Capítulo XVIII
Estáte ahora en tus encantamientos y con la multitud de tus agüeros, en los cuales te fatigaste desde tu niñez…
Isaías, 47:12
Faltaban apenas unas horas para la alborada del segundo día, cuando Morgan y Duncan vieron asomar la silueta de la ciudad de Culdi. Llevaban veinticuatro horas cabalgando sin cesar, tras un breve alto en Rhemuth para confirmar que Kelson había partido antes que ellos.
Nigel, en ausencia de su joven sobrino, manejaba en la capital los asuntos del reino, y se sorprendió ante el relato que Duncan hizo de la debacle de Dhassa y convino en que la única línea de acción que les quedaba era llevar la mala nueva a Kelson lo antes posible. Cuando el rey recibiese noticias oficiales del episodio de San Torín, probablemente en forma de decreto o de nota de excomunión por parte de la Curia de Dhassa, Kelson arriesgaría demasiado con sólo recibir a los dos deryni fugitivos. Mientras tanto, Nigel aumentaría el reclutamiento de tropas para la campaña venidera y prepararía el ejército para las primeras maniobras. Si la crisis local continuaba agravándose en el sudeste, tal vez fuesen necesarios los regimientos para sofocar la revuelta interna. Gwynedd estaba a un paso de la guerra civil.
Así, Morgan y Duncan habían continuado su travesía hacia Culdi, sin sospechar lo que la ciudad les depararía además de un joven monarca afligido. Cuando tiraron de las riendas ante los portones principales de la ciudad bajo el frío y la negrura de la madrugada, mientras sus ojos se acomodaban a la luz de las paredes amuralladas, un centinela de guardia abrió una mirilla y los examinó con mirada suspicaz. Después de tres días de cabalgar, los dos hombres detenidos ante las murallas no parecían pertenecer a la clase de sujetos que un guardia dejaría entrar a altas horas de la madrugada en una ciudad amurallada.
—¿Quién busca ser admitido en la ciudad de Culdi antes de que asome el sol? Identificaos o enfrentad el juicio de la ciudad.
—Somos el duque Alaric Morgan y Duncan McLain y venimos a ver al rey —anunció Duncan en voz grave—. Abrid sin demora, por favor. Llevamos prisa.
El centinela cambió unas palabras a media voz con otra persona a quien Duncan no pudo ver y, luego, se asomó de nuevo e hizo un movimiento de cabeza.
—Retroceded, por favor, señores. El capitán viene en camino.
Morgan y Duncan retrocedieron los corceles unos pasos y se acomodaron en las sillas de montar. Morgan levantó la vista hacia las murallas y vio que una cabeza blanca coronaba un pico, sobre la puerta. Frunció el ceño y tocó el codo de Duncan. Dirigió su atención a ese descubrimiento con un gesto de la cabeza y Duncan siguió la indicación.
—Pensaba que esa ejecución sólo se deparaba a los traidores —observó Morgan, estudiando la cabeza con curiosidad—. Tampoco lleva mucho tiempo allí. Tiene que haber sucedido de dos días a esta parte.
Duncan frunció el entrecejo y se encogió de hombros.
—No lo reconozco. Parece muy joven, pese al cabello blanco. Me pregunto qué habrá hecho.
Se oyó un chirrido de goznes de acero y un chocar de cadenas: estaban levantando los barrotes que cerraban la entrada, mientras una puerta se abría de par en par en la mitad de los inmensos portones de madera que había por detrás. La puertecilla apenas permitía el paso de un hombre a lomos de caballo. Morgan miró a Duncan con suma intriga pues, al menos en su memoria, no era lo acostumbrado recibir visitantes por una puertecilla auxiliar. Por otra parte, era la primera vez que intentaba entrar en la ciudad antes del amanecer. Y no se veían señales de peligro al otro lado de la puerta. Morgan ya había recuperado el uso de sus poderes y no detectaba ningún indicio de traición.
Duncan guió su caballo a través de la puertecilla para entrar en un pequeño patio posterior; Morgan lo siguió. Dentro, dos centinelas con mantos oscuros estaban montados a caballo, con antorchas en las manos. Mantenían frenados a los animales ante Duncan y Morgan. Un capitán de guardia que lucía la insignia del Cuerpo distinguido de Kelson llegó y tomó las riendas del caballo de Morgan.
—Bien venidos a Culdi, excelencia y monseñor McLain —saludó con una reverencia. Mientras se movía para evitar que el caballo de Morgan lo pisara mantuvo la mirada esquiva—. Estos hombres os escoltarán.
El hombre soltó el corcel de Morgan y dio un paso atrás. Indicó a los guardianes que les procedieran y Morgan volvió a fruncir el ceño. En el pequeño patio había muy poca luz; sólo alumbraban el lugar las mezquinas antorchas, pero Morgan creyó haber visto un crespón negro en el brazo del hombre, sobre el codo. Era muy extraño que alguien del servicio personal de Kelson llevara duelo en público. Se preguntó quién habría muerto.
La escolta montada partió con las antorchas en lo alto, y Morgan y Duncan urgieron a sus cansados caballos a que la siguieran. Las calles de Culdi estaban vacías a esas horas de la madrugada y los cascos resonaron sobre los adoquines y las baldosas de las callejas serpenteantes. Por fin, llegaron a la entrada principal del castillo, donde fueron admitidos de inmediato, no bien los centinelas vieron la escolta. Pero cuando Morgan y Duncan levantaron la vista hacia los aposentos donde debía de alojarse el rey, allí donde siempre se hospedaba cuando visitaba Culdi, los sorprendió encontrar luces encendidas en las ventanas, cuando aún faltaba una hora para el amanecer.
Eso sí que era extraño. ¿Qué podía haber despertado al rey a hora tan temprana? Morgan y Duncan sabían que el joven era un dormilón empedernido y que jamás habría aceptado levantarse durante la noche, a menos que algo realmente urgente hubiese requerido su atención. ¿Qué estaría sucediendo?
Tiraron de las riendas y desmontaron. A la izquierda, un mozo de cuadra llevaba a pie un caballo cansado y envuelto en un paño. Iba mascullando y meneando la cabeza con disgusto cada vez que debía detenerse para frotar las piernas del animal con sus manos. El caballo mismo parecía a punto de desfallecer.
