esos panfletos los elaboraba el departamento en Junopolis. Era muy posible que aquel rumor concreto hubiera partido de allí—. Aunque no puedo decir que yo los haya visto. Interesante.

—Sí —dijo el emigrante—. Oiga, amigo, se ha puesto bastante pálido. ¿Se encuentra mal?

Gaius forzó una sonrisa y se levantó.

—Creo que necesito estirar las piernas y sacar un poco la cabeza por la ventana. Esto… ¿le importaría guardarme el sitio?

—En absoluto —dijo el emigrante y colocó los pies en el sitio vacío de Gaius—. Tómese su tiempo.

Gaius se dirigió al espacio situado al final del vagón, al lado de la puerta, y bajó la ventanilla. Era cierto que necesitaba aire fresco. El paisaje aterronado del Macizo pasaba lentamente a su lado, campos de regadío entre afloramientos de rocas y escarpas coronadas por olivos y limoneros, pinos retorcidos, generadores de viento y torres de litomancia. Lo que hacía que le diera vueltas la cabeza no era el traqueteo ni el aire fétido y repleto de humo del vagón (aunque ahora que pensaba en ello se dijo que ojalá no lo hubiera hecho), sino las conexiones que había encontrado. Litomancia, arañas, sangre de la vida, trasfusiones… La detención de Lydia y su familia, la ausencia de señales que indicaran la detención de alguien más, ni siquiera la de los comerciantes, de los que todo el mundo desconfiaba. Cuando pensaba en lo que había dicho la anciana litomántica seguía sintiendo escalofríos. «La sangre perdida llena de arañas, la sangre de la vida…». ¿De dónde coño había salido aquello? ¿Y si la otra anciana, la que estaba en la cima de la torre de la Novena, había recogido el mismo rumor eléctrico?

Estaba desgarrado entre la desesperada fantasía de volver a Nueva Babilonia y (de algún modo) rescatar a Lydia, la suposición lógica de que lo más probable era que la joven terminase en un tren después de que le hubieran extraído una muestra de sangre (y la fantasía desesperada de esperarla al final de la línea) y la necesidad práctica y urgente de volver a Junopolis. Si la señora Presidenta había permitido que se infiltrara (de una forma bastante literal) el enemigo en su frenética ansia de aferrarse a la vida y a la esperanza de rejuvenecer, entonces las oportunidades que tenían las medidas que pudiera tomar Illiria eran muy tentadoras.

Se preguntó si habría un teléfono que todavía funcionase en la última estación de la vía y si se atrevería a enviar su mensaje por una línea abierta.

Gaius se preguntaba si el aire estaría ya sensiblemente más enrarecido a aquella altitud. Se detuvo, apoyó las manos en las rodillas y jadeó durante un minuto. Cuando miraba atrás veía la larga hilera de emigrantes que lo seguían como una fila de hormigas por la pendiente. Mucho más abajo, la estación terminal del ferrocarril y el puñado de casas que la rodeaban, donde un amable campesino había aceptado el poco dinero que le quedaba (dinero auténtico) a cambio de agua suficiente para llenar sus botellas, queso y una especie de carne curada de aspecto dudoso y peor olor, lo suficiente para llenar la bolsa, así como (y a cambio de un puñado de volkovs) el par de metros de cuerda con el que se había atado a la espalda la rígida e incómoda maleta. Había debatido consigo mismo la posibilidad de continuar al lado de la familia que había conocido en el tren y al final había decidido que no, tampoco es que parecieran muy acogedores. Los había perdido mientras esperaba en la cola del teléfono.

En aquella época del año se suponía que el viaje por los pasos de montaña le llevaba dos días a un hombre sano y solo la mitad del segundo día se hacía por encima del límite de las nieves perpetuas. Un hombre sano. La mayor parte de los emigrantes que había visto no eran, por una razón u otra, hombres sanos. Podían contar con tres días y uno de esos días lo pasarían caminando sobre la nieve del invierno pasado. O la de este otoño, si el tiempo empeoraba.

Un par de cazas procedentes del suroeste cruzaron como un rayo el Macizo a quinientos metros de altitud, muy por debajo del punto en el que él se encontraba, se elevaron de golpe y mantuvieron esa misma altura mientras sus vientres lanzaban destellos por encima de la cabeza de Gaius. Cruzarían las montañas en cuestión de segundos y en unos minutos llegarían a Junopolis. Por otro lado, era posible que no volvieran.

Un poco más tarde, el tosco sendero lo llevó por el fondo de una profunda grieta con una pronunciada ladera ascendente. A medida que iba subiendo trabajosamente por el resbaladizo pedregal era consciente de una sensación ineludible en los acantilados de ambos lados, una presencia que lo obligaba a mirar a su alrededor una y otra vez para ver si lo estaban siguiendo o vigilando. Estaba solo y sabía que estaba solo. No había otro sonido que el goteo del agua, otro olor que el aroma metálico de las algas húmedas, ni otra presencia que los incontables trillones de microorganismos y nanobacterias de todas las hendeduras de las rocas; no había otra comunicación que la radiación de sus diminutos potenciales eléctricos y el ruido piezoeléctrico de las cargas eléctricas de la propia roca. Era una litomancia natural y espontánea y a él no le transmitía ningún rumor.