En ese caballo debe de haber venido un mensajero, pensó Morgan. Un mensajero con noticias para Kelson, que no podían esperar. Por eso las velas estarían ardiendo en la recámara.
Mientras devoraban los peldaños, Morgan lanzó una mirada a su primo y comprendió que él había llegado a la misma conclusión. Un viejo lacayo, que ambos hombres reconocieron de sus días de infancia, se inclinó y los dejó pasar. Indicó a dos jóvenes pajes que iluminaran el camino de los recién llegados hasta el piso superior. Era un hombre de Jared; durante toda su vida había sido un fiel sirviente de los McLain y, no obstante, tampoco parecía dispuesto a hablar o a sostener su mirada. Y también llevaba el crespón negro en el brazo.
¿Quién habrá muerto?, se preguntó Morgan, mientras una fría sospecha le helaba el corazón. ¡Por favor, que no haya sido el rey!
Miró a Duncan con ojos angustiados y subió la escalera de tres en tres peldaños. Su primo le pisaba los talones. Ambos conocían el camino, pues el castillo de Culdi había sido testigo familiar de sus diabluras infantiles. Morgan llegó primero a la puerta y se lanzó sobre el picaporte. La pesada hoja de madera se abrió con ímpetu para estrellarse contra la pared.
Kelson estaba sentado ante un escritorio, cerca de las ventanas, en bata de cama. Llevaba la cabellera desordenada y tenía un aspecto desgreñado que le deslucía el rostro. El escritorio estaba atiborrado de velas, cuya luz bailoteó sobre él al abrirse la puerta. El rey escribía febrilmente en un pergamino, mientras estudiaba un documento que había sobre la mesa, ante sus ojos. Detrás de él y a su izquierda, se encontraba Derry, de pie, con una bata azul apresuradamente enfundada por todo atuendo. Se inclinaba sobre el hombro de Kelson para señalar una parte del pergamino. Exhausto, un joven escudero yacía tendido sobre un cojín cerca del fuego, llevaba los hombros cubiertos por uno de los mantos púrpura de Kelson. Miraba las llamas con ojos ausentes y bebía una copa de vino caliente, mientras dos pajes le quitaban las botas y trataban de hacerle comer un bocado.
Cuando la puerta se abrió, Kelson levantó la vista y sus ojos se abrieron más aún al ver que se trataba de Morgan y de Duncan. Todos los ojos salieron disparados hacia la puerta al verlos entrar, Kelson se puso de pie y dejó la pluma sobre la mesa. Derry retrocedió un paso y observó en silencio. La luz de las velas era escasa, pero bastaba para saber que algo muy grave estaba sucediendo.
El rey hizo un gesto a los pajes y al escudero para que se marchasen. No se movió hasta que las puertas se hubieron cerrado. Sólo entonces rodeó el escritorio y se apoyó desoladamente contra el borde que daba a la puerta. Nadie había dicho una sola palabra hasta entonces. Morgan miró a Derry en primer lugar y después a Kelson.
—¿Qué sucede, Kelson?
Kelson se miró las puntas de las pantuflas. Rehuía la mirada de Morgan.
—No es fácil deciros esto, Alaric, padre Duncan. Será mejor que os sentéis.
Mientras Derry acercaba unas sillas, Morgan y Duncan cambiaron miradas de aprensión. Finalmente se sentaron. Derry permaneció en su lugar, de pie al lado de la silla de Kelson, con el rostro impenetrable. Morgan devolvió su atención al rey y éste suspiró.
—Ante todo, esto —comenzó el joven, mientras señalaba con un gesto el pergamino que yacía sobre la mesa—. No sé qué habéis hecho en el templo de San Torín (el padre Hugh no menciona detalles), pero creo que no os sorprenderá saber que ambos habéis sido excomulgados.
Morgan y Duncan cambiaron nuevas miradas y el sacerdote asintió.
—¿Fue Loris?
—Fue toda la Curia de Gwynedd.
Duncan se echó hacia atrás y suspiró.
—No puedo decir que me sorprenda. Gorony debe de haberles dicho cualquier cosa. Supongo que mencionan el hecho de que haya revelado mi condición deryni…
—Todo está aquí —confirmó Kelson, señalando el pergamino con un vago gesto.
Morgan frunció el ceño y se reclinó en la silla. Estudió a Kelson con ojos sagaces.
—Hay algo que no nos has dicho, Kelson. Algo que sabías antes de recibir ese mensaje. ¿Qué ha sucedido aquí? ¿Por qué los criados llevan crespones de duelo? ¿De quién era la cabeza que había en el portón de la entrada?
—El hombre se llamaba Rimmell —informó Kelson, sin mirar de frente a Morgan—. Tal vez lo recuerdes, padre Duncan…
—Sí. Era el arquitecto de mi padre —asintió Duncan—. Pero ¿qué hizo? Sólo se suele decapitar a los traidores.
—Se enamoró de tu hermana, Alaric —murmuró Kelson—. Fue a buscar a una bruja en las colinas para que preparara un hechizo de amor que la ligara con él. Sólo que el hechizo se hizo mal, y, en lugar de enamorarla de Rimmell…, acabó con ella.
—¿Bronwyn ha muerto?
Kelson asintió con pesar. Añadió:
—Y Kevin. Los dos.
—¡Ay, Dios mío! —la voz de Duncan se quebró al hundir la cabeza entre las manos.
Morgan, estupefacto, llevó la mano al hombro de Duncan, en un gesto ausente que pretendía consolarlo, y se desplomó contra el respaldo de la silla.
—¿Bronwyn ha muerto? ¿Por obra de magia?
—Fue un cristal jérraman —explicó Kelson con voz grave—. Sola, podría haber superado los efectos. No había sido hecho con gran maestría. Pero al ser concebido para una mujer deryni, ningún humano habría podido resistir su influjo y Kevin estaba allí cuando comenzó a actuar. Fue hace dos días. El funeral será hoy. Te habría enviado un mensajero de no haber sabido que estaríais ya en camino. Al menos, quise evitarte la travesía angustiada que viviste cuando la muerte de mi padre.
Morgan meneó la cabeza, incrédulo.
—No tiene sentido… Bronwyn tendría que haber podido… ¿Quién es esa bruja que Rimmell fue a buscar? ¿Era deryni?
Derry se adelantó e inclinó la cabeza comprensivamente.
—No lo sabemos con certeza, milord. Gwydion y yo pasamos el resto de esa tarde y todo el día de ayer rastreando las colinas por donde Rimmell dijo que estaría, pero no hallamos nada.
—En parte es culpa mía —agregó Kelson—. Tendría que haber interrogado a Rimmell más intensamente. O leerle la mente. En ese momento, lo único que pude pensar fue que…
Se oyó un golpe en la puerta. Kelson alzó la vista.
—¿Quién es?
—Jared, majestad.
Kelson miró a Morgan y a Duncan, cruzó hasta la puerta y dejó pasar al duque. Morgan se puso de pie y fue, con paso ausente, hasta la ventana que había detrás del escritorio de Kelson. Sus ojos atravesaron el cristal para contemplar el cielo que se aclaraba al este. Duncan estaba acurrucado en su silla; la vista, fija en el suelo; las manos, aferradas a las rodillas. Levantó los ojos, con expresión acongojada, al escuchar la voz de su padre, se compuso y se puso de pie para ver la puerta cuando su padre entrara.
En los pocos días pasados, Jared había envejecido años. Su cabello, antes siempre inmaculado, aparecía descuidado y con más canas de las que Duncan recordaba. El pesado manto marrón, con cuello y puños de piel, no hacía sino acentuar las nuevas arrugas de su rostro afligido y sumaba más años a un cuerpo que, en ese momento, parecía incapaz de sostenerlos.
Sus ojos se posaron fugazmente sobre los de Duncan, mientras cruzaba la habitación y luego se apartaron de él. No quería derrumbarse en presencia de su hijo. Sus manos se retorcían inquietas dentro de las largas mangas de terciopelo.
—Yo… estaba con él cuando anunciaron que habías llegado, Duncan. No podía dormir…
—Lo sé. En tu lugar tampoco yo sería capaz.
Kelson había regresado a la mesa. Estaba de pie, al lado de Morgan. Jared lo miró antes de volverse hacia su hijo.
—¿Podría pedirte un favor, Duncan?
—Todos los que quieras —replicó Duncan.
—¿Podrías presidir el Réquiem de tu hermano, hoy por la mañana?
Duncan bajó la vista, sorprendido por la pregunta. Aparentemente, Jared no tenía noticias de la suspensión y, mucho menos, de la excomunión; pues en caso contrario no lo habría pedido. Un sacerdote suspendido no debía ejercer los poderes de sus órdenes sagradas. Y uno excomulgado…
Miró a Kelson para confirmar sus sospechas sobre Jared. Deliberadamente, Kelson puso el pergamino boca abajo sobre la mesa y movió la cabeza en un gesto imperceptible.
Conque Jared aún no lo sabía… Entonces, los únicos que en Culdi conocían la situación se encontraban en esa habitación.
Pero Duncan sí lo sabía. Desde luego, hasta que la nota oficial de excomunión llegase de Dhassa, el hecho podía tratarse como si fuera un rumor y, por lo tanto, no lo obligaba, aunque Duncan sabía que no era así. Pero la suspensión… Bueno, ni siquiera eso invalidaría los sacramentos administrados por Duncan. La suspensión no privaba a un sacerdote de su autoridad eclesiástica, sino de su derecho a ejercerla. Y si escogía desafiar la suspensión y llevar a cabo sus deberes sacerdotales… era un asunto entre Dios y él mismo.
Duncan tragó saliva y miró a Jared. Rodeó a su padre por los hombros con un brazo para consolarlo y darle su afecto.
—Claro que lo haré, padre —dijo lentamente—. ¿Por qué no vamos a ver juntos a Kevin ahora?
Jared asintió y cerró los párpados en un intento de contener las lágrimas. Duncan miró a Morgan y a Kelson. Al ver que el rey asentía, el sacerdote inclinó la cabeza y se marchó hacia la puerta. Derry atrajo la mirada de Kelson y, con una ceja enarcada, preguntó en silencio si también él debía retirarse. Kelson le indicó que sí y Derry siguió a los otros dos, para cerrar la puerta suavemente tras su paso. Kelson y Morgan se quedaron a solas en la recámara.
Kelson observó a Morgan un instante, desde atrás, y se inclinó para soplar las velas que ardían sobre el escritorio. El cielo se aclaraba cada vez más, a medida que rayaba el alba. La luz que entraba por las ventanas era suficiente para discernir vagas sombras y rasgos. Kelson se inclinó sobre el alféizar de la ventana, al lado de Morgan, y contempló la ciudad, con las manos en los bolsillos de su manto, sin mirar al general a los ojos. No encontraba palabras para hablar de Bronwyn.
—Como os disteis prisa, tenemos unas horas antes de que supuestamente hayas debido regresar. ¿Por qué no descansas?
Morgan pareció no haberle oído.
—Ha sido como un mal sueño, príncipe. Los tres días pasados han sido peores que cualquier otra cosa que haya tenido que soportar. Casi tan malos como cuando falleció tu padre y, tal vez, peores en muchos sentidos. No dejo de pensar que despertaré y que las cosas no podrían ser peores, pero inevitablemente se agravan a cada instante.
Kelson bajó la vista y comenzó a hablar. Lo afligía ver a su mentor en tal desazón, pero Morgan continuó casi como si Kelson no estuviera allí:
—Cuando la noticia oficial de la excomunión llegue, quedarás obligado a no recibirnos, Kelson. so pena de sufrir la excomunión en tu propia persona. Ni debes aceptar nuestra ayuda en ningún sentido, por la misma razón. Y, si el Interdicto cae sobre Corwyn, lo cual es casi seguro, ni siquiera podré prometerte el apoyo de mis tropas. En realidad, puede que te enfrentes a una guerra civil. No sé qué decirte…
Kelson se apartó del alféizar y posó la mano sobre el codo de Morgan, para indicarle la cama que había en el extremo opuesto de la recámara.
—No te preocupes por eso ahora. Estás exhausto y necesitas descansar. ¿Por qué no te acuestas unas horas? Yo te despertaré cuando sea el momento. Luego podremos decidir qué hacer.
Morgan asintió y se dejó caer en la cama. Desabrochó la espada, que se deslizó hasta el suelo mientras él se desplomaba sobre el colchón. Por fin, habló de Bronwyn.
—Era tan joven, Kelson… —murmuró. Kelson le soltó el manto del cuello y se lo quitó de los hombros—. Y Kevin… Él ni siquiera era deryni y tuvo que morir también. Todo por culpa de este odio insensato, de esta necesidad de diferenciarnos.
Se estiró sobre la cama y cerró los ojos brevemente. Luego, miró con aire exhausto el dosel de brocado que se extendía sobre su cabeza.
—La oscuridad se cierne más cada día, Kelson —murmuró, obligándose a relajarse—. Proviene de todas partes y a un mismo tiempo. Y lo único que intenta contenerla somos tú, Duncan y yo…
Mientras se hundía en el sueño, Kelson lo contempló con inquietud. Cuando estuvo seguro de que Morgan dormía, se sentó en el borde del lecho. Estudió el rostro del general durante un largo rato, mientras sostenía contra el pecho la capa de cuero enlodada y sucia tras el largo viaje. Luego, tendió la mano con sigilo para posarla sobre la frente de Morgan. Despejó su mente, cerró los ojos y extendió sus sentidos sobre su amigo.
Fatiga… Dolor… Pesar… Las primeras noticias que llegaron cuando Duncan llegó a Coroth… El peligro del Interdicto inminente y la aflicción de Morgan por su pueblo… La osada expedición de Derry… El intento de asesinato y la congoja por la muerte del joven Richard FitzWilliam… El informe de Derry sobre Warin y la curación milagrosa… Los recuerdos sobre Brion y el orgullo de éste el día que Kelson nació… La pesquisa escalofriante e infructuosa por la capilla en ruinas…
El episodio del monasterio de San Torín… El engaño, la traición, el caos y la negrura que se cernían sobre él… Recuerdos muy difusos… El terror de despertar, totalmente impotente, en las garras del merasha, de saberse cautivo de alguien que ha jurado exterminarle a uno y a sus congéneres… La huida, la interminable travesía en medio del sopor, envuelto en la bruma misericordiosa de la inconsciencia, mientras el pensamiento y las facultades retornaban poco a poco… Y, entonces, la desolación ante la pérdida de una hermana amada, de un primo querido… Y el sueño, el olvido piadoso, al menos, por pocas horas… Seguro… A salvo…
Con un estremecimiento, Kelson retiró mente y mano y abrió los ojos. Morgan dormía pacíficamente, tendido de espaldas en el centro de la amplia cama real, lejos de todo. Kelson se puso de pie y sacudió el manto de viaje. Extinguió las velas que ardían al lado de la cama y regresó a su escritorio.
Las horas siguientes no serían fáciles para nadie y, mucho menos, para Morgan y Duncan. Pero, mientras tanto, debía proseguir la labor de intentar mantener el orden ante el caos venidero. En ese momento, Morgan no podía ayudarlo y tenía que ser fuerte.
Miró por última vez a Morgan, que dormía, y se sentó ante el escritorio. Tomó el documento que había encima, lo volvió de cara a él, cogió la pluma y el pergamino en el cual habían estado trabajando él y Derry cuando Morgan llegó.
Nigel debía ser informado de todo este penoso asunto. Debía saber de las muertes de Bronwyn y Kevin, de la excomunión, del peligro que se cernía en dos frentes cuando el Interdicto fuese decretado. Porque Wencit de Torenth no aguardaría a que Gwynedd resolviera sus asuntos internos. El guerrero deryni se aprovecharía astutamente de la confusión reinante en Gwynedd y de la amenaza de una guerra santa.
Kelson suspiró y volvió a leer la carta. Eran malas nuevas, por mucho cuidado que uno pusiera al relatarlas. No había otra forma de comenzar que no fuera por el principio.
Duncan estaba solo, de rodillas, en la pequeña capilla adyacente a la iglesia de San Teilo, mirando la llama de una lámpara votiva al lado del pequeño altar. Se sentía descansado; había empleado los métodos deryni para extinguir la fatiga hasta donde se atrevió y le habían procurado el alivio que necesitaba. Pero, aunque se había aseado y rasurado y vestía de nuevo su atuendo sacerdotal, su corazón no lo acompañaba en los actos que debía realizar a continuación. Ya no tenía derecho a llevar la estola negra y la casulla de seda que debía ponerse para celebrar la misa.
Celebrar, pensó con ironía. Había más de una razón para sentirse reacio a llevarlas. Sabía, en lo íntimo de su mente, que quizá no hubiera una próxima vez y que tal vez nunca más pudiera participar en los sacramentos de la Iglesia, que habían constituido su existencia durante veintinueve años.
Inclinó la cabeza y trató de rezar, mas las palabras no acudieron a su llamada. Mejor dicho, acudieron pero rodaron por su mente como frases sin sentido, incapaces de prodigar consuelo. ¿Quién hubiera imaginado que él depositaría a su propio hermano y a la hermana de Morgan en la tumba? ¿Quién hubiera pensado que eso podía suceder?
Oyó que la puerta se abría suavemente tras él y volvió la cabeza. El viejo padre Anselm estaba de pie en la entrada, con su sotana y su sobrepelliz blancos, la cabeza inclinada como disculpa por haber perturbado a Duncan. Miró el vestidor al lado de Duncan, la casulla de seda negra sobre la percha, a la espera, y miró a Duncan.
—No deseo apresuraros, monseñor, pero ya es la hora. ¿Hay algo que pueda hacer para ayudaros?
Duncan meneó la cabeza y se volvió de frente al altar.
—¿Estás listo para comenzar?
—La familia está en su sitio y la procesión, formada. Tenéis unos minutos más.
Duncan inclinó la cabeza y cerró los ojos.
—Gracias. Iré allí directamente.
Oyó que la puerta se cerraba en silencio y levantó la cabeza. La figura que pendía sobre el altar era un Dios amante y benefactor, estaba seguro de ello. Comprendería lo que Duncan se disponía a hacer y por qué, por esa vez, debía desobedecer a la autoridad eclesiástica. Seguramente no juzgaría a Duncan con excesiva severidad.
Con un suspiro, se puso de pie y tomó la estola negra de su percha, se la llevó a los labios y la pasó por encima de la cabeza. Aseguró los extremos cruzados bajo el cordón de seda que le sujetaba la cintura. Después se puso la casulla y arregló los extremos para que cayeran en su debido lugar. Hizo una pausa y se contempló durante un largo instante. Acarició la cruz de contornos plateados, pesadamente bordada sobre el frente de seda negra. Luego se inclinó hacia el altar y fue hasta la puerta, para unirse a la procesión.
Esta vez, todo debía ser perfecto: una perfecta ofrenda en la que, probablemente, sería su última ocasión.
Morgan estaba sentado, como ausente, en el segundo banco, detrás de los ataúdes. A su derecha, Kelson. A su izquierda, Jared y Margaret, todos de negro. Detrás, se encontraban Derry, Gwydion, una hueste de consejeros y de vasallos del duque Jared y otros miembros de la casa ducal. Más atrás todas las personas de Culdi que podían caber en la pequeña iglesia. Tanto Bronwyn como Kevin habían sido bien amados por el pueblo de Culdi, que lloraba sus muertes al igual que su familia.
Afuera, la mañana era soleada, pero rodeada de bruma. En el aire mordía el último frío del invierno. En el interior, la iglesia de San Teilo aparecía oscura, solemne, fantasmal. En lugar de las velas nupciales que habrían ardido, si todo hubiera sido distinto, bailoteaba la triste lumbre de los cirios funerarios.
Las gruesas candelas sepulcrales derramaban su luz a ambos lados de los dos ataúdes dispuestos en el centro del crucero, cubiertos por sudarios de terciopelo negro. Sobre cada féretro, en la tela negra, los escudos pintados de la dos familias. Morgan se obligó a describir mentalmente cada emblema heráldico, a modo de condolido recuerdo para los que yacían debajo.
El de los McLain: argén, tres rosas gules, dos, una; azur, como color principal, y un león durmiente argén. Todo, rematado por la marca cadente de Kevin: un lambel argén de tres puntas.
El de los Morgan (a Morgan se le hizo un nudo en la garganta, pero se obligó a seguir): Sable, un grifo segrante sinople y, dentro, un doble trechor flor y contraflor ora, todo, sobre un losange en lugar de un escudo. Para Bronwyn.
A Morgan se le nubló la vista. Se obligó a mirar detrás de los féretros, a las velas que ardían sobre el altar, guiñando y resplandeciendo contra la plata de los candelabros y de los ornamentos del altar. Pero los paños eran negros y negro era lo que rodeaba las figuras plateadas. Cuando el coro comenzó a entonar el cántico de entrada, Morgan no encontró modo de convencerse de que todo eso era otra cosa; de que no era un funeral.
Comenzó la procesión eclesiástica: el turiferario de casulla y sobrepelliz meciendo el incienso humeante; el cruciferario con la cruz procesional rodeada de negro; los monaguillos cargando candelabros de plata relucientes. Luego, los monjes de la iglesia de San Teilo, con hábito, sobrepelliz y negras estolas de duelo. Y Duncan, quien celebraría la misa, blanca la tez bajo el atuendo negro y plata.
Cuando la procesión llegó al presbiterio, se bifurcó para que el obispo celebrante pudiera acercarse al altar. Morgan observaba con sopor, mientras sus labios respondían sin pensar a la liturgia que iniciaba su primo.
Introibo al altare Dei. «Ascenderé al altar de Dios».
Morgan se dejó caer de rodillas y hundió el rostro en las manos; no quería presenciar los ritos finales de los que había amado. Sólo unas semanas atrás, Bronwyn había gozado de la vida, dichosa ante su próximo casamiento con Kevin. Ahora, yacía inerte en la flor de su juventud, tronchada por la magia de alguien de su propia raza…
Morgan no sentía mucho agrado por sí mismo en ese momentó. No sentía agrado por los deryní ni por sus poderes. Lamentó profundamente que la mitad de la sangre que corría por sus venas proviniese de esa raza maldita.
¿Por qué todo debía ser así? ¿Por qué había que ocultar la estirpe deryni prohibida y sentir vergüenza de los propios poderes? ¿Por qué había que aprender a esconderlos, hasta el punto de que, generaciones depués, los poderes continuaran, pero ya sin la sabiduría de emplearlos correctamente? El poder deryni aparecía a veces en manos de practicantes seniles y extraviados que se valían de ellos como de cualquier otra cosa, sin sospechar siquiera que sus facultades provenían de un linaje noble y rancio, de hombres llamados deryni.
Así, una vieja mujer deryni, demente y senil, tal vez ignorante de sus poderes u obligada a sublimarlos, había intentado conjurar un simple hechizo para saciar la fiebre de amor de un joven desesperado y, en lugar de ello, había asesinado.
Pero eso tampoco era lo peor. De todos los problemas que tendrían que enfrentar en las semanas y meses venideros, cada uno de ellos podía hallar sus orígenes en la misma cuestión deryni. La naturaleza deryni había enemistado a la Iglesia con la magia durante tres siglos y ahora parecía desencadenar una guerra santa en el peor de los momentos. La naturaleza deryni y el violento odio que suscitaba en el hombre común habían conducido a Warin de Grey a sentirse elegido para destruir a los deryni, comenzando por Alaric Morgan. Y eso los conducía al desastroso episodio de San Torín, que culminaba con su excomunión y la de Duncan.
La naturaleza deryni había determinado la crisis de la coronación de Kelson el otoño anterior, cuando la hechicera Charissa retó al joven rey para «recuperar» el trono que, en su opinión, su padre deryni habría debido ocupar. También había conducido a Kelson a asumir los poderes de su padre, otorgados por deryni, para detenerla, y había llevado a que Jehana, la feroz y leal madre del rey Kelson, no se detuviera en su afán de protegerlo del mal que creía inherente a los deryni, sin saber que ella misma pertenecía a una familia deryni de nobilísimo cuño.
¿Y quién podía decir que la guerra inminente contra Wencit de Torenth no se relacionaba con la cuestión deryní? ¿Acaso Wencit no era un poderoso noble deryni, nacido con todos los poderes de su antigua raza en una tierra que aceptaba su magia? ¿Y no se decía que estaba aliándose con otros deryni y que alimentaba los temores del hombre común sobre un surgimiento de poder deryni en el este, lo que podría conducir otra vez a una dictadura como la que se había visto tres siglos atrás, en detrimento de los pobladores humanos?
Con todo, ya sea que uno creyese en el mal inherente a los deryni o no, era una época muy difícil para los de esa estirpe. Era un momento muy duro para reconocerse públicamente como miembro de ese linaje. En ese mismo instante, si Morgan hubiese tenido oportunidad, bien podría haberse visto tentado a arrancar su parte deryni y ser un simple humano; a negar sus poderes y a renunciar a ellos de por vida, como exigía Loris.
Morgan alzó la cabeza y trató de recuperar la cordura. Se obligó a escuchar a Duncan, quien proseguía con el ritual de la misa.
Comprendió que acababa de mostrarse muy egoísta durante los últimos minutos. Él no era el único deryni que sufría la agonía de su corazón. ¿Y Duncan? ¿Contra qué ángel debía de estar debatiéndose, para desobedecer una excomunión y presentarse con su atuendo y en sus funciones sacerdotales?
Morgan estaba demasiado perturbado para tratar de aprehender los sentimientos de Duncan, en lo que bien podía ser su última actuación litúrgica. Además, jamás habría osado penetrar en el dolor privado de su primo. Pero, si lo pensaba, no le cabía la menor duda de que, durante esa misa terrible, Duncan debía de estar soportando la misma pena que él. Hasta ese día, la Iglesia había sido el hogar de Duncan. En ese momento, se encontraba desobedeciendo a esa Iglesia, aunque sólo lo supieran Morgan, Kelson y Derry, para rendir su postrero homenaje de amor y respeto a su hermano y a su prima inertes. A Duncan también debía de estar siéndole difícil aceptar su sangre deryni.
—Agnus Dei, qui tollts peccata mundi, miserere nobis —entonaba el sacerdote. «Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros.»
Morgan inclinó la cabeza y repitió las palabras en un susurro junto con la congregación, aunque no podía hallar consuelo en la letanía. Pasaría mucho tiempo hasta que pudiera reconciliar lo que había sucedido en esos días con la voluntad del Señor; mucho tiempo, antes de que pudiera sentir otra vez la certeza de que había algo bueno en los poderes que había llevado durante toda su vida. En ese momento, la responsabilidad por la suerte que habían corrido Bronwyn y Kevin pesaba gravemente sobre su corazón.
—Domine, non sum dignus…
«Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme.»
La misa proseguía interminablemente, pero Morgan la escuchaba sin pensar. La fatiga, la zozobra, el sopor y un sinfín de emociones más mezquinas rompían como olas contra su mente. Con cierta sorpresa, se encontró de pie, del otro lado de la verja que rodeaba la cripta, con los demás, bajo la iglesia de San Teilo. Y supo que la cerca se había cerrado detrás de Bronwyn y Kevin por última vez.
Miró a su alrededor y advirtió que la congregación se dispersaba y que los pocos miembros de la casa y de la familia que habían presenciado el entierro se alejaban en grupos pequeños. Kelson estaba junto al duque Jared y lady Margaret, pero Derry apareció a su lado y, al ver que Morgan levantaba la vista, lo saludó con un gesto solidario.
—¿No creéis que deberíais descansar, milord? Han sido días muy largos para vos y, dentro de pocas horas, ya no tendréis oportunidad de reposar.
Morgan cerró los ojos y se frotó la frente con el dorso de la mano enguantada, como si con ello borrara la congoja de las tristes horas, y meneó la cabeza.
—Hazme el favor de excusarme ante los demás, Derry. Necesito unos minutos de soledad.
—Sí, señor.
Mientras Derry lo miraba con aflicción, Morgan se alejó de los deudos y buscó los jardines palaciegos que rodeaban la iglesia. Vagó sin ser visto por los caminos de grava hasta llegar, por fin, a la capilla de su madre. Empujó las puertas de madera y se internó en el lugar.
Hacía mucho tiempo que no visitaba el santuario, no recordaba bien cuánto. La capilla seguía siendo un refugio luminoso, brillante y fresco. Alguien había abierto la claraboya de vitrales que se extendía sobre el sepulcro de su madre para que la tibia luz del sol inundara la efigie de alabastro con sus pródigos rayos de oro.
La visión evocó en él recuerdos más felices. Esa siempre había sido su hora predilecta para acudir a la tumba de su madre. Recordaba venir de niño junto con Bronwyn y con la tía Vera para ofrendar flores a los pies de la efigie. No olvidaba las historias prodigiosas y bellísimas que su tía les contaba sobre lady Alyce de Corwyn de Morgan. Entonces, como en ese momento, sintió que su madre nunca los había dejado, en realidad, y que su presencia permanecía para observar a Morgan y a Bronwyn mientras jugaban en la capilla y en los jardines aledaños.
Recordaba otras veces, más silenciosas, en que prefería sentarse a solas en el frío santurio de la capilla, cuando el mundo le resultara demasiado intolerable, u otras en que se tendía de espaldas en el lecho de colores que arrojaba la luz a través de los vitrales que coronaban el sepulcro y oía el ritmo de su propio aliento, el rumor del viento entre las hojas y la quietud de su alma. En cierto sentido, el recuerdo le trajo un poco de paz. De pronto, no pudo evitar preguntárselo: ¿sabría su madre que su única hija yacía en una tumba de piedra, no lejos de allí?
La ancha cerca de bronce que rodeaba el sepulcro brillaba bajo la luz del sol. Morgan dejó que sus manos descansaran allí un largo rato mientras inclinaba la cabeza con pesar. Luego, retiró el gancho de la cadena que cerraba la reja en un extremo y pasó al otro lado. La cadena se deslizó pesadamente sobre el suelo de mármol. Al deslizar suavemente un dedo por la mano tallada de la efigie, reparó en que alguien canturreaba acongojado en el jardín.
Era una melodía familiar, una de las baladas más hermosas de Gwydion pero, cuando cerró los ojos para escuchar, notó que la voz agregaba nuevas palabras a la letras. Palabras que nunca antes había oído. Después de un instante, reconoció la voz de Gwydion, que se mezclaba con el rico son de su laúd en una dorada conjunción de espléndida belleza. Pero, en la voz de Gwydion, había algo fuera de lo normal esa vez y Morgan tardó unos instantes en comprender que el juglar lloraba.
No pudo distinguir toda la letra. La rítmica balada se perdía a menudo entre los sollozos de Gwydion. Pero allí donde fallaba la voz del cantor, los dedos hábiles llenaban el vacío, suplantando el fraseo con tierno cuidado.
Era una canción sobre la primavera y sobre la guerra. Hablaba de una doncella rubia que le había robado el corazón y que ya no estaba, de un noble joven que osó amarla y que hubo de morir. Vendría el dolor, cantaba el poeta, pues la guerra era ciega y se llevaba a los inocentes y a quienes la libraban. Y si viniera la muerte, el hombre debería tomarse el tiempo de llorar a sus caídos. Sólo el dolor daba sentido a las muertes y hacía que la victoria final fuese una genuina necesidad.
Morgan contuvo el aliento, al estuchar la canción de Gwydion, e inclinó la cabeza sobre la tumba de su madre. El trovador tenía razón. Estaban librando una guerra y muchos más morirían antes de que acabase la batalla. Era necesario, para que la Luz prevaleciera y la Oscuridad fuese derrotada.
Pero los que luchaban nunca debían olvidar por qué contendían contra la Oscuridad ni que el precio de la victoria a menudo se medía en lágrimas humanas. Y también éstas eran necesarias: para lavar el pesar y la culpa, para liberar el corazón y dejar que la parte humana clamara su zozobra.
Abrió los ojos y miró la luz del sol. Entonces, dejó que el hueco vacío lo invadiera y sintió que la amarga pérdida le sembraba un nudo en la garganta.
Bronwyn, Kevin, el amado Brion, a quien amara como a un padre y como a un hermano, el joven Richard FitzWilliam… Todos habían caído, víctimas del insensato y demente conflicto que, aún entonces, se negaba a concluir.
Pero ahora, ahora que la pausa en la tempestad había dado un fugaz respiro para seguir soportando la furia de los vientos, el hombre debía llorar por fin y hallar sosiego a sus fantasmas.
La luz dorada se agitó ante sus ojos y la visión se le nubló. Y esta vez no intentó detener las lágrimas que le socavaron las mejillas. Tardó unos minutos en comprender que el trovador se había ido y que unos pasos se acercaban por el camino de pedregullo.
Los oyó venir mucho antes de que llegaran a la puerta. Supo que lo buscaban a él. Cuando la puerta se abrió con vacilación, ya había tenido tiempo de componerse y de recrear el rostro que había de mostrar al mundo. Tomó una profunda bocanada de aire para templarse y se giró. Encontró a Kelson recortado contra el marco brillante de la puerta, a un mensajero enlodado y con una túnica roja, a Jared, Ewan, Derry y un puñado de consejeros militares, que componían el séquito. Todos mantuvieron una respetuosa distancia, mientras el joven monarca se internaba en la capilla. En la mano de Kelson, colgaba un pergamino muchas veces plegado, del que pendían numerosos sellos.
—La Curia de Dhassa se ha dividido a raíz del pronunciamiento del Interdicto, Morgan —le anunció el rey, midiendo a Morgan con cautela—. Los obispos Cardiel, Arilan, Tolliver y tres más se han separado de Loris, en oposición al decreto de Interdicto, y se disponen a encontrarse con nosotros en Dhassa dentro de quince días. Arilan cree poder reclutar un ejército de cincuenta mil hombres a finales de este mes.
Morgan bajó la vista y se volvió a un lado, mientras apretujaba los dedos enguantados con inquietud.
—Es buena nueva, mi príncipe…
—Sí, lo es —reconoció Kelson, y frunció ligeramente el ceño ante la breve respuesta. Dio unos pasos hacia su general—. ¿Crees que osarían enfrentarse a Warin? Y, en tal caso, ¿piensas que Jared y Ewan podrían contener a Wencit en el norte si nosotros debemos acudir en socorro de los obispos rebeldes?
—No lo sé, mi príncipe —dijo Morgan en voz baja. Levantó la cabeza para contemplar distraídamente la ventana abierta y el firmamento que se extendía por detrás—. Dudo que Arilan se lance abiertamente contra Warin. Hacerlo, en efecto, sería reconocer que la Iglesia ha mantenido una postura errónea con respecto a la magia durante dos siglos y que la cruzada de Warin contra los deryni constituye una equivocación. No creo que ninguno de nuestros obispos esté dispuesto a ir tan lejos. Ni siquiera Arilan.
Kelson aguardó, creyendo que Morgan agregaría algo más, pero el joven general pareció darse por satisfecho con sus pocas palabras.
—Bueno, ¿qué sugieres? —preguntó Kelson, con impaciencia—. La facción de Afilan ha expresado su deseo de ayudarnos. Morgan, ¡necesitamos toda la ayuda que podamos conseguir!
Morgan bajó los ojos, incómodo. No quería recordarle a Kelson el motivo de su vacilación. Si el joven rey continuaba apoyando a Duncan y a él mismo, todo Gwynedd caería bajo el Interdicto antes de que los arzobispos terminasen sus debates. No podía permitir que…
—¡Morgan! ¡Estoy esperando!
—Perdona, majestad, pero no tendrías que estar preguntándome todo esto. Ni siquiera debería estar yo aquí. No puedo permitir que pongas en riesgo tu posición al relacionarte con alguien que…
—¡Basta ya con eso! —susurró Kelson, mientras sacudía a Morgan de un brazo y lo miraba con irritación—. Todavía la Curia no se ha pronunciado oficialmente con respecto a vuestra excomunión. Y, hasta entonces e incluso después, no pienso perder tus servicios sólo por el decreto de un arzobispo imbécil. ¡Maldición, Morgan! ¡Haz lo que te digo! ¡Te necesito!
Morgan parpadeó estupefacto un segundo ante el estallido del joven. Por un instante creyó tener ante sí al rey Brion, amonestando a un torpe paje. Tragó saliva, bajó la vista y comprendió cuan cerca había estado de arruinar la seguridad de Kelson, en aras de su autoconmiseración. Comprendió también que Kelson advertía el peligro inminente y que estaba dispuesto a aceptarlo. Miró sus borrascosos ojos grises y vio la familiar mirada de determinación que nunca antes había visto en el joven. Morgan supo que jamás volvería a considerarlo un niño.
—Eres hijo de tu padre, príncipe —musitó—. Perdóname por olvidarlo, aun por un instante —se detuvo—. ¿Comprendes lo que significa tu decisión, Kelson?
Kelson asintió solemnemente.
—Significa que mi confianza en ti es absoluta —confirmó con serenidad—, aunque diez mil arzobispos conspiren en contra de ti. Significa que ambos somos deryni y que debemos luchar juntos, tal como combatisteis mi padre y tú. ¿Te quedarás, Alaric? ¿Capearás la tormenta a mi lado?
Morgan sonrió lentamente y asintió.
—Muy bien, mi príncipe. Éstas son mis recomendaciones. Usa las tropas de Arilan para proteger la frontera nordeste de Corwyn contra los ejércitos de Wencit. Allí hay un peligro evidente. No necesitan comprometerse más con respecto a la cuestión deryni.
»En cuanto a Corwyn, si estalla la guerra civil, utiliza las tropas de Nigel. Tu tío es un hombre amado y respetado en los Once Reinos. Su nombre no ha sido manchado por razones de estirpe.
»Y, con respecto al norte —miró a Jared y sonrió, confiado—, creo que los duques Jared y Ewan podrán defendernos debidamente en ese frente. También puede reclutarse al conde de Marley. Eso siempre nos deja en reserva las tropas Haldane de choque, en cualquier caso que las necesitemos. ¿Qué piensas, príncipe?
Kelson sonrió, soltó el brazo de Morgan y le dio una palmada en el hombro, con entusiasmo.
—Bueno, hombre, eso quería escuchar. Jared, Derry, Deveril, venid aquí, por favor. Debemos enviar despachos a Nigel y a los obispos rebeldes dentro de una hora. Morgan, ¿tú vienes?
—Enseguida, príncipe. Quiero esperar a Duncan.
—Comprendo. Cuando gustes.
Mientras Kelson y el resto partían, Morgan volvió sobre sus pasos y retornó a la iglesia de San Teilo. Caminó con sigilo, para no perturbar a los pocos deudos que aún oraban en el silencio, y fue hasta la nave del crucero y recorrió la galería hasta llegar a la sacristía, donde sabía que encontraría a Duncan. Se detuvo y miró por la puerta entreabierta.
Su primo estaba solo en la estancia. Se había quitado el atuendo sacerdotal y anudaba la pechera de un sencillo jubón de cuero, de espaldas a la puerta. Al terminar con los lazos, buscó la espada y el cinturón, que descansaban sobre una mesa, cerca de él. Su movimiento hizo tambalear las vestiduras que pendían de la percha, a su derecha. La estola de seda cayó de su lugar. Duncan se detuvo, helado, al ver que se deslizaba hasta el suelo, y se inclinó lentamente para recogerla. Se irguió y permaneció inmóvil unos segundos, con la estola entre los dedos rígidos y, tras llevársela a los labios, la devolvió a su lugar. El bordado de plata reflejó la luz de un alto ventanal en ese mismo momento, Morgan entró tranquilamente en la sala y se reclinó contra la jamba de la puerta.
—Duele más de lo que creías, ¿verdad? —le dijo en voz baja.
Duncan tensó la espalda un segundo y luego inclinó la cabeza.
—No sé qué creía, Alaric. Tal vez pensaba que la respuesta me llegaría por sí misma y que ello haría más fácil la separación. Pero no es así.
—Imagino que no.
Duncan suspiró y tomó el cinturón de la espada. Se volvió para mirar a Morgan, mientras lo abrochaba alrededor de su cintura esbelta.
—Bueno, y ahora ¿qué? ¿Adonde va uno cuando es deryni, la Iglesia lo excomulga y el rey lo exilia?
—¿Quién habló de exilio?
Duncan recogió su manto y se lo echó por encima de los hombros. Frunció el ceño y miró hacia abajo, mientras manipulaba el broche.
—Vamos, tienes que ser realista. No esperarás que lo diga expresamente, ¿verdad? Ambos sabemos que no puede permitirnos estar aquí cuando la Iglesia nos ha excomulgado. Si los arzobispos lo supieran, harían lo mismo con él.
El cierre del broche sonó con un ruido firme. Morgan sonrió.
—Pero es probable que acaben haciéndolo de todos modos. En las actuales circunstancias, en realidad, Kelson no tiene mucho que perder.
—¿No mucho qué…? —repitió Duncan sorprendido al comprender lo que significaban las palabras de Morgan—. Ya ha decidido correr el riesgo, ¿eh? —buscó una confirmación en el rostro de su primo. Morgan asintió—. ¿Y no le importa? —seguía sin poder creer lo que escuchaba.
Morgan sonrió de nuevo.
—Sí le importa. Pero sabe reconocer las prioridades, Duncan. Y está dispuesto a correr el riesgo, quiere que nos quedemos.
Duncan miró a su primo un largo rato, y luego movió la cabeza lentamente, asintiendo.
—Tendremos que luchar con probabilidades muy remotas de triunfar. No sé si te das cuenta… —comentó, dubitativo.
—Somos deryni. Esa siempre ha sido nuestra realidad.
Duncan paseó una última mirada en derredor de la capilla. Dejó que sus ojos se demoraran sobre el altar, sobre las vestimentas de seda que pendían de las perchas y, luego, avanzó lentamente hacia Morgan para unírsele ante la puerta.
Sin volver la mirada atrás, le dijo:
—Estoy preparado.
—En tal caso, vayamos a buscar a Kelson —concluyó Morgan, con una sonrisa—. Nuestro rey deryni nos necesita